UNA CAMA TERRIBLEMENTE EXTRAÑA
William Wilkie Collins
POCO después de haber completado mi educación en un colegio, realicé una visita a París en compañía de un amigo y compatriota mío. Los dos éramos jóvenes y a los dos nos gustaba vivir la vida sin restricciones, gozando desenfrenadamente.
Una noche pregunté a mi amigo:
—¿Qué te parece si nos fuésemos a algún garito donde pudiésemos ver una auténtica timba, en su propia salsa, sin ese falso relumbrón de Casa Frascati; un lugar, en fin, en el que no teman recibir a un sujeto con la chaqueta rota y sucia?
—Pues me parecería muy bien —contestó mi amigo—; pero no necesitamos salir del Paláis Royal para encontrar esa compañía que deseas. Aquí enfrente, sin ir más lejos, está el lugar que buscas; un verdadero antro, de tan mala nota como el más vil de los truhanes pudiera apetecer.
Entramos en la casa, subimos las escaleras, dejamos nuestros sombreros y bastones al portero e irrumpimos en la sala principal de juego. Habíamos ido en busca de gente vil, de baja estofa, pero la que allí se agolpaba, en aquel cuartucho inmundo, era de una categoría muy inferior a la que deseábamos encontrar. Y el silencio era impresionante. El escuálido y zahareño joven, de largos cabellos, cuyos ojos hundidos escrutaban afanosamente las cartas que iba descubriendo poco a poco —una tras otra— la ciega y voluble fortuna, guardaba profundo silencio; el fláccido y granujiento jugador, de cara gorda y redonda, que escribía continuamente en una tarjeta, anotando las veces que el azar hacía salir el rojo y el negro…, guardaba profundo silencio; el sucio y arrugado anciano, con ojos de buitre y recosida levita, que había perdido su último sou y continuaba mirando, perdida toda esperanza porque sabía que ya no podía apostar más…, guardaba también profundo silencio. Hasta la voz del croupier sonaba, amortiguada y grave, en la pesada atmósfera de la estancia. Había entrado en aquel lugar para divertirme, pero pronto sentí la imperiosa necesidad de buscar un estímulo contra la depresión de espíritu que comenzaba a apoderarse de mí.
Decidí que el mejor estímulo sería aproximarme a la mesa y ponerme a jugar. Por desgracia —como me demostraron los acontecimientos posteriores—, empecé a ganar de una manera inconcebible, prodigiosa, increíble, de una manera tan desorbitada, que todos los jugadores habituales de aquella mesa se arremolinaron junto a mí y contemplaron ansiosamente mis envites, mirándome con ojos ávidos y supersticiosos, mientras comentaban que el inglés iba a hacer saltar la banca.
El juego era el rouge et noir. Yo había jugado en todas las grandes ciudades de Europa, pero nunca había sido un jugador, en el sentido estricto de la palabra. Jugaba por mero pasatiempo, por aburrimiento más que por gusto o vicio. Jamás lo había practicado hasta el punto de llegar a perder más de lo que llevaba encima, o para ganar más de lo que hubiera podido guardarme en el bolsillo. Nunca peligró mi equilibrio a causa de mi buena suerte.
Pero esta ocasión era distinta. Por primera vez en mi vida, comprendí lo que era la pasión por el juego. Al principio, el éxito me aturdió; luego, pareció intoxicarme. Por muy increíble que pueda parecer, perdí solamente cuando pretendí estimular a la suerte jugando con arreglo a un cálculo previo. Pero si jugaba al azar, apostando sin preocuparme en absoluto de mis envites, estaba completamente seguro de ganar, de ganar siempre, incluso frente a todas las reconocidas probabilidades que tiene la banca a su favor.
Mis envites aumentaban cada vez más, pero siempre ganaba. En la sala, la excitación se hacía febril y cada vez que el oro atravesaba la mesa hacia mis dominios empujado por las raquetas del croupier, el público exhalaba un ¡ah! de admiración que apenas rompía el silencio de la sala. La raqueta volvía a caer hacia el suelo, impulsada por la furia que mi incomprensible éxito producía en el croupier. Sólo había un hombre en la sala de juego que conservaba el dominio de sí mismo; era mi amigo. Se acercó a mí y me habló en voz baja, casi en un susurro, y en inglés, rogándome que me conformase con lo que había ganado y abandonase el lugar. Me lo repitió varias veces, con creciente insistencia, y decidió marcharse solo al darse cuenta de que no lograría convencerme. Me hallaba tan absorto en el juego que le respondí en unos términos que hacían imposible que volviese a dirigirse a mí aquella noche.
