Crimen Con Retorno

M. A. Guerendain

L doctor Vidal llevaba muchísimos años odiando a su colega Brunet, tantos que casi se perdían en su memoria; recordaba solamente que le había odiado desde siempre. La cosa empezó en la Universidad. Brunet no era más estudioso que él, ni más inteligente, ni brillante, pero era más… simpático tal vez. Sí, eso era, más simpático; tenía muchísima labia y sin darse apenas cuenta camelaba a los profesores y a los compañeros. Todos le conocían y le saludaban alegremente por su nombre. A él también le conocían, claro, pero en forma distinta; el saludo resultaba siempre más apagado, mucho menos expresivo; era seguro que muchos incluso desconocían su nombre; ¿cuántos hubieran podido decir: ¡adiós, Vidal!? En cambio todos decían siempre: ¡adiós, Brunet, chico!

Ya sabía que era una estupidez, pero los cariños y los rencores se forman de cosas de ésas, y tenía narices sentirse oscurecido en cosa tan tonta por su compañero, sólo porque éste, sin proponérselo siquiera, fuera más simpático. ¿Pues y en los exámenes? Brunet siempre sacaba mejores notas, a pesar de ir él mucho mejor preparado. En épocas de exámenes, se pasaba las noches en vela, preparándose a conciencia, no ya para aprobar, sino para empatar a su amigo; ése era el verdadero objetivo de sus desvelos: llegar a hacer un examen más brillante que su camarada por lo menos una vez y no lo conseguía. Iba mucho mejor preparado, sí, y a los dos les constaba, pues muchas veces había tenido que echar un capote al amigo, pero Brunet sabía darle a sus cosas ese toque, ese "algo" inaprehensible y al final era siempre el mejor.

Su amistad no se sentía afectada por ello aparentemente. Era sólo un poso que iba sedimentando en su alma; Brunet jamás llegó a saberlo y de haberlo sospechado hubiera sido el primer sorprendido.

Vidal sentía una atracción extraordinaria, apasionada, pm la radiología y eligió esa especialidad. Cuando Brunet la eligió también ni siquiera le sorprendió: empezaba ya a aceptarlo fatalmente como se aceptan las calamidades. En el fondo, se dijo, el culpable era él, le había contagiado sin querer parte de su entusiasmo. Bueno, pues todo el mundo supuso que había sido al revés. Brunet, sin proponérselo, sin darse cuenta siquiera —y eso era tal vez lo peor—, consiguió dar la sensación de que era él el que arrastraba a Vidal en su afición.

Aquélla fue una gota más.

¿Cuántas hubo luego? Más valía no contarlas.

De pronto pareció que llegaba el desquite. Vidal iba a casarse. Conoció a su novia y mantuvo sus relaciones en secreto casi; no ante el resto del mundo, sino ante Brunet, que era el que importaba. Lo hizo así para vencerle, para ganarle la mano una vez y casarse antes que él.

¡Qué tontería!, ¿no es cierto? Y qué poca gracia le hubiera hecho a la novia de saberlo. Y sin embargo la amaba sinceramente; una cosa no tenía que ver con la otra; pero el quid de la cuestión, lo que ocupaba más espacio en la mente e intención del joven doctor era solamente ganar a Brunet en algo, al fin.

Y un día su amigo llegó a verle más eufórico que nunca, rebosándole la alegría en la cara normalmente alegre y le dio en el hombro un par de palmadas capaces de derribar a un cargador.

—¡Chico, la vida es morrocotuda, palabra! Tengo una noticia bomba: me caso.

—¿Qué has dicho? —se tambaleó Vidal.

—¡Qué me caso, qué diantre, bastante claro está!

Hubo una pausa violenta. Brunet la rompió asombrado:

—¿Qué te pasa, chaval? ¿No me felicitas?

Vidal sonrió con amargura.

—Claro; felicidades. ¿Sabes? Yo también voy a casarme.

—¡Hombre, y lo dices así, con esa cara! Eres un poco cataplasma, la verdad, pobre chica. ¿Y cómo lo tenías tan callado?

—No creí que te importara.

