Capítulo XXV

REGRESO

BENJAMÍN se indignó al conocer mi deseo de volver a visitar a Dexter. Quiso hacerme desistir, y viendo que no lo conseguía, se brindó a acompañarme al día siguiente.

Por la mañana recibí una carta de Playmore, quien me advertía por última vez.

"Prepárese a encontrar a Dexter muy cambiado. Así me lo avisa un amigo mío, que le ha visto. Usted verá si conviene o no hacerle hablar de la muerta. Por otra parte, es el último punto en el cual se basa nuestra esperanza de que se haga traición a sí mismo.

"Pregunte al señor Benjamín si estaba bastante cerca de la puerta de la biblioteca para oír lo que Dexter le refirió, a propósito de su entrada en el dormitorio de la señora Macallan la noche de su muerte."

Di la carta a Benjamín para que la leyese, y me replicó:

—No tengo costumbre de escuchar detrás de las puertas; pero como Dexter hablaba a gritos, pude oírle, y me pareció un imprudente.

—Pues bien —le dije—: hoy va usted a hacerme un favor. Se sentará detrás de Dexter para que él no pueda verle, y de modo que usted, en cambio, me vea constantemente. No bien le haga yo una seña, empezará a tomar nota de todo lo que Dexter hable. Cuando ya no haya necesidad de continuar escribiendo le haré otra seña.

Benjamín se manifestó dispuesto a obedecerme, y acto seguido emprendimos el camino hacia la casa de aquel hombre.

Atravesamos las habitaciones que ya conocía, y en el primer piso encontramos a Dexter, por lo visto, muy excitado. Ante Benjamín hizo un movimiento de extrañeza; pero no tardó en reconocerle.

—No tenga usted ningún cuidado —le previno—, porque me conduciré como es debido. Y usted, señora, déme la mano en señal de perdón para besarla respetuosamente.

Así lo hizo, y lanzó un suspiro, mientras yo tomaba asiento. Benjamín se situó a espaldas de Dexter para no perderle de vista.

Confieso que el aspecto del dueño de la casa me inspiró compasión. Él lo notó, y me dijo:

—Muchas gracias. Veo que se compadece de mí. Y le agradezco mucho que haya venido. ¿Sigue usted tan enamorada de su esposo?

—Cada vez más.

—¿Y por qué no corre a su lado?

—Porque antes deseo aclarar el misterio de Gleninch —respondí—. Y espero que usted quiera ayudarme.

—¿Cómo? No puedo alterar los hechos. Sin embargo, lo intentaré. Ya le dije que la ausencia de la señora Beauly podía ser un ardid para desviar las sospechas. También Le dije que el veneno podría haberle sido propinado por la camarera. ¿No lo cree usted así?

—No. La camarera no podía tener ningún motivo de enemistad con la señora Macallan.

—Nadie lo tenía —protestó con vehemencia—. Era un dechado de bondad y dulzura que jamás ofendió a nadie.

Hizo una pausa y, levantando la cabeza, que había inclinado, se reanimó su rostro para añadir:

—Sé relatar muy bien sucesos dramáticos, y tengo una fantasía inagotable. Con su permiso voy a referirle una historia que tal vez le interesará: la historia de una señora y su doncella.

Me callé, sin saber ni adivinar lo que iba a decirme, aunque temiendo que quisiera desviar mis ideas. Pero Dexter empezó a hablar, imaginando un diálogo entre la señora y la doncella, en el cual la primera quería convencer a la segunda de que envenenara a una mujer noble y bondadosa que se había convertido en un obstáculo para su felicidad. Como la doncella no se dejara convencer, la señora le mostró una carta que la comprometía gravemente y que se podría utilizar en perjuicio suyo. Al cabo, aquella pobre mujer cedió, aunque dijo: "Señora, la puerta está cerrada, y la enfermera se ha llevado la llave…"

Al pronunciar la última palabra, Dexter se interrumpió, se llevó la mano a la frente y se cubrió los ojos. Luego, ya repuesto, inquirió:

—¿Dónde estábamos?