Poco después de haberse ido, una voz fuerte y ruda gritó a mis espaldas:
—¡Permítame, mi querido señor! Permítame devolverle estos dos napoleones que se le han caído inadvertidamente. ¡Maravillosa suerte, señor! Le doy mi palabra de honor, la palabra de honor de un viejo soldado, de que en todo el curso de mi ya larga vida, con una gran experiencia en esta clase de cosas, jamás he visto una suerte como la suya… ¡nunca! Continúe usted, señor, sacre mille bombes! ¡Continúe sin miedo hasta hacer saltar la banca!
Al volverme, vi detrás de mí, sonriendo y saludándome afablemente con una leve inclinación de cabeza, que denotaba la más exquisita cortesía, a un hombre alto, vestido con un abrigo recamado y ribeteado. Si hubiese estado en mis cabales, hubiera visto que se trataba, quizá, del más sospechoso espécimen de viejo soldado: tenía unos ojos saltones, inyectados en sangre; unos enormes mostachos de pelo ralo, como el de un perro sarnoso; la nariz rota, y las manos más sucias que he visto en mi vida… incluso en Francia. Pero en la despreocupación de aquel momento triunfal, yo estaba dispuesto a confraternizar con quienquiera que fuese, con tal que me animase a proseguir en el juego. Acepté, pues, la pulgarada de rapé que me ofrecía, lo palmoteé amistosamente en la espalda y juré que era la más gloriosa reliquia de la Grande Armeé que yo conocía.
—¡Adelante, adelante! —gritaba mi castrense amigo enardecido, chasqueando ruidosamente sus dedos en el paroxismo de la excitación—. ¡Adelante sin miedo y ganará siempre! ¡Haga saltar la banca, mille tonnerresl ¡Haga saltar la banca, simpático amigo inglés!
Y yo, obedeciéndole, seguía adelante haciendo apuestas cada vez mayores, jugando febrilmente sin desmayar un momento, hasta que, un cuarto de hora más tarde, el croupier anunció a todos en voz alta:
—¡Caballeros…!, la banca no puede continuar por esta noche.
Todos los billetes y todo el oro de aquella banca formaban ahora un montón bajo mis manos.
—Guárdese todo ese dinero en su pañuelo, mi apreciable señor, y asegúrelo bien —decía el viejo soldado al verme sumergir mis manos, con avaricia, en el montón dorado—. Guárdelo bien, mi querido amigo, guárdelo como acostumbramos guardar en la Grande Armeé las sobras del rancho. Tenga en cuenta que sus ganancias son demasiado pesadas para llevarlas en los bolsillos del pantalón, no resistirían las costuras; amárrelas bien en el pañuelo, con nudos dobles bien apretados… ¡Así…, así…, bien guardado todo, billetes y oro! ¡Qué suerte, demonio! ¡Más fuerte, señor, apriete bien los dos nudos! Déjeme usted a mí… con permiso… Así… así irá bien seguro el dinero… ¡Tóquelo, afortunado señor, tóquelo usted! Fíjese cómo pesa, como si fuese una bala de cañón… ¡Ah!…, ¡si nos hubiesen disparado con balas como ésta en Austerlitz…! Nom d'une pipe! Y ahora como antiguo granadero que soy, ¿qué me resta hacer? Sólo una cosa: invitar a mí estimado amigo inglés a que comparta conmigo una botella de champaña antes de marcharnos de aquí…
—¡Excelente…! ¡Venga ese champaña!
—¡Bravo por el inglés! Trae otra copa… ¡Vaya!…, ¡la botella está vacía! ¡No importa…! Vive le vin! Yo, el viejo soldado, ordeno que me traigan otra botella y además media libra de bombones…
—No, no, bravo ex soldado: su botella pasó a mejor vida…, ahora le toca a la mía. Yo levanto mi copa para brindar por el ejército francés —¡el gran Napoleón!— y por usted mismo…
Así se vació la segunda botella de champaña, y yo sentí como si hubiera estado bebiendo fuego líquido y como si aquel fuego hubiese inflamado mi cerebro.
