Capítulo XIII
EL PROCESO
ME entregué, pues, a la lectura del proceso, redactado con la mayor precisión.
No repetiré extensamente la acusación. En pocas palabras, Eustaquio Macallan había sido acusado de que dio muerte a su mujer, por medio de un veneno, en su residencia de Gleninch, condado de Mid-Lothian.
Se añadía que el veneno se lo suministró el acusado a su esposa, Sara, en forma de arsénico, que se mezcló con el té, los medicamentos, la comida y la bebida. En el acto de la acusación se presentaron objetos y papeles enumerados en un inventario, que servía de testimonio contra el acusado. A este documento seguía la lista de los testigos y jurados, y después empezaba el relato del proceso, que se podía resumir en tres fases principales:
Primera pregunta:
¿MURIÓ LA ENFERMA ENVENENADA?
Al comenzar la audiencia, el acusado fue traído al banquillo, y tras de saludar al Tribunal, afirmó que no era culpable.
Todos los asistentes observaron que en su rostro se reflejaba un intenso sufrimiento moral. Cuando un testigo habló de la enfermedad y de la muerte de su esposa, él pareció muy conmovido y se cubrió el rostro con las manos. Algunos circunstantes juzgaron favorablemente aquella conducta del acusado.
El primer testigo era el juez de Mid-Lothian. Declaró que había interrogado al acusado y que negó su delito, contestando claramente y sin reservas las preguntas que le hicieron.
El segundo testigo produjo mucha impresión en el Tribunal y en el público. Era la enfermera que atendió a la señora Macallan en su última enfermedad. Se llamaba Cristina Ormsay. Declaró lo que sigue:
"Fui llamada el 7 de octubre para asistir a la difunta, que entonces sufría un ataque de reuma en la articulación de la rodilla izquierda. La asistencia no parecía difícil, aunque la enferma tenía muy mal carácter; no era mala, pero sí testaruda, y sufría accesos de cólera, durante los cuales no se daba cuenta de sus actos o palabras. En sus momentos apacibles resultaba demasiado comunicativa, pues se confiaba a las personas de condición inferior, y les decía que era desgraciada a causa de su marido, y que estaba enojada contra él. En efecto; tuve ocasión de notar que las relaciones entre marido y mujer no eran excelentes. A última hora fue a vivir con ellos una joven viuda, la señora Beauly, prima del señor Macallan. La señora Macallan estaba celosa de la prima, cosa explicable, porque ella misma no era guapa. Padecía un defecto en un ojo, y su rostro era amarillento. En cambio, la señora Beauly era muy atractiva y todos admiraban sus ojos y su tez fresca y rosada. El color de la difunta no debía atribuirse a enfermedad, sino que quizás hubiera sido siempre así. El reumatismo en la rodilla era muy doloroso, pero no ofrecía gravedad. La señora no sufría otras incomodidades aparte de la inmovilidad y de la irritación nerviosa que le causaba la falta de ejercicio. Tenía libros y todo lo necesario para escribir, y además, una mesa graduable para poder hacerlo desde la cama. A veces leía y escribía mucho, y en otras ocasiones permanecía pensativa o charlaba conmigo o con una señora de la vecindad, amiga suya, que iba a visitarla regularmente.
"Recuerdo muy bien la disposición del dormitorio. Una puerta comunicaba con el corredor, donde también había las de las restantes habitaciones del piso; otra puerta conducía al dormitorio del señor Macallan, y la tercera, en el lado opuesto, daba a un gabinetito de estudio, donde, según me dijeron, solía dormir la madre del señor Macallan cuando se hallaba en Gleninch, aunque nunca o casi nunca entraba allí nadie. En aquella época, la madre del señor Macallan no estaba en la casa; de modo que la puerta de aquella pieza estaba siempre cerrada, y habían quitado la llave. Ignoro quién la tenía o si había más de una. Creo que durante mi estancia en la casa no se llegó a abrir aquella puerta. Yo entré en la habitación una sola vez por la puerta que daba al corredor.