—¡Ahí va! ¿Será pelma, el tío? Mi mejor amigo y no iba a importarme. Pues lo que has hecho conmigo es una cochinada, mira. Nosotros nos decidimos ayer y te lo cuento ahora. ¡Es lo natural, qué diablo!

—Oye —añadió después de una pausa—. ¿Qué te parece si nos casáramos los dos el mismo día?

—¡No!

Fue un grito salvaje de rabia, pero Brunet ni lo notó; se echó a reír, derrochando euforia.

—Tienes razón, nada de casarse el mismo día. Podía equivocarse el cura y si te casa con mi novia tengo que romperte la cara y tú eres más fuerte. Te diré lo que vamos a hacer, y a esto no puedes negarte: yo seré tu padrino de boda y tú el de la mía.

El padre de la novia de Vidal se murió y hubo que aplazar la boda y Brunet se casó antes, claro. A su boda asistió ya casado y fue el padrino, naturalmente, y derrochó amabilidad y afecto; se emocionó y le dio golpes en la espalda a todo el mundo, investido de su nueva experiencia. En fin, no le amargó el día porque no era posible, pero nunca jamás había sentido un odio tan profundo.

Lo peor fue que las mujeres simpatizaron enseguida, fueron pronto muy amigas y se hicieron inseparables. Mary, la mujer de Brunet, tuvo tres niñas a lo largo de los años; su mujer tuvo un hijo y ése fue el único tanto que se pudo marcar. Le resultaba horrible pensar así, hacer entrar a los hijos en aquel juego infernal. Además a él personalmente le encantaban las niñas y Brunet adoraba a sus hijas con la alegría exuberante con que amaba a la vida y a cuanto le rodeaba. Pero el hombre desde siempre sueña con el hijo que continuará su obra en el mundo y en ese aspecto, sólo en ése, él, Vidal, había al fin vencido.

Fue un éxito exiguo. Brunet fue nombrado director de la mayor y más importante clínica radiológica del país e inmediatamente quiso llevárselo a él consigo, como ayudante inmediato. Aceptó, naturalmente, no tenía más remedio; era un gran paso en su carrera y en modo alguno podía desdeñarlo, pero era un duro trago que trajo consigo muchas más amarguras, día a día. El doctor Vidal era un médico mucho más capaz y lo sabía, pero Brunet era la cabeza visible del equipo y se llevaba todos los honores con tan ingenua y magnífica naturalidad que hubiera enervado incluso a quien no se hallara ya resentido desde antiguo. ¡Es tan fácil dejarse lisonjear por los resultados, aunque el trabajo efectivo fuera de los demás! Naturalmente, la gente habla de los éxitos que comenta la prensa. El cáncer de un maharajá de los que se pasean de incógnito por Europa, con sus Cadillac y sus mujeres, es mucho más espectacular que el de X o Z a quienes nadie conoce y llegan a la clínica a pie; y siempre era Brunet, claro, el que cuidaba a los maharajás.

¡Año tras año de pequeñas frustraciones, de ir acumulando cargos absurdos contra el amigo, de alimentar con esta o aquella insignificancia un odio nacido de ellas y hecho inmensamente poderoso con la suma de todas!

Y de pronto un día se dio cuenta de que hasta entonces ni siquiera había empezado a aprender a odiar, en comparación con el sentimiento que experimentaba entonces. Fue cuando observó que su propio hijo, médico ya también y trabajando con ellos, sentía una enorme admiración por el jefe de la clínica. ¡Sí, maldita fuera, el muchacho reverenciaba a Brunet como a una especie de dios de la radiología! Bebía sus palabras, se fijaba en la menor de sus acciones, ansioso de aprender, y, por si fuera poco, luego, en su casa, se hacía lenguas de la ciencia, los éxitos y la simpatía de Brunet.

Aquél fue el golpe de gracia. Al sordo rencor sustituyó de pronto una helada decisión: Brunet tenía que morir.