—¡Bravo ex soldado del ejército francés! —grité sin poder contenerme, en un estado de alegría desenfrenada—. ¡Estoy ardiendo! ¡Bebamos otra botella de champaña para apagar el fuego que me devora!
El viejo soldado colocó su sucio dedo índice en el lado en que estaba rota su nariz y pronunció solemnemente esta palabra:
—¡Café! —Luego, después de una pausa, continuó—: Escuche, mi querido señor, el consejo de un viejo soldado. El café le ayudará a desembarazarse de la exaltación que le ha producido el champaña, antes de volver a casa. Con todo el dinero que lleva encima, constituye un sagrado deber para usted mantenerse firme y en plenas facultades: todos los que han estado aquí esta noche saben que ha ganado una enorme cantidad de dinero, quizá sean todos ellos excelentes personas, pero son hombres, mi querido señor, y, como tales, están expuestos a muchas debilidades.
Cuando el ex soldado hubo terminado de hablar, llegó el café servido ya en dos tazas y mi atento amigo me ofreció una de ellas con una reverencia. Estaba muerto de sed y la bebí de un trago. Casi en el mismo instante en que el café llegó a mi estómago, sentí una especie de desvanecimiento y, a continuación, me sentí mucho más mareado que antes. Me levanté, apoyándome en la mesa para mantener el equilibrio, y tartamudeé que me encontraba muy mal, tan mal que no sabía cómo iba a poder llegar a casa.
—Mi querido amigo —me contestó el viejo soldado—, sería una locura irse a casa en ese estado: perdería seguramente su dinero, porque sería muy fácil robarle y hasta asesinarlo. Yo voy a dormir aquí y usted dormirá aquí también. Hay excelentes camas y alquilaremos una para cada uno. Durmiendo desaparecerán los efectos del alcohol, y mañana por la mañana, ya sereno, podrá irse a su casa tranquilamente con sus ganancias.
Sólo había dos ideas en mi mente: una, que no debía separarme por nada del mundo de mi pañuelo; otra, que debía acostarme inmediatamente y tratar de dormir lo antes posible. Por tanto, accedí a la proposición de mi amigo referente al alquiler de la cama, y, precedidos por el croupier, recorrimos algunos pasillos y, después de ascender unas escaleras, llegamos a la alcoba que iba yo a ocupar. El ex soldado me estrechó efusivamente la mano y me propuso que desayunáramos juntos al día siguiente. Luego, acompañado del croupier, se alejó por el pasillo en busca de su propia habitación.
Cuando me encontré solo me precipité hacia el lavabo, bebí por la misma jarra hasta saciar mi sed, vertí luego el resto del agua en la jofaina y sumergí en ella la cara manteniéndola así durante un buen rato; luego me senté en una silla y traté de serenarme. Pronto me sentí mejor. El cambio experimentado por mis pulmones al respirar el aire frío de la habitación después de la viciada y fétida atmósfera de la sala de juego; el casi idéntico cambio tan favorable a mis ojos, de las deslumbrantes luces de gas del salón a la vacilante y mortecina de aquella vela única que alumbraba mi habitación, contribuyeron en gran manera a devolverme mis facultades junto con los sedativos efectos del agua fría sobre mi rostro. El mareo fue desapareciendo poco a poco y no tardé en sentirme completamente normal. Mi primer pensamiento fue el enorme peligro que constituía pasar la noche durmiendo en una casa de juego estando en posesión de una fuerte suma de dinero y, precisamente, ganada allí mismo; luego se me ocurrió pensar en el peligro todavía mucho mayor de intentar la salida de la casa, una vez cerrada ésta para dirigirme a la mía, en plena noche por las sombrías calles de París, llevando encima todo lo ganado durante la velada… En el curso de mis viajes, había dormido en sitios mucho peores; así que, por último, decidí que lo mejor era echar la llave a la puerta y correr el albur de pasar allí las horas que faltaban hasta la llegada del día.
Miré, por precaución, debajo de la cama y dentro del armario, y probé el cierre de la ventana. Luego, satisfecho del resultado de mis pesquisas, me quité el traje, coloqué la palmatoria en la chimenea, entre un montón de blancas cenizas, y me metí en la cama escondiendo mi dinero debajo de la almohada.
