Maese Cornelius

Honorato de balzac

EL día de Todos los Santos de 1479, en el momento en que empieza esta historia, terminaban las vísperas en la catedral de Tours. El arzobispo Hélie de Bourdeilles se levantó de su sitial para bendecir a los fieles. El sermón había sido muy largo, anocheció durante el oficio y la oscuridad más profunda reinaba en algunas zonas de aquella hermosa iglesia, cuyas dos torres no estaban aún acabadas. Sin embargo, un gran número de cirios ardían en honor de los santos en los candelabros triangulares destinados a recibir aquellas piadosas ofrendas. Las luminarias de los altares y todos los candelabros del coro estaban encendidos. Desigualmente sembradas a través del bosque de columnas y de arcos que sostienen las tres naves de la catedral, aquellas masas de luz iluminaban apenas el inmenso templo, ya que al proyectar las densas sombras de las columnas contra las galerías del edificio producían en ellas mil fantasmagorías que subrayaban todavía más las tinieblas que envolvían las cimbras, las bóvedas y las capillas laterales, oscuras de por sí en pleno día. La muchedumbre ofrecía un aspecto no menos pintoresco. Algunas figuras se dibujaban de un modo tan vago en el claroscuro que podían ser tomadas por fantasmas, en tanto que otras, iluminadas de lleno por los dispersos resplandores, atraían la atención como personajes destacados de un cuadro. Las estatuas parecían animadas, y los hombres parecían petrificados. Aquí y allá, unos ojos brillaban en los huecos de las columnas, la piedra lanzaba miradas, los mármoles hablaban, las bóvedas repetían unos suspiros, el edificio entero estaba dotado de vida. La existencia de los pueblos no tiene escenas más solemnes ni momentos más majestuosos. El hombre en multitud necesita siempre el movimiento para hacer obra poética; pero en aquellas horas de pensamientos religiosos, cuando las riquezas humanas se desposan con las grandezas celestes, se encuentran sublimidades increíbles en el silencio.

En el instante en que cesó el cántico de los eclesiásticos, cuando las últimas notas del órgano se mezclaron con las vibraciones del amén surgido de los vigorosos pechos de los chantres, mientras un leve murmullo seguía resonando en las altas bóvedas, preludio del silencio con que la asamblea esperaba la benéfica palabra del prelado, un burgués, ansioso por regresar a su hogar, o temiendo por su bolsa en el tumulto de la salida, se retiró silenciosamente, a riesgo de ser considerado como un mal católico. Un gentilhombre, aplastado contra una de las enormes columnas que rodean el coro, donde había permanecido como perdido en la sombra, se apresuró a ocupar el lugar abandonado por el prudente turenés. Ocultando rápidamente el rostro entre las plumas que adornaban su ¿tito bonete gris, se arrodilló con un aire de contrición capaz de engañar a un inquisidor. Después de haber contemplado atentamente a aquel joven, sus vecinos parecieron reconocerle, y reanudaron sus preces con un gesto que expresaba una misma idea, una idea cáustica, burlona, una muda maledicencia. Dos ancianas movieron la cabeza al tiempo que cruzaban una mirada significativa. El reclinatorio que había pasado a ocupar el joven se encontraba cerca de una capilla abierta entre dos columnas y protegida por una verja de hierro. En aquella capilla, y cerca de la reja, una dama estaba arrodillada en un bello reclinatorio de terciopelo rojo adornado con borlas de oro. Una lámpara de plata suspendida de la bóveda de la capilla, delante de un altar lujosamente adornado, derramaba su pálida claridad sobre el libro de Horas que sostenía la dama. El libro tembló violentamente en sus manos cuando el joven se instaló junto a la reja.

—¡Amén! —murmuró el joven con una voz suave, aunque cruelmente agitada, y que por fortuna se confundió con el clamor general.

—Vais a perderme —susurró la dama.

Pronunció aquellas palabras en un tono tan angustiado, que un hombre de honor no podía negarse a obedecer el ruego que expresaban; pero el desconocido, impulsado sin duda por uno de esos paroxismos de pasión que ahogan la voz de la conciencia, no se movió, limitándose a levantar ligeramente la cabeza para echar una ojeada a la capilla.

—¡Duerme! —susurró con apasionada intensidad.

La dama palideció, y su mirada furtiva abandonó por un instante la vitela del devocionario para posarse en el anciano al cual acababa de mirar el joven. ¿Qué terrible complicidad se ocultaba en aquella ojeada? Cuando la dama hubo examinado al anciano, respiró profundamente y levantó su hermosa frente, adornada con una piedra preciosa, hacia un cuadro de la Virgen; aquel simple movimiento, aquella actitud, la mirada humedecida revelaban toda su vida con una imprudente ingenuidad; de ser perversa, hubiese sabido disimular. El personaje que inspiraba tanto miedo a los dos amantes era un anciano de corta estatura, jorobado, casi calvo, de rostro feroz enmarcado por una larga barba de color blanco sucio y cortada en forma de abanico; en su pecho brillaba la cruz de San Miguel; sus manos rudas, fuertes, surcadas de pelos grises, y que al principio había entrelazado, sin duda, se habían desunido ligeramente durante el sueño al cual se había entregado tan imprudentemente. Su mano derecha parecía a punto de caer sobre su daga, cuya empuñadura formaba una especie de concha esculpida en acero. Tal como había colocado su arma, el pomo se encontraba debajo de su mano; si, por desgracia, la mano llegaba a tocar el acero, no cabía duda de que se despertaría inmediatamente y su primera mirada sería para su esposa. Sus labios sardónicos, su puntiagudo mentón, caprichosamente erguido, ofrecían las señales características de un espíritu malicioso, dotado de una sagacidad fríamente cruel que debía permitirle adivinarlo todo, porque sabía sospecharlo todo. Su frente amarillenta mostraba los pliegues que revelan al hombre acostumbrado a no creer nada, a sopesarlo todo, a buscar el sentido y el valor exacto de los actos humanos del mismo modo que los avaros sopesan sus monedas de oro. Tenía una sólida osamenta, parecía nervioso y, en consecuencia, irritable. Al despertar de aquel terrible señor, un inevitable peligro se cerniría sobre la dama. Aquel marido celoso no dejaría de captar la diferencia existente entre el viejo burgués del cual no había sospechado en absoluto y el recién llegado, cortesano joven, esbelto, elegante.

—Libera nos a malo —dijo la dama, tratando de hacer comprender sus temores al cruel joven.

El joven alzó la mirada hacia ella y la miró. Tenía lágrimas en los ojos, lágrimas de amor o de desesperación. Al verlas, la dama se estremeció, sintiéndose perdida. Ambos resistían sin duda desde hacía mucho tiempo, y no podían continuar resistiendo a un amor agrandado de día en día por invencibles obstáculos, empollado por el terror, fortalecido por la juventud. Aquella mujer era mediocremente bella, pero su pálida tez revelaba unos sufrimientos secretos que la hacían interesante. Tenía, además, un porte distinguido y los cabellos más hermosos del mundo. Vigilada por un tigre, arriesgaba quizá su vida pronunciando una palabra, dejándose oprimir la mano, acogiendo una mirada. Si nunca el amor había inundado tan por entero dos corazones, si nunca había sido saboreado tan deliciosamente, nunca, tampoco, había sido más peligrosa una pasión. Resultaba fácil adivinar que, para aquellos dos seres, el aire, los sonidos, el rumor de los pasos sobre las baldosas, las cosas más indiferentes para los otros hombres, ofrecían unas cualidades sensibles, unas propiedades especiales que ellos sabían reconocer. Amor profundo el suyo, amor grabado en el alma como en el cuerpo una cicatriz que hay que conservar durante toda la vida. Cuando aquellos dos jóvenes se miraban, la mujer parecía decirle a su amante: "Perezcamos, pero amémonos". Y el caballero parecía contestarle: "Nos amaremos, y no pereceremos".

La dama, con un movimiento lleno de melancolía, señaló con la cabeza a una vieja dueña y a dos pajes. La dueña dormía. Los dos pajes eran muy jóvenes y parecían bastante despreocupados de lo bueno o lo malo que pudiera sucederle a su amo.

—No os asustéis a la salida, y dejadme hacer.

Apenas el gentilhombre hubo pronunciado aquellas palabras en voz baja, la mano del viejo señor rozó el pomo de su espada. Al notar la frialdad del acero, el viejo se despertó repentinamente; sus ojos recelosos se clavaron inmediatamente en su esposa. Por un privilegio rara vez otorgado, ni siquiera a los hombres de genio, el anciano salió de su duermevela con la inteligencia completamente lúcida y las ideas muy claras. Era un celoso. El joven caballero contemplaba con un ojo a su dama y con el otro espiaba al marido; se levantó prestamente, y se ocultó detrás de la columna en el instante en que la mano del viejo empezó a moverse; luego desapareció, ligero como un pájaro. La dama inclinó los ojos fingiendo leer y tratando de aparecer tranquila; pero no pudo evitar que su rostro enrojeciera, ni que su corazón latiera con una inusitada violencia. El anciano captó el ruido de las profundas pulsaciones que resonaban en la capilla, y notó el desusado rubor extendido por las mejillas, por la frente y por los párpados de su esposa; miró prudentemente a su alrededor; pero, al no ver a nadie de quien pudiera desconfiar, inquirió:

—¿En qué estáis pensando, amiga mía?

—El olor a incienso me sienta mal —respondió la dama.

—Es la primera vez que os ocurre tal cosa —replicó el anciano.

A pesar de aquella observación, el suspicaz esposo pareció dar crédito a las palabras de la dama; pero en su fuero interno sospechó alguna secreta traición y resolvió velar más atentamente aún por su tesoro. La bendición había sido dada. Sin esperar al secula seculorum final, la multitud se precipitó como un torrente hacia las puertas de la iglesia. De acuerdo con su costumbre, el anciano espero prudentemente a que se calmara el tumulto, y luego salió precedido por la dueña y por el más joven de los pajes, que portaba un farol; dio el brazo a su esposa y se hizo seguir por el otro paje. En el momento en que el viejo iba a alcanzar la puerta lateral abierta en la parte oriental del claustro y por la cual acostumbraba salir, una ola de gente se separó de la multitud que obstruía el gran portal, refluyó hacia la pequeña nave donde se encontraba el anciano con su mundo, y aquella masa compacta le impidió volver sobre sus pasos. El señor y su esposa fueron empujados entonces por la vigorosa presión de aquella muchedumbre. El marido trató de pasar el primero, tirando fuertemente del brazo de la dama; pero, en aquel instante, fue arrastrado hacia la calle y su esposa le fue arrancada por un desconocido. El terrible jorobado comprendió repentinamente que había caído en una emboscada cuidadosamente preparada. Arrepintiéndose de haber dormido durante tanto tiempo, reunió todas sus fuerzas; con una mano volvió a coger a su esposa por la manga de su vestido, y con la otra trató de agarrarse a la puerta. Pero el ardor del amor pudo más que la rabia de los celos. El joven gentilhombre cogió a su adorada por la cintura y tiró de ella con tanta rapidez y tan desesperada fuerza, que la tela de seda y brocado se desgarró bruscamente. El marido se quedó con la manga en la mano. Un rugido de león cubrió inmediatamente los gritos lanzados por la multitud y se oyó una voz terrible que aullaba:

—¡A mí, Poitiers! ¡Al portal, hombres del conde de Saint-Vallier! ¡Auxilio! ¡Aquí!

Y el conde Aymar de Poitiers, señor de Saint-Vallier, trató de desenvainar su espada y de abrirse paso; pero se vio rodeado, oprimido por treinta o cuarenta jóvenes caballeros a los cuales no podía exponerse a herir. Varios de ellos, que eran del más alto rango, le replicaron con sangrantes pullas mientras le arrastraban por el pasillo del claustro. Con la rapidez del relámpago, el raptor había conducido a la condesa hacia el patio abierto de una casa vecina, donde la sentó a un lado, en un banco de madera. A la tenue claridad que descendía entre los altos muros cubiertos de yedra, los dos amantes se contemplaron un momento en silencio, apretándose las manos, asombrados el uno y el otro de su audacia. La condesa no tuvo el cruel valor de reprochar al joven la osadía a la cual debían aquel peligroso instante de dicha.

—¿Queréis huir conmigo a los Estados vecinos? —inquirió vivamente el gentilhombre—. Muy cerca de aquí tengo dos caballos ingleses capaces de recorrer treinta leguas de un tirón.

—¡Oh! —exclamó suavemente la dama—. ¿En qué lugar del mundo encontraríais un refugio para una hija del rey Luis XI?

—Es cierto —murmuró el joven, estupefacto por no haber previsto aquella dificultad.

—Entonces, ¿por qué me habéis arrancado de las manos de mi marido? —preguntó la condesa, con una especie de terror.

—Lo único que deseaba era estar cerca de vos, oír que me hablabais —murmuró apasionadamente el caballero—. He ideado dos o tres planes, y ahora todo me parece cumplido, puesto que os tengo a mi lado.

—Pero yo estoy perdida —dijo la condesa.

—Estamos salvados —replicó el gentilhombre, con el ciego entusiasmo del amor—. Escuchadme bien.

—Esto me costará la vida —murmuró la dama, mientras unas lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. ¡El conde me matará, esta misma noche, quizá! Pero, id a ver al rey, contadle los tormentos que su hija soporta desde hace cinco años. Cuando era niña me quería mucho, y me llamaba riendo: María-llena-de-gracia, porque era fea. ¡Ah! Si supiera a qué clase de hombre me entregó, montaría en cólera. Yo no me he atrevido a quejarme, porque el conde me inspiraba lástima. Además, ¿cómo conseguir que mi voz llegara hasta el rey? Estoy espiada en todos mis movimientos. Por eso me he prestado a este culpable rapto, con la esperanza de conquistar un defensor. Pero, ¿puedo confiar…? ¡Oh! —se interrumpió, palideciendo—. Ahí está el paje…

La pobre condesa convirtió sus manos en un velo para ocultar su rostro.

—No temáis nada —la tranquilizó el joven—. Podéis serviros de ese paje con toda confianza: me pertenece. Cuando el conde venga a buscaros, nos advertirá de su llegada. —Y en voz baja, añadió—: En esta casa vive un amigo mío, el cual declarará que os ha apartado del tumulto y os ha puesto bajo su protección en este patio. Todo está previsto para engañar a Saint-Vallier.

Al oír aquellas palabras, las lágrimas de la condesa se secaron, pero una expresión de tristeza nubló su frente.

