Capítulo XVI

DIFICULTADES

AL verme entrar en el comedor, el comandante acudió a besarme la mano. Me felicitó por mi aspecto, y le di las gracias, añadiendo que me había pasado toda la noche entregada a la lectura del proceso de mi marido.

—No me hable usted de eso —protestó el comandante—. Y ahora, no lo recuerde más, porque está la comida dispuesta y esperándonos.

Cuando nos hubimos sentado, se dedicó a servirme con el mayor esmero, y al mismo tiempo, procuró que no languideciera la conversación.

—El comandante —me dijo Benjamín— te trae noticias de tu suegra, que hoy vendrá a verte.

Me sorprendió aquella noticia, y me volví al comandante, preguntándole:

—¿Acaso la señora Macallan ha sabido de mi marido y viene a hablarme de él?

—En efecto —confirmó el comandante—. También ha sabido su tío; pero ignoro lo que quiere decirle la señora Macallan.

—Me será usted útil de otro modo —indiqué—. Voy a pedirle un favor. ¿Conoce acaso a David Dexter, y querrá presentármelo, en caso afirmativo?

—¿Desea usted conocer a David Dexter? —preguntó el comandante, palideciendo—. ¿He comprendido bien o he bebido demasiado?

—¿Qué tiene de particular mi propósito? —repliqué extrañada.

—Simplemente que ese hombre está loco. Y ahora permítame preguntarle por qué quiere conocerle.

—Deseo consultarle acerca del proceso de mi marido.

—Vamos a ver si lo arreglamos —dijo el comandante luego de breve reflexión—. Dispondremos una comida en mí casa e invitaré a Dexter, porque no quiero que lo vea a solas. También invitaré a una dama, por ejemplo, lady Clarinda. Deseo que la conozca. ¿Le parece bien dentro de ocho días?

Consentí, aunque hubiese preferido una carta de presentación para Dexter.

—No lo olvide. En cuanto llegue a mi domicilio, escribiré a Dexter, invitándole.

Se despedía el comandante, besándome la mano, cuando se abrió la puerta y la tímida criada de Benjamín anunció a la señora Macallan. El comandante se despidió amablemente de ella, y Benjamín salió, acompañándole; de modo que mi suegra y yo nos encontramos a solas. Tomé una silla y me situé a respetuosa distancia del diván donde ella se acomodaba. Sonriendo me invitó a sentarme a su lado, y su aspecto me dio a entender que no había venido a verme como enemiga.

—He recibido una carta de su tío el vicario —comenzó diciendo— y me ruega que venga a verla. Me alegro, porque tal vez no me hubiese atrevido a presentarme. Mi hijo se ha conducido con usted de un modo imperdonable. Su tío me cuenta en su carta el valor con que ha soportado usted el abandono de que fue víctima, y también me comunica sus proyectos. Además, me suplica que haga uso de toda mi influencia para disuadirla de su propósito. Y aun cuando sus proyectos puedan ser quiméricos, admiro su fe inquebrantable en mi desgraciado hijo. Es usted una mujer admirable, Valeria. Eso es lo que he venido a decirle. Y ahora dame un beso, hija, porque mereces ser esposa de un héroe. En cambio, tu marido es el más débil de los hombres.

—Dispénseme, señora; pero no soy de su opinión.

—Es lógico. Una mujer como tú convierte en héroe a su amado. Tu marido, repito, es un hombre débil. ¿Sabes lo que ha hecho ahora? Se ha alistado en las tropas coloniales.

Aquella noticia me causó una gran pena; pero quise conservar la serenidad. La señora Macallan añadió:

—De haberse casado con una tonta, bien pudiera comprender su conducta; pero él se habrá dado buena cuenta de la mujer que eres. Y en tal caso, ¿por qué no te confió el secreto desde el primer día? No te ofendas. Le quiero tanto como tú; pero conozco sus defectos, aunque ello pueda granjearme tu enemistad.

—¿Cómo sería posible eso, querida señora? Sólo me permito afirmar que se engaña acerca de su hijo, quien es un hombre delicado, pero no débil.

—Pasemos, pues, a otro asunto, porque tengo curiosidad de saber si opinamos de igual modo.

—¿De qué se trata, señora?

—No te lo diré, si no me llamas mamá.

Repetí la frase a su gusto, y ella repuso:

—Conozco tu designio de emprender investigaciones para pedir luego la revisión del proceso de Eustaquio. ¿Cuáles son tus intenciones?

En aquel momento me dije que quizá ella habría podido presentarme a David Dexter. Era imposible que no lo conociese, porque fue huésped de su hijo y uno de sus mejores amigos.

—Por lo pronto, deseo hablar con David Dexter —declaré.

—¡Estás loca! —exclamó la señora Macallan, escandalizada.

Pero repetí lo mismo que expuse al comandante Fitz-David, o sea que tal vez la opinión del señor Dexter podría serme muy útil.

—Pues yo tengo motivos —replicó mi suegra— para asegurarte que eso carece de sentido. Ese hombre está loco. No lo creo peligroso ni temo que pueda hacerte ningún mal; pero, sin duda, es la última persona a quien debiera pedir apoyo una mujer joven que se halla en situación tan delicada como la tuya.

—Me sorprende —contesté—, porque su declaración en el proceso fue clara y razonable, propia de una persona sensata.

—Sí; los taquígrafos y los redactores se cuidaron de dar forma presentable a su declaración antes de publicarla; pero te aseguro que fue lo más raro que te puedas imaginar. Créeme si te digo que en el mundo no hay persona menos indicada para darte un consejo sensato. Y por supuesto, no cuentes conmigo para que te lo presente.

—Esto es lo que deseaba —confesé—; pero, en vista de lo que me dice usted, renuncio. Esperaré con paciencia la comida del comandante anunciada para dentro de ocho días. Me ofreció invitar a David Dexter.

—Pues mira, hija, si confías en el comandante, te compadezco. Se deslizará de entre tus manos como si fuese una anguila. ¿Le has rogado que te presentara a Dexter?

—Sí, señora.

—Muy bien. Dexter le desprecia, y no aceptará su invitación. El comandante lo sabe y ha escogido tal remedio para que no puedas ver a ese hombre.

Me disgustó mucho aquella noticia; mas no quise darme por vencida.

—En realidad —observé—, podría escribir al señor Dexter pidiéndole una entrevista.

—¿Para ir sola a su casa, si te la concede?

—Claro.

—Supongo que no hablas en serio.

—Sí.

—Pues no te dejaré ir sola.

—¿Cómo me lo impedirá?

—Acompañándote, por testaruda, pues yo también lo soy cuando quiero. No quiero dejarte que vayas sola a ver a Dexter. Ponte el sombrero.

—¿Ahora? —pregunté.

—Tengo el coche a la puerta, y cuanto antes mejor. Prepárate, y no perdamos tiempo.

No me hice repetir la orden, y diez minutos después estábamos ya en camino hacia la casa de David Dexter.

Tal fue el resultado de la visita de mi suegra.