Pronto me di cuenta de que no solamente no podía dormir, sino que ni siquiera podía cerrar los ojos. Me hallaba completamente desvelado y todos mis sentidos parecían estar muy aguzados. Me incorporé apoyándome sobre el codo y miré en derredor del cuarto —que estaba iluminado en aquel momento por la luz de la luna que se filtraba a través de la ventana— para ver si contenía algunos cuadros o adornos, que no podía distinguir. Mientras mis ojos vagaban de una a otra pared, vino a mi imaginación el recuerdo de ese delicioso librito de Lemaitre que se titula Voyage autour de ma chambre1. Decidí imitar al famoso autor francés y, en verdad, encontré distracción suficiente para entretener el tedio de mi insomnio haciendo un inventario mental de cada mueble que podía ver, y arrancando desde sus orígenes, la multitud de asociaciones que cada silla, la mesa o el lavabo podían proporcionar.
En el estado de excitación nerviosa de mi mente, me pareció que era mucho más fácil hacer el inventario que reflexionar sobre todo lo que veía en mi recorrido visual por el cuarto y pronto perdí toda esperanza, no sólo de seguir mentalmente el fantástico camino de Le maître, sino también de pensar en cualquier cosa. No hice, pues, más que mirar todo lo que allí había sin hacer consideración alguna sobre ello.
Fijé mi atención primeramente en la cama donde reposaba: una cama con cuatro columnas, cuyo dosel estaba guarnecido con tela de algodón de colorines completamente vulgar, siendo asimismo vulgares y corrientes —sin nada aparentemente destacable— el fleco de la doselera y las tiesas e insanas cortinas que recordaba haber descorrido al entrar en la habitación, mecánicamente, hacia las columnas que sostenían el dosel. Pasé luego al lavabo, cuya parte superior era de mármol, desde la cual goteaba, cada vez más espaciadamente, sobre los ladrillos del suelo, el agua que había vertido al pretender llenar la jofaina con precipitación. Me fijé acto seguido en dos sillitas que sostenían mi chaqueta, mi chaleco y mis pantalones. Y de ellas saltaron mis ojos a un amplio sillón, enfundado en una cotonía de un blanco sospechosamente sucio, en el que reposaban mi cuello duro y mi corbata, encaramados en su respaldo. Vi luego una cómoda, de la que faltaban dos de los tiradores de bronce, sobre la que había un charro tintero de porcelana, roto, colocado allí a guisa de adorno. A continuación, el tocador con un pequeño espejo y una almohadilla que se utilizaba como acerico. Por fin la ventana —una ventana desproporcionadamente grande— y, finalmente, un cuadro antiguo muy oscuro, que la débil luz de la palmatoria alumbraba escasamente. Apenas podía distinguir lo que el renegrido cuadro representaba, aunque parecía descubrirse, con una fuerte dosis de imaginación, un individuo tocado con una especie de sombrero calañas, coronado por un airón de plumas altaneras: un siniestro rufián de atezado rostro, que miraba hacia arriba como si contemplase la horca en la que iba a ser colgado. Por lo menos tenía la apariencia de merecer tal castigo.
Aquel cuadro —sin saber por qué— me forzó de tal manera a mirar también hacia arriba, que no pude evitarlo y dirigí la vista hacia el dosel de mi cama. Era un chisme lóbrego y triste que no presentaba ninguna característica interesante, y volví a mirar al cuadro. Conté las plumas que componían el airón del sombrero del siniestro individuo y que parecían materialmente en relieve: eran cinco, tres blancas y dos verdes. Observé la copa del sombrero, alta y troncocónica, según la moda impuesta por Guy Fawkes en los españoles Tercios de Flandes, y luego me puse a pensar en qué sería lo que estaba mirando aquel truhán. Sí, efectivamente, debía estar contemplando su propio cadalso momentos antes de ser ahorcado. ¿Se quedaría el verdugo con aquel precioso sombrero y con su airón de plumas? Volví a contarlas inconscientemente: tres blancas y dos verdes.
