CHERCHEZ LA FRAME
STUART PALMER Y CRAIG RICE
¡NO me hable en ese tono! —dijo John J. Malone con firmeza, mientras salía del dormitorio de su bungalow, que se alzaba entre los jardines de palmeras de Beverly. Su traje había sido cortado por Finchley, su camisa por Broks Brothers, pero su corbata era sencillamente horrible.
Maggie golpeó salvajemente una tecla de la máquina de escribir.
—¡Una semana en California, y se marcha usted a Hollywood! ¿Es rubia, morena o pelirroja?
—Cite algún otro tono, por favor. Aunque, pensándolo bien, no importa. Si se refiere usted a mi corbata, fue un regalo de Navidad de una admiradora femenina.
—¡Debe usted de apreciarla mucho para llevar una puesta de sol en neón como ésa!
—Es de una dama que conocí en el tren cuando estuve mezclado en el caso Larsen, el año pasado —admitió el pequeño abogado—. Ahora se encuentra aquí, y le he rogado que cene conmigo esta noche.
Se contempló en el espejo y dio un respingo. A continuación sonó el teléfono, y el respingo fue doble.
Maggie no se apresuró a contestar.
—Probablemente es Chicago. Con ésta serán cuatro llamadas, hoy. Mister Joe Vastrelli, el individuo que paga estas vacaciones, quiere saber qué hemos hecho, si es que hemos hecho algo. ¿Está usted aquí, o está fuera?
—¿Necesita preguntármelo? —inquirió Malone, llenando de ceniza del puro que estaba fumando la solapa de su americana—. ¡Fuera!
Pero esta vez, la llamada procedía de una muchacha. Cuando el pequeño abogado empuñó el receptor, oyó una voz femenina que decía:
—¿Es usted el Mr. Malone que ha estado llamando por teléfono al Círculo de Actores Cinematográficos y a toda la ciudad, tratando de localizar a una tal Nina LaCosta? —La voz era sedosa—. ¿Pagaría usted cincuenta dólares por saber dónde se encuentra en este preciso instante?
—Sí, amor mío. Sin reservas de ninguna clase, sí.
—Entonces, escuche. Está en el Lucky's Place. Es un bar que se encuentra en las afueras de Canyon Cove, cerca de la playa, al norte de Santa Mónica. ¿Lo recordará?
—Ha quedado indeleblemente impreso en mi memoria. Pero, ¿quién es usted, y cómo…?
—Espere. —La voz se interrumpió, y Malone pudo oír cómo se abría la puerta de la cabina telefónica, y una lejana voz de mujer que cantaba "Linda Muchacha", con el acompañamiento de una orquesta de marimbas. Luego, la voz reapareció, hablando cautelosamente—: Me llamo Alva…
—¡Tres minutos! —interrumpió la telefonista—. Depositen quince centavos para otros tres minutos.
—… y-mañana-pasaré-a-recoger-el-dinero —recitó la voz en rápida carrerilla.
—Lucky's Place —dijo Maggie fríamente—. Un garito. Lo que faltaba.
Pero Malone estaba ya en la calle, en busca de la puesta de sol y de un taxi.
Eran las siete y media cuando se presentó su invitada a cenar, una angulosa solterona de edad incierta que parecía haberse vestido apresuradamente en la oscuridad.
—¡De modo que me ha dado plantón! —resopló Miss Hildegarde Withers.
—John J. Malone ha dado plantones a muchas —explicó Maggie.
Podía haber añadido que algunas de ellas eran mujeres espléndidas, deslumbrantes, comparadas con esta hacha de combate oxidada, cuyo sombrero estaba ya pasado de moda cuando Colón desembarcó en América.
—¡Cuánto lo siento! —exclamó la maestra de escuela. Experimentaba una sincera admiración hacia el pequeño abogado; además, el hombre parecía atraer la excitación y la aventura. Sus ojos brillaron—. Pero, desde luego, primero es la obligación que la devoción. ¿Se ocupa Mr. Malone de algún caso de asesinato?
Maggie sacudió la cabeza, y empezó a explicar por qué estaban aquí. La cosa había comenzado una tarde de últimos de enero, sin nada en el correo aparte de un recordatorio de los meses atrasados en el pago del alquiler; había sonado el teléfono, y la llamada procedía de Mr. Joseph Vastrelli. En Chicago, aquel nombre significaba algo. En una época determinada, Vastrelli y su hermano Jim se habían ganado cierta reputación más que dudosa, asociada con máquinas tragaperras y empresas similares. Pero, con el tiempo, los Vastrelli se habían refinado. Ahora, Joe era un respetable hombre de negocios, notable por sus obras filantrópicas y sus virtudes cívicas, con un pie en la buena sociedad de la Costa Dorada.