—Cuando la doncella dice a la señora que la puerta está cerrada, y que la enfermera se ha llevado la llave.

—¡No! —contestó Dexter—. Se equivoca usted. No dije la llave, sino otra cosa que he olvidado.

Me abstuve de contradecirle, y él, tras de concentrar sus ideas, repuso:

—Lucía —porque tal era el nombre que había dado a la criada— cayó de rodillas, echándose a llorar, y dijo a su señora… ¿Qué nombre le he dado?

—Rosamunda.

—¡Bah, no hay necesidad de nombres! Bastará decir la señora y la doncella. ¿Qué pudo decir la última a la primera? ¡Ah, sí! Que el veneno estaba en el cofrecillo… y el medicamento en la mesita de noche… La enfermera dormía… ¿Y la carta? ¡Oh, aquella carta horrible!

¿De qué carta querría hablar?

—La doncella…, no, la señora, dijo a la doncella: "No es menester enseñarle la carta: hay que dejarla sufrir". Y la camarera dijo: "Aléjese usted de esa mesa, el «Diario» está ahí dentro. Número 9, Calderhaws. Pregunte a Dandie; pero no lo tendrá. ¿Quiere que le diga un secreto al oído? Ese «Diario» será la causa de su muerte. ¿Cómo se atreve usted a tocar mi sillón? Mi sillón y yo somos una sola cosa. ¿Cómo se atreve a ponerme la mano encima?"

Estas últimas palabras fueron una revelación para mí. Eran las mismas que pronunció Dexter y repitió el ayudante del juez en su declaración. Dexter las pronunció cuando quería impedir el registro de los funcionarios, quienes le sacaron de la estancia. No cabía duda de que el misterio de Gleninch obsesionaba su mente, y los últimos chispazos de luz de su inteligencia se concentraban en aquello.

—Luego, la señora dijo a la doncella —continuó Dexter—: "¿Y la carta? Conviene quemarla enseguida. En la chimenea no hay fuego, no hay fósforos, y la casa está desierta. Rompámosla en mil pedazos y los arrojaremos al cesto. Ella se ha marchado para siempre. Sí; para siempre".

Se interrumpió de pronto y se echó a reír.

—Es muy divertido. ¿Por qué no se ríen ustedes? Yo, que la amaba, la maté. Sí; la maté. Puse el veneno en el medicamento para vengarme y alejarla de él. Pero su marido no ha de ser condenado. No quiero que su sombra venga también a turbar mi tranquilidad y mi alegría.

Tornó a reír a carcajadas tan violentas, que casi perdió el aliento. Aquel hombre estaba loco de remate.

Aunque asustada a más no poder, quise acudir en su socorro; pero Benjamín fue más rápido que yo, y sujetándome los dos brazos, exclamó:

—¿Estás ciega? Mira hacia atrás.

Dexter se estaba agitando en el suelo, víctima de una convulsión. Mientras nos dirigíamos a la puerta de la casa, Benjamín me preguntó, jadeando:

—¿Qué haré de las notas que he tomado?

—Démelas.

—¿Y qué vas a hacer con ellas?

—Lo ignoro. Se lo preguntaré al abogado Playmore.

Efectivamente, aquel mismo día escribía al abogado, dándole cuenta de lo ocurrido, y también le pedí ayuda y consejo. Incluí en la carta una copia de las notas de Benjamín. Aquella noche apenas pude dormir. Y leí muchas veces las últimas palabras que había pronunciado Dexter. ¿Hasta qué punto podrían serme útiles?

A la mañana siguiente tuve noticias de Dexter. Le había visitado un médico y declaró que estaba loco perdido y como aletargado. Comía y bebía con una avidez animal. La misma mañana recibí este telegrama del abogado Playmore:

 

"Hoy tarde salgo para Londres. Mañana por la mañana iré a comer a su casa."

 

Como anunciaba, al día siguiente se presentó a la hora de comer, y sus primeras palabras me llenaron de sorpresa y alegría.