"La señora dormía mal, y para remediarlo, tomaba una poción recetada por el médico. La mañana del día 21, a las seis y pocos minutos, me alarmé al observar el estado de la señora Macallan. Me despertó el sonido de la campanilla que tenía en la mesita de noche. Yo me había dormido, rendida, en el diván de la habitación de la señora, a cosa de las dos de la madrugada. Al oír la campanilla, salté al suelo y me acerqué al lecho. La señora se quejó de una gran opresión; le pregunté si había tomado algún medicamento durante mi sueño y me respondió que había entrado su marido una hora antes y le dio su poción habitual.
"Mientras hablábamos así, entró el señor Macallan, que dormía en la habitación inmediata y también se despertó al ruido de la campanilla. Oyó lo que me decía su esposa acerca de la poción y no pronunció una sola palabra. Me pareció que estaba inquieto por la debilidad de la señora, y le aconsejó que tomase un sorbo de vino o de "whisky". Ella contestó que no podía tomar ninguna bebida fuerte, porque sentía mucho ardor en el estómago. Apliqué la mano a la región abdominal, oprimiéndola ligeramente, y gritó, diciendo que le hacía daño. Me inquietaron aquellos síntomas, y en el acto, envié a alguien al pueblo en busca del señor Gale, el facultativo que la cuidaba. No supo darse cuenta del cambio desfavorable que se observaba en la enferma. Y al saber que se quejaba de sed, le hizo tomar un poco de leche que, por cierto, la calmó. A poco se durmió, y el médico, antes de marcharse, nos indicó que le llamáramos inmediatamente si se repetía el caso; pero, por fortuna, no ocurrió así. La señora se despertó hacia las nueve y media y preguntó por su marido. Él había vuelto a su habitación y consulté si quería que lo llamase. Me contestó que no. También le consulté si quería comer o beber algo, y obtuve igual negativa. Luego me indicó que fuese a desayunar en el comedor de los criados. Le di una nueva dosis de la poción, y salí.
"Media hora después, subí de nuevo, y encontré a una de las criadas barriendo el descansillo. Me contó cómo la señora Macallan había tomado una taza de té que su marido pidió al camarero. Éste lo hizo preparar y la criada lo entró en la habitación de la señora. El señor abrió la puerta al oír su llamada y le tomó de la mano la taza de té. En la habitación no había nadie más que el señor y la señora.
"Volví a la habitación de la enferma, que estaba muy tranquila y con la cara vuelta a la pared. Me acerqué al lecho y tropecé con algo que había en el suelo. Era la taza de té, rota en varios pedazos. Y exclamé: "¡Dios mío, la taza de té se ha roto, señora!" Ella, sin volver la cabeza, explicó con velada voz: "La he dejado caer". "¿Antes de tomar el té?" "No, cuando devolvía la taza a mi marido, después de tomarlo". En la mesita de noche vi algo revuelto el recado de escribir y una de las plumas metidas en el tintero. "¿Ha escrito usted, señora?", pregunté. "Quería escribir; pero no tuve fuerzas para ello". Con una seña, me dio a entender su deseo de que la dejase, y me alejé de puntillas, aunque no demasiado, para oír la campanilla. Sin saber por qué, no estaba tranquila. Me inquietaba la voz con que me habló. Por mi gusto no habría querido dejarla largo rato; pero no me atreví a entrar para que no cayese en uno de sus accesos de cólera. Por último, me decidí a buscar al señor en una habitación de la planta baja, donde tenía costumbre de permanecer hasta mediodía. No estaba allí; pero, en aquel momento, oí su voz en la terraza exterior. Fui allá y pude ver que hablaba con el señor Dexter, un antiguo amigo suyo que, en aquellos días, era su huésped. El señor Dexter se hallaba sentado ante su ventana del primer piso. Sufría parálisis de las piernas, y no podía andar. El señor Macallan le hablaba desde la terraza. "Oiga, Dexter, ¿dónde está la señora Beauly? ¿La ha visto esta mañana?" "Dexter le contestó, en su tono vivo y habitual: "No, no la he visto". Me excusé por la interrupción y manifesté al señor Macallan mi inquietud. No tuvo tiempo de responder, porque llegó un camarero, advirtiéndome que sonaba con insistencia la campanilla de la señora Macallan. Eran las once. Acudí a toda prisa, y apenas abrí la puerta, cuando oi los gemidos de la señora. Estaba muy mal. Aseguraba sentir un fuego que le devoraba el estómago y la garganta, como por la mañana. Me dirigí a la puerta para llamar a algún criado, y vi a la señora Beauly que salía de su habitación para informarse. Le rogué que avisase al señor Macallan para que hiciera llamar al médico con la mayor urgencia. Bajó la escalera corriendo, y a los pocos minutos reapareció en compañía del señor Macallan. La señora, con una mirada que no podría describir, les hizo seña de que se marcharan. La señora Beauly, asustada, salió inmediatamente. El señor, en cambio, dio un paso hacia la cama; pero su esposa le dirigió otra mirada igual, exclamando luego en tono suplicante: "Déjame con la enfermera…; déjame". Él me dijo en voz baja: "He hecho llamar al médico". Y salió de la estancia.