A Maggie no le había gustado aquella llamada. Pero cuando Malone se presentó en el apartamiento de Vastrelli, éste le acogió con la más cordial de las sonrisas y le ofreció un coñac excelente y puros Uppman. "¿Por qué habría de estar enojado con usted? —había dicho Joe—. Desde luego, me hizo usted trizas en aquel juicio por daños y perjuicios, pero eso fue debido a que es usted un abogado más listo que mis abogados. Necesito lo mejor, y puedo proporcionármelo. Por eso deseo que se encargue usted de esta misión, absolutamente confidencial."
Y, a continuación, Vastrelli le había contado una historia que ponía de manifiesto su desbordado sentimentalismo. Estaba relacionada con su esposa, Nina, la única mujer que había amado. Le mostró a Malone una fotografía, en un marco de oro macizo, de una muchacha de aspecto de Madonna, con una boca de Dalila y unos ojos rasgados. Nina se había marchado de su lado, sin darle ninguna explicación, hacía veinte años. Se rumorearon muchas cosas acerca de ella: se dijo que había obtenido un rápido divorcio mejicano por correo; que había vivido una temporada con un ranchero llamado Grimes o Gray. Lo cierto era que había sido estrella de varias películas mudas bajo el nombre de Nina LaCosta, tomando el apellido del actor de variedades que era su reconocido amante. Vastrelli había visto aquellas antiguas películas docenas de veces… probablemente sentado en la última fila, pensó Malone, para que nadie pudiera verle llorar.
Finalmente, Nina se había perdido de vista. Alguien dijo que estaba en América del Sur. Vastrelli había conservado fielmente su recuerdo, y su retrato en su dormitorio, pero no había sabido nada de ella hasta el año anterior, cuando por Navidad había recibido una tarjeta postal firmada Nina, ¿recuerdas?, echada al correo en Beverly Hills, pero sin la dirección del remitente. El desolado esposo quería que Malone localizara a Nina, para saber si necesitaba ayuda. Y, si finalmente había roto con LaCosta, comprobar si estaba dispuesta a regresar a Chicago y ocupar el lugar que le correspondía al lado de su marido.
—De modo que Malone se hizo cargo del asunto —concluyó Maggie—. Su corazón no resiste una historia sentimental como ésa. Hice que me trajera aquí: en cuatro años no me he tomado unas vacaciones, y siempre había soñado visitar Hollywood. Pero, no sé por qué le estoy contando todo esto…
—Lo sabe usted perfectamente —dijo Miss Withers en tono seco—. Cree que Malone se ha metido en un mal paso, y necesita usted una aliada. ¿Acaso no confía en Vastrelli?
Maggie sacudió la cabeza.
—Esa Nina LaCosta… puede ser una chantajista. Y es morena y bonita, lo cual afecta a mi jefe como la hierba gatera.
—No me diga más —dijo la maestra de escuela, mascando el bocado—. Repítame el nombre del garito ese…
Con la espalda apoyada en la barra del Lucky's, Malone se dijo que, aparte de las polvorientas redes de pescar y los salvavidas de plástico con los cuales estaba adornado el local, era casi como si se encontrara en Chicago. El lugar olía exactamente igual que el bar de Joe el Ángel: el olor a multitud sudorosa y hacinada.
Los clientes iban vestidos de un modo extravagante: predominaban las prendas de playa, las camisas sudadas, los torsos desnudos y las gafas oscuras. Malone les examinó con expresión de desagrado, y estaba a punto de volverse hacia el mostrador cuando se dio cuenta, con una sacudida eléctrica que recorrió su espina dorsal, de que la mujer en cuya busca había venido estaba sentada en un tabladillo que se alzaba contra la pared del fondo. Tenía un gran parecido con la fotografía que Malone llevaba en el bolsillo, aunque estaba algo aviejada. Malone se disponía a avanzar hacia ella, pero vio que la mujer sostenía un téte-á-téte con un joven excepcionalmente guapo, dando vueltas a un vaso entre las manos. No era el momento oportuno. Se apoyó de codos en el mostrador y pidió cerveza con whisky.
—Un chico listo —dijo el barman, cuyo rostro era un mapa del Madison Square Carden.