—No se le engaña con facilidad —murmuró—. Esta noche lo sabrá todo. ¿Imagináis su reacción? Id al Plessis, hablad con el rey, decidle que… —Vaciló. Pero algún recuerdo le prestó el valor necesario para confesar los secretos del matrimonio—: ¡Sí! Decidle que para hacerse dueño de mí el conde me hace sangrar los dos brazos, y me agota. Decidle que me ha arrastrado por los cabellos, decidle que estoy prisionera, decidle que…

Los sollozos interrumpieron sus palabras y las lágrimas volvieron a deslizarse de sus ojos; en su agitación, se dejó besar las manos por el joven, el cual murmuraba:

—¡Nadie puede hablar con el rey, pobre pequeña! Por muy sobrino que sea del gran maese de los ballesteros, no conseguiré entrar esta noche en el Plessis. ¡Mi querida dama, mi bella soberana! ¡Dios mío, cuánto ha sufrido! María, permitidme deciros dos palabras, o estamos perdidos.

—¿Qué vamos a hacer? —sollozó la condesa. Luego, viendo en la negra pared un cuadro de la Virgen, medio deslucido por el tiempo, exclamó—: ¡Santa Madre de Dios, aconsejadnos!

—Esta noche —continuó el joven— estaré en vuestra casa.

—¿Cómo? —preguntó la condesa ingenuamente.

Corrían un peligro tan grande, que sus palabras más dulces parecían desprovistas de amor.

—Esta noche —explicó el gentilhombre— voy a ofrecerme como aprendiz a Maese Cornelius, el tesorero del rey. He conseguido una carta de recomendación para que me reciba. Su alojamiento se encuentra al lado del vuestro. Una vez bajo el techo de aquel viejo ladrón, y con la ayuda de una escalera de seda, sabré encontrar vuestro apartamiento.

—¡Oh! —exclamó la condesa, petrificada de horror—. ¡Si me amáis, no vayáis a casa de Maese Cornelius!

El joven, arrebatado, la estrechó contra su corazón.

—Entonces, me amáis… —susurró.

—Sí —dijo la condesa—. ¿Acaso no sois mi única esperanza? Sois un gentilhombre, os confío mi honor. Además —añadió, mirándole con dignidad—, soy demasiado desdichada para que traicionéis mi confianza. Pero, ¿de qué sirve hablar así? Marchaos, dejadme morir antes que entrar en casa de Cornelius. ¿No sabéis que todos sus aprendices…?

—Han sido colgados —dijo el gentilhombre, riendo—. ¿Creéis que sus tesoros me tientan?

—¡Oh! No vayáis allí. Seríais víctima de alguna brujería.

—Todo me parecerá poco con tal de poder serviros —replicó el joven, dirigiéndole una ardiente mirada.

La condesa inclinó los ojos.

—¿Y mi marido? —inquirió.

—Esto le dormirá —respondió el joven, sacando un pequeño frasco de su cinto.

—¿No será para siempre? —preguntó la condesa, temblando.

Por toda respuesta, el gentilhombre hizo un gesto de horror.

—Si no fuera tan viejo, le hubiese retado mil veces —dijo—. ¿Me creéis capaz de recurrir a esos medios para libraros de él?

—Perdonad —murmuró la condesa, enrojeciendo—. Me veo cruelmente castigada por mis pecados. En un momento de desesperación quise matar al conde, y temí que vos hubierais sentido el mismo deseo. Mi dolor es inmenso por no haberme podido confesar de aquel mal pensamiento; pero he temido que le revelaran mi idea y que quisiera vengarse. Os avergonzáis de mí —continuó, dolida por el silencio que guardaba el joven—. Merezco vuestro desprecio.

Rompió el frasquito, tirándolo violentamente contra el suelo.

—¡No vengáis! —exclamó—. El conde tiene un sueño muy ligero. Mi deber es esperar ayuda del cielo. ¡Y así lo haré!

Trató de marcharse, pero el joven le cerró el paso, exclamando:

—¡Oh! Ordenádmelo y le mataré, señora. Me veréis esta noche.

—He hecho bien en destruir ese frasco —murmuró la condesa, con una voz ahogada por el placer de verse tan ardientemente amada—. El miedo a despertar a mi marido nos salvará de nosotros mismos.

—Os ofrezco mi vida —dijo el joven, oprimiéndole la mano.

—Si el rey quiere, el papa anulará mi matrimonio. Y entonces podremos unirnos —susurró la condesa, dirigiéndole una mirada llena de deliciosas esperanzas.

—¡Ahí llega mi señor! —exclamó en aquel momento el paje.

El gentilhombre, asombrado de la rapidez con que había transcurrido el tiempo pasado junto a su amada, se tomó un beso que la condesa no supo rechazar.

—¡Hasta la noche! —murmuró el gentilhombre, saliendo de la capilla.

Amparado por la oscuridad, llegó al gran portal de columna en columna. Un anciano caballero salió repentinamente de una puerta próxima, se acercó a la condesa y cerró silenciosamente la verja de hierro, ante la cual se colocó el paje, como celoso guardián. Una viva claridad anunció al conde! Acompañado de algunos amigos y de otros hombres que portaban unas antorchas, sostenía en la mano su espada desenvainada. Sus ojos parecían taladrar las profundas tinieblas y visitar los rincones más oscuros del edificio.

—Monseñor, madame está allí —anunció el paje, acompañándole hasta la verja.

El señor de Saint-Vallier vio a su esposa sentada en el banco, y al anciano en pie, junto a ella. Ante aquel espectáculo sacudió vivamente la verja, como para desahogar su rabia.

—¿Qué buscáis aquí, con una espada desenvainada en la mano? —preguntó el anciano.

-Señor, el caballero es mi marido —dijo la condesa.

La anciano sacó la llave del interior de su bolsillo y abrió la verja. El conde dirigió una mirada suspicaz alrededor del patio y entró; luego se quedó escuchando el silencio del edificio.

—Señor —le dijo su esposa—, debéis darle las gracias a este venerable caballero que me ha traído a este refugio.

El señor de Saint-Vallier palideció de cólera, sin atreverse a mirar a sus amigos, los cuales le habían acompañado más para reírse de él que para ayudarle, y dijo:

—Gracias, señor, ya encontraré el modo de recompensaros.

Cogió a su esposa por el brazo y, sin permitirle acabar la reverencia que dirigía al anciano, hizo una seña a sus hombres y salió del patio sin decir una sola palabra a los que le habían acompañado. Su silencio tenía algo de feroz. Impaciente por llegar a su casa, preocupado por los medios de descubrir la verdad, echó a andar a través de las calles tortuosas que en aquella época separaban la catedral del portal de la Cancillería donde se alzaba el hermoso hotel, construido recientemente por el canciller Juvenal de los Ursinos, en los terrenos de una antigua fortaleza que Carlos VII había entregado a aquel fiel servidor en recompensa de sus gloriosos trabajos. Allí empezaba una calle llamada de la Scellerie, la cual unía a la antigua Tours con el pueblo de Cháteauneuf, donde se encontraba la célebre abadía de Saint-Martin, de la cual tantos reyes fueron simples canónigos. Desde hacía cien años, y tras largas discusiones, había sido anexionado a la ciudad. Muchas de las calles adyacentes a la de la Scellerie, y que hoy forman el centro de la Tours moderna, estaban ya construidas; pero los hoteles más bellos, y especialmente el del tesorero Xancoings, mansión que aún subsiste en la calle del Comercio, estaban situados en el municipio de Cháteauneuf. Hacia allí se dirigieron los portaantorchas del señor de Saint-Vallier, el cual seguía maquinalmente a sus hombres dirigiendo de cuando en cuando una sombría mirada a su esposa y al paje, para sorprender entre ellos una mirada de inteligencia que arrojara alguna luz sobre aquel desesperante suceso. Por fin, el conde llegó a la calle del Mürier, donde se hallaba su casa. Cuando el cortejo hubo entrado y se cerró la pesada puerta, un profundo silencio reinó en aquella angosta calle donde entonces moraban algunos señores, ya que aquel nuevo barrio de la ciudad se encontraba muy cerca del Plessis, residencia habitual del rey, a la cual los cortesanos podían trasladarse en un momento. La última casa de aquella calle era también la última de la ciudad, y pertenecía a maese Cornelius Hoogworst, un viejo negociante brabantino encargado de las transacciones financieras que el rey Luis XI efectuaba al margen del reino. Por motivos favorables a la tiranía que ejercía sobre su esposa, el conde de Saint-Vallier se había instalado en un hotel contiguo al de maese Cornelius. La topografía de los lugares explicará los beneficios que aquella situación podía ofrecer a un celoso. La casa del conde, llamada el hotel de Poitiers, tenía un jardín que limitaba al norte con la muralla y el foso que servían de cinturón al antiguo pueblo de Cháteauneuf, y a lo largo de los cuales discurría la calzada recientemente construida por Luis XI entre Tours y el Plessis. Por aquel lado, unos perros protegían el acceso a la casa, separada por un gran patio de las casas contiguas del lado oriental, y adosada a la vivienda de maese Cornelius por el lado occidental. La fachada de la calle estaba orientada al mediodía. Aislado por tres partes, el hotel del desconfiado y astuto conde sólo podía ser invadido por los habitantes de la mansión brabantina, cuyos tejados y canales de piedra coincidían con los del hotel de Poitiers. Las angostas ventanas abiertas en la misma piedra que daban a la calle estaban protegidas por barrotes de hierro; y la puerta, baja y en forma de arcada como los portillos de nuestras cárceles más antiguas, tenía una solidez a toda prueba. Al ver el perfil de las mansiones ocupadas por maese Cornelius y por el Conde de Poitiers, no resultaba difícil adivinar que habían sido construidas por el mismo arquitecto y destinadas a unos tiranos. Las dos de aspecto siniestro, parecían pequeñas fortalezas y podían ser defendidas largo tiempo con ventaja contra un populacho furioso. Sus ángulos estaban protegidos por unas torrecillas semejantes a las que los aficionados a las antigüedades pueden contemplar en algunas ciudades donde no ha llegado aún la piqueta demoledora. Los motines y las guerras civiles, tan frecuentes en aquellos tiempos de discordia, justificaban ampliamente todas aquellas precauciones.

Cuando dieron las seis en el campanario de la abadía de Saint-Martin, el joven enamorado de la condesa pasó por delante del hotel de Poitiers, se detuvo allí un instante, y oyó en la sala baja el ruido que producían los hombres del conde al cenar. Después de haber dirigido una mirada a la ventana de la habitación que suponía ocupada por su dama, se encaminó hacia la puerta de la mansión contigua. Por doquier, en su camino, el joven había oído los alegres acentos que surgían de las casas de la ciudad, donde se celebraba con una buena cena la festividad del día. Todas las ventanas mal cerradas dejaban escapar rayos de luz, las chimeneas humeaban, y el apetitoso aroma de los asados llenaba las calles. Terminado el oficio religioso, la ciudad entera se entregaba al jolgorio. Pero en aquel paraje reinaba un profundo silencio, ya que en aquellas dos viviendas moraban dos pasiones que no se refocilan nunca. Más allá, los campos callaban; aquí, a la sombra de los campanarios de la abadía de Saint-Martin, aquellas dos mansiones mudas, separadas de las otras y situadas en el extremo más tortuoso de la calle, semejaban una leprosería. La vivienda que se alzaba en el lado opuesto, perteneciente a unos reos de delitos contra el Estado, se hallaba sellada. Un joven tenía que quedar forzosamente impresionado por aquel súbito contraste. Así, a punto de embarcarse en una aventura terriblemente arriesgada, el gentilhombre permaneció unos instantes pensativo delante de la casa del lombardo, recordando las leyendas que rodeaban la vida de maese Cornelius y que habían provocado el temor de la condesa. En aquella época, un hombre de guerra, e incluso un enamorado, temblaba a veces ante la palabra "magia". Había entonces pocas imaginaciones incrédulas para los extraños, o frías para los relatos maravillosos. El amante de la condesa de Saint-Vallier, una de las hijas que Luis XI había tenido con madame de Sassenage, en el Delfinado, por osado que pudiera ser, tenía que pensárselo dos veces antes de decidirse a entrar en una casa embrujada.

La historia de maese Cornelius explicará perfectamente la seguridad que el lombardo había inspirado al señor de Saint-Vallier, el terror manifestado por la condesa, y la vacilación que detenía al amante. Pero, a fin de que los lectores del siglo xix comprendan cómo unos acontecimientos en apariencia vulgares se habían convertido en sobrenaturales, es necesario interrumpir esta historia para echar una rápida ojeada a las aventuras de maese Cornelius.

Cornelius Hoogworst, uno de los comerciantes más ricos de Gante, tras atraerse la enemistad de Carlos, duque de Borgoña, había encontrado asilo y protección en la corte de Luis XI. El rey intuyó las ventajas que podía obtener de un hombre relacionado con las principales Casas de Flandes, de Venecia y del Levante, y ennobleció, naturalizó y halagó a maese Cornelius, un hecho muy raro tratándose de Luis XI. Sin embargo, el flamenco complacía al monarca tanto como el monarca complacía al flamenco. Astutos, desconfiados, avaros; igualmente políticos, igualmente instruidos; ambos superiores a su época, se comprendían a maravilla; abandonaban y volvían a tomar con la misma facilidad, el uno su ciencia, el otro su devoción; en fin, si hay que creer en las envidiosas afirmaciones de Olivier le Daim y de Tristán, el rey iba a divertirse a la casa del lombardo, tal como se divertía Luis XI. La historia se ha encargado de transmitirnos los gustos licenciosos de aquel monarca, al cual no le desagradaban las orgías. El viejo brabantino encontraba sin duda placer y provecho prestándose a los caprichosos deseos de su real cliente. Cornelius habitaba en la ciudad de Tours desde hacía nueve años. Durante aquellos nueve años habían ocurrido en su casa acontecimientos extraordinarios que la convirtieron en objeto de la execración general. A su llegada, Cornelius invirtió unas sumas considerables en la vivienda a fin de poner en seguridad sus tesoros. Los artilugios que los cerrajeros de la ciudad fabricaron para él, las extravagantes medidas que había adoptado para llevarles a su casa de modo que quedara garantizada su discreción, fueron durante mucho tiempo el tema de mil relatos maravillosos que amenizaron las veladas de la Turena. Las desusadas precauciones hacían suponer que el viejo era poseedor de riquezas orientales.