"En cuanto el doctor Gale vio a la enferma, se quedó pensativo y dijo: "No quisiera cargar yo solo con la responsabilidad. Conviene llamar a un médico de Edimburgo". Engancharon el mejor caballo que había en la casa, para dirigirse a Edimburgo, de donde llegó el célebre doctor Jerome. Mientras esperaba al nuevo médico, el señor Macallan entró en la habitación de la enferma acompañado del doctor Gale. La señora les hizo seña de que se marcharan; pero el señor se acercó, dirigiéndole dulces palabras, y la besó en la frente. Ella, dando un grito, apartó la cabeza. Intervino el doctor Gale y sacó al señor Macallan.
"Por la tarde llegó el doctor Jerome y pudo presenciar otro ataque. Examinó cuidadosamente a la enferma, sin decir palabra, y luego manifestó su deseo de quedarse a solas con el doctor Gale.
"No tardaron en llamarme. A partir de aquel momento, durante el tiempo que vivió la pobre señora, ya no volví a quedarme sola con ella, porque siempre me acompañó uno de los médicos.
"Hacia las ocho perdió, al parecer, el uso de las manos y de los brazos, que permanecían inmóviles bajo la ropa de la cama. Poco después, se sumió en un pesado sueño. Sólo se despertó cuando su marido hizo la última tentativa de verla. Entró con el doctor Jerome, como si estuviera muy asustado. Ella no podía hablar; pero, en cuanto le vio, profirió algunos gritos inarticulados, y le dio a entender su deseo de que no se acercara. Él estaba tan impresionado, que el doctor Gale tuvo que sostenerlo mientras salía de la estancia. A las nueve y veinte minutos, el doctor Jerome me hizo llevar una lámpara al lado del lecho. Examinó a la señora, posó una mano sobre su corazón y me dijo: "Puede usted bajar, enfermera, porque todo ha terminado ya". Y volviéndose al doctor Gale, añadió: "¿Quiere hacerme el favor de preguntar al señor Macallan si podrá recibirme?". Cuando los dos médicos salieron de la casa, el señor Macallan aún no había accedido a recibirlos para oír lo que deseaban decirle. En cambio, habían hablado con el señor Dexter, como íntimo amigo del señor Macallan y única persona de la casa en un estado de relativa serenidad.
"Antes de acostarme, subí al primer piso con intención de amortajar a la difunta para el entierro. La estancia tenía todas las puertas cerradas. El doctor Gale se llevó las llaves. Dos criados fueron puestos de centinela en la parte exterior. Y me dijeron que los relevarían a las cuatro de la madrugada. Me tomé la libertad de llamar a la puerta de la habitación del señor Dexter. Supe por él que los dos médicos no habían querido firmar el certificado de defunción necesario para verificar el entierro. Y añadió que a la mañana siguiente se procedería a hacer la autopsia."
Así terminaba la declaración de la enfermera.