—¿Ocurre algo? —preguntó Malone.
—No me gustan los mendigos —dijo el barman. Estaba mirando desdeñosamente la corbata pintada a mano de Malone.
Varios de los clientes la miraban también, quizá porque era la única corbata de todo el local. Tres cervezas con whisky después, una mujer regordeta que llevaba pantalón corto se mostró franca con el pequeño abogado.
—Eres un buen chico —dijo—. No deberías venir aquí a meterte con la gente.
—Perdone, pero no la comprendo —dijo Malone, sorprendido.
—Esa cor-ba-ti-ta —dijo la mujer, haciendo un significativo ruido con los labios.
Malone la invitó a beber, y disimuladamente, se quitó la corbata y se la metió en el bolsillo de su americana.
—Cuando estés en Roma —dijo—, enciende velas romanas por las dos puntas.
Estaba a punto de empezar a cantar "Killerney", con la esperanza de formar un cuarteto, cuando alzó la mirada hacia el espejo y vio que Nina LaCosta estaba ahora sola.
Sosteniendo cuidadosamente su vaso, Malone cruzó el local y se dejó caer en el asiento vacío. Nina le miró y dijo:
—¡Uff!
Ahora que estaba más cerca de ella, incluso en la penumbra pudo ver que el parecido con la fotografía no era tan grande, después de todo. Un tributo andante al arte de la cosmética, pero vista de cerca se le notaban los años.
—Miss LaCosta… —empezó Malone.
—¿Desea usted mi autógrafo? —preguntó la mujer, animándose un poco.
—Ejem…, sí. Y de paso desearía hablar a solas con usted.
Pero los pesados párpados estaban cayendo ya sobre los ojos, todavía bellos.
—¿No me oyó? Dije ¡Uff! —repitió Nina—. No bebo con desconocidos.
—Yo no soy un desconocido. Soy Malone: John J. Malone.
—Aunque fuera usted John J. Rockefeller. —Levantó la voz—. ¡Lucky! —El barman se materializó, surgido de no se sabe dónde—. Lucky, ¿quieres llevarte a este tipo de aquí y traerme algo para beber, o viceversa?
—¡Un momento! —gritó Malone. Pero un momento después sintió en el rostro el húmedo aire nocturno.
—No se dé prisa en regresar —le dijo Lucky.
Como último y desesperado recurso, Malone anotó el número de su bungalow en una tarjeta, añadiendo un billete de cinco dólares.
—Dígale a Miss LaCosta que si viene a verme a esta dirección tengo noticias muy provechosas para ella.
El hombre escupió en la acera y volvió a entrar en el local. Malone sacó un puro de su bolsillo, y apenas se había metido en un portal contiguo para encenderlo al resguardo del aire, cuando vio que su presa salía apresuradamente del Lucky's y subía a un taxi del cual acababan de apearse unos clientes con ganas de divertirse. Hasta sus oídos llegó la clara voz de soprano de Nina: "Al 212 de la Vigésima".
De haberse encontrado en Chicago, Malone hubiera silbado al próximo taxi. Pero allí no había taxi ninguno. Por lo menos, no lo hubo hasta veinte minutos más tarde, gracias a que a Miss Hildegarde Withers se le había ocurrido tomar uno.
—¡Usted! —exclamó Malone. Los dos amigos se estrecharon la mano, contemplándose con mutuo respeto teñido de suspicacia—. Gracias por la encantadora corbata pintada a mano —añadió el abogado.
Miss Withers le miró de forma interrogadora, y la mano de Malone se dirigió a su cuello primero, y a su bolsillo después.
—Debo de haberla perdido. Gajes de la caza. Estoy sobre la pista de alguien; ¿puedo tomar prestado su taxi?
Malone estaba ya trepando al vehículo.
—Puede —respondió Miss Withers en tono firme—. Pero yo iré también. Sospecho que Miss LaCosta se ha largado.
—Y yo sospecho que Maggie ha hablado más de la cuenta. No importa, aprecio su experta opinión, Miss Withers. Después de lo que ha sucedido dentro, ¿qué puedo decirle a Joe Vastrelli?
Miss Withers escuchó, y luego dijo que era demasiado pronto para formarse un juicio.
—Tenemos el hecho de que estaba holgazaneando en un bar, aunque usted dice que sólo bebió una vez. Tenemos el hecho de que estaba con un joven…
—Pero un joven de aspecto muy atractivo. Creo que he visto su retrato en los periódicos o en alguna otra parte. Y Nina no flirteaba con él… El joven se marchó solo.