Un día, el jefe irrumpió en su despacho, se sentó en el borde de la mesa como cuando eran jóvenes y le espetó sin más:

—Oye, he pensado que deberíamos mandar al chico al extranjero para que se perfeccione…

Le llamaba siempre así: el chico, sin especificar mío o tuyo, como para hacerlo un poco suyo; eso fue lo único que observó Vidal mientras el otro seguía hablando:

—… Vale un horror el muchacho, y con ese empujoncito que le diéramos… Si hubiera alguna dificultad, yo…

Le interrumpió fríamente:

Permíteme que sea yo quien se ocupe. Creo que el porvenir de mi hijo es cosa de mi incumbencia, ¿no?

—¡Claro! Vaya una manera de hablar que tienes, tan campanuda, pareces un profesor viejo. Yo sólo decía…

El doctor Vidal salió del despacho violentamente. No cabía duda, Brunet iba a morir, era un hecho.

Pero ¿cómo? Dio vueltas a la pregunta en su imaginación durante días, hasta que el administrador de la clínica se presentó a verle en su casa una tarde. A Vidal le sorprendió. ¿Por qué no iba a verle a su despacho de la clínica como hacía cada vez que necesitaba hablarle o surgía una dificultad? El propio administrador se lo aclaró:

—Perdone usted, doctor; he venido a molestarle en su casa para que no se enterara el doctor Brunet. ¡Como se trata de una sorpresa! Como recordará usted, el doctor Brunet va a celebrar sus bodas de plata con la clínica y hemos pensado que sería un detalle delicado hacerle un obsequio en nombre de todo el personal con tal motivo. Hemos pensado también que usted, su más íntimo y mejor amigo y colaborador, era el más indicado para entregarle el obsequio y decir unas palabras. ¿Tendría usted inconveniente?

Extrajo un estuche del bolsillo y lo abrió. Brillaba en el interior un reloj de oro.

—Lo hemos comprado entre todos —siguió diciendo—. Esperamos que al doctor le gustará y que usted tendrá la amabilidad de entregárselo.

El doctor Vidal aseguró que era precioso, que él estaría encantado de hablar y que quedaba agradecido por la distinción y despidió a su visitante lo más rápidamente posible. Se quedó a solas con el reloj. ¡Por cierto que era original el regalo! Y él diría unas palabras, ¿cómo no? Diría lo estupendo que era Brunet y lo que se querían ¡Y también, incidentalmente, podía decirles que él, Vidal, llevaba asimismo veinticinco años en la clínica, aunque los suyos no se notaran! Cogió el reloj y lo sacó del estuche; era magnífico y la caja de oro parecía muy sólida.

Entonces fue cuando se le quebró el hilo del pensamiento y brotó en su mente, como un timbrazo, la idea: abrió la tapa del reloj; fue a su laboratorio y, de una cajita de plomo, cuidadosamente guardada en un armarito de cristal cerrado con llave, extrajo una aguja diminuta, de color plateado sucio. Nadie sabía ni había sabido nunca cuántas agujas de radium, como aquélla, poseía y la falta de una jamás se podría notar, Introdujo la aguja en la caja del reloj, lo cerró y suspiró con satisfacción; ya está, el crimen ya estaba cometido, acababa de consumarse; el resto: la muerte final, indefectible, era sólo cuestión de tiempo, puro detalle; dependía de la resistencia del doctor en gran parte, pero nada podría hacer y a él no le quedaba más que esperar. En unos días, en unas semanas, el doctor Brunet moriría a consecuencia de las quemaduras producidas por el radium, al que tenía que manejar a diario en el cumplimiento de su deber: ¡un mártir más de la Ciencia! Le harían unas honras fúnebres impresionantes, claro está: ¡el héroe!, y detrás de todo ello estaría él. Pronunciaría su panegírico. ¡Ah, se sentía capaz de decir cosas grandes y qué a gusto lo haría! Y luego solo, al fin. Habría consumado su venganza y de paso heredaría la dirección de la clínica, cosa que le interesaba mucho y podría enviar a su hijo al extranjero sin tener que recurrir a nadie. Todo iban a ser ventajas en adelante.