Mientras me entregaba a aquella distracción, intelectual y edificante, mis pensamientos comenzaron a vagar insensiblemente… Escenas pasadas vinieron a mi mente y me sentí absorbido por ellas, pero, de repente, el hilo del que pendían mis pensamientos se rompió bruscamente y mi atención volvió a fijarse en la realidad del momento con más vehemencia que nunca y me encontré de nuevo mirando al cuadro.
¿Mirando qué?
¡Dios mío! ¡Aquel individuo se había metido el sombrero hasta las cejas…! ¡No! ¡El sombrero había desaparecido!
¿Dónde estaba aquella copa troncocónica, dónde las plumas, tres blancas y dos verdes? ¡Se habían evaporado! Y, en lugar de su precioso sombrero de plumas ¿qué era aquella negra sombra que ocultaba su frente, sus ojos, su mano sombría?
¿Se movía la cama?
Me eché hacia atrás, dejándome caer sobre la almohada, y miré hacia arriba. ¿Estaba loco, borracho, soñando…? ¿Volvía a estar mareado o se movía realmente el dosel de la cama, descendiendo poco a poco sobre mi cabeza, bajando paulatinamente, silenciosamente, inexorablemente, en toda su longitud y en toda su anchura, paralelamente a la cama, como si pretendiese llegar hasta mí para ahogarme, sin que nada ni nadie pudiera intervenir en mi defensa?
Un frío mortal paralizó todo mi ser. Giré mi cabeza en la almohada, dejando de mirar hacia arriba por un instante y, para comprobar si el dosel se movía realmente, miré otra vez al hombre del cuadro. Bastó una simple ojeada para cerciorarme: el negro e irregular contorno del enmarañado fleco de la doselera estaba ahora aproximadamente a una pulgada de la cintura del siniestro individuo. Volví a mirar desalentado. Y vi poco a poco —muy poco a poco, pero inflexiblemente— cómo se fue desvaneciendo toda la figura y luego la línea inferior del marco del cuadro, a medida que el dosel descendía.
Yo no soy asustadizo. En más de una ocasión he estado en peligro de muerte y ni un solo instante he perdido el dominio de mí mismo: pero cuando tuve la convicción de que el dosel de mi cama estaba en movimiento, descendiendo inexorablemente sobre mí, miré hacia arriba estremecido, desamparado, muerto de pánico, viendo aquella máquina infernal, aquella máquina asesina que se acercaba cada vez más para ahogar mi último suspiro.
Inmóvil, mudo de estupor, desalentado, vi desde el lecho cómo se apagaba la vela…; menos mal que el claro de luna seguía iluminando la habitación. Entretanto, el dosel seguía bajando sin tregua, silenciosamente, y el terrible pánico que me atenazaba parecía tenerme sujeto a la cama, inmovilizado… El acre olor del sucio dosel llegaba ya a mis narices… Y en el momento final, el instinto de conservación rompió el hechizo que se había apoderado de todo mi ser y pude moverme. Apenas si quedaba sitio para que mi cuerpo pudiese escapar de aquella cama. Cuando caí al suelo silenciosamente por uno de los lados de la cama, el borde del dosel asesino rozó uno de mis hombros.
Sin detenerme a tomar aliento, sin enjugar siquiera el frío sudor de mi frente, me puse instantáneamente de rodillas y observé el dosel: estaba realmente hipnotizado por él…
Seguía descendiendo sin detenerse un instante…, cada vez más…, cada vez más… Había bajado tanto que apenas podía meter mis dedos entre él y la cama. Me decidí entonces a tocarlo y pude comprobar que aquello que en un principio me pareció un vulgar dosel de una cama de columnas, era en realidad un grueso colchón que quedaba oculto por la doselera y sus flecos. Miré entonces hacia arriba y vi que las cuatro columnas emergían de la parte superior del dosel, desnudas y absurdas. En el centro mismo del dosel, por su parte superior, podía verse ahora una gruesa espiga de madera, roscada, que constituía el mecanismo que había hecho bajar el fingido dosel. Su otro extremo se adentraba en un orificio del techo por el que se perdía en el piso superior. El mecanismo se movía sin hacer el menor ruido; no se oyó ni el más ligero crujido desde que comenzó a moverse hasta que llegó al final de su carrera. Contemplando el artefacto, me quedé casi paralizado, pero empecé a recuperar, poco a poco, la facultad de pensar y comprendí en todo su horror la conspiración que se había tramado contra mí.