Finalmente, el taxi se detuvo ante una descortezada casa de apartamientos en un calle de Santa Mónica con sucias palmeras a uno y otro lado, y Malone se apeó. Pero la maestra de escuela se pegó sus talones.
—Con una carabina como yo, esta vez no le confundirán con un lobo —dijo.
En el vestíbulo, y en uno de los buzones, había una tarjeta que rezaba: LaCosta-2B, de modo que subieron apresuradamente la escalera. Miss Withers pulsó el timbre y Malone llamó con los nudillos, pero nadie respondió.
—¡Tablas por jaque continuo! —dijo la maestra de escuela en tono decepcionado.
Pero Malone hizo girar el pomo y la puerta se abrió. Las luces estaban encendidas, aunque era evidente que en el apartamiento no había nadie. Las puertas ocultaban la inevitable cama plegable, un diminuto cuarto de baño y una cocinita vacía. Olía intensamente a tabaco, a perfume y a ratones.
—No hay ningún libro —observó Miss Withers en tono de desaprobación—. Sólo despreciables revistas de cine.
—Ni rastro de licor, sólo botellas vacías —dijo Malone, que había investigado en la cocinita.
Pero en el armario había ropas de hombre y de mujer. Miss Withers sacudió la cabeza con desaprobación, y continuó revolviendo los cajones del armario. Encontró la fotografía de un hombre.
—¡Es él! —exclamó Malone—. El joven que estaba con ella en el Lucky's.
—Bueno, después de todo, no tiene mal gusto: el perfil de ese joven es encantador. —Miss Withers soltó lo fotografía y señaló la puerta—. ¿Nos vamos ya?
—Aquí hay una butaca muy cómoda —dijo el pequeño abogado—. Y Nina se presentará de un momento a otro. Tenemos que poner las cartas boca arriba. No puedo presentarme a Vastrelli y admitir que ni siquiera he conseguido hablar con ella. Tiene derecho a exigir algo a cambio de su dinero.
—¡Oh, nol —exclamó Miss Withers.
Malone enrojeció al verse tan abiertamente contradecido, y luego se dio cuenta de que Miss Withers estaba mirando por encima de sus hombros, hacia la puerta del vestíbulo. Allí había un hombre, alto y cadavéricamente delgado, con una movible boca de actor, un mentón azulado y unos ojos como ágatas. En un brazo sostenía una gran bolsa de papel; la otra mano estaba metida en el bolsillo de su chaqueta.
"No me gustaría tropezar con él en una calle oscura —pensó Miss Withers—. Ni siquiera en una calle iluminada." Pero, en voz alta, dijo alegremente:
—¡Vaya, usted debe de ser Mr. LaCosta. Pase, pase… Estábamos esperándole…, esperando a Nina. Éste es Mr. Malone, el famoso abogado de Chicago…
—De Chicago, ¿eh? —El hombre dejó la bolsa de comestibles sobre la mesa con tanta fuerza, que el papel se rompió esparciendo naranjas, café, copos de maíz, salchichas y una botella de vino barato—. De modo que Joe Vastrelli trata de volver a las andadas, ¿verdad? Enviando aquí a sus espías. Pueden decirle que…
—¡Un momento! —dijo Malone en tono dramático—. Nina tiene la oportunidad de volver con su primer marido, el cual sigue adorándola; tiene la oportunidad de volver a la vida que merece. Mr. Vastrelli le proporcionará todos los lujos. ¿Se interpondrá usted en su camino?
La risa de LaCosta no resultó agradable.
—No me interpondré en su camino, picapleitos. Pero Nina no va a ir a ninguna parte; es feliz conmigo, en nuestro pequeño nido de amor. De modo que… ¡lárguense!
Y, respetando el amenazador bulto de su bolsillo, se largaron.
—Realmente —dijo Miss Withers en el taxi—, no veo que tenga usted mucho que elegir en lo que a informes a su cliente se refiere. Nina sigue unida a un personaje muy desagradable.
Malone asintió tristemente.
—Dictaré la carta esta noche.
Pero el bungalow estaba a oscuras. Evidentemente, Maggie se había retirado a su habitación del hotel.
Cuando entraron en el bungalow, Miss Withers olfateó el aire y dijo:
—Por lo visto, su secretaria es aficionada a los cigarrillos turcos y a los perfumes exóticos, ¿no es cierto?