Después de demostrar que mi marido tuvo dos ocasiones de propinar el veneno, la primera en el medicamento y la segunda en el té, el ministerio público insinuó al jurado que el acusado aprovechó aquellas ocasiones para desembarazarse de una mujer fea y celosa, cuyo carácter detestable no podía soportar ya. Pero el abogado defensor hizo lo mejor que pudo para demostrar que la esposa del acusado no tenía un carácter tan malo como para hacer insoportable la vida a su marido, y que éste no tuvo, por tanto, ningún motivo para envenenarla.
A petición del defensor, la enfermera confirmó que la señora Macallan tenía un carácter violento; pero añadió que no tardaba en serenarse, y que, además, acostumbraba pedir excusas por las ofensas que le hacía inferir su mal carácter. En el fondo, era una señora bien educada. En cuanto a su fealdad, sólo se advertía en el rostro un color desagradable; pero poseía un bonita figura, y vestía con elegancia. Por lo que se refiere a la señora Beauly, la señora Macallan estaba, sin duda, celosa; pero siempre lo ocultó, y a pesar de su dolencia, insistió en que aquélla fuese a pasar algún tiempo a su casa. El señor Macallan, en sus relaciones con su esposa y durante las pequeñas discusiones que presenció la enfermera, jamás desmintió su cortesía ni usó tampoco un lenguaje incorrecto. Y en las ocasiones en que la señora se abandonaba a sus ataques de cólera, parecía sentir más pena que ira.
¿Dónde estaba, pues, aquella mujer capaz de exasperar al marido hasta el punto de que deseara envenenarla? ¿Dónde aquel marido capaz de envenenar a su mujer? Después que el defensor hubo tratado de desvanecer el móvil del crimen y de producir entre los jurados una impresión opuesta a la anterior, se llamó a declarar a los dos médicos.
Todos los testigos estuvieron conformes acerca del envenenamiento. Y a la primera pregunta de la acusación: "¿Murió la enferma envenenada?", respondieron en sentido afirmativo, sin la menor duda. Fueron llamados entonces los testigos para responder a la segunda pregunta:
Segunda pregunta:
¿QUIÉN FUE EL ENVENENADOR?
Como resultado de la autopsia practicada en el cadáver de la difunta y de los análisis químicos de las sustancias encontradas en los órganos internos del cadáver, el fiscal procedió i\ una indagatoria con objeto de aclarar algunos detalles que acompañaron a la muerte de la señora Macallan. En vista de esas investigaciones y del examen de las cartas y otros documentos, el fiscal acusó a Eustaquio Macallan de haber envenenado a su esposa, y por tanto, le hizo prender. El acusado fue interrogado por el juez y presentado al Tribunal para que le juzgase.
Entre los documentos que justificaban la acusación del fiscal había una declaración del oficial del juzgado que llevó a cabo un registro en la casa mortuoria. En un cofrecillo que contenía objetos de tocador encontraron cierto número de cartas y algunas hojas de papel, donde la difunta escribió unos versos. En un rincón hallaron un pedazo de papel descolorido que llevaba estampado el sello de una farmacia. Entre los dobleces del papel se observaron unos granitos de polvo blanco. Aquel papel había sido cuidadosamente doblado y sellado. Pasaron luego a la habitación donde estaba el viudo, enfermo en cama a consecuencia del disgusto que le produjo la muerte de su mujer. Se les dijo que el señor Macallan no podía moverse ni recibir a nadie; pero los funcionarios insistieron, aunque él permaneció de continuo con los ojos cerrados, y al parecer, incapaz de hablar. Sin molestarle más, los funcionarios prosiguieron el examen de la habitación y todos los objetos que en ella había. Mientras estaban así ocupados, oyeron un extraño ruido en el corredor, semejante al que pudieran producir unas ruedas.