Todos en la clínica estuvieron de acuerdo en que la ceremonia de entrega del reloj había sido emocionante en grado sumo. El doctor Brunet, por una vez, no halló palabras; se limitó a recoger el obsequio temblando y fue el propio doctor Vidal quien se lo colocó en la muñeca; los dos se dieron un abrazo que sobrecogió de ternura a los asistentes.

Pasó el tiempo y un día el doctor Brunet entró en el despacho de su amigo con aire preocupado. Tendió un brazo y dijo:

—Mira, Vidal; fíjate en estas manchas violáceas, ¿qué te parece?

Aunque lo esperaba, la evidencia le hirió como un puñetazo; estuvo un rato sin poder hablar y cuando lo hizo le temblaba la voz:

—Parece una urticaria fuerte. ¿Has comido algo en malas condiciones?

—¿Por qué eres tan idiota?

La cara del doctor Vidal era una máscara lívida.

—¿Qué quieres decir?

—¿Crees que me chupo el dedo? Sé perfectamente lo que pasa, tan bien como tú, y si no, mírate al espejo y verás lo pálido que te has puesto. ¡Si hasta tartamudeas! Porque sabes de sobra que son quemaduras de radium y que estoy listo.

—No hay que desesperar tan pronto. Si lo dejas todo y sigues un tratamiento tal vez…

—¡Tonterías! Estoy listo. Me sorprende porque siempre he tenido cuidado o por lo menos así lo creía, pero por lo visto no. ¡Bueno, no soy el primero, aunque maldito lo que me consuela! Parece mentira: años rodeados de todos estos chismes mortales, ¿te das cuenta?, mortales, porque, analizándolo bien, sólo curan matando algo. Llega uno a acostumbrarse y a no pensar en su poder y de pronto ellos se lo recuerdan a uno así —alargó de nuevo el brazo— y entonces no hay remedio…

—Si te sometes a tratamiento…

—Te agradezco que me tomes por un doctrino, pero es inútil. ¿Cuánto tiempo lo llevo incubando? Tengo manchitas en todo el cuerpo, ¿sabes?, y todas ellas actuarán y actuarán hasta el fin y eso es todo.

—Si puedo hacer algo por ti…

—Gracias, pero no puedes. ¡Bueno, al diablo; ya sabía a lo que me exponía al empezar! No sé cuándo empecé a ser un imbécil, pero ahora ni siquiera importa.

—Quizás amputando el brazo…

—¿Y me amputo también el resto? No. No estás diciendo más que tonterías, porque sabes que no se puede decir otra cosa. La única verdad fetén, aquí entre los dos, es que estoy listo.

Se fue de la habitación sonriéndole y eso fue todo. No volvieron a hablar más de ello.

El entierro del doctor Brunet fue cosa digna de verse. El panegírico de su más fiel amigo alcanzó alturas líricas, como estaba previsto, y unos días después todos empezaron a olvidar y las cosas volvieron a su cauce. Vidal fue nombrado director de la clínica y un mes después del nombramiento se hallaba en la estación del ferrocarril, despidiendo desde el andén a su hijo, que iba por fin a estudiar al extranjero. El hijo estaba acodado en la ventanilla. Unos momentos antes de partir el tren, una señora se asomó también a despedir a alguien, y el muchacho, al cederle el sitio amablemente, tuvo que encogerse y sólo pudo agitar el brazo izquierdo. Algo brillaba en su muñeca; el corazón del padre dio un brinco.

—¿Qué llevas ahí?

—¡Ah! Es el reloj del doctor Brunet, el que le regalasteis cuando las bodas de plata en la clínica. Me lo ha dado su mujer porque sabe cuánto le admiraba y lo que le quería. Es estupendo, ¿verdad?

Durante unos segundos el mundo no fue más que un caos negro. Cuando reaccionó ya no había tiempo: el tren había arrancado y se alejaba; sólo pudo correr detrás, gritando:

—¡Espera, hijo, espera!

—¡Adiós, adiós, papá!

La mano le despedía agitándose; en cada vaivén, el oro de la pulsera refulgía.

Todos los viajeros se sintieron conmovidos de compasión hacia el pobre viejo que se derrumbaba materialmente por la partida de su hijo.