Maese Cornelius había llegado a Tours con dos criados flamencos, una anciana y un joven aprendiz, de rostro suave y agradable; el joven actuaba de secretario, de cajero, de factotum y de correo. En el primer año de su estancia en Tours, maese Cornelius fue víctima de un importante robo. Las investigaciones judiciales demostraron que el delito había sido cometido por un habitante de la casa. El viejo avaro hizo encarcelar a sus criados y a su secretario. El joven era débil y murió en el curso de los interrogatorios a que fue sometido, sin dejar de protestar de su inocencia. Los dos criados confesaron el delito para evitar las torturas; pero cuando el juez les preguntó dónde estaban las sumas robadas, se negaron a contestar, fueron sometidos de nuevo a interrogatorio, juzgados y colgados. Al subir al patíbulo insistieron en declararse inocentes, de acuerdo con la costumbre de todos los condenados. La ciudad de Tours no tardó en olvidar aquel extraño asunto. Los delincuentes eran flamencos, y el interés que aquellos desgraciados y el joven secretario habían despertado se desvaneció rápidamente. En aquella época, las guerras y las sublevaciones proporcionaban emociones continuas, y el drama del día hacía palidecer el de la víspera. Más desolado por la enorme pérdida que había experimentado que por la muerte de sus tres domésticos, maese Cornelius se quedó solo con la anciana flamenca, que era hermana suya. Obtuvo del rey el favor de poder utilizar a los correos del Estado para sus asuntos particulares, encerró sus mulas en casa de un mulero de la vecindad, y vivió, a partir de aquel momento, en la más profunda soledad, sin ver apenas a nadie más que al rey, y efectuando su comercio por mediación de los judíos, hábiles calculadores, que le servían fielmente a fin de obtener su todopoderosa protección.

Algún tiempo después de aquella aventura, el propio rey proporcionó a maese Cornelius un joven huérfano, por el cual sentía mucho interés. El pobre muchacho se entregó en cuerpo y alma a los asuntos del lombardo, supo hacerse apreciar por él y se ganó su estima. Pero, una noche de invierno, los diamantes depositados en manos de Cornelius por el rey de Inglaterra para responder de un préstamo de cien mil escudos fueron robados, y las sospechas recayeron sobre el huérfano. Luis XI se mostró tanto más severo con él por cuanto había respondido de su fidelidad. El desdichado joven lúe colgado, tras un breve interrogatorio que efectuó el gran preboste en persona. Nadie se atrevía a ir a aprender el arte de la banca a casa de maese Cornelius. Sin embargo, dos jóvenes de la ciudad, tureneses honrados y deseosos de fortuna, entraron sucesivamente en ella. Unos robos importantes coincidieron con la admisión de los dos jóvenes en la casa de maese Cornelius; las circunstancias de aquellos delitos, su limpia ejecución, demostraban claramente que los ladrones contaban con alguna complicidad en el interior de la casa; naturalmente, fueron acusados los recién llegados. Luis XI encargó a su gran preboste la instrucción de los correspondientes procesos, los cuales quedaron rápidamente conclusos. El patriotismo de los tureneses interpretó suspicazmente la celeridad con que había actuado Tristán. Culpables o no, los jóvenes fueron considerados unas víctimas, y Cornelius un verdugo. Las dos familias en duelo eran apreciadas y sus quejas fueron oídas; y, de conjetura en conjetura, consiguieron hacer creer en la inocencia de todos aquellos que el tesorero del rey había enviado al patíbulo. Se rumoreaba que el cruel avaro imitaba al rey, que trataba de poner el terror y la horca entre la gente y él; que nunca había sido robado; que aquellas tristes ejecuciones eran el resultado de un frío cálculo, destinado a asegurar por completo sus tesoros. El primer efecto de aquellos rumores populares fue el de aislar a Cornelius; los tureneses le trataron como a un apestado, y dieron a su casa el nombre de Malemaison. Aunque el lombardo hubiese encontrado a algún extranjero lo bastante osado como para entrar en su casa, los habitantes de la ciudad habrían disuadido a la futura víctima con sus habladurías. La opinión más favorable a maese Cornelius era la de las personas que le consideraban como un hombre funesto. A unos les inspiraba un terror instintivo; a otros les causaba el profundo respeto que se experimenta por el poder sin límites que da el dinero; y no faltaba quien le encontraba dotado del atractivo del misterio. Su género de vida, su fisonomía y el favor del rey justificaban todas las leyendas que corrían acerca de él. Desde la muerte de su perseguidor, el duque de Borgoña, Cornelius hacía frecuentes viajes al extranjero; durante su ausencia, el rey hacía vigilar la vivienda del banquero por soldados de su compañía escocesa. Aquella solicitud real hacía suponer a los cortesanos que el viejo había legado su fortuna a Luis XI. El avaro salía muy poco, los señores de la corte le hacían frecuentes visitas; Cornelius les prestaba dinero con bastante liberalidad, pero se mostraba muy caprichoso: en determinados días no conseguían sacarle un sueldo; veinticuatro horas después les ofrecía sumas enormes, siempre que aportaran suficientes garantías y aceptaran pagar un elevado interés. Católico practicante, por otra parte, asistía regularmente a los oficios religiosos, pero iba a Saint-Martin a hora muy temprana; y como había adquirido una capilla a perpetuidad, allí, como en otros lugares, estaba separado de los demás cristianos. Un proverbio popular de aquella época, y que subsistió durante mucho tiempo en Tours, era esta frase: Habéis pasado por delante del lombardo, os sucederá alguna desgracia. Habéis pasado por delante del lombardo explicaba los males repentinos, las tristezas involuntarias y los reveses de fortuna. Incluso en la corte se atribuía a Cornelius aquella influencia fatal que las supersticiones italiana, española y asiática han denominado el mal de ojo. Sin el poder terrible de Luis XI que se había extendido como un manto sobre aquella casa, a la menor ocasión el pueblo hubiese derruido la Malemaison de la calle del Mürier. Y, sin embargo, en casa de Cornelius fueron plantados los primeros morales de Tours; y los tureneses le consideraron entonces como un genio bueno. Para que uno se fie del favor popular. Algunos señores que habían encontrado a maese Cornelius fuera de Francia, quedaron sorprendidos por su buen humor. En Tours, se mostraba siempre sombrío y soñador; pero regresaba siempre allí. Un inexplicable impulso le empujaba hacia su negra mansión de la calle del Mürier. Semejante al caracol cuya vida está tan fuertemente unida a la de su concha, confesaba al rey que sólo le encontraba a gusto bajo las piedras vermiculadas y tras los cerrojos de su pequeña bastilla, aún a sabiendas de que, al morir Luis XI, aquel lugar sería para él el más peligroso de la tierra.

—El diablo se divierte a costa de nuestro compadre el prestamista —le dijo Luis XI a su barbero unos días antes de la fiesta de Todos los Santos—. Se queja de que han vuelto a robarle. Pero ahora no puede colgar a nadie, a menos que se cuelgue a sí mismo. ¡El viejo truhán! ¿No ha venido a preguntarme si por casualidad me llevé ayer una cadena de rubíes que quería venderme? ¡Voto a tal! Yo no robo lo que puedo tomar, le he dicho.

—¿Y se ha asustado? —inquirió el barbero.

—Los avaros sólo tienen miedo a una cosa —respondió el rey—. Mi compadre el usurero sabe perfectamente que yo no le despojaría sin motivo, ya que de otro modo sería injusto, y nunca he hecho nada que no fuera justo y necesario.

Desde hacía dos años, pues, maese Cornelius vivía solo con su anciana hermana, la cual tenía fama de bruja. Un sastre de la vecindad pretendía haberla visto a menudo, durante la noche, esperando sobre los tejados la hora de acudir al aquelarre. El hecho parecía mucho más extraordinario teniendo en cuenta que el viejo avaro encerraba a su hermana en una habitación cuyas ventanas estaban protegidas por fuertes barrotes de hierro. Al envejecer, Cornelius, continuamente robado, temiendo siempre ser engañado por los hombres, había llegado a odiarlos a todos, excepto al rey, al cual apreciaba mucho. Había caído en una excesiva misantropía, pero, como sucede con la mayoría de los avaros, su pasión por el oro, la asimilación de aquel metal con su sustancia había sido cada vez más íntima, y aumentaba en intensidad con los años. Su propia hermana excitaba sus sospechas, a pesar de que era más avara que su hermano, al cual ganaba en mezquindad y tacañería. La existencia de aquellos dos seres tenía algo de problemático y misterioso. La anciana adquiría tan poco pan en casa del panadero, aparecía tan poco por el mercado, que los observadores menos crédulos habían terminado por atribuir a aquellos dos extraños personajes el conocimiento de algún secreto de vida. Los que trataban con la alquimia decían que maese Cornelius sabía fabricar oro. Los sabios pretendían que había encontrado la panacea universal. Para muchos campesinos, Cornelius era un ser quimérico, y en sus viajes a la ciudad iban a contemplar la fachada de su hotel por curiosidad.

Sentado en el banco de piedra que se extendía a lo largo de la fachada de la mansión de maese Cornelius, el gentilhombre miraba alternativamente el hotel de Poitiers y la Malemaison; la luna iluminaba los dos edificios, y su caprichoso y blanco resplandor creaba en ellos extrañas zonas de sombra y de luz y les confería un aspecto siniestro. Parecía como si la propia naturaleza se prestara a las supersticiones que planeaban sobre aquella morada. El joven recordó sucesivamente todas las tradiciones que convertían a Cornelius en un hombre a la vez curioso y temible. Aunque decidido por la violencia de su amor a entrar en aquella casa, y a permanecer en ella el tiempo necesario para la realización de sus proyectos, vacilaba antes de dar el último paso, a sabiendas de que lo daría. Pero, ¿quién, en las crisis de su vida, se niega a escuchar sus presentimientos, a balancearse sobre los abismos del futuro? Aquella deliberación secreta era tan cruelmente interesante, que el joven no notaba el aire frío que silbaba en sus piernas y en los muros de los edificios. Al entrar en la casa de Cornelius debía despojarse de su nombre, del mismo modo que se había despojado ya de sus hermosos vestidos de noble. En caso de desgracia, le estaría prohibido reclamar sus privilegios de clase o la protección de sus amigos, a menos de perder definitivamente a la condesa de Saint-Vallier. Si sospechaba la visita nocturna de un amante, el viejo conde sería capaz de quemar a su esposa a fuego lento en una jaula de hierro, de enterrarla en vida en el fondo de algún viejo castillo… Al mirar las míseras ropas con que se había disfrazado, el joven se avergonzó de sí mismo. Con su cinturón de cuero negro, sus zapatones, sus calzas de tiretana y su jubón de lana gris, parecía un pobre alguacilillo. Para un noble del siglo xv, resultaba humillante representar el papel de un burgués de la clase más baja, renunciando a los privilegios de su rango. Pero trepar al tejado del hotel donde lloraba su amada, bajar por la chimenea o deslizarse por las galerías, y, de tejadillo en tejadillo, llegar hasta la ventana de su habitación; arriesgar su vida para estar junto a ella sobre un almohadón de seda, delante de un buen fuego, durante el sueño de un siniestro marido, cuyos ronquidos redoblarían su dicha; desafiar al cielo y a la tierra dándose el más audaz de todos los besos; no pronunciar una palabra que no pudiera preceder a la muerte o, como mínimo, a un sangriento combate; todas esas voluptuosas imágenes y los románticos peligros de la empresa decidieron al joven. Aunque sólo pudiera besar una vez más la mano de la condesa, estaba dispuesto a intentarlo todo, impulsado por el espíritu caballeresco y apasionado de aquella época. Aquella aventura era demasiado arriesgada, demasiado imposible para quedar inacabada.

Temiendo presentarse demasiado tarde a maese Cornelius, el gentilhombre se disponía a abandonar su asiento para llamar a la puerta de la Malemaison, cuando, al mirarla, su atención se sintió atraída por una especie de visión que los escritores de la época hubiesen llamado cornuda. Se frotó los ojos como para aclarar su vista, y mil sentimientos diversos pasaron por su alma. A cada lado de aquella puerta había un rostro enmarcado por los dos barrotes de una especie de tronera. Al principio, el joven había tomado aquellos dos rostros por unas máscaras grotescas esculpidas en la piedra, hasta tal punto eran arrugados, angulosos, inmóviles, de color atezado, es decir, morenos; pero el frío y la claridad de la luna le permitieron distinguir el vaho que la respiración hacía salir de las dos narices violáceas; luego acabó por ver, en cada uno de los rostros, bajo la sombra de las cejas, dos ojos de un azul desvaído que brillaban febrilmente, semejantes a los de un lobo al acecho. El inquieto resplandor de aquellos ojos estaba concentrado en él con tanta fijeza, que el joven no pudo evitar un estremecimiento. Aquellos dos rostros, tensos y suspicaces, eran sin duda los de Cornelius y su hermana. El gentilhombre fingió reconocer el lugar donde se encontraba, consultando las señas de un sobre que sacó de su bolsillo; luego se dirigió directamente hacia la puerta y descargó en ella tres golpes que resonaron en el interior de la casa como si fuera la entrada de una caverna. En una pequeña mirilla brilló un ojo.

—¿Quién llama?

—Un amigo enviado por Oosterlinck de Brujas.

—¿Qué queréis?

—Entrar.

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Philippe Goulenoire.

—¿Traéis alguna carta de presentación?

—Desde luego.

—Pasadla por la arquilla.

—¿Dónde está?

—A la izquierda.

Philippe Goulenoire echó la carta por la ranura de una arquilla de hierro, encima de la cual había una tronera.

"¡Diablo! —pensó—. Es evidente que el rey viene por aquí, ya que las precauciones adoptadas no son menores que las que se han tomado en el Plessis."

Esperó alrededor de un cuarto de hora en la calle. Transcurrido aquel lapso de tiempo, oyó que Cornelius le decía a su hermana:

—Cierra la trampilla de la puerta.

Un rechinar de cadenas y de hierro resonó bajo el portal Philippe oyó descorrerse los cerrojos, gruñir las cerraduras; finalmente, la puerta se abrió hasta describir el más agudo de los ángulos por el cual pudiera pasar un hombre delgadísimo. A riesgo de desgarrar sus vestidos, Philippe se deslizó por aquella abertura. Una vieja desdentada, cuyas cejas parecían dos asas de caldero, que no hubiera podido meter una avellana entre su nariz y su ganchuda barbilla, pálida y macilenta,. arrugada como un pergamino y que parecía formada únicamente de huesos y de nervios, guió silenciosamente al recién llegado hacia una sala, en tanto que Cornelius le seguía prudentemente a cierta distancia.