Se abrió la puerta, y apareció en la estancia un caballero que ocupaba un sillón rodante, deteniéndose al lado de una mesilla que había junto al lecho de Macallan, como si quisiera impedir que los demás se acercaran. Dirigió a su amigo unas palabras en voz baja, y los demás no pudieron oírlas. Macallan abrió los ojos y respondió con una señal. Los subalternos del juzgado advirtieron al recién venido que no podía continuar en la estancia; pero él protestó y no se dejó persuadir. Entonces, uno de los funcionarios empujó el sillón de ruedas para llevarlo al otro extremo de la habitación; pero su ocupante empezó a britar, colérico: "¿Cómo se atreve usted a tocar mi sillón rodante? El sillón y yo somos uno solo. ¿Cómo se atreve, pues, a ponerme la mano encima?" Sin contestarle, el funcionario abrió la puerta, y rio ya con sus manos, sino con su bastón, empujó el sillón de ruedas con suavidad y rapidez a un tiempo.
Después de haber cerrado la puerta con llave, volvió a examinar la mesa inmediata al lecho. Allí había un cajón cerrado, y pidió la llave a Macallan. Éste se la negó. Entró entonces otro señor, el abogado Playmore, a quien había hecho llamar Dexter, y persuadió al acusado de que dejara examinar aquel cajón, reservándose, empero, el derecho de presentar una protesta. El señor Macallan entregó la llave, y en el cajón se encontraron varias cartas y un volumen grande con cierre provisto de cerradura. En el volumen, con letras de oro, estaba grabada la palabra «Diario». Los empleados pusieron sus sellos en las cartas y en el «Diario», y luego se llevaron todo para entregarlo al fiscal en Edimburgo.
Prosiguieron las investigaciones en la farmacia, cuya etiqueta se había encontrado. El farmacéutico declaró que el señor Eustaquio Macallan había ido a su establecimiento para comprar cierta cantidad de arsénico, pues dijo que su jardinero lo necesitaba para hacer una solución insecticida. Después de haberle preguntado su nombre, el farmacéutico le entregó el arsénico, encerrado en doble sobre. Al exterior llevaba la etiqueta de la farmacia, e impresa en grandes caracteres la palabra "Arsénico". Otro farmacéutico se presentó espontáneamente a declarar que el acusado fue también a su establecimiento para comprar cierta cantidad de arsénico. Al ser preguntado para qué lo deseaba, respondió que lo necesitaba para matar los ratones de su casa de Gleninch. Cuando el acusado le dio su nombre, el farmacéutico le entregó el arsénico en un frasquito, al cual pegó la etiqueta de la farmacia con la inscripción "Veneno".
Los dos testigos siguientes fueron el jardinero y el cocinero de Gleninch, quienes sólo consiguieron agravar la situación. Después de prestar juramento, el jardinero declaró:
—Ni mi amo ni nadie me ha entregado nunca arsénico. Jamás lo empleo ni permito que mis subordinados lo usen en los jardines de la casa.
El cocinero, llamado a su vez, declaró de un modo semejante.
Quedaba, pues, demostrado que únicamente mi marido tuvo veneno en su poder. ¿Qué uso llegó a hacer de él?
Todas las declaraciones inclinaron al jurado a responder a esta pregunta de un modo perjudicial al acusado.
En cierto momento, se produjo un efecto teatral. Un abogado defensor preguntó a la camarera de la señora Macallan si oyó alguna vez a su ama hablar de arsénico como medicamento para mejorar el color de la tez. La criada contestó que no. Entonces, el ministerio público preguntó al abogado:
—¿Acaso opina que la señora Macallan utilizara con este objeto el arsénico que compró su marido?
—Esa es nuestra convicción —afirmó el defensor—. Y nos proponemos probarla como base de nuestra defensa. No podemos contradecir las declaraciones de los médicos, quienes aseguran que la señora Macallan murió envenenada; pero aseguramos que murió por haber ingerido una dosis exagerada de arsénico, que tomaba en secreto, por ignorancia, como remedio para mejorar el color de su cutis.