—La influencia de Hollywood, seguramente. En Chicago, es más bien el tipo Lirio-del-Valle. —Malone empezó a redactar su informe a Vastrelli; aplicó toda la ternura de su cálido corazón irlandés para suavizar en lo posible las malas noticias. Luego, mientras la maestra de escuela colocaba folios y papel carbón en la máquina de escribir de Maggie, el abogado se disculpó—: Voy a cepillarme un poco, y saldremos en busca de un pollo frío y una botella.
Mis Withers había mecanografiado apenas media carta cuando reapareció Malone, con el aspecto de alguien que acaba de tragarse un hueso.
—Mire hacia allí —dijo, señalando la puerta del dormitorio—. ¿Ve usted lo mismo que veo yo?
Miss Withers miró, se frotó los ojos, miró otra vez… y continuó viendo a Nina LaCosta tendida a través de la cama. Alrededor de su cuello, hundida en la carne, había una corbata pintada a mano con todos los colores del arco iris. Malone, muy impresionado, explicó que había estado tratando de deshacer el nudo mortal de aquella corbata, inútilmente.
—Éste es un buen momento para avisar a la policía —dijo la maestra de escuela.
Pero apenas había empuñado el receptor cuando se oyó un ulular de sirenas en el exterior, y repentinamente el bungalow quedó inundado de uniformes.
—Esto es lo que yo llamo servicio —dijo Malone en tono de admiración.
La sesión duró hasta muy pasada la medianoche, y finalmente, cuando creían que había terminado, apareció un Teniente Lumm, entró en funciones, y la sesión volvió a empezar. Era un hombre calvo, que llevaba gafas y tenía una voz de papel de lija.
—Bueno, Malone —dijo el teniente, en el tono con que un inspector de hacienda se hubiera dirigido a un defraudador del fisco—, la cosa está clara. Admite usted que esta noche le expulsaron de un bar por tratar de conquistar a la víctima. Sobornó usted al barman para que le entregara su tarjeta con esta dirección, y para que le dijera que si acudía aquí se enteraría de algo muy provechoso para ella. Ése fue el anzuelo que ella mordió. Pero al llegar aquí no se mostró dispuesta a ceder a sus requerimientos, y usted enloqueció y la estranguló con lo que usted mismo confiesa que es su corbata.
—¡Protesto! —dijo John J. Malone—. Considerando que…
Pero Miss Withers protestó todavía más.
—Mr. Malone ha estado conmigo durante la última hora.
Repitió su relato.
Lumm se rascó pensativamente la barbilla.
—Bueno, tuvo tiempo de hacerlo mientras usted escribía aquella carta. La encontró durmiendo en su casa, probablemente aturdida por el whisky que ingirió mientras esperaba su regreso. O tal vez está usted mintiendo… Siendo su secretaria, puede estar influida por sus sobornos o amenazas.
—¡No soy más que una secretaria pro tem —exclamó Miss Withers—, y no acostumbro mentir!
—Hum… —El teniente consultó sus notas—. Dio usted su nombre al sargento: Hildegarde Withers, edad 38 años…
—Quise decir más de 38 años —rectificó Miss Withers rápidamente—. Y, en lo que respecta a Nina LaCosta, sugiero que fue asesinada por alguien que deseaba inculpar a Mr. Malone…, el mismo alguien que se llevó su bolso, el cual, como habrá observado, no está aquí.
Lumm sacudió la cabeza.
—Hemos encontrado el bolso entre unos arbustos, donde su amigo lo tiró después de vaciarlo.
—¡Protesto! —gritó Malone.
El teniente le ordenó que se callara. Luego se volvió hacia Miss Withers.
—Es evidente que lo hizo él —dijo—. Y usted se convertirá en cómplice o encubridora, si insiste en mentir.
—¿Quién está mintiendo? En cuanto vi el cadáver corrí hacia el teléfono…
—Eso es lo que usted dice. La dama que nos avisó tenía una voz mucho más juvenil.
—Probablemente he envejecido a causa de la impresión durante las últimas horas. En serio, teniente, ¿por qué no se dedica a buscar el asesino, en vez de molestar a unos honrados ciudadanos?
—Vale más pájaro en mano… —replicó filosóficamente Lumm. En aquel momento sonó el teléfono. El teniente aplicó el receptor a su oído, y al cabo de unos instantes se lo entregó a Malone—. Nada de trucos —le advirtió—. Es una conferencia.