—Sentaos allí —le dijo la vieja a Philippe, señalando un taburete de tres patas situado en el rincón de un amplio hogar de piedra esculpida. A pesar de la época del año, no había ningún fuego encendido.

Al otro lado de aquella chimenea había una mesa de nogal de patas torneadas, sobre la cual veíanse un huevo en un plato y diez o doce migajas de pan duro, cuidadosamente tortadas para igualarlas en tamaño. Otros dos taburetes, en uno de los cuales se sentó la vieja, anunciaban que los avaros estaban en plena cena. Cornelius fue a empujar dos pequeños postigos de hierro, seguramente para cerrar los judas a través de los cuales había estado espiando la calle, y pasó a ocupar su puesto en la mesa. El pretendido Philippe Goulenoire vio entonces cómo el hermano y la hermana mojaban en aquel huevo, por riguroso turno, muy seriamente, pero con la misma precisión con que los soldados hunden al unísono sus cucharas en la gamella, sus respectivas migajas. Mientras comía, Cornelius examinaba al falso novicio con una mirada escrutadora y perspicaz. Philippe, sintiendo caer sobre sus hombros un manto de hielo, estuvo tentado de mirar a su alrededor; pero con la astucia que da una empresa amorosa, se guardó mucho de dirigir una ojeada, ni siquiera furtiva, a las paredes de la estancia; comprendió que si Cornelius le sorprendía no querría tener a un curioso en su vivienda. Por lo tanto, el joven se limitó a mirar modestamente ora al huevo, ora a la vieja; y, de cuando en cuando, contemplaba a su futuro amo.

El tesorero de Luis XI tenía cierto parecido con el monarca, e incluso había adoptado algunos de sus gestos, como sucede a menudo entre personas que viven juntas en una especie de intimidad. Las frondosas cejas del flamenco casi cubrían sus ojos; pero, al alzarlas ligeramente, lanzaba una mirada lúcida y penetrante, la mirada de los hombres acostumbrados al silencio y al fenómeno de la concentración de las fuerzas interiores. Sus delgados labios, con sus arrugas verticales, le daban un increíble aire de sutileza. La parte inferior del rostro tenía un vago parecido con el hocico de los zorros; pero la frente alta, abombada, llena de pliegues, parecía revelar grandes y bellas cualidades, una nobleza de alma cuyo vuelo había sido cortado por la experiencia y por las crueles enseñanzas de la vida. Desde luego, aquel hombre no era un avaro corriente, y su pasión ocultaba sin duda profundos y secretos goces.

—¿A cómo se pagan los cequíes de Venecia? —preguntó bruscamente Cornelius a su futuro aprendiz.

—A tres cuartos, en Brujas; a uno, en Gante.

—¿A cuánto está el flete en el Escaut?

—A tres sueldos.

—¿Hay alguna novedad en Gante?

—El hermano de Lieven-d'Herde se ha arruinado.

—¡Ah!

Después de haber dejado escapar aquella exclamación, el viejo se cubrió las rodillas con un faldón de su dalmática, una especie de bata de terciopelo negro, abierta por delante, de amplias mangas y sin cuello. Aquel resto del magnífico atavío que antaño llevara como presidente del tribunal de los Parchons, cargo que le había valido la enemistad del duque de Borgoña, no era más que un harapo. Philippe no sentía frío: por el contrario, sudaba dentro de su jubón y temblaba ante la posibilidad de que el interrogatorio se prolongara. Hasta entonces se había salvado gracias a las breves instrucciones que le había dado un judío al cual salvó la vida en cierta ocasión y que tenía un perfecto conocimiento de los modales y de las costumbres de Cornelius. Pero el gentilhombre, que al idear su audaz proyecto no había sentido ningún temor, empezaba a darse cuenta de las dificultades de su empresa. La solemne gravedad, la sangre fría del flamenco actuaban sobre él.

—¿Habéis cenado? —preguntó el tesorero en un tono que significaba: "¡No digáis que no!"

A pesar del acento de su hermano, la vieja se estremeció y miró al joven comensal como si calculara la capacidad de aquel estómago al cual habría que satisfacer. Con una falsa sonrisa, dijo:

—Es evidente que no habéis robado vuestro nombre, ya que tenéis unos cabellos y un bigote más negros que la cola del diablo.

—Ya he cenado —respondió Philippe.

—Bien, muy bien —dijo el avaro—. Podéis volver mañana. Desde hace mucho tiempo me he acostumbrado a prescindir de un aprendiz. Así podré consultar mi decisión con la almohada.

—¡Por San Bavon! —exclamó Philippe—. Tened en cuenta que soy flamenco y no conozco a nadie aquí. Si salgo a la calle a estas horas, me meterán en la cárcel. De todos modos —se apresuró a añadir, asustado de la vivacidad de sus palabras—, si os conviene voy a marcharme.

La exclamación había impresionado al viejo flamenco.

—Vamos, vamos, por San Bavon, dormiréis aquí.

—Pero… —empezó a decir la hermana, asustada.

—Cállate —la interrumpió Cornelius—. Oosterlinck me responde en su carta de este joven.

Inclinándose al oído de su hermana, susurró:

—¿Acaso no tenemos cien mil libras de Oosterlinck? Esa suma es una garantía.

—¿Y si te roba las joyas de Baviera? Tiene más aspecto de ladrón que de flamenco.

—Sssst —advirtió el viejo tendiendo el oído.

Los dos avaros escucharon. Un momento después, el ruido producido por los pasos de varios hombres resonó a lo lejos, al otro lado de los fosos de la ciudad.

—Es la ronda del Plessis —dijo la hermana.

—Vamos, dame la llave de la habitación de los aprendices —dijo Cornelius.

La vieja hizo un gesto para coger la lámpara.

—¿Vas a dejarnos a oscuras? —inquirió Cornelius en tono significativo—. A tu edad no has aprendido aún a prescindir de la luz. ¿Tan difícil es coger esa llave?

La vieja comprendió el sentido oculto de aquellas palabras, y salió de la estancia. Al mirar a aquel extraño ser en el instante en que cruzaba la puerta, Philippe Goulenoire pudo hurtar a su amo la ojeada furtiva que dirigió a la sala. Las paredes estaban recubiertas de madera de roble hasta la altura del hombro, y tapizadas de cuero amarillo adornado con arabescos negros en la parte superior; pero lo que más le impresionó fue una pistola de mecha que se encontraba al alcance de la mano de Cornelius.

—¿Cómo pensáis ganaros la vida? —preguntó el prestamista.

—Tengo poco dinero —respondió Goulenoire—, pero conozco buenas firmas. Si queréis darme un sueldo por cada marco que os haré ganar, me daré por satisfecho.

—¡Un sueldo! —dijo el avaro—. Me parece mucho…

En aquel momento, la vieja sibila volvió a entrar en la sala.

—Vamos —le dijo Cornelius a Philippe.

Salieron de la estancia y subieron por una escalera de piedra que conducía a una especie de torreón. Al llegar al primer piso, el joven se detuvo.

—¡Arriba, arriba! —le apremió Cornelius—. ¡Diablo! Esa estancia es la que utiliza el rey cuando viene a esta casa.

El arquitecto había diseñado el alojamiento del aprendiz debajo del puntiagudo tejado del torreón; era un cuarto pequeño y de forma circular, todo de piedra, frío y sin adornos. El torreón estaba situado en medio de la fachada que daba al patio, el cual, a semejanza de todos los patios de provincias, era angosto y oscuro. Al fondo, a través de los enrejados arcos, veíase un pequeño jardín donde no crecían más que morales, cuidados sin duda por el propio Cornelius. El gentilhombre lo observó todo por las troneras de la escalera de caracol, a la luz de la luna, que, afortunadamente, brillaba con toda su intensidad.

Los muebles del que iba a ser su alojamiento se reducían a un catre, un taburete, un cántaro y un desvencijado baúl. La luz del día penetraba a través de unos pequeños agujeros cuadrados, simétricamente abiertos alrededor del cordón exterior del torreón, y que formaban sin duda una especie de adorno.

—He aquí vuestro cuarto —dijo Cornelius—. Es sencillo, es sólido, contiene todo lo necesario para dormir. ¡Buenas noches! No salgáis como hicieron los otros.

Después de haber dirigido a su aprendiz una última mirada cargada de mil pensamientos, Cornelius cerró la puerta con llave y descendió la escalera, dejando al gentilhombre completamente aturdido. Solo, sin luz, sentado en un taburete, en aquella especie de celda que sus cuatro predecesores habían abandonado para subir al patíbulo, el joven se encontró como una fiera cogida en una trampa. Subiéndose al taburete, se irguió en toda su estatura para alcanzar las pequeñas aberturas superiores, a través de las cuales penetraba una claridad lechosa; divisó el Loire, los bellos ribazos de Saint-Cyr y las sombrías maravillas del Plessis, donde brillaban dos o tres luces dispersas; a lo lejos se extendían las hermosas campiñas de la Turena y las manchas plateadas de su río. Los menores accidentes de aquella linda naturaleza tenían en aquel instante una gracia desconocida: las claraboyas, las aguas, los tejados de las casas resplandecían como gemas a la temblorosa claridad de la luna. El alma del joven no pudo substraerse a una emoción suave y triste.

"¡Si fuera un adiós!", murmuró.

Permaneció allí, saboreando ya las terribles emociones que su aventura le había prometido, y entregándose a todos los temores del prisionero cuando conserva una leve esperanza. Las dificultades embellecían a su amada. Para él ya no era una mujer, sino un ser sobrenatural entrevisto a través de las brasas del deseo. Un débil grito que parecía proceder del hotel de Poitiers le hizo recobrar la conciencia de sí mismo y de su verdadera situación. Al tumbarse en su catre para reflexionar, oyó unos leves rumores procedentes de la escalera y a su oído llegaron las palabras: "Se está acostando", pronunciadas por la vieja. Por un azar ignorado del arquitecto, el menor ruido repercutía en el cuarto del aprendiz, de modo que el falso Goulenoire no perdió uno solo de los movimientos del avaro y de su hermana, que le espiaban. Se desnudó y se acostó, fingiendo dormir, y empleó el tiempo que sus dos huéspedes permanecieron en observación en los peldaños de la escalera buscando los medios para ir desde su cárcel al hotel de Poitiers. Alrededor de las diez, Cornelius y su hermana, convencidos de que el aprendiz dormía, se retiraron a sus habitaciones. El gentilhombre estudió cuidadosamente los ruidos sordos y lejanos que hacían los dos flamencos y creyó reconocer la situación de sus dormitorios; debían ocupar todo el segundo piso. Como en todas las casas de aquella época, a lo largo del piso superior había una especie de balaustrada que ocultaba los canalones destinados a conducir el agua de la lluvia hasta los vertederos en forma de garganta de cocodrilo. El gentilhombre, que había estudiado aquella topografía con el mismo cuidado con que lo habría hecho un gato, confiaba en encontrar un camino desde el torreón al tejado, y una vez allí aprovechar la balaustrada para llegar a la casa de madame de Saint-Vallier; pero al idear aquel plan ignoraba que los ventanucos del torreón eran tan pequeños que resultaba imposible pasar a través de ellos. En consecuencia, decidió subir al tejado de la casa por la ventana de la escalera que iluminaba el rellano del segundo piso. Para realizar aquel osado proyecto tenía que salir del cuarto, y Cornelius se había llevado la llave. Por precaución, el joven caballero se había armado con uno de esos estiletes que antaño se utilizaban para dar el golpe de gracia en los duelos a muerte, cuando el adversario suplicaba que le rematasen. Aquella arma horrible tenía un lado de la hoja tan afilado como una navaja de afeitar, y el otro dentado como una sierra, pero dentado en sentido contrario al que sigue el acero al penetrar en el cuerpo. El gentilhombre decidió utilizar el estilete para aserrar la madera de la puerta alrededor de la cerradura. Afortunadamente para él, el pestillo de la cerradura estaba fijado por cuatro grandes tornillos. Con la ayuda del estilete consiguió desenroscarlos, no sin grandes esfuerzos. Alrededor de medianoche se encontraba libre y bajó la escalera descalzo a fin de reconocer el terreno. No se asombró demasiado al ver abierta de par en par la puerta de un pasillo por el cual se entraba en varias habitaciones, y en cuyo extremo había una ventana que se abría a una especie de valle formado por los tejados de la Malemaison y del hotel de Poitiers, que se reunían allí. Después de haber examinado las altas y anchas chimeneas del hotel de Poitiers, volvió sobre sus pasos para coger el estilete; pero, estremeciéndose de terror, vio una luz que iluminaba vivamente la escalera: Cornelius, en camisón de dormir, con la lámpara en la mano y los ojos muy abiertos, se presentó como un espectro en la entrada del pasillo.

"¡Si abro la ventana y salto al tejado, me oirá!", se dijo el gentilhombre.

El terrible Cornelius seguía avanzando, como avanza la hora de la muerte para el criminal. En aquella coyuntura, Goulenoire, impulsado por el amor, recobró toda su presencia de ánimo; lanzándose contra el umbral de una puerta, se apretó contra ella y aguardó allí el paso del avaro. Cuando el prestamista, que sostenía la lámpara delante de él, llegó a su altura, el joven sopló ligeramente y apagó la luz. Cornelius gruñó unas palabras ininteligibles y maldijo en holandés; pero volvió sobre sus pasos. El gentilhombre corrió entonces a su cuarto, cogió su arma, regresó rápidamente a la ventana del pasillo, la abrió sin hacer ruido y saltó al tejado. Una vez en libertad bajo el estrellado cielo, se sintió desfallecer de felicidad; tal vez la excesiva agitación en que le había sumido el peligro, o lo atrevido de la empresa, provocaban su emoción: la victoria es a menudo tan peligrosa como el combate. Se tumbó sobre la balaustrada, diciéndose: "¿Por qué chimenea bajaré a su habitación?" Las examinó todas. Con un instinto producto del amor, fue a tocarlas todas para ver en cuál de ellas se había encendido fuego. Cuando se hubo decidido por una, el osado gentilhombre clavó el estilete en la intersección de dos piedras, enganchó a él la escalera de seda, la echó por el hueco de la chimenea y se aventuró sin temblar por el negro agujero. Ignoraba si Saint-Vallier estaba despierto o dormido, pero se hallaba dispuesto a estrechar a la condesa entre sus brazos, aunque el hacerlo les costara la vida a dos hombres. Posó suavemente los pies sobre unas cenizas calientes; se inclinó con más suavidad aún, y vio a la condesa sentada en un sillón. Al resplandor de una lámpara, pálida de dicha, palpitante, la asustada dama señaló con un dedo a Saint-Vallier, acostado en una cama a diez pasos de distancia de ella. ¡Podéis creer que su beso ardiente y silencioso no tuvo eco más que en sus corazones!