Se leyó entonces la declaración del acusado, quien, al afirmar su propia inocencia, añadía:
"Compré dos veces arsénico a ruegos de mi mujer. En la primera ocasión me dijo que el jardinero lo necesitaba para utilizarlo en los arriates. La segunda vez me dijo que el cocinero se lo había pedido para limpiar la planta baja de los ratones que la infestaban. Entregué el arsénico a mi mujer. Ella era quien se cuidaba de dar órdenes a los jardineros y al cocinero, y por eso no le pedí detalles. Nunca me he ocupado de los arriates, porque no siento la pasión de las flores. En cuanto a los ratones, dejé al cocinero y a sus ayudantes el cuidado de destruirlos. Mi esposa nunca me había confesado que pudiera hacer uso de ese veneno para tener mejor color; de modo que creí lo que me dijo. Afirmo y sostengo que vivía en la más afectuosa armonía con mi mujer; confieso, sin embargo, que a veces surgía una discusión entre ambos, como puede ocurrir en cualquier familia. Respecto a las desilusiones que pudiera haber encontrado en el matrimonio, consideré que mi deber de marido y caballero me obligaba a ocultarlas a mi mujer. Y no sólo he lamentado de veras su muerte prematura, sino que me duele no haber podido demostrarle, durante su vida, y a pesar de mi buena voluntad, todo el afecto que me inspiraba. Juro solemnemente que ignoro cómo pudo tomar el arsénico que se encontró en su cuerpo. Jamás tuve el menor deseo de hacerle ningún daño. Le di el medicamento según lo encontré en la botella que lo contenía. Luego le di una taza de té, conforme lo recibí de manos de la criada. No volví a ver el arsénico, después de entregarlo a mi mujer. Ignoro en absoluto lo que hizo de él o dónde lo ocultó. Y ante Dios juro que soy inocente del horrible crimen de que se me acusa".
Con la lectura de esta declaración conmovedora terminó la audiencia del segundo día.
Debo convenir en que el efecto producido en mí hasta aquel momento por la lectura de aquel relato, me hizo perder gran parte de mi valor y mi esperanza. Todos los testimonios, hasta el final de la segunda audiencia, eran desfavorables para mi desdichado esposo. Y me daba buena cuenta de ello.
Llegaba, por fin, a la tercera pregunta.
Tercera pregunta:
¿CUÁL FUE EL MÓVIL DEL CRIMEN?
Los primeros testigos que declararon en la tercera sesión eran parientes y amigos de la difunta.
Lady Brydehaven, viuda del almirante sir Jorge Brydehaven, declaró que la difunta señora Macallan, sobrina suya, se enamoró locamente del señor Eustaquio Macallan durante una temporada en que éste fue su huésped. A causa de una caída de caballo resultó lesionado en una pierna, la misma en la que recibió una herida cuando prestaba servicio militar en la India. Tuvo que permanecer varias semanas tendido en un diván, y los señores de la casa le hacían compañía y le ayudaban a pasar el tiempo leyendo o conversando con él.
Cuando los tíos advirtieron la pasión de la muchacha, no correspondida por el joven, apelaron a los caballerescos sentimientos de éste para que se alejara.
El señor Macallan se condujo como podía esperarse de él, y a pesar de que aún estaba débil, buscó un pretexto y se marchó; pero la joven empezó a enflaquecer y a desmejorar. Tras de algún tiempo, los tíos pudieron descubrir que sostenía una correspondencia secreta con Macallan. Lady Brydehaven, dándose cuenta de que las cartas de él estaban llenas de reservas y habían sido escritas con el mayor tacto, trató de poner fin a aquella correspondencia; pero cierto día, la muchacha huyó de su casa y se refugió en la de Macallan.
En tan desastrosas circunstancias, el señor Macallan se condujo de un modo superior a todo elogio, declarando que la señorita fue sencillamente a visitar a su prometido. Y apenas transcurrieron quince días, se casó con ella.
La contrariedad de su tía se debió, ante todo, al hecho de que Macallan estaba enamorado de una mujer que se casó con otro. Eso lo sabía todo el mundo, y nadie ignoraba tampoco que sufría a causa de aquel amor sin esperanza. Por tanto, la tía no auguró nada bueno en aquel matrimonio.
Se procedió al examen de las cartas escritas por el acusado y su mujer, las cuales sólo se referían, de un modo vago, a los detalles de su vida matrimonial.