—No le digo que ya no exista obstáculo alguno; pero no habría venido si las notas de Benjamín no me produjeran profunda impresión. Por primera vez le diré que tiene probabilidades de éxito. Este miserable, cuando su inteligencia empezaba a oscurecerse, hizo algo que no habría llevado a cabo en posesión de su cordura y su astucia. Nos ha permitido entrever la verdad. La memoria es la última facultad que sobrevivió en él y respondió al esfuerzo que hacía para referir su historia. Con toda seguridad habló, sin darse cuenta de lo que decía, cuando al final de su relato se le escapó la alusión al veneno y a la carta, y por último, confesó. Esa carta debía de tener estrecha relación con el misterio, y en ella debía de intervenir la señora Macallan, porque, de lo contrario, Dexter no habría pronunciado su nombre al hablar de la carta rota, ni tampoco se habría trastornado a tal punto. Volvamos a leer las notas de Benjamín. En la época en que se celebraba el proceso, su marido me encargó despedir a todos los criados, pues no deseaba verse frente a ninguno de ellos, después de acusársele de asesino. Sólo quedaron los dos guardianes, marido y mujer, que tenían una hija. En cuanto recibí su carta fui a hablar con esa gente, y supe que la muchacha había recibido el encargo de limpiar la casa lo mejor que pudiera. Ella no recordaba haber encontrado cartas rotas; pero me habló del montón de basura recogido en la choza del fondo del jardín. Además, he hecho otras investigaciones. Recuerde las palabras de Dexter anotadas por Benjamín. "Número 9, Caldershaws…", etcétera.

"He encargado a uno de mis empleados que se dirigiera a Caldershaws, una calle de Edimburgo que tiene muy mala fama, para informarme de ese Dandie. En el número 9 hay un almacén de hierros viejos, cuyo dueño, Dandie, goza de muy mala reputación. Mi empleado pudo averiguar que, quince o veinte días antes de la muerte de la señora Macallan, Dandie fabricó dos llaves, según dos moldes de cera que le proporcionó un cliente desconocido. El encargo despertó los recelos de Dandie, quien, siguiendo al intermediario, pudo averiguar que el cliente se llamaba Dexter. Añada usted a eso cómo Dexter conocía el "Diario" de su esposo y comprenderá que él tomó los moldes de las llaves. Creo, pues, que Dexter es el culpable de la muerte de la señora Macallan. Será difícil probarlo, porque lo que dijo en un estado casi inconsciente no tendrá quizás el valor de la confesión. De todos modos, en espera de una revisión del caso, su marido se contentará con esta prueba, y ya no tendrá ninguna necesidad de permanecer lejos de usted. Entretanto, el señor Benjamín y yo continuaremos nuestras investigaciones.

Esto me explicó en parte la repentina partida de Benjamín; pero una carta que recibí después completó la explicación. Decía así:

«El asunto que tanto te interesa también ha acabado por conquistarme. Ya sabes que no tengo nada que hacer y que poseo algún dinero. Por el momento estoy en Gleninch, y con la completa aprobación del abogado Playmore me dedico a registrar el montón de basura."

Seguía la descripción de lo que hacía y de lo que había hecho.

Durante dos días consecutivos, un par de hombres pagados por él registraron cuidadosamente aquel montón de basura. Encontraron muchos fragmentos de papel. Benjamín, con ayuda de un amigo suyo, profesor de química, que se había dedicado precisamente a investigaciones sobre manuscritos, examinó los fragmentos encontrados. Y, una vez reunidos, Playmore reconoció perfectamente la escritura de la señora Macallan.

El joven químico se encargó de limpiar y preparar los fragmentos de papel. La cosa era difícil, porque la escritura cubría las dos caras. Pero, finalmente, fue posible reconstruir la carta.

El resultado recompensó con largueza sus esfuerzos. La misiva estaba destinada a mi marido, y sin duda, era la misma que destruyó Dexter.

Se logró reconstruirla, aparte de algún que otro fragmento perdido para siempre, pero cuya falta se podía suplir con facilidad.

He aquí la carta: