El Último En Morir
Ellery Quinn
POR enésima vez, Ellery trató de insuflar un poco de vida al mayordomo que paralizaba los progresos de la nueva novela de Queen.
Al cabo de catorce horas de inútiles esfuerzos, Ellery detectó la dificultad: hacía tanto tiempo que no había visto a un mayordomo en carne y hueso, que era como tratar de dar vida a un brontosaurio.
La situación, evidentemente, exigía una investigación; y, mientras tomaba mentalmente nota de que debía empezar a buscar un ejemplar de mayordomo —suponiendo que la raza no se hubiera extinguido—, Ellery se quedó dormido.
Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando el timbre del despertador le obligó a abrirlos de nuevo, gruñendo. Consultó el reloj y vio que eran las ocho y siete minutos y que el despertador estaba desconectado. En consecuencia, lo que había sonado era el timbre de la puerta. Fue a abrir, y se encontró parpadeando ante una muchacha de ojos azules, medidas perfectas y, además, pelirroja.
—¿Mr. Queen? —preguntó una voz con resonancias de campanillas, contemplando el desarreglo personal de Ellery con aire dubitativo—. ¿Molesto?
—Usted no molesta nunca —se apresuró a decir Mr. Queen, invitándola a entrar—. ¿Con quién tengo el placer…?
—Edie Burroughs —dijo la muchacha, ruborizada y complacida—. Y tengo un problema.
—Todos tenemos un problema. El mío concierne a un mayordomo.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó la muchacha—. El mío también. En realidad, concierne a dos mayordomos. ¿Ha oído usted hablar del Club de Mayordomos?
—Un momento, Miss Burroughs, un momento —suplicó Ellery, dejándose caer sobre una silla—. ¿No estaré soñando? ¿Dos mayordomos? ¿Un Club de Mayordomos? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? En una palabra, ¿qué?
La beldad se explicó. Al igual que Afrodita, El Club de Mayordomos había surgido de la dorada espuma de los Veinte. Más rígido incluso que los clubs Union, Century o Metropole, el ingreso había quedado limitado a los treinta mayordomos más nobles, los cuales unieron sus considerables recursos y adquirieron un majestuoso edificio para instalar su sede social, al lado mismo de la Quinta Avenida.
En 1939, la depresión y causas naturales habían reducido los socios a una docena de mayordomos. Pero la tesorería del club, en cambio, había crecido desmesuradamente, ya que los supervivientes —con acceso a los secretos financieros de sus amos multimillonarios— invirtieron sus ahorros en valores de rendimiento seguro, y en 1963 el club era dueño del majestuoso edificio y de 3.000.000 de dólares en acciones.
En la actualidad únicamente sobrevivían dos miembros, retirados desde hacía mucho tiempo del oficio. Ambos tenían más de ochenta años: William Jarvis, que tenía, al parecer, un repulsivo nieto llamado Benzell Jarvis, y Peter Burroughs, el abuelo de Edie. Los dos vivían en el club.
—Ben Jarvis y yo vivimos por nuestra cuenta —añadió Miss Burroughs— y separados, afortunadamente. Pero, de acuerdo con los estatutos, los socios tienen que vivir en el club o renunciar a sus derechos de supervivencia.
—¿Derechos de supervivencia? —Mr. Queen empezaba a disfrutar enormemente—. ¿Quiere usted decir que esa asociación de mayordomos creó una tontina? ¿Ese maravilloso absurdo por el cual todo va a parar al último beneficiario que queda vivo?
—Sí, Mr. Queen.
—Estoy asombrado. Se supone que los mayordomos constituyen el grupo más conservador de la tierra.
—Me parece que no sabe usted mucho acerca de los mayordomos —tintineó Miss Burroughs—. Todos ellos son unos tahúres natos. Y esos dos nonagenarios tienen una sola idea: sobrevivir al otro y convertirse en dueños del tesoro del club. Es una estupidez, e incluso resultaría divertido a no ser…
—¿A no ser…?
—Bueno, en realidad, éste es el motivo de mi presencia aquí. Anoche efectué mi visita semanal al abuelo…
La noche anterior, a las 7. Edie encontró a la pareja de ancianos en el salón de "roble y cuero", entretenidos en una conversación que tenía de todo, menos de cordial.
—Y tú, Jarvis —oyó Edie que gritaba su abuelo—, tienes una mente demasiado suspicaz.
Peter Burroughs era un hombre alto, encorvado por el peso de los años, y en aquel momento vibraba como sacudido por un fuerte viento.
—¿De veras, Burroughs? —cacareó William Jarvis. Jarvis era bajito, calvo y lívido, y su cacareo tenía una evidente nota de sarcasmo—. ¿Vas a negarme que tratas de quitarme de en medio para dejarle la fortuna del club a tu nieta?
—¡Desde luego que voy a negarlo!
—¡Mr. Jarvis! —exclamó Edie, sorprendida y avergonzada—. Nadie está tratando de quitarle a usted de en medio.
—¡El zapato le aprieta en el otro pie! —dijo el anciano Burroughs, poniéndose en pie—. ¡Tú eres el que estás planeando asesinarme, para que el dinero vaya a parar a manos del sinvergüenza de tu nieto!
Y los dos viejos avanzaron el uno hacia el otro, dispuestos a llegar a las manos.
En aquel momento, afortunadamente, llegó Benzell Jarvis en su visita semanal, que siempre parecía coincidir con la de Edie, y se interpuso entre los contendientes. Por una vez, Edie se alegró de verle (el joven Jarvis, que era un ejemplar Dr. Jekyll en compañía, se convertía inmediatamente en un terrible Mr. Hyde cuando pillaba a Edie a solas).
—Mira, Edie —dijo Ben Jarvis, que era tan bajito y tan calvo como su abuelo—, llévate a tu viejo, y yo me llevaré al mío… Vamos a encerrarlos en sus dormitorios… y luego… tú y yo…
—… pero la cosa me preocupó muchísimo —concluyó Edie Jarvis, sin mencionar la llave de judo que tuvo que utilizar para librarse del joven Jarvis—. Cada uno de ellos cree que el otro intenta asesinarle, y pueden llegar a lastimarse imaginando que actúan en defensa propia. Me parece ridículo recurrir a la policía, y, sin embargo… ¿Qué puedo hacer?
—¿No tienen a nadie que cuide de ellos?
—Un criado y una cocinera, pero sólo trabajan por las tardes y duermen fuera. Por la noche se quedan solos en el club.
—Entonces —dijo Ellery en tono grave— lo que hace falta en este caso es una intervención oficiosa de la autoridad. Mi padre es inspector de policía, Miss Burroughs, y podemos confiar en su discreción y en su eficiencia. Discúlpeme un momento, mientras le llamo por teléfono…
Más tarde. Al inspector Queen no pareció complacerle de un modo especial el encarguito de su hijo. Mantenía el ceño fruncido mientras esperaban en compañía de Edie Burroughs en la acera delante del Club de Mayordomos a que llegara Ben Jarvis (el inspector había insistido en telefonearle para que se uniera a ellos); lo frunció todavía más al reconocer en Jarvis a aquel joven, con una evidente resaca, que se apeaba de un taxi; y cuando subían los peldaños de piedra parda de la entrada del Club, le susurró a Ellery:
—¿A quién diablos se le ha ocurrido esta brillante idea?
Pero pulsó el timbre. Y otra vez. Y otra vez, y otra vez.
—¿Son tan sordos como testarudos? —gruñó el inspector.
—Es un timbre muy ruidoso —dijo Edie Burroughs nerviosamente—. ¡Oh! ¿Cree usted…?
—Permítame —dijo Ellery, sacando un extraño aparato de su bolsillo. Lo aplicó a la cerradura y la puerta se abrió. Penetraron en un inmenso vestíbulo de techo alto, lleno de candelabros de bronce y de retratos al óleo de —increíblemente— mayordomos.