Se quedó muy cerca, sin duda con la esperanza de obtener alguna información.
La voz de un robot hembra habló en tono inexpresivo.
—¿Mr. John J. Malone? Le llaman desde Chicago. Hablen.
Era Joe Vastrelli, lejano pero claro.
—He estado tratando de hablar con usted durante todo el día —gritó—. Malone, ¿qué está usted haciendo además de gastar mi dinero? ¿Ha encontrado ya a Nina?
—Acaba de salir de aquí —dijo Malone desesperadamente, sin molestarse en añadir que había salido con los pies por delante en una camilla.
—Bueno, ¿va a volver conmigo, o no?
Pero el impaciente Lumm le evitó al abogado el trabajo de contestar a aquella pregunta. Se apoderó del receptor, y después de unas cuantas preguntas aseguró al enamorado marido que su adorada esposa le sería devuelta después de la autopsia, si estaba dispuesto a pagar los gastos de envío de un cadáver y de un empleado de la funeraria. A continuación colgó, a pesar de que Vastrelli continuaba gritando, sorprendido y furioso.
—La cosa está cada vez más clara —observó el teniente con aire de suficiencia—. Le contrataron a usted para que viniera aquí y tratara de localizar a la esposa de un individuo, convenciéndola de que debía regresar al lado de su marido. Pero usted se enamoró de ella, y la quitó de en medio porque temía que le contara a su marido que usted se había estado insinuando…
En los ojos del teniente apareció una expresión reveladora de que estaba a punto de sugerir un paseo en amigable compañía hasta la comisaría. Miss Withers decidió jugar su as de triunfo.
—¡Un momento! —dijo.
Durante un largo rato, el teniente Lumm se negó a escuchar nada del asunto. Resistió obstinadamente… y luego, ante la general sorpresa, el mal trago quedó aplazado.
—Pero no traten de abandonar la ciudad —fue la advertencia final de Lumm—. Porque apostaría todo lo que tengo a que los dos están metidos en esto hasta las orejas.
Y se marchó dando un portazo.
Un gris amanecer se insinuó en las ventanas que daban a oriente, pero Miss Withers y John J. Malone continuaban sentados en el saloncito del bungalow, mientras Maggie hacía gestos de desaprobación en un rincón y no cesaba de murmurar:
—Se lo había advertido… se lo había advertido…
—Esto me recuerda el caso Larsen, y aquella noche en el Super-Century —dijo Miss Withers.
Malone contempló melancólicamente el fondo de su vaso, que volvía a estar vacío.
—No fue mala idea la de decirle al teniente que pusiera una conferencia pidiendo informes nuestros —admitió—. Aunque el capitán von Flanagan no me perdonará nunca que le haya arrancado del lecho a las cuatro de la mañana.
—En Nueva York eran las cinco, y me extraña que el inspector Oscar Piper no dijera que no me conocía de nada. De todos modos, no creo que Lumm quedara convencido. Es un hombre desconfiado por naturaleza. Probablemente, nos está dando cuerda suficiente para que nos ahorquemos nosotros mismos.
—Tengo peores preocupaciones que ésa —dijo Malone. Suspiró y se puso en pie—. Bueno, siento que nuestra cita haya terminado de este modo. —Alargó una mano—. Adiós.
—¿Adiós? No creerá que voy a abandonar el barco cuando se está hundiendo.
—Voy a abandonarlo yo —dijo el pequeño abogado—. Antes de que llegue Vastrelli.
—Si trata de salir de la ciudad, le detendrán —le recordó Miss Withers—. Tómese un par de aspirinas y trate de dormir un poco. Volveré dentro de unas horas.
Finalmente, Malone consiguió adormilarse en el diván. Cuando se despertó, minutos u horas después, su secretaria estaba paseando por el saloncito. Maggie digo algo, pero Malone se limitó a enterrar su cabeza debajo de una almohada, murmurando:
—De acuerdo, pero márchese, ¿quiere?
Maggie terminó por marcharse, y Malone durmió pesadamente hasta poco después de mediodía, cuando Miss Withers irrumpió en el saloncito, con el aspecto de un canario que se ha comido al gato.
—¡Buenos días y feliz despertar! —exclamó la maestra de escuela—. ¿Apuesto a que no ha soñado una solución a nuestro mutuo problema? Tampoco yo la he soñado, por desgracia. Pero he estado pensando. ¿Recuerda aquella llamada telefónica de ayer que le condujo a usted al Lucky's? Era una trampa.