El "Diario" del acusado era mucho más interesante, porque registraba, día por día, los sucesos de su vida y sus pensamientos.
El acusado, lleno de irritación, después de oír declarar a lady Brydehaven, quiso oponerse a aquella violación de los secretos más íntimos suyos y de su mujer, con lo cual suscitó viva emoción y distintos pareceres en el auditorio. El defensor quiso calmar a su cliente, e improvisó un discurso, invocando la indulgencia del jurado y protestando en términos moderados contra la lectura de las cartas y del "Diario".
El Tribunal se retiró a deliberar acerca de aquel asunto y regresó a los pocos instantes con la decisión de que los documentos podrían ser leídos públicamente.
Las primeras cartas que se leyeron eran las encontradas en el cofrecillo de la habitación de la señora Macallan. Se trataba de cartas de amigas con quienes correspondía la difunta. La primera era de una que intentaba consolar a la señora Macallan, quien quizá se quejara de la frialdad de su propio marido, y le demostraba que pretendía demasiado al esperar de su esposo un amor semejante al que ella le profesaba.
La segunda carta, por el contrario, decía que Sara estaba loca porque prodigaba su amor a un hombre brutal e insensible, con quien tuvo la desgracia de casarse. La amiga le aconsejaba que dejara a su marido y fuese a refugiarse en casa de ella hasta que le concedieran el divorcio.
La tercera carta ponía en guardia a la señora Macallan contra una rival, a quien el marido tributara acaso la ternura que le rehusaba a ella. Le aconsejaba buscar e indagar hasta que pudiera descubrir quién era aquella mujer. Entonces ya le sería fácil hacer la vida insoportable a su marido. Y se ofrecía a ir a Gleninch con objeto de poner su propia experiencia a disposición de su amiga.
Esta última carta produjo desagradable impresión en el Tribunal; pero, en conjunto, la lectura de aquellas misivas sólo aportaba una conclusión: la señora Macallan era una mujer desdichada y abandonada por su marido.
Se leyeron también algunas cartas dirigidas al acusado, y de ello se dedujo la misma conclusión: la vida del marido, en Gleninch, no aparecía menos intolerable que la de su esposa.
La última carta leída era de una mujer y la firmaba "Elena". Ésta se quejaba de que su alma y la de Macallan, identificadas en realidad, estuvieran separadas, y que los dos se vieran atados por lazos que debían respetar. Antes de terminar, rogaba al destinatario que se apresurara a quemar aquella carta imprudente.
Esta misiva produjo muy mala impresión, y provocó varias preguntas de los magistrados acerca de la fecha y la procedencia.
El procurador general contestó que de aquella lectura sólo resultaba que la carta había sido franqueada en Londres.
Empezó entonces la lectura del "Diario". Varias veces se citaba allí el nombre que firmaba aquella carta, y antes de terminarse el proceso, permitió averiguar la identidad de aquella mujer.
Uno de los pasajes del "Diario", comprometedor y grave a la vez, se refería a un período anterior en un año a la muerte de la señora Macallan. Decía así:
"Estoy aterrado por una noticia recibida. El marido de Elena ha muerto de repente a causa de una aneurisma. Hace dos días de eso. Elena es libre; mi adorada Elena es libre. Y yo… me veo encadenado a una mujer con la cual no tengo ningún sentimiento común, Elena ya está perdida para mí y por mi culpa. Ahora comprendo por qué algunas personas pueden verse arrastradas irremisiblemente hacia el crimen. Esta noche cierro el "Diario", porque su lectura me enloquecería. Vale más que no escriba, no piense y trate de olvidar."
Otro pasaje del «Diario» decía:
"Entre todas las locuras que puede cometer un hombre, la peor es seguir un impulso momentáneo. Así yo me casé con esa infeliz criatura que hoy es mi esposa. Supuse entonces que había perdido a Elena, para siempre, después de casarse con el hombre a quien se prometió antes de conocerme. Me escribió una carta de despedida, y ya no tuve esperanzas ni aspiraciones.