En mi taza de café habían vertido una droga, pero… la dosis había resultado demasiado fuerte. Paradójicamente me había salvado de morir asfixiado por haber ingerido una dosis excesiva de algún narcótico. ¡Y yo que me había irritado con aquel acceso febril, que había salvado mi vida, manteniéndome despierto…! ¿Cómo había podido poner mi confianza en aquellos dos miserables que pensaban arrebatarme mis ganancias, asesinándome durante el sueño? ¿Cuántos hombres —prodigiosos ganadores como yo— habrían dormido —como traté yo de hacerlo— en aquella endiablada cama para no volver a despertar nunca más ni tenerse de ellos la menor noticia…?
De repente todos mis pensamientos quedaron en suspenso al observar que el dosel asesino se ponía de nuevo en movimiento, ahora hacia arriba, después de haber permanecido apretado contra el colchón de la cama unos diez minutos. Los villanos que manejaban el instrumento desde arriba creían, seguramente, que sus designios habían sido ya cumplidos. Despacio y silenciosamente —del mismo modo que había descendido— el horrible y espantoso dosel subió para ocupar de nuevo su sitio primitivo. Cuando llegó a la parte superior de las cuatro columnas, se detuvo, y, en aquel momento, ya no podían verse ni la gruesa espiga roscada de madera ni el agujero del techo por el que ésta había ido desapareciendo y desde el cual era manejada. Todo en el cuarto recuperó su apariencia normal y nadie hubiera dicho que aquella cama se salía de lo corriente.
Por primera vez desde que había comenzado la actuación del artefacto, pude moverme con libertad. Me incorporé, abandonando mi incómoda postura de rodillas, y me vestí a toda prisa. Luego me puse a meditar en la forma de salir de aquella habitación. Sí por azar producía cualquier ruido, me traicionaría a mí mismo haciéndoles saber que su atentado contra mi vida había resultado fallido. En este caso podía estar seguro de que sería asesinado sin consideración de ninguna clase. ¿Habría hecho ya algún ruido…? Escuché atentamente, mirando hacia la puerta.
¡No…! No se oían pasos en el pasillo exterior, ni leves ni pesados. En el cuarto de arriba… silencio absoluto. Además de cerrar con llave y echar el cerrojo a la puerta, había puesto contra ella la pesada cómoda. Retirarla de allí sin hacer ruido —mi sangre se heló en las venas pensando lo que pudiera contener en su interior— era totalmente imposible. Y más imposible todavía —en el supuesto de que pudiera salir de mi habitación— era atravesar toda la casa para tratar de salir de ella, ya que la puerta de la calle estaría cerrada con llave. Exponerse a semejante riesgo hubiera sido una tremenda locura. Sólo me quedaba una salida —la ventana— y me dirigí hacia ella caminando sobre las puntas de los pies.
Mi dormitorio estaba situado en el primer piso, sobre la planta baja, y daba a la calle trasera. Alcé la mano para abrir la ventana, pensando en mi interior que de esa acción dependía la posibilidad de escapar con vida de aquel enredo, porque era lógico que mantuviesen una estrecha vigilancia en una casa dedicada al asesinato. Si por falta de precaución, o por desgracia hacía crujir el marco de la ventana al abrirla, si las bisagras chirriaban, ¡era hombre perdido! Yo creo que la tarea me llevó cinco minutos, por lo menos, si cuento el tiempo, como ordinariamente suele hacerse, por el reloj; pero contado por la zozobra y el desasosiego que pasé, puede calcularse que transcurrieron por lo menos cinco horas antes de que consiguiese abrir aquella ventana que podía ser mi salvación. Y puedo decirlo con orgullo que conseguí hacerlo satisfactoriamente, que no produje el menor ruido. Lo hice como si hubiese sido el más diestro escalador, perito en el deporte de allanar moradas. Cuando estuvo abierta, me asomé a ella y miré hacia la calle. La altura que tenía que salvar era importante, e intentar un salto libre, hasta la calle, no era posible. Miré, pues, a ambos lados de la casa. A la izquierda corría un canalón de desagüe que bajaba hasta el suelo y pasaba muy cerca del borde exterior de la ventana. Para algunos quizá pueda resultar dificultoso el medio de escape que acababa de descubrir: a mí, el hecho de deslizarme por el canalón hasta la calle no me sugirió el menor pensamiento de peligro.