Al día siguiente, a las nueve de la mañana, en el momento en que Luis XI salía de su capilla, después de haber oído misa, encontró a maese Cornelius a su paso.

—Buena suerte, compadre —le saludó brevemente el rey.

—Señor, pagaría de buena gana mil escudos de oro por obtener de vos un momento de audiencia, ya que he descubierto al ladrón de la cadena de rubíes y de todas las joyas de…

—Veamos eso —dijo Luis XI, saliendo al patio del Plessis seguido de su tesorero, de Coyctier, su médico, de Olivier-le-Daim y del capitán de su guardia escocesa—. Cuéntamelo todo. ¡Eh! ¡Tristán!

El gran preboste, que paseaba a lo largo del patio, acudió lentamente, como un perro que se contonea en su fidelidad. El grupo se detuvo debajo de un árbol. El rey se sentó en un banco, y los cortesanos describieron un círculo delante de él.

—Señor, un falso flamenco me ha engañado miserablemente —dijo Cornelius.

—Astuto tiene que ser el mozo —dijo Luis XI, sacudiendo la cabeza.

—¡Oh, sí! —respondió el tesorero—. Pero creo que vos mismo hubierais caído en la trampa. ¿Cómo podía desconfiar de un tipejo que traía una carta de recomendación de Oosterlinck, un hombre que me ha confiado la suma de cien mil libras? Apostaría a que la firma del judío está falsificada. En resumen, señor, esta mañana me he encontrado despojado de aquellas joyas que tanto admirasteis por su belleza. ¡Me han sido robadas, señor! ¡Robar las joyas del elector de Baviera! Los ladrones no respetan nada; os robarán el reino, al menor descuido. Inmediatamente subí a la habitación donde dormía el aprendiz, que por cierto es maestro en el arte de robar. Esta vez no nos faltarán pruebas. Quitó los tornillos de la cerradura; pero a su regreso, como no había luna, no pudo encontrarlos todos. Afortunadamente, al entrar pisé uno de los tornillos. El truhán dormía; por lo visto estaba cansado. Imaginaos, caballeros, que bajó a mi gabinete por la chimenea. Mañana, esta misma noche, haré que le pongan grilletes. Siempre se aprende algo nuevo de los ladrones. Tiene una escalera de seda, y en sus vestidos se aprecian las huellas del camino que recorrió por los tejados y por la chimenea. Planeaba quedarse en mi casa y arruinarme, el muy granuja. ¿Dónde ha enterrado las joyas? Varias personas le han visto regresar a mi casa de madrugada por los tejados. Tenía unos cómplices que le esperaban en la calzada que hicisteis construir. ¡Ah, señor! Indirectamente os habéis hecho cómplice de los ladrones. Pero tenemos al jefe, un osado bribón. Apretándole un poco las clavijas en el interrogatorio lo sabremos todo. Debemos descubrirlo, por gloria de vuestro reino. ¡Bajo un rey tan grande no tendría que haber ladrones!

El rey no le escuchaba desde hacía mucho rato. Se había sumido en una de aquellas sombrías meditaciones que se hirieron tan frecuentes durante los últimos años de su vida. Reinó un profundo silencio.

—El asunto es de tu incumbencia —dijo finalmente el rey, dirigiéndose a Tristán—. Vete a resolverlo.

Se puso en pie, avanzó unos pasos y sus cortesanos le dejaron solo. Entonces vio a Cornelius que, montado en su mula, se alejaba en compañía del gran preboste.

—¿Y los mil escudos? —inquirió Luis XI.

—¡Ah! Sois un rey demasiado grande, señor. No hay suma que pueda pagar vuestra justicia…

Luis XI sonrió. Los cortesanos envidiaron el lenguaje audaz y los privilegios del viejo tesorero, el cual desapareció rápidamente por la avenida de morales plantados entre Tours y el Plessis.

Agotado de fatiga, el gentilhombre dormía, en efecto, con un profundo sueño. Al regreso de su galante expedición, no había experimentado ya, para defenderse de los peligros lejanos o imaginarios en los cuales quizá no creía entonces, el ardor y la audacia con que se había lanzado hacia peligrosas voluptuosidades. De modo que había dejado para el día siguiente la tarea de limpiar sus vestidos manchados de hollín. Fue un gran error, pero todo conspiró para que se produjera.

En efecto, privado de la claridad de la luna, que se había ocultado durante su aventura amorosa, no encontró todos los tornillos de la maldita cerradura y no tuvo paciencia para buscarlos. Luego, con la indolencia de un hombre ahíto de placer o hambriento de reposo, fió en su buena estrella, que hasta entonces no le había fallado. Hizo una especie de pacto consigo mismo, en virtud del cual debía despertarse a primeras horas de la mañana; pero los acontecimientos del día y las agitaciones de la noche no le permitieron atenerse a la palabra que se había dado a sí mismo. La dicha es olvidadiza. Cuando el joven se acostó sobre el duro jergón del cual tantos desgraciados habían sido arrancados para ir al patíbulo, Cornelius no le parecía tan temible como la noche anterior, y aquella despreocupación le perdió. Mientras el tesorero del rey regresaba del Plessis acompañado por el gran preboste y sus temibles arqueros, el falso Goulenoire era vigilado por la vieja hermana de Cornelius, la cual hacía unas medias de punto para el avaro sentada en uno de los peldaños de la escalera, indiferente al frío.

El joven gentilhombre continuaba apurando el descanso de aquella noche tan encantadora, ignorando la desgracia que se aproximaba al galope. Soñaba. Sus sueños, como todos los de la juventud, estaban teñidos de colores tan vivos que el enamorado no sabía ya dónde empezaba la ilusión o terminaba la realidad. Veíase a sí mismo sobre un almohadón, a los pies de la condesa; con la cabeza apoyada en sus rodillas cálidas de amor, escuchaba el relato de las persecuciones y los detalles de la tiranía de que el conde había hecho víctima hasta entonces a su esposa; se enternecía con la condesa, la cual era efectivamente la más querida de las hijas naturales de Luis XI, y le prometía ir, al día siguiente, a contárselo todo a aquel terrible padre, arreglando las cosas a la medida de sus deseos, rompiendo el matrimonio y encarcelando al marido, en el momento en que podían ser presa de su espada al menor ruido que le hubiera despertado. En aquella época, para disolver un matrimonio había que ir a Roma; tener de parte de uno a varios cardenales, y presentarse delante del soberano pontífice, armado del favor del rey. María quería poseer su libertad amorosa, para sacrificarla a su amante. Muchas mujeres tenían entonces bastante poder para establecer su imperio en el corazón de un hombre, de modo que una pasión se convirtiera en la historia de toda una vida, el principio de las más elevadas decisiones. Las mujeres eran soberanas, y sus amantes les pertenecían más de lo que ellas se entregaban; a menudo el amor costaba mucha sangre, y para conseguirlo había que correr muchos peligros.

En los momentos más felices de su sueño, el amante se sintió cogido por un brazo de hierro, y la voz agridulce del gran preboste le dijo:

—¡Vamos, buen cristiano de medianoche, que buscáis a Dios a tientas, despertaos!

Philippe vio el rostro cetrino de Tristán y reconoció su sardónica sonrisa; luego, en los peldaños de la escalera, vio a Cornelius, a su hermana y, detrás de ellos, a los arqueros del preboste. Ante aquel espectáculo, ante el aspecto de todos aquellos rostros diabólicos que reflejaban el odio o la sombría curiosidad de las personas acostumbradas a las ejecuciones, Philippe Goulenoire se incorporó en el catre y se frotó los ojos.

—¡Por Dios vivo! —exclamó, empuñando su estilete—. ¡Ha llegado el momento de que hable el acero!

—¡Oh, oh! —replicó Tristán—. Habláis como un gentilhombre. Me parece estar viendo a Georges d'Estouteville, el sobrino del gran maese de los arcabuceros.

Al oír pronunciar su verdadero nombre por Tristán, el joven d'Estouteville pensó en los peligros que correría su desdichada amante si era reconocido. Para descartar toda sospecha, gritó:

—¡Vientre de Mahoma! ¡A mí los truhanes!

Tras aquel horrible clamor, proferido por un hombre realmente desesperado, el joven cortesano dio un salto enorme y, estilete en mano, se lanzó hacia la escalera. Pero los acólitos del gran preboste estaban acostumbrados a aquellos encuentros. Cuando Georges d'Estouteville llegó a los primeros peldaños, le sujetaron rápidamente, sin asombrarse del vigoroso golpe que dio a uno de ellos con el estilete, y que afortunadamente resbaló sobre la cota de malla; luego le desarmaron, le ataron las manos y volvieron a echarle sobre el catre. El gran preboste le contempló con aire pensativo.

Tristán miró en silencio las manos del prisionero y, rascándose la barbilla, le dijo a Cornelius:

—No tiene manos de aprendiz, ni de bribón. ¡Es un gentilhombre!

—Noble o siervo —se lamentó el avaro—, me ha arruinado. Me gustaría verle ya sometido a tormento. No cabe duda de que es el jefe de esa legión de diablos invisibles o visibles que conocen todos mis secretos, abren mis cerraduras, me despojan y me asesinan. ¡Son muy ricos, mi buen Tristán! Pero esta vez nos haremos con su tesoro. Nuestro digno rey tendrá escudos a paletadas…

—¡Oh! Nuestros escondrijos son más segures que los vuestros —dijo Georges, sonriendo.

—¡El maldito ladrón confiesa! —exclamó el avaro. El gran preboste examinaba cuidadosamente las ropas de Georges d'Estouteville y la cerradura.

—¿Eres tú quien ha desenroscado todos esos tornillos?

George guardó silencio.

—¡Oh! Bueno, cállate, si quieres. No tardarás en confesarte con el potro —continuó Tristán.

—Muy bien dicho —aprobó Cornelius.

—Lleváoslo —dijo el preboste.

Georges d'Estouteville pidió permiso para vestirse. A una señal de su jefe, los arqueros vistieron al preso con la hábil presteza de una nodriza que quiere aprovechar, para cambiar a su galopín, un instante en que está tranquilo.

Una inmensa multitud llenaba la calle del Mürier. Los murmullos de la gente iban en aumento y parecían el preludio de una sublevación. La noticia del robo se había extendido por toda la ciudad. El aprendiz, al cual se describía como joven y guapo, había despertado las simpatías en favor suyo y reanimado la aversión que Cornelius inspiraba a todo el mundo; de modo que no hubo hijo de buena madre, ni muchacha con un rostro agraciado que mostrar, que no deseara ver a la víctima. Cuando Georges salió, conducido por uno de los hombres del preboste, el cual, a pesar de ir montado a caballo, llevaba atado al brazo la correa de cuero que sujetaba al prisionero, se alzó un terrible griterío. Sea para ver a Philippe Goulenoire, sea para liberarle, los espectadores situados más atrás empujaron a los de delante contra el piquete de caballería que se encontraba enfrente de la Malemaison. En aquel momento, Cornelius, ayudado por su hermana, cerró la puerta de su casa con la celeridad del pánico más atroz. Tristán, que no había sido acostumbrado a respetar a la gente de aquella época, no se preocupaba demasiado por un motín más o menos.

—¡Empujad, empujad! —ordenó a sus hombres.

Los arqueros lanzaron sus monturas hacia la entrada de la calle. Al ver a uno o dos curiosos caídos bajo las patas de los caballos, y a otros violentamente lanzados contra las paredes, los agrupados espectadores tomaron la juiciosa determinación de meterse en sus casas.

—¡Paso a la justicia del rey! —gritaba Tristán—. ¿Qué se os ha perdido aquí? ¿Queréis que os cuelguen? Vamos, amigos míos, marchaos a vuestras casas, que el asado se está quemando. ¡Eh, mujer! Los calzones de tu marido están agujereados… Vuelve a tu aguja.

Aunque aquellas palabras revelaban que el gran preboste estaba de buen humor, la multitud se dispersó rápidamente al oírlas. Entretanto, Georges d'Estouteville había quedado estupefacto al ver en una de las ventanas del hotel de Poitiers a su amada María de Saint-Vallier, riendo con el conde. Se burlaba de él, pobre amante devoto, encaminándose a la muerte por ella. Pero tal vez se reía también de aquellos cuyos bonetes habían sido arrancados por las armas de los arqueros… Hay que tener veintitrés años, ser rico en ilusiones, atreverse a creer en el amor de una mujer, amar con todas las fuerzas, haber arriesgado la vida con placer por un beso, y haberse visto traicionado, para comprender la rabia, el odio y la desesperación que llenaron el corazón de Georges d'Estouteville ante el espectáculo de su sonriente amada dirigiéndole una mirada fría e indiferente. Sin duda llevaba mucho tiempo en aquella ventana, ya que tenía los brazos apoyados en un almohadón; estaba a sus anchas, y su viejo parecía compartir su alegría. ¡El maldito jorobado se reía también! Unas lágrimas se escaparon de los ojos del joven; pero cuando María de Saint-Vallier le vio llorar, se echó vivamente hacia atrás. Luego, las lágrimas de Georges se secaron de repente, al entrever las plumas negras y rojas del paje que le era adicto. El conde no se dio cuenta de la llegada de aquel discreto servidor, que andaba de puntillas. Cuando el paje hubo murmurado unas palabras al oído de su dueña, María volvió a asomarse a la ventana. Hurtándose al perpetuo espionaje de su tirano, dirigió a Georges una mirada en la cual brillaban la astucia de una mujer que engaña a su carcelero, el fuego del amor y las alegrías de la esperanza. "Velo por ti." Esta frase, gritada por ella, no hubiera expresado tantas cosas como aquella ojeada reveladora de los terrores, los placeres y los peligros de su mutua situación. Era pasar del cielo al martirio, y del martirio al cielo. El joven gentilhombre, ligero, contento, marchó alegremente al suplicio, pareciéndole que los dolores del interrogatorio no pagarían las delicias de su amor. Cuando Tristán se disponía a salir de la calle del Mürier, sus hombres se detuvieron ante la llegada de un oficial de los guardias escoceses lanzado al galope.

—¿Qué sucede? —preguntó el preboste.

—Nada que os afecte —respondió desdeñosamente el oficial—. El rey me envía a buscar al conde y a la condesa de Saint-Vallier, a los cuales invita a comer.

