Capítulo XVII

LA PRIMERA IMPRESIÓN

SE ponía ya el sol cuando nos apeábamos del coche, lejos del centro de la ciudad.

Seguimos un sendero áspero y pedregoso, rodeado de matas. Al frente vi una casa larga y baja, rodeada de una empalizada negra, detrás de la cual se alzaban unos árboles. Allí estaba el palacio del príncipe Dexter.

Tiramos del cordón de la campanilla, o mejor dicho, de una campana enorme, más propia de una iglesia que de una casa particular. Pocos instantes después, oímos pasos y mi suegra me avisó que sería la prima del señor Dexter, poniéndome también en guardia para que no me figurase que era un hombre a causa de la voz.

En efecto; era ruda y profunda. Se informó de nuestros nombres, en tono desconfiado, y cuando se los hubimos dado, abrió la puerta y nos dejó pasar, al mismo tiempo que emitía un gruñido.

Una vez dentro de la casa, aquella mujer áspera y malhumorada nos hizo atravesar algunas habitaciones, y por fin penetramos en una donde apenas había luz.

Allí estaba David Dexter, sentado en su sillón de ruedas y ante una mesa-escritorio. Al oír el ruido de nuestros pasos, volvió la cabeza, y por lo visto, nos reconoció, pues nos dirigió un saludo cortés y afable a un tiempo. Volviéndose luego a mi suegra, le rogó:

—Haga el favor de presentarme a la segunda esposa de Eustaquio. Le debo mis excusas.

Mi compañera, en voz baja, me preguntó si tenía miedo, y le contesté en sentido negativo.

—No pasen cuidado alguno —dijo Dexter, quien, sin duda, estaba dotado de finísimo oído—. Acérquense a la chimenea y tomen asiento. Bien sé que gozo fama de estar loco. No puedo negar que a veces me excito demasiado, y que mi imaginación me obliga a hacer cosas que parecen raras.

La habitación sólo estaba alumbrada por el resplandor del hogar y una lámpara muy pequeñita que había sobre la mesa.

—Señora Macallan —dijo Dexter—, ¿cómo se llama la segunda esposa de su hijo?

—Valeria.

—Es un nombre romano que me gusta. Y ahora, si usted me lo permite —añadió, volviéndose a mí—, la llamaré señora Valeria.

Me apresuré a manifestarle que no tenía ningún inconveniente.

—Ahora, Valeria —repuso mi suegra—, el señor Dexter está esperando que le des a conocer el motivo de tu visita.

En efecto; el aludido me dirigía una mirada atenta, en la cual advertí una expresión interrogativa.

—Supongo —dedujo de pronto— que no le infundo ningún temor, ¿verdad?

—No, señor Dexter.

—El rostro es mucho más hermoso —murmuró él, hablando consigo mismo—. Pero no: me engaño. Hay, sin embargo, una cosa… ¿Cuál será el parecido que despierta su recuerdo en mi memoria? ¿Tal vez la inclinación de la cabeza? ¡Pobre mártir! ¡Qué vida y qué muerte!

Quizás en aquel momento me comparase con la víctima del veneno, con la primera esposa de mi marido. Cualquiera hubiese podido creer que la había amado y la lloraba muerta. Aguardé a que hablara otra vez de aquella pobre mujer, pero continuó guardando silencio. Al cabo, cuando ya la tensión entre los tres resultaba excesiva, suspiró:

—¡Oh, aquella casa de Gleninch! ¿Será posible que no consiga olvidarla? Dígame —agregó, encarándose con mi suegra—, ¿no advierte usted una gran semejanza entre esta señora y la primera esposa de Eustaquio? No en el rostro, dado está, sino en la figura.

—Se equivoca usted —replicó la señora Macallan—. No puedo descubrir el menor parecido.

—Le ruego —dije— que no se recate para hablar en mi presencia, señor Dexter, pues ya sé que mi marido tuvo otra mujer, y también me he enterado de su desdichada muerte. He podido leer el proceso.

—En ese caso —concluyó él—, ha leído usted la muerte y la vida de una mártir. Nadie la estimó en lo que valía. Nadie, aparte de mí, que la conocía muy bien.

Con toda evidencia, mi suegra estaba allí a disgusto y persuadida de que no pondríamos nada en claro, porque se volvió a mí, diciéndome:

—Cuando quieras, Valeria, nos marcharemos. Llevamos mucho tiempo aquí y no es humano hacer aguardar, con este Trío, al cochero y a los pobres caballos.

Pero yo no quería marcharme, en mi deseo de adquirir más noticias. Y dirigiéndome a Dexter, le recordé:

—En su declaración dio a entender cuánto apreciaba a aquella pobre señora. Y creo que también tenía usted una teoría acerca del misterio de su muerte.

—¿Cómo lo sabe? —inquirió él, receloso.

—Así se desprende de la lectura del proceso. Recuerdo que el procurador general le interrogó a usted usando casi las mismas palabras que acabo de pronunciar.

—Perdóneme, porque no había comprendido bien —indicó—. Es cierto que tengo mis ideas particulares acerca de aquella pobre víctima. Y supongo que usted también habrá imaginado alguna teoría sobre su muerte.

—Sí, señor.

—¿Y lo ha comunicado usted a alguien?

—Hasta ahora, no —contesté.

—Es raro. ¿Qué interés puede usted sentir por una mujer ya muerta, a quien no conoció? ¿Por qué ha venido usted a mi encuentro? ¿Qué desea conocer: los detalles de su vida o de su muerte?

—Los de su muerte.

—Lo siento mucho; pero hoy no podría hablar de este asunto. Con gusto oiría lo que tenga usted que decirme, pero me faltan fuerzas para eso. Quizá me permita rogarle que venga a verme mañana por la mañana.

La señora Macallan, al oír aquellas palabras, se puso de pie para dar por terminada la entrevista, y se despidió.

—Buenas noches, Dexter.

Nos tendió él distraídamente la mano, y acaso ensimismado en sus ideas, no se dio cuenta de nuestra marcha Salimos casi de puntillas, y pocos instantes después, subíamos de nuevo al coche.