Había ya cabalgado una de mis piernas sobre el antepecho de la ventana, cuando me acordé del pañuelo lleno de dinero que estaba bajo la almohada. Podía haberme permitido el lujo de dejarlo allí, pero había decidido que los villanos de la casa de juego perdiesen su botín lo mismo que iban a perder a su víctima, así que descabalgué la pierna, volví hacia la cama, cogí el pesado pañuelo y me lo até a la espalda con la corbata.
No había hecho más que asegurarlo y colocarlo en su sitio cómodo para el descenso, cuando me pareció oír una respiración en la parte de fuera de la puerta. Un escalofrío volvió a recorrerme la médula pensando que había alguien allí… Pero no…, en el pasillo continuaba el silencio mortal…, sólo se escuchaba la brisa nocturna, que silbaba al pasar a través de las rendijas de la puerta. Un momento después estaba ya fuera de la ventana, y no habría transcurrido un minuto cuando me hallaba fuertemente agarrado a la cañería descendente.
Me deslicé con toda facilidad y silenciosamente hasta la calle —por lo menos me parece que así lo hice— e inmediatamente eché a correr todo lo que me permitieron mis piernas, todavía un poco anquilosadas pero estimuladas por el pánico, en dirección a la Subprefectura de Policía, que sabía que no se hallaba muy lejos de allí. En ella estaban un subprefecto y varios subordinados. Pero cuando empecé a referirles mi historia, atropelladamente, casi sin aliento y en un francés muy malo, pude comprobar que el subprefecto creyó que se trataba de un inglés borracho, al que habían robado aprovechándose de su borrachera. Sin embargo, pronto cambió de opinión y, cuando terminé de contarles todo lo ocurrido, metió todos los papeles que tenía ante sí en uno de los cajones de su mesa, se puso su sombrero, me ofreció otro a mí —puesto que el mío lo había dejado en aquella maldita casa— y ordenó a sus subordinados que se proveyesen de toda clase de herramientas para forzar puertas y ventanas, escalar edificios, registrar y reconocer suelos de ladrillos, y de sus armas correspondientes. Luego se agarró a mi brazo de la manera más amistosa y cordial y salimos de la subprefectura.
Al llegar a la casa de juego, colocó centinelas delante y detrás del edificio, es decir, en las calles por donde yo había entrado y salido pocas horas antes. Luego, yo no sé cuántas manos se precipitaron hacia la puerta para golpearla con los nudillos y, en una ventana, apareció una luz. Se me había indicado que debía ocultarme detrás de ellos, y así lo hice, pero desde el sitio en que me hallaba podía contemplar todo lo que ocurría. Al aparecer la luz en la ventana hubo nuevo clamoreo de puñetazos contra la puerta y una voz estentórea se alzó para decir: "¡Abran, en nombre de la Ley!". Como contestando al terrible requerimiento se escuchó el chirrido de varias cerraduras y cerrojos al abrirse y descorrerse, impulsados por una mano invisible, y el subprefecto, al ver el camino libre, entró en la casa, encarándose con un camarero a medio vestir y terriblemente pálido.
—Deseamos ver a un caballero inglés que ha pasado aquí la noche.
—Se marchó hace ya varias horas.
—Eso no es cierto: fue su amigo el que salió de la casa; él continúa aquí… ¡Condúzcanos a su habitación!
—¡Le juro a usted, monsieur le sous-préfet, que no está aquí! Se…
—Y yo le juro, monsieur le garçon, que sí está…, no encontró la cama confortable… y vino a hacer una reclamación… Está ahí, entre mis hombres, y yo estoy dispuesto a buscar en su cama algunas de esas pulgas de que él se ha quejado ante nosotros. Renaudin —dijo, dirigiéndose a uno de los subordinados y señalando al camarero—, detenga a ese hombre y amárrele las manos a la espalda. Ahora, caballeros, vamos arriba… ¡síganme!
Fueron capturados todos los hombres y mujeres de la casa, el primero de todos el viejo soldado. Yo identifiqué la cama en que había yacido y luego nos dirigimos al cuarto que quedaba sobre el que yo ocupara.