Casi inmediatamente empezó a sonar un timbre.
—Ese timbre es el del despertador del abuelo —exclamó Edie—. Suena en su dormitorio. ¿Por qué no lo para?
Saltó como Artemisa hacia el fondo del vestíbulo, explicando en pleno vuelo que el anciano Peter Burroughs dormía en la planta baja porque no podía subir escaleras. Pero en el umbral de la puerta del dormitorio del anciano mayordomo, la muchacha se detuvo, como si de repente se le hubieran plegado las alas; los Queen, que la habían seguido hasta allí, penetraron en el dormitorio en el instante en que el despertador colocado sobre la mesilla de noche interrumpía su estridente chirrido y quedaba tan muerto como su dueño.
Peter Burroughs, completamente vestido, estaba caído a través de la cama. En sus hundidas mejillas veíanse varios arañazos, pero ninguna otra señal de violencia.
—Por el estado del cadáver, creo que murió anoche —dijo el inspector Queen al cabo de un rato—. ¿Tenía esos arañazos en el rostro cuando se marcharon ustedes?
—No —dijo Ben Jarvis con aire ausente, abrazando a Edie—. Mala suerte, querida. Te acompaño en el sentimiento.
—Gracias, Ben —dijo Edie—, pero las manos quietas, por favor.
—Creo, Jarvis —dijo Ellery, mirando fríamente a Ben—, que será mejor que le echemos un vistazo a su abuelo también. ¿Dónde está su dormitorio? ¿Arriba? No, Miss Burroughs, es preferible que nos espere aquí.
Encontraron al viejo William Jarvis caído en el suelo de su dormitorio, completamente vestido; y sus mejillas mostraban varios arañazos; y estaba tan muerto como su compañero.
El joven Jarvis preguntó:
—¿Cuándo murió mi abuelo?
Y el inspector se incorporó y dijo:
—Anoche, también.
—A las 7,46 —asintió Ellery, señalando el reloj eléctrico colgado en la pared, al lado de la cama. Al caer, el anciano había desconectado el enchufe, deteniendo el reloj.
—¿A qué hora se marcharon de aquí usted y Miss Burroughs, anoche, Jarvis?
—Un poco antes de las siete y media.
Encontraron a Edie sentada en una butaca del vestíbulo, llorando silenciosamente. La muchacha levantó la mirada y dijo:
—¡Dios mío! ¿Qué ha sucedido?
—Yo diría que esperaron hasta que ustedes dos se marcharon —dijo el inspector Queen—, y entonces volvieron a enzarzarse. No se produjeron más daño que unos arañaos; pero el esfuerzo y la excitación fueron demasiado para ellos. Consiguieron llegar a sus dormitorios, agotados, y una vez allí sufrieron un colapso y murieron. Estoy convencido dr que la autopsia revelará un síncope cardíaco en los dos casos.
—Vamos, vamos —Ellery estaba secando con su pañuelo los inundados ojos azules—. Eran muy ancianos, Edie…
—Esto pone fin al Club de los Mayordomos —dijo Benzell Jarvis—. Ya era hora. Lo que me gustaría saber es cuál de los dos murió primero. O, mejor dicho, el último.
—La autopsia no puede determinar con exactitud el momento de la muerte —dijo el inspector, mirando al joven como si se tratara de un bicho raro—, aunque yo estoy convencido de que la muerte ocurrió casi al mismo tiempo. Bueno, Ellery, aquí tienes un interesante problema.
—¿Cómo? —dijo Ellery—. ¡Oh, sí, papá! Un problema muy interesante.
—Un problema que hay que resolver —gruñó Jarvis—. Si el viejo Burroughs murió primero, mi abuelo heredó la tontina, que pasará a mis manos. Si sucedió al revés, la dueña será Edie. ¡Tiene que existir algún medio para saber quién sobrevivió al otro, aunque sólo fueran diez segundos!
—¡Oh! —dijo Ellery—. Existe, Jarvis, existe.