—¡Imposible! Nina estaba allí, puesto que la vi y hablé con ella…
—Desde luego. Pero la muchacha no le llamó a usted desde el Lucky's. Desde Santa Mónica aquí, la llamada cuesta únicamente diez centavos, y usted dijo que la telefonista le había indicado que depositara quince.
El pequeño abogado se animó.
—La muchacha dijo algo acerca de un bar en las afueras de Canyon Cove, queriendo dar a entender que estaba en alguna parte de la ciudad. Probablemente un local nocturno, ya que recuerdo haber oído a una cantante y a una orquesta de marimbas. En el Lucky's no hay ningún espectáculo. —Súbitamente, Malone se sintió bien del todo—. La muchacha es la clave de todo el asunto. ¿Alice? ¿Elma?
—Alva —dijo Maggie, que en aquel momento cruzaba la puerta con una taza de café—. Alva Jones. Lo sé, porque ella misma me lo ha dicho esta mañana, cuando ha venido a recoger su dinero.
—¿Cómo? —gritó Malone—. ¿Ha estado aquí… y la ha dejado usted marchar?
—Era un pie más alta que yo, y pesaba veinte libras más. No podía arrojarme sobre ella y sentarme sobre su cabeza. Usted me ha dicho que estaba de acuerdo en que sacara el dinero de su cartera…
Maggie se cuadró belicosamente.
Pero Miss Withers tranquilizó las encrespadas aguas.
—No está todo perdido —dijo—. Amigos míos, hoy vamos a almorzar en La Lucía.
—¿La Lucía, en Hollywood? —balbució Maggie—. ¿Dónde comen todas las estrellas?
—Tal vez los asesinos comen también allí de cuando en cuando.
Y la maestra de escuela se negó a añadir nada más.
La Lucía era un edificio de un solo piso y el restaurante de moda de Hollywood. Estaba atestado de clientes y olía a carne asada y a vinos caros. Antes de que Maggie hubiera tenido tiempo de reconocer a más de un par de sus deidades cinematográficas, un atento maître les había instalado en una mesa situada en un apartado rincón.
—Encargaremos el almuerzo dentro de un rato —dijo Miss Withers—. Estamos esperando a Mr. Gray.
El empleado se inclinó ligeramente y se marchó, antes de que Malone pudiera informarle de lo mucho que necesitaba algo líquido para abrir boca.
—Nada de beber —dijo Miss Withers en tono severo—. Cuando llegue nuestro huésped de honor, hemos de tener la cabeza muy despejada.
Abrió su bolso y sacó una fotografía. Maggie miró por encima de su hombro, y exclamó: —¡Jackson Gray! ¡El descubrimiento del año! ¡Oh! ¡Pellízqueme, por favor, estoy soñando!
Malone la pellizcó, obedientemente, pero sin poner el corazón en lo que hacía. Miró a Miss Withers, y ésta dijo:
—Muy sencillo. Al dorso de las fotografías de los actores, figura el estudio a que pertenecen. Esta mañana he efectuado una pequeña investigación, luego he telefoneado a Mr. Gray, y he puesto una mosca en su oreja,.. —Consultó el anticuado reloj prendido a su anticuado corpiño—. Se está retrasando. Probablemente paseando arriba y abajo en la calle…
Pero, no. El maître se acerca con él en aquel preciso instante: un joven alto, de pelo rizado, con un hoyuelo en la barbilla. Maggie estuvo a punto de desmayarse cuando el joven, tras las oportunas presentaciones, estrechó su mano.
—No dispongo de tiempo para almorzar —dijo Gray—. Tengo que regresar al estudio. ¿De qué se trata?
De modo que la historia no había aparecido aún en los periódicos… Miss Withers cogió el bocado entre sus dientes.
—Mr. Gray, ¿conoce usted a una mujer que se llama a sí misma Nina LaCosta? Un breve silencio.
—Conozco a muchas mujeres —respondió finalmente el joven—. Tal vez conozca a esa Nina No-sé-qué-más. —Su rostro adquirió repentinamente una expresión cínica—. ¿Tratan de hacerme confesar mis aventuras galantes?
—No sea estúpido —exclamó la maestra de escuela—. Nina LaCosta fue estrangulada anoche en el dormitorio de Mr. Malone. Estamos tratando de descubrir quién lo hizo.
Jackson Gray no dijo nada, pero se mordió fuertemente el labio.