Apenas el gran preboste había alcanzado la calzada del Plessis cuando el conde y su esposa, él montado en su caballo y ella en una mula blanca, y seguidos de dos pajes, se reunieron con los arqueros para entrar todos juntos en Plessis-les-Tours. Georges iba a pie, entre dos guardias, uno de los cuales seguía sosteniendo la correa que sujetaba al prisionero. Tristán, el conde y su esposa iban más adelante, y el delincuente les seguía. Mezclado con los arqueros, el joven paje les interrogaba, y de cuando en cuando se dirigía también al prisionero, hasta que tuvo ocasión de decirle en voz baja:

—He saltado los muros del jardín y he llevado al Plessis una carta que mi señora ha escrito al rey. Mi señora creyó morir al enterarse de que os acusaban de un robo. ¡No perdáis la esperanza! Va a hablarle al rey de vos.

El amor había prestado su astucia y su fuerza a la condesa. Al reírse, su actitud era debida a aquel heroísmo que despliegan las mujeres en las grandes crisis de su vida.

A pesar del singular capricho del autor de Quintin Durward de situar el castillo real de Plessis-les-Tours en una altura, hay que decidirse a dejarlo donde se encontraba en aquella época, en una hondonada, protegido por dos de sus lados por el Cher y el Loire; además, por el canal de Santa Ana, llamado así por Luis XI en honor de su amada hija, madame de Beaujeu. Al reunir los dos ríos entre la ciudad de Tours y el Plessis, aquel canal proporcionaba al mismo tiempo una temible fortificación al castillo, y una valiosa ruta al comercio. Del lado de Bréhémont, vasta y fértil llanura, el parque estaba protegido por un foso cuyos vestigios siguen revelando lo enorme de su anchura y su profundidad. En una época en que la artillería estaba en mantillas, como quien dice, la situación del Plessis, escogido desde hacía mucho tiempo por Luis XI como lugar de retiro, le convertía en prácticamente inexpugnable. El castillo, edificado con ladrillos y piedras, no tenía nada de notable; pero estaba rodeado de hermosas umbrías, y desde sus ventanas se divisaban los paisajes más bellos del mundo. Ninguna mansión rival se alzaba cerca de aquel castillo solitario, que se erguía en el centro de la pequeña llanura reservada al rey por cuatro temibles cinturones de agua. De acuerdo con la tradición, Luis XI ocupaba el ala occidental y desde su habitación podía ver, a la vez que el curso del Loire, el hermoso valle que se extiende al otro lado del río hasta las mismas faldas de Saint-Cyr; además, por las ventanas que daban al patio, divisaba la entrada de su fortaleza y la calzada que la unía a la ciudad de Tours. El carácter desconfiado de aquel monarca hace verosímiles esas conjeturas. Desde luego, si Luis XI hubiese desplegado en la construcción de su castillo el lujo arquitectónico que, más tarde, desplegó Francisco I en Chambord, la morada de los reyes de Francia habría quedado asignada para siempre a la Turena. Basta contemplar aquella admirable posición y sus mágicos aspectos para convencerse de su superioridad sobre todos los emplazamientos de las otras mansiones reales.

Luis XI tenía entonces cincuenta y siete años. Le quedan, por tanto, apenas tres años de vida, y cada nuevo achaque le hacía presentir la proximidad de la muerte. Librado de sus enemigos, a punto de aumentar la extensión de Francia con todas las posesiones del duque de Borgoña, en virtud de un matrimonio entre el delfín y Margarita, heredera de Borgoña, negociado por Desquerdes, el comandante de sus tropas en Flandes; habiendo implantado su autoridad por doquier, meditando las más felices mejoras, veía que el tiempo se le escapaba irremisiblemente. Engañado por todo el mundo, la experiencia había aumentado su desconfianza congénita. El deseo de vivir era en él el egoísmo de un rey que se había identificado con su pueblo, y quería prolongar su vida para dar término a unos ambiciosos proyectos. Todo lo que el buen sentido de los publicistas y el genio de las revoluciones ha cambiado en la monarquía fue pensado por Luis XI. La unidad de impuestos, la igualdad de los individuos ante la ley (entonces el príncipe era la ley), fueron objeto de sus osadas tentativas. La víspera de Todos los Santos se había reunido con unos sabios orfebres a fin de implantar en Francia la unidad de las medidas y de los pesos, del mismo modo que había implantado la unidad del poder. Así, aquel espíritu inmenso planeaba como un águila sobre todo el imperio, y Luis XI unía entonces a todas las precauciones del rey las extravagancias naturales en los hombres de genio. En ninguna época fue más poética y más bella aquella gran figura. ¡Inaudito ensamblaje de contrastes! Un gran poder en un cuerpo débil, un espíritu incrédulo para las cosas de la tierra, y crédulo para las prácticas religiosas, un hombre luchando con dos potencias más fuertes que las suyas, el presente y el futuro; el futuro, cuyos tormentos temía y trataba de eludir ofreciendo tantos sacrificios a la Iglesia; el presente, o su propia vida, en nombre de la cual obedecía a Coyctier. Aquel rey, que lo aplastaba todo, estaba aplastado por los remordimientos, y todavía más por la enfermedad, en medio de toda la poesía que se atribuye a los reyes suspicaces, en los cuales está resumido el poder. Era el combate gigantesco y siempre magnífico del hombre, en la más alta expresión de sus fuerzas, contra la naturaleza. Esperando la hora fijada para la comida, que en aquella época tenía lugar entre las once y las doce de la mañana, Luis XI, de regreso de un corto paseo, estaba sentado en un amplio sillón, en el rincón de la chimenea de su habitación. Olivier-le Daim y el médico Coyctier se miraban en silencio y permanecían en pie junto a una ventana, respetando el sueño de su amo. El único ruido que se oía era el que producían, paseando por la antesala, dos chambelanes de servicio, el señor de Montrésor, y Jean Dufou, señor de Montbazon. Aquellos dos nobles tureneses contemplaban al capitán de los escoceses, probablemente dormido en su sillón, según su costumbre. El rey parecía estar amodorrado. Tenía la cabeza caída sobre el pecho; su bonete, echado hacia adelante, le ocultaba casi por completo los ojos.

En aquel momento, Tristán y su cortejo pasaban por el puente de Santa Ana, que se hallaba a doscientos pasos de la entrada del Plessis, sobre el canal.

—¿Qué es eso? —dijo el rey.

Los dos cortesanos intercambiaron una mirada de sorpresa.

—Sueña —dijo Coyctier en voz baja.

—¡Voto a bríos! —exclamó el rey—. ¿Creéis que estoy loco? Alguien está cruzando el puente. Es cierto que estoy cerca de la chimenea, y puedo oír el ruido mejor que vosotros. Este efecto de la naturaleza podría aprovecharse.

—¡Qué hombre! —dijo le Daim.

Luis XI se puso en pie y se acercó a una de las ventanas; entonces vio al gran preboste y dijo:

—¡Ah! Ahí está mi buen Tristán con su ladrón. Veo también a mi pequeña María de Saint-Vallier. Me había olvidado de ese asunto. Olivier —continuó, dirigiéndose al barbero—, ve a decirle a monsieur de Montbazon que nos haga servir un buen vino de Bourgueil en la comida. Y habla con el cocinero para que no nos falte la lamprea. Son dos cosas que a la condesa le gustan mucho.

Al cabo de unos instantes miró a Coyctier con aire inquieto y preguntó:

—¿Puedo comer lamprea?

—Sabéis perfectamente que la lamprea no os sienta bien —respondió el médico.

—Entonces, ¿qué voy a comer? —inquirió humildemente el rey.

—Pato hervido. Si no lo hacéis así, acumularéis tanta bilis que podríais morir el día de los Difuntos.

—¡Hoy! —exclamó el rey, lívido de terror.

—Tranquilizaos, señor —se apresuró a decir Coyctier—. Aquí estoy yo. Procurad no atormentaros, y levantad ese ánimo.

Imbert de Bastarnay, señor de Montrésor y de Bridoré, llamó suavemente a la puerta de la cámara real. Obtenido el permiso del rey, entró para anunciarle al conde y a la condesa de Saint-Vallier. Luis XI hizo una señal. Apareció María, seguida de su anciano esposo, el cual le cedió el paso.

—Buenos días, hijos míos —dijo el rey.

—Señor —murmuró la dama al oído del soberano, mientras le abrazaba—, quisiera hablaros en privado.

Luis XI no pareció haberla oído. Volviéndose hacia la puerta, gritó:

—¡Eh! ¡Dufou!

Dufou, señor de Montbazon y, además, copero mayor de Francia, acudió apresuradamente.

—Vete a la cocina y di que me preparen pato hervido para comer. Luego irás a casa de madame Bonjeu a decirle que hoy quiero comer solo.

Dirigiéndose a María, fingió increparla.

—¡Os habéis olvidado por completo de mí! ¿Sabéis que hace casi tres años que no os he visto? Vamos, chiquilla, acércate —añadió, sentándose en el sillón y tendiéndole los brazos—. ¡Estás muy flaca! ¿Qué diablos hacéis con ella? —preguntó bruscamente Luis XI al señor de Poitiers.

El celoso dirigió una mirada tan llena de temor a su esposa, que ésta casi sintió lástima del anciano.

—La felicidad, señor —respondió el conde.

—¡Ah! Os amáis demasiado —dijo el rey, acariciando las manos de su hija—. Veo que tenía razón al llamarte María-llena-de-gracia. Coyctier, dejadnos solos. ¿Qué quieres de mí? —le preguntó a su hija en cuanto el médico se hubo marchado—. Cuando recibí tu…

Ante aquel peligro, María colocó osadamente la mano sobre la boca del rey, diciéndole al oído:

—Pensé que continuabais siendo un hombre discreto y penetrante…

—Saint-Vallier —dijo el rey, riendo—, creo que Bridoré tiene algo que decirte.

El conde salió. Pero hizo un gesto con los hombros, muy familiar para su esposa, la cual adivinó los pensamientos del terrible celoso.

—Dime, hija mía, ¿cómo me encuentras? ¿Estoy muy cambiado?

—¿Queréis que os diga la verdad, o que os engañe?

—No —respondió el rey en voz baja—. Necesito saber dónde estoy.

—En tal caso, tenéis un aspecto muy desmejorado. Pero no quisiera que mi sinceridad influyera negativamente en el asunto que me ha traído aquí.

—¿De qué se trata? —inquirió el rey, frunciendo las cejas y pasándose una mano por la frente.

María se armó de valor.

—El joven al cual habéis hecho detener en casa de vuestro tesorero Cornelius, y que en estos momentos se encuentra en poder de vuestro gran preboste, es inocente del robo de las joyas del duque de Baviera.

—¿Cómo lo sabes?

María inclinó la cabeza y enrojeció.

—No hace falta preguntar si el amor anda de por medio —continuó Luis XI, alzando con suavidad la cabeza de su hija y acariciándole la barbilla.

—¿No podéis creerme, sin violar mis pensamientos más secretos?

—¿Dónde estaría el placer? —exclamó el rey, viendo en aquel asunto un motivo de diversión.

—¡Ah! ¿Queréis que vuestro placer me cueste disgustos?

—¿Acaso no tienes confianza en mí?

—Entonces, señor, ordenad que pongan en libertad a ese gentilhombre.

—¡Ah! ¿Es un gentilhombre? —dijo el rey—. ¿No es un aprendiz?

—Es un inocente —afirmó la condesa.

—Yo no lo veo así —dijo fríamente el rey—. Soy el gran juez de mi reino, y debo castigar a los malhechores…

María de Sassenage palideció, pero hizo un violento esfuerzo y exclamó:

—¡Ese joven no es un malhechor! No ha robado nada. Si me concedéis gracia para él, os lo revelaré todo, aunque tengáis que castigarme a mí.

—¡Oh, oh! La cosa se pone seria —dijo Luis XI, ladeando ligeramente su bonete—. Habla, hija mía.

María acercó la boca al oído de su padre y dijo, en voz baja:

—Ese gentilhombre ha estado en mi casa toda la noche.

—Ha podido estar en tu casa y robar a Cornelius, lo cual sería robar dos veces.

—Señor, llevo vuestra sangre en las venas, y no podría amar a un ladrón. Ese gentilhombre es sobrino del capitán general de vuestros arcabuceros.

—¡Vamos, dilo todo! —exclamó el rey—. Resultas muy difícil de confesar.

Tras pronunciar aquellas palabras, Luis XI apartó a su hija de su lado y se acercó rápidamente a la puerta de su habitación, andando de puntillas para no hacer ruido. Desde hacía unos instantes, la claridad de la antesala que iluminaba la rendija inferior de la puerta le había permitido ver la sombra de unos pies. Abrió bruscamente la puerta, y sorprendió al conde de Saint-Vallier pegado a ella, escuchando.

—¡Voto a bríos! —exclamó el soberano—. Esta es una osadía que merece el hacha.

—Señor —replicó osadamente Saint-Vallier—, prefiero un hachazo en la cabeza que el ultraje de mi matrimonio.

—Podéis tener ambas cosas —dijo Luis XI—. Y ahora, retiraos a la otra sala. ¡Coningham! —continuó el rey, llamando al capitán de sus guardias—. ¿Estás durmiendo? ¿Dónde está Bridoré? ¡Voto a bríos! El último burgués de Tours está mejor servido que yo.

Tras haber desahogado así su mal humor, Luis XI volvió a entrar en su habitación; pero ahora corrió las colgaduras que formaban una segunda puerta.

—De modo, hija mía —continuó, complaciéndose en jugar mii ella como juega un gato con el ratón que ha cazado—, que anoche Georges d'Estouteville fue tu amante.

—¡Oh, no, señor!

—¿No? ¡Voto a bríos! ¡Merece la muerte! ¿Acaso el granuja no encontró bastante bella a mi hija?

—No se trata de eso —dijo María—. Os aseguro que me beso las manos con un ardor que hubiera enternecido a la más virtuosa de las mujeres. Pero me ama con honor.

—¿Crees acaso que soy un ingenuo, para tragarme ese etiento? Un joven ardiente, como él, arriesgando su vida para besar tus mangas… ¡Vamos, hija!

—Señor, es la verdad. Pero venía también por otro motivo.

María se dio cuenta de que acababa de poner en peligro la vida de su marido, ya que Luis XI preguntó inmediatamente:

—¿Por qué motivo?

Aquella aventura le divertía muchísimo. Desde luego, no esperaba las extrañas confidencias que su hija terminó por hacerle, después de haber estipulado el perdón de su marido.

—¡Ah! De modo que el señor de Saint-Vallier se dedica a verter así la sangre real… —exclamó el rey, cuyos ojos se encendieron de ira.

En aquel momento, la campana del Plessis tocó el servicio del rey. Apoyado en el brazo de su hija, Luis XI apareció en el umbral de su puerta, con el ceño fruncido, y encontró a todos sus servidores en armas. Dirigió una mirada furiosa al conde de Saint-Vallier, pensando en la decisión que iba a tomar respecto a él. El profundo silencio fue interrumpido por los pasos de Tristán, que subía la gran escalinata. Cruzó la antesala y se acercó al rey.

—Señor, el asunto está resuelto —anunció.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó el rey.

—Nuestro hombre está en manos de los inquisidores. Tras un breve interrogatorio, ha confesado el robo.

La condesa palideció y miró al rey, incapaz de hablar. Aquella mirada fue captada por Saint-Vallier, el cual murmuró:

—He sido traicionado, mi esposa conoce al ladrón.

—¡Silencio! —gritó el rey—. Hay alguien aquí que quiere hacerme perder la paciencia. —Volviéndose hacia el gran preboste, le ordenó—: Haz que suspendan esa ejecución. Me respondes del reo con tu cuerpo. Ese asunto no está del todo claro, y me reservo las investigaciones. De momento, pon al culpable en libertad. Si le necesito ya sabré dónde encontrarle. Y dile a Cornelius que esta misma noche iré a su casa, para instruir el proceso.

A continuación, el rey miró fijamente al señor de Saint-Vallier.

—Tengo noticias vuestras —le dijo—. Toda vuestra sangre no podría pagar una gota de la mía. ¡Voto a bríos! Habéis cometido un delito de lesa majestad. ¿Ese es el trato que merece la mujer que os entregué? Marchaos inmediatamente a vuestra casa y preparaos para un largo viaje.

El rey hizo una significativa pausa: no podía evitar la costumbre de ser cruel. Luego añadió:

—Esta noche partiréis para arreglar unos asuntos con unos caballeros de Venecia. No os preocupéis, vuestra esposa se quedará en mi castillo del Plessis; aquí estará segura. En adelante, me propongo velar por ella más de lo que lo he hecho desde vuestro matrimonio.

Al oír aquellas palabras, María oprimió silenciosamente el brazo de su padre, como para agradecerle su clemencia y su buen humor. En cuanto a Luis XI, se estaba divirtiendo extraordinariamente.

A Luis XI le gustaba mucho intervenir en los asuntos de sus súbditos, y mezclaba de buena gana la majestad real con las escenas de la vida burguesa. Aquella afición, severamente reprochada por algunos historiadores, no era en el fondo más que la pasión del incógnito, uno de los mayores placeres de los príncipes, una especie de abdicación temporal que les permite introducir un poco de vida corriente en su existencia aburrida por la falta de oposiciones; la única diferencia consistía en que Luis XI jugaba al incógnito al descubierto. En aquella clase de lances se mostraba buena persona, y se esforzaba en complacer a los miembros del tercer estado, de los cuales había hecho sus aliados contra el feudalismo. Desde hacía mucho tiempo no había tenido ocasión de hacerse pueblo, y de defender los intereses domésticos de un hombre metido en algún lío, de modo que asumió apasionadamente las inquietudes de maese Cornelius y las preocupaciones de la condesa de Saint-Vallier.

Terminada la comida, Luis XI acompañó a su hija, escoltado por el gran preboste y un grupo de arqueros, al hotel de Poitiers, donde encontró, tal como había sospechado, al señor de Saint-Vallier, el cual esperaba a su esposa, tal vez para deshacerse de ella.

—Caballero —le dijo el rey—, os ordené que partierais inmediatamente. Despedíos de vuestra esposa y cruzad la frontera. Tendréis una escolta de honor. En cuanto a vuestras instrucciones y cartas de presentación, llegarán a Venecia antes que vos.

Luis XI ordenó a un teniente de la guardia escocesa que acompañara con un escuadrón a su embajador hasta Venecia, añadiendo algunas instrucciones secretas. Saint-Vallier partió apresuradamente, tras haber dado a su esposa un beso frío que hubiese querido poder hacer mortal.

A continuación, Luis XI se dirigió a la Malemaison, ávido de desenredar la madeja de los raros acontecimientos acaecidos en la casa del avaro, jactándose, en su calidad de rey, de poseer la suficiente perspicacia para descubrir los secretos de los ladrones. Cornelius vio llegar a su amo con cierta aprensión.

—¿Acaso toda esa gente participará en la ceremonia? —preguntó en voz baja.

Luis XI no pudo evitar una sonrisa al observar el miedo del avaro y de su hermana.

—No, amigo mío, tranquilízate —respondió—. Cenarán con nosotros en mi cuarto, pero en el momento de la investigación estaremos solos. Tengo tan buen olfato, que apuesto diez mil escudos a que encuentro al ladrón.

—Encontrémosle, señor, y no apostemos.

Inmediatamente se dirigieron al gabinete donde el lombardo había depositado sus tesoros. Una vez allí, Luis XI se hizo mostrar en primer lugar la arquilla donde habían estado las joyas del elector de Baviera, y luego la chimenea por la cual había tenido que descender el supuesto ladrón. No le resultó difícil convencer al brabantino de lo erróneo de sus suposiciones, ya que no había el menor rastro de hollín en el hogar, en el cual, a decir verdad, rara vez se encendía fuego; ninguna huella de deslizamiento en el cañón; y, además, la chimenea nacía en un lugar casi inaccesible del tejado. Finalmente, después de dos horas de pesquisas que llevaban el sello de la sagacidad que distinguía al genio desconfiado de Luis XI, quedó demostrado hasta la saciedad que nadie había podido introducirse en la cámara del tesoro del avaro. No había ninguna huella de violencia ni en el interior de las cerraduras, ni en los cofres de hierro donde se encontraban el oro, la plata y las piedras preciosas dejadas en prenda por ricos deudores.

—Si el ladrón ha abierto esa arquilla —dijo Luis XI—, ¿por qué no se ha llevado más que las joyas de Baviera? ¿Por qué motivo ha respetado ese collar de perlas? ¡Extraño ladrón!

Ante aquella reflexión, el pobre prestamista palideció; el rey y él se miraron en silencio unos instantes.

—Entonces, ¿qué ha venido a hacer aquí el ladrón que habéis tomado bajo vuestra protección, y que se ha paseado por los tejados durante la noche? —inquirió finalmente Cornelius.

—Si no lo adivinas, amigo mío, te ordeno que lo ignores siempre; es uno de mis secretos.

—En tal caso, el diablo anda suelto por mi casa —gimió el avaro.

En cualquier otra circunstancia, el rey hubiese reído de buena gana la salida de su tesorero; pero el monarca se había quedado pensativo, y dirigía a maese Cornelius esas miradas penetrantes tan familiares a los hombres de talento y de poder; hasta el punto de que el brabantino se asustó, creyendo haber ofendido a su temible amo.

—Ángel o demonio —exclamó bruscamente Luis XI—, atraparé a los malhechores. Si esta noche te roban, mañana sabré quién ha sido el ladrón. Haz subir a esa bruja a la que llamas hermana.

Cornelius casi vaciló en dejar al rey solo en la cámara donde estaban sus tesoros; pero salió, vencido por la potencia de la amarga sonrisa que vagaba por los labios marchitos de Luis XI. Sin embargo, a pesar de su confianza, regresó inmediatamente seguido de la vieja.

—¿Tenéis harina? —preguntó el rey.

—Desde luego —respondió la vieja—. Nos hemos aprovisionado de ella para el invierno.

—Traedla —ordenó el rey.

—¿Qué queréis hacer con nuestra harina, señor? —exclamó la vieja, olvidando el respeto que debía a la majestad real, a impulsos de alguna violenta pasión que había hecho presa en ella.

—¡Vieja loca! Limítate a cumplir las órdenes de nuestro dueño —gritó Cornelius—. El rey necesita harina.

La anciana se marchó, gruñendo. Seguía gruñendo cuando volvió a comparecer, llevando una de esas bolsas de tela que, desde tiempo inmemorable, se utilizan en la Turena para llevar o traer del mercado las nueces, la fruta o el trigo. La bolsa estaba llena hasta la mitad de harina; la vieja la abrió y la mostró tímidamente al rey, murmurando:

—Cuesta a siete sueldos el celemín.

—No importa —replicó el rey—. Esparcidla sobre el piso. Sobre todo, procurad que quede bien repartida, como si hubiese nevado.

La anciana se quedó con la boca abierta por el asombro.

—¿Mi harina por el suelo, señor? Pero…

Maese Cornelius, que había empezado a intuir, aunque vagamente, las intenciones del rey, cogió la bolsa y esparció la harina por el piso. La vieja se estremeció, pero tendió la mano para volver a coger la bolsa; y, cuando su hermano se la hubo entregado, desapareció lanzando un profundo suspiro. Cornelius empuñó un plumero y empezó a extender la harina por el gabinete, mientras el rey parecía divertirse mucho con aquella operación. Cuando llegaron a la puerta, Luis XI preguntó:

—¿Hay dos llaves de la cerradura?

—No, majestad.

El rey examinó el mecanismo de la puerta, protegida por varias planchas y barrotes de hierro; todas las piezas de aquella especie de armadura desembocaban en una cerradura de resorte cuya llave guardaba Cornelius. Después de haberlo observado todo, Luis XI mandó venir a Tristán y le ordenó que al hacerse de noche apostara con gran secreto a algunos de sus hombres bajo los morales de la calzada y en los tejados de los hoteles contiguos, y que reuniera a toda su escolta para dirigirse al Plessis, a fin de hacer creer que no cenaría en casa de maese Cornelius; luego recomendó al avaro que cerrara cuidadosamente todas las ventanas para que no surgiera de ellas ningún rayo de luz, y que preparara una cena frugal, con objeto de que no se creyera que el rey se alojaría aquella noche en su casa.

Luis XI partió ostensiblemente por la calzada, pero regresó en secreto y entró en casa del prestamista por una puertecilla lateral. Sus instrucciones se cumplieron con tanta exactitud, que los vecinos, la gente de la ciudad y la de la corte, quedaron convencidos de que el rey había regresado al Plessis, y cenaría al día siguiente en casa de su tesorero. La hermana de Cornelius confirmó aquella creencia comprando salsa verde en la tienda del carroir aux herbes, llamado después carroir de Beaune a causa de la magnífica fuente de mármol blanco que el desdichado Semblancay (Jacques de Beaune) hizo traer de Italia para adornar la capital de su patria. Alrededor de las ocho de la noche, en el momento en que el rey cenaba en compañía de su médico, de Cornelius y del capitán de su guardia escocesa, contando alegres chascarrillos, y olvidando que era Luis XI, enfermo y casi muerto, en el exterior reinaba el más profundo silencio, y los transeúntes, incluso un ladrón, habrían podido creer que la Malemaison era una casa deshabitada.

—Espero —dijo el rey, sonriendo—, que mi tesorero será robado esta noche, para que mi curiosidad quede satisfecha. Bueno, caballeros, que nadie salga de su habitación mañana sin orden mía, bajo pena de un severo castigo.

Todo el mundo se acostó. Al día siguiente, por la mañana, Luis XI fue el primero en salir de su cuarto, y se dirigió hacia la cámara del tesoro de Cornelius; no se asombró demasiado al ver las huellas de un largo pie sembradas por las escaleras y los pasillos de la casa. Procurando no pisar aquel valioso rastro, llegó a la puerta del gabinete de Cornelius y la encontró cerrada, sin la menor señal de violencia. Estudió la dirección de los pasos, pero éstos fueron haciéndose más debiles hasta desaparecer por completo, haciendo imposible descubrir por dónde había huido el ladrón.

—¡Ah, compadre! —le gritó el rey a Cornelius—. Te han robado con todo el arte.

Al oír aquellas palabras, el viejo brabantino salió de su cuarto visiblemente afectado por la noticia. Luis XI le llevó a que viera el rastro de las pisadas; pero, al inclinarse a mirar, el soberano se fijó por casualidad en las zapatillas del avaro, y se dio cuenta de que la suela encajaba perfectamente con las huellas impresas en el suelo. No dijo nada y contuvo la risa, pensando en todos los inocentes que habían sido colgados. El avaro se dirigió rápidamente hacia la cámara del tesoro. Una vez allí, el rey le ordenó que hiciera con el pie una huella al lado de las que ya había en la estancia, y le convenció de que el ladrón era él mismo.

—¡Me falta el collar de perlas! —exclamó Cornelius—. Esto es un caso de brujería. Yo no he salido de mi habitación.

—No tardaremos en saberlo —dijo el rey, algo desconcertado por la evidente buena fe de su tesorero.

Inmediatamente mandó llamar a los guardias que habían permanecido en acecho y les preguntó:

—¿Qué es lo que habéis visto durante la noche?

—¡Ah, señor! Un espectáculo de magia —dijo el teniente—. Vuestro tesorero ha bajado como un gato a lo largo de las paredes, tan silenciosamente que al principio creímos que era una sombra.

—¿Yo? —gritó Cornelius, en tono asombrado.

—Marchaos —dijo el rey, dirigiéndose a los arqueros—, y decidles a los señores Coningham, Coyctier y Bridoré, así como a Tristán, que pueden salir de sus habitaciones y bajar aquí.

Volviéndose hacia el aturdido brabantino, el monarca continuó:

—Has incurrido en la pena de muerte. Tienes por lo menos diez sobre la conciencia. —Al notar la extraña palidez extendida por el rostro del avaro, se apresuró a decir—: Tranquilízate, amigo mío: eres mejor para sangrar que para matar. Y, mediante una sustanciosa multa, podrás librarte de las garras de mi justicia. Pero, si no haces construir por lo menos una capilla en honor de la Virgen, te expones a tostarte en el infierno por toda la eternidad.

—Mil doscientos treinta y ochenta y siete suman mil trescientos diecisiete —respondió maquinalmente el avaro, absorto en sus cálculos—. Multiplicado por mil, son un millón, trescientos mil escudos de pérdidas…

"Los habrá ocultado en algún agujero", pensó el rey, que empezaba a encontrar realmente atractiva la suma.

En aquel momento entró Coyctier. Al ver la actitud de Cornelius le observó atentamente, mientras el rey le contaba la aventura.

—Señor —respondió el médico—, en ese asunto no hay nada sobrenatural. Nuestro prestamista tiene la facultad de andar en sueños. Es el tercer ejemplo que encuentro de esa extraña enfermedad. Si quisierais daros el placer de ser testigo de sus efectos, podríais ver a ese anciano andar sin peligro por el borde de los tejados, la primera noche en que le acometiera un acceso. En los dos hombres que he tenido ocasión de observar, he descubierto una curiosa relación entre su enfermedad y sus ocupaciones diurnas.

—¡Ah, maese Coyctier! Eres un sabio.

—¿Acaso no soy vuestro médico? —dijo insolentemente el galeno.

Ante aquella respuesta, Luis XI dejó escapar el gesto que le era habitual cuando se encontraba con una réplica oportuna, y que consistía en levantar vivamente su bonete.

—En el caso de maese Cornelius —continuó el médico—, es evidente que los accesos se presentan cada vez que durante el día experimenta temores especiales por sus tesoros.

—¡Y qué tesoros, voto a bríos! —exclamó el rey.

—¿Dónde están? —preguntó Cornelius, que por un singular privilegio de nuestra naturaleza oía las palabras del médico y del rey, mientras permanecía casi pasmado por sus pensamientos y su desgracia.

—¡Ah! —exclamó Coyctier, con una risa diabólica—. Al despertar, los sonámbulos no conservan el menor recuerdo de sus actos.

—Dejadnos —dijo el rey.

Cuando Luis XI quedó solo con el avaro, le miró con una fría sonrisa.

—Señor Hoogworst —dijo, inclinándose—, todos los tesoros enterrados en Francia pertenecen al rey.

—Sí, señor, todo es vuestro, y vos sois el dueño absoluto de nuestras vidas y de nuestras fortunas; pero hasta ahora habéis tenido la clemencia de no tomar más que lo que os era necesario.

—Mira, compadre, si te ayudo a encontrar ese tesoro, creo que no será ninguna extorsión para ti compartirlo conmigo.

—No, señor, no quiero compartirlo, sino ofrecéroslo entero, después de mi muerte. Pero, ¿cuál es vuestra idea?

—Espiarte por mí mismo mientras das tus paseos nocturnos. Otro que no fuese yo sería de temer.

—¡Ah, señor! —exclamó Cornelius, echándose a los pies de Luis XI—. Vos sois el único hombre del reino en quien puedo confiar para este asunto, y sabré demostraros mi agradecimiento por la bondad que usáis con vuestro servidor, entregándome con todas mis fuerzas a la tarea de conseguir la boda de la heredera de Borgoña con monseñor. He aquí un bello tesoro, no en escudos, sino en dominios, que acabará de redondear vuestra corona.

—Vamos, vamos, flamenco, me estás engañando —dijo el rey, frunciendo el ceño—, o me has servido mal.

—¿Cómo podéis dudar de mi devoción, señor? Sois el único hombre que merece mi estima.

—Palabras vanas —replicó el rey, mirando al brabantino—. No tenías que esperar a esta ocasión para serme útil. ¿O es que tratas de venderme tu protección a mí, a Luis XI? ¿Acaso eres tú el dueño, y yo el servidor?

—¡Oh, señor! —murmuró el avaro—. Quería daros una agradable sorpresa con la noticia de los buenos valederos que os he buscado entre los de Gante; y esperaba la confirmación a través del aprendiz de Oosterlinck. Pero, ¿qué ha sido de él? —Basta —dijo el rey—. Has cometido otro error. No quiero que nadie se mezcle en mis asuntos contra mi voluntad. Basta. Quiero reflexionar en todo esto.

Maese Cornelius recobró la agilidad de la juventud para correr a la planta baja, donde se hallaba su hermana.

—¡Ah! ¡Jeanne, mi querida amiga, tenemos aquí un tesoro, en el lugar donde he puesto un millón, trescientos mil escudos! ¡Y son míos! ¡Míos! ¡Y me los he robado yo mismo!

Jeanne Hoogworst se puso en pie como si el asiento del taburete estuviera al rojo vivo. Aquella sacudida resultaba tan violenta para una anciana acostumbrada desde hacía muchos años a extenuarse a base de ayunos voluntarios, que ahora temblaba con todos sus miembros y experimentaba un terrible dolor en la espalda. Palideció por grados, y su rostro, entre cuyas arrugas resultaba tan difícil descifrar las alteraciones, fue descomponiéndose mientras su hermano le explicaba la enfermedad de que era víctima y la extraña situación en que ambos se encontraban.

—Luis XI y yo acabamos de mentirnos el uno al otro como dos mercachifles —terminó Cornelius—. Si me siguiera durante la noche, sería el único en conocer el secreto del tesoro. Y no sé si su conciencia, por cerca que esté de la muerte, podría resistir la tentación que representan un millón, trescientos mil escudos. Tenemos que hacer algo, enviar todos nuestros tesoros a Gante, y sólo tú…

Cornelius se interrumpió bruscamente, y permaneció unos instantes pensativo, como si sopesara el corazón de aquel soberano, que a los veintidós años soñaba ya en el parricidio. Cuando el tesorero hubo juzgado a Luis XI, se levantó con un gesto rápido, como un hombre que tiene prisa en huir de un peligro. En aquel momento, su hermana, demasiado débil o demasiado fuerte para aquella crisis, cayó al suelo; estaba muerta. Maese Cornelius se inclinó sobre su hermana y la sacudió violentamente, diciéndole:

—Ahora no se trata de morir. Ya tendrás tiempo de hacerlo después, todo el tiempo que quieras. ¡Oh! El viejo esperpento no ha sabido nunca hacer las cosas como es debido…

Cerró los ojos de su hermana, pero en aquel instante acudieron a él todos los sentimientos nobles y buenos que dormían en lo más profundo de su alma; y, olvidando casi su tesoro oculto, gimió lastimosamente:

—¡Mi pobre compañera! ¡Te he perdido, a ti que tan bien sabías comprenderme! ¡Oh! ¡Tú eras un verdadero tesoro! Contigo se van mi tranquilidad, mis afectos. Si hubieras sabido el beneficio que podía representar para mí el que vivieras solamente dos noches más, no estarías muerta. ¡Hubieras vivido para complacerme, pobre pequeña! ¡Eh! ¡Jeanne! ¡Un millón, trescientos mil escudos! ¡Ah! Si esto no te despierta… No. ¡Está muerta!

Cornelius se sentó, sin decir nada más; pero dos grandes lágrimas brotaron de sus ojos y rodaron por sus arrugadas mejillas. Luego, suspirando, cerró la estancia y subió a la habitación donde se encontraba el rey. Luis XI quedó impresionado por el dolor que se reflejaba en las húmedas facciones de su viejo amigo.

—¿Qué sucede? —inquirió.

—¡Ah, señor! Una desgracia nunca llega sola. Mi hermana ha muerto. Me ha precedido allá abajo…

—¡Basta! —exclamó Luis XI, que no soportaba oír hablar de la muerte.

—Os nombro mi heredero. Ya no tengo apego a nada. Aquí están las llaves. Colgadme, si ese es vuestro deseo, tomadlo todo, registrad la casa, está llena de oro. Os lo regalo todo…

—Vamos, compadre —dijo Luis XI, casi enternecido por el espectáculo de aquella extraña pena—. Cualquier noche de estas encontraremos el tesoro, y la vista de tantas riquezas te devolverá el gusto a la vida. Volveré un día de esta semana…

—Cuando queráis, señor…

Al oír aquellas palabras, Luis XI, que había dado unos pasos hacia la puerta de la habitación, se volvió bruscamente. Entonces, aquellos dos hombres se miraron el uno al otro con una expresión que ni el pincel ni la pluma podrían reproducir.

—¡Adiós, compadre! —dijo finalmente Luis XI.

—¡Que Dios y la Virgen continúen protegiéndoos! —respondió humildemente el avaro, acompañando al rey.

Tras una amistad tan prolongada, aquellos dos hombres encontraban entre ellos una barrera levantada por la desconfianza y por el dinero, cuando siempre se habían entendido en materia de dinero y de desconfianza; pero se conocían tan bien, estaban tan acostumbrados el uno al otro, que el rey debía adivinar, por el tono con que Cornelius pronunció las palabras Cuando queráis, señor, la repugnancia que su visita causaría en adelante al tesorero, del mismo modo que Cornelius reconoció una declaración de guerra en el ¡Adiós, compadre! pronunciado por el rey. Así, Luis XI y el brabantino se separaron muy preocupados por la conducta que debían seguir uno respecto al otro. El monarca poseía el secreto del brabantino; pero éste podía también, por sus relaciones, asegurar el éxito de la más bella conquista que jamás rey de Francia pudiera hacer, la de los dominios pertenecientes a la casa de Borgoña, que en aquella época provocaban la envidia de todos los soberanos de Europa. La boda de la famosa Margarita dependía de las gentes de Gante y de los flamencos que la rodeaban. El oro y la influencia de Cornelius podían ser muy útiles en las negociaciones entabladas por Desquerdes, el general al cual Luis XI había confiado el mando del ejército acampado en la frontera de Bélgica. Aquellos dos zorros, pues, eran como dos duelistas cuyas fuerzas hubiesen sido neutralizadas por el azar. Así, sea que desde aquel día la salud de Luis XI hubiera empeorado, sea que Cornelius hubiera contribuido a hacer venir a Francia a Margarita de Borgoña, la cual llegó efectivamente a Amboise, en el mes de julio del año 1438, para casarse con el Delfín, el rey no impuso ninguna multa a su tesorero, no se entabló ningún proceso, pero uno y otro permanecieron en una especie de amistad armada. Afortunadamente para el prestamista, en Tours se esparció el rumor de que la autora de los robos era su hermana, la cual había sido muerta secretamente por Tristán. De haberse conocido la verdadera historia, la ciudad entera se habría amotinado para destruir la Malemaison antes de que el rey hubiese podido defenderla. Pero si bien todas estas suposiciones históricas tienen alguna base en lo que respecta a la inactividad en que permaneció Luis XI, no ocurrió lo mismo en lo que atañe a maese Cornelius Hoogworst. El avaro pasó los primeros días que siguieron a aquella fatal jornada en una ocupación continua. Semejante a los animales carniceros encerrados en una jaula, iba y venía, olfateando el oro en todos los rincones de su casa, examinando las grietas, consultando las paredes, pidiendo una y otra vez su tesoro a los árboles del jardín, a los cimientos y a los techos de los torreones, a la tierra y al cielo. A menudo permanecía durante horas enteras en pie, lanzando sus ojos sobre todos los lugares a la vez, hundiéndolos en el vacío. Solicitando los milagros del éxtasis y la potencia de los brujos, trataba de ver sus riquezas a través de los espacios y los obstáculos. Estaba constantemente perdido en una meditación agobiante, devorado por un deseo que le abrasaba las entrañas, pero roído más gravemente aún por las angustias del duelo que sostenía consigo mismo, desde que su pasión por el oro se había vuelto contra él; una especie de suicidio incompleto que comprendía todos los dolores de la vida y los de la muerte. Nunca el vicio se había oprimido tanto a sí mismo; ya que el avaro, encerrado por imprudencia en el escondite subterráneo donde yace su oro, tiene, como Sardanápalo, el placer de morir en el seno de su fortuna. Pero Cornelius, a la vez ladrón y robado, no poseyendo el secreto ni del uno ni del otro, poseía y no poseía sus tesoros: tortura completamente nueva, pero continuada y terrible. A veces, casi olvidando sus cuitas, dejaba abiertas las pequeñas rejas de su puerta, y entonces los transeúntes podían ver a aquel hombre ya reseco, plantado sobre sus dos piernas en medio de su jardín sin cultivar, en una inmovilidad completa, lanzando a los que le observaban una mirada fija, cuyo insoportable brillo les helaba de espanto. Si por casualidad salía a las calles de Tours, se hubiera dicho de él que era un extranjero; nunca sabía dónde estaba, ni si hacía sol o claro de luna. A menudo preguntaba su camino a las gentes que pasaban, creyendo que estaba en Gante, y parecía siempre en busca de su perdido bien. La idea más vivaz y la más materializada de todas las ideas humanas, la idea por la cual el hombre se representa a sí mismo creando al margen de él ese ser completamente ficticio, llamado la propiedad, ese demonio mortal le hundía a cada instante sus aceradas garras en el corazón. Luego, en medio de ese suplicio, el Miedo se erguía con todos los sentimientos que le sirven de cortejo. En efecto, dos hombres poseían su secreto, el secreto que él mismo ignoraba, Luis XI o Coyctier podían apostar a alguien que vigilara sus andanzas durante su sueño, y adivinar el abismo ignorado en el cual había lanzado sus riquezas en medio de la sangre de tantos inocentes; ya que junto a sus temores velaba también el Remordimiento. Para no dejarse robar en vida su tesoro desconocido, adoptó, durante los primeros días que siguieron a su desastre, las precauciones más severas contra su sueño; sus relaciones comerciales le permitieron procurarse los antinarcóticos más potentes. Sus veladas debieron ser espantosas; estaba solo con la noche, con el silencio, con el remordimiento, con el miedo, con todas las ideas que el hombre ha personificado más, quizás instintivamente, obedeciendo así a una verdad moral desprovista aún de pruebas sensibles. Finalmente, aquel hombre tan poderoso, aquel corazón endurecido por la vida política y la vida comercial, aquel genio oscuro en la historia, tuvo que sucumbir a los horrores del suplicio que se había creado. Incapaz de soportar algunas ideas más agudas que todas aquellas a las cuales había resistido hasta entonces, se cortó la garganta con una navaja de afeitar. Aquella muerte casi coincidió con la de Luis XI, de modo que la Malemaison fue completamente saqueada por el pueblo. Algunos tureneses afirmaron que un tratante, llamado Bohier, encontró el tesoro del prestamista, y lo utilizó para empezar la construcción de Chenonceaux, castillo maravilloso que, a pesar de las riquezas de varios reyes, de la afición de Diana de Poitiers y de la de su rival Catalina de Médecis por los edificios, permanece aún inacabado.

Afortunadamente para María de Sassenages, el señor de Saint-Vallier murió, como se sabe, en su embajada. Aquella casa no se apagó. La condesa tuvo, después de la marcha del conde, un hijo cuyo destino es famoso en nuestra historia de Francia, bajo el reinado de Francisco I. Fue salvado por su hija, la célebre Diana de Poitiers, la biznieta ilegítima de Luis XI, la cual se convirtió en la esposa ilegítima, la amante bienamada de Enrique II; ya que la bastardía y el amor fueron hereditarios en aquella noble familia.