"Por una fatalidad y a impulso de un sentimiento caballeresco, me casé con la mujer que tanto me amaba. Dios sabe que nunca la alenté a eso. Pero se comprometió imprudentemente, de modo que sólo yo podía hacer callar las lenguas venenosas que se ensañaban con ella. Había perdido a Elena, y por tanto, las otras mujeres me resultaban indiferentes. Un acto generoso por mi parte podía salvar a aquella joven. ¿Por qué no llevarlo a cabo? Me casé con ella lo mismo que me hubiera arrojado al agua para salvarla de morir ahogada. Y ahora la mujer por quien he llevado a cabo ese sacrificio se interpone entre Elena y yo; mi Elena, que podría darme todo su amor. ¡Oh, cuan loco fui!"
El tercer pasaje, escogido entre dos análogos, tenía dos meses de fecha:
"Más reproches, siempre iguales. Mis nuevos delitos son dos: ya no le pido que haga música, y cuando estrena un vestido para complacerme, no me doy cuenta. Permanezco sereno y no me enojo nunca ni tampoco le hablo con aspereza. Tiene derecho a mi indulgencia; pero confieso que, cuanto menos la veo, más seguro estoy de no perder la sangre fría, que tanto necesito. ¿Por qué me será tan desagradable? No es herniosa, aunque he visto otras más feas, que no inspiran repugnancia. Si se contentara con vivir a mi lado, sin exigir manifestaciones de cariño, aún podría soportarlo."
Los dos últimos pasajes que se leyeron eran más recientes todavía:
"De súbito viene un rayo de luz a iluminar mi existencia. Elena ya no se ve condenada a la reclusión de la viudez, pues ha transcurrido tiempo suficiente desde la muerte de su marido para que pueda presentarse de nuevo en sociedad. Está aquí, en esta comarca, en casa de una amiga. Y como somos primos, es lógico que no se aleje de Escocia sin venir a pasar unos días en nuestra casa. Me dice que, siquiera por respeto a las conveniencias, dado nuestro parentesco, no puede menos de hacerme esa visita, aunque sea penosa para los dos. ¡Malditas conveniencias! Este ángel vendrá a mi purgatorio. ¡Cuántas precauciones habremos de tomar! Pero me contentaré con verla."
Y se llegaba, por fin, al último pasaje: "Un contratiempo. Mi mujer ha enfermado; precisamente en los días en que esperamos la visita de Elena en Gleninch, un intenso dolor reumático ha obligado a mi esposa a no salir de la cama. Cierto es, y me alegro de confesarlo, que se ha portado con la mayor amabilidad. Escribió a Elena, diciéndole que su indisposición no tiene ninguna importancia para que ella deba alterar su programa. E insistió en que no renunciase a visitarnos. Reconozco que mi mujer hizo así un gran sacrificio, celosa como está de todas las de menos de cuarenta años, y como es natural, también por Elena. Me demuestra, pues, la mayor confianza. Y debo mostrarle mi gratitud, por lo cual estaré más afectuoso con ella. Esta misma mañana la he besado tiernamente, y espero que no adivinaría el esfuerzo que me costaba."
Aquí terminaban los pasajes del "Diario", de mi marido. Eran muy dolorosos para mí, puesto que consignaba que no sólo me torturaban, sino que disminuían mi aprecio por él. Las expresiones de ternura apasionada que dirigía a la señora Beauly me herían a fondo y me recordaban las ardientes palabras que me dirigió cuando me cortejaba. Ningún motivo tenía para dudar de que me había amado tiernamente; pero me pregunté si también quiso de igual modo a la señora Beauly antes que a mí. La impresión producida en el Tribunal por la lectura de las cartas y del "Diario" fue desfavorable para el acusado, porque agravó su situación. Terminaron los interrogatorios de los testigos de cargo, y aun los amigos del acusado se vieron obligados a reconocer que, hasta aquel momento, todo parecía probar su culpabilidad. El mismo parecía compartir aquella opinión porque, al retirarse después de la tercera vista, estaba tan abatido y desprovisto de fuerzas, que se apoyó en el brazo de un ujier.