Ningún objeto de apariencia extraordinariamente aparecía por parte alguna. El subprefecto lo miró y registró todo, ordenándonos guardar el mayor silencio, dio dos taconazos contra el suelo, pidió una vela, volvió a mirar con toda atención el sitio en que había golpeado, y ordenó que fuesen levantados los ladrillos del suelo en aquel lugar. Apenas se tardó unos minutos en cumplimentar su orden. Se aproximaron luces y pude ver claramente una enorme cavidad entre el suelo de aquel cuarto y el techo del de abajo, la cual estaba atravesada de arriba abajo por una especie de caja de hierro muy engrasada que contenía en su interior la famosa espiga de madera roscada… Ya sabemos que ésta terminaba, en su parte inferior, en el fingido dosel que había sido mi pesadilla poco tiempo antes… Tornillos y tuercas recientemente lubricados; palancas cubiertas de fieltro; toda la parte superior de una pesada prensa contribuía, con infernal ingenuidad, a poner en contacto las dos piezas del cuarto inferior, volviendo a su primitiva posición lo más pronto posible. Esto fue todo lo que descubrimos en aquella cavidad practicada en el suelo del cuarto en que nos encontrábamos. Con alguna dificultad, el subprefecto consiguió al fin poner en marcha la maquinaria y, dejando allí a sus hombres, bajó conmigo al que había sido mi dormitorio. El falso dosel estaba bajando, efectivamente, pero no con tanta suavidad y lentitud como lo había hecho antes, cuando yo me encontraba solo en el mismo cuarto, ni tampoco tan silenciosamente. Cuando se lo hice observar al subprefecto, su respuesta fue simple, pero significativa: "Mis hombres están manejando el artefacto por primera vez…, los otros tenían más práctica…".
Dejamos la casa custodiada por dos agentes y todos sus inquilinos fueron llevados a la cárcel. El subprefecto, después de haber recogido mi procés-verbal en su despacho, me acompañó al hotel para ver mi pasaporte.
—¿Cree usted —le pregunté al entregárselo— que han logrado asfixiar a otros en esa cama?
—He visto docenas de hombres, cuyos cuerpos yacían sobre las frías mesas de mármol de La Morgue, que llevaban en sus bolsillos cartas dirigidas al juez de guardia en las cuales manifestaban que resolvían suicidarse por haber perdido todo su dinero en la mesa de juego. ¿Cómo puedo saber si todos aquellos desgraciados jugaron en la misma casa en que lo hizo usted? ¿Cómo adivinar si ganaron o perdieron? ¿Cómo descubrir si ocuparon su misma cama, si durmieron en ella, si fueron asfixiados y luego tirados al Sena —donde, generalmente, eran encontrados— con sus cartas explicativas en el bolsillo? Nadie puede decir cuántos —o cuan pocos— han podido escapar al peligro como usted acaba de hacerlo…
El resto de mi historia es bien sencillo. Fui interrogado; la casa de juego, registrada de arriba abajo; los detenidos, también interrogados separadamente, y dos de ellos —los menos culpables— confesaron de plano. Descubrí entonces que el viejo soldado era el dueño de la casa de juego; la Justicia descubrió, a su vez, que había sido expulsado del ejército a tambor batiente por vagabundo y que, desde entonces, había sido autor de toda clase de delitos, desde el robo hasta el asesinato, y que él, el croupier y la mujer que había hecho mi café, eran los que estaban en el secreto de la cama asesina. Hubo algunas dudas sobre si los criados que prestaban allí sus servicios eran o no ignorantes de la existencia del artefacto y se les condenó, en la duda, como simples ladrones y vagabundos. En cuanto al viejo soldado y sus dos compinches, fueron enviados a galeras y la mujer que drogó mi café, condenada a no sé cuántos años de cárcel. Los asiduos de la casa de juego fueron considerados como sospechosos y colocados en situación de vigilancia. Y yo me convertí, de la noche a la mañana, en el ídolo de la sociedad parisiense.
Mi aventura me curó para siempre de volver a tomar como una diversión el rouge et noir. El hecho de ver una mesa cubierta con un paño verde y, sobre ella, paquetes de cartas y montones de dinero, sugería a mi imaginación, por asociación de ideas, la imagen de una cama de columnas con su dosel descendiendo silenciosamente para ahogarme en la oscuridad de la noche callada.