—Usted estuvo con ella anoche —intervino Malone—. ¿No cree que era un poco… vieja para usted?
Un torbellino de emociones pasó por el rostro del joven.
—La edad precisa —murmuró—. Para haber sido mi madre, quiero decir.
—¿Qué? —exclamaron Miss Withers, Malone y Maggie al mismo tiempo.
—Mire, no les conozco a ustedes ni sé lo que buscan —continuó el joven amargamente—. Pero no me importa contarles la verdad. Cuando mi padre murió, me recogieron unos parientes y me crié con ellos. Nadie mencionó nunca a mi madre. Pero, hace un par de meses, una mujer se puso en contacto conmigo, y… bueno, me dijo que era mi verdadera madre. Dijo que yo no tenía derecho al nombre de Gray, porque cuando se casó con mi padre no estaba legalmente divorciada. Parecía estar enterada de la historia familiar, y… bueno, solía encontrarme con ella en aquel bar todos los días de paga.
—¿Le entregaba usted dinero como un hijo respetuoso? —preguntó Malone en tono de aprobación.
—Si en realidad era mi madre, no se interesó por mí hasta que me convertí en astro de Hollywood. He tenido algo de suerte en el cine, pero un escándalo lo echaría todo a rodar. Le pagaba para que mantuviera la boca cerrada.
Miss Withers deseaba saber por qué en una época como la actual iba alguien a preocuparse por la posible ilegitimidad de un actor de cine.
—No he cumplido los veintiún años —admitió el joven—. Si lo que ella decía era verdad, podía haberse convertido en mi tutora legal. —Se encogió de hombros—. No voy a fingir una pena que no siento. Pero usted ha dicho, Mr. Malone, que la asesinaron en su dormitorio. ¿Encontraron su bolso? Porque yo le había entregado cien dólares en billetes y un cheque de 250, y me interesaría recuperar aquel cheque sin que el hecho trascendiera.
Maggie dijo rápidamente:
—Cuando se presentó el agente con el bolso me estaban interrogando. Y allí no había dinero, ni cheques.
—¡Oh! —dijo Jackson Gray. Sus manos temblaban visiblemente. Se puso en pie—. Tengo que marcharme. Pero, si alguien me devuelve aquel cheque, estoy dispuesto a pagarle mil dólares… y a no hacerle ninguna pregunta.
Y al decirlo miraba fijamente a Malone.
Maggie suspiró, y Miss Withers resopló. Al cabo de unos instantes, Malone dijo en tono lúgubre:
—Me gustaría saber si me estaba insultando o me estaba contratando.
La maestra de escuela dijo que a ella le gustaría saber si Jackson Gray estaba tratando de enturbiar todavía más unas aguas ya bastante sucias de por sí.
Maggie bostezó discretamente. Y esto les recordó que habían venido a almorzar, entre otras cosas. Después de un fabuloso almuerzo (que Malone confiaba en poder cargar aún en la cuenta de Joe Vastrelli), regresaron al bungalow para celebrar un consejo de guerra.
—Lo malo de esta situación —observó Miss Withers— es que hemos permanecido sentados esperando que nos sucedieran las cosas. Vamos a intentar ser nosotros los que sucedamos a las cosas.
—¡Atención! —exclamó Maggie desde la ventana—. Tenemos visitas.
—¿No será el teniente Lumm? —gimió Malone—. Si me tomo una aspirina, ¿cree usted que se marchará?
—Es Lumm, y viene acompañado por otro hombre que lleva un traje azul marino y que debe de haber llegado de la ciudad, porque lleva sombrero y corbata. Y un ceño de todos los diablos. Jefe, ¿no será…?
Lo era. Joe Vastrelli estaba tenso como una pantera a punto de saltar, a pesar de sus visibles esfuerzos por dominarse. Pero el teniente se adelantó a cualquier posible exabrupto de su excitado acompañante.
—Malone, Mr. Vastrelli nos ha llamado por teléfono inmediatamente después de llegar al aeropuerto. Nos ha sugerido un nuevo punto de vista…
—Me parece muy bien —dijo Malone—. Espero que podremos utilizarlo.
Lumm, sin sonreír, continuó:
—Nos ha sugerido que es posible que cuando le contrató a usted para que localizara a su esposa, algo de lo que dijo produjera la equivocada impresión de que se sentiría muy satisfecho si le sucedía algo a Nina LaCosta…, de modo que ella no pudiera llevar adelante sus posibles intenciones de hacerle víctima de un chantaje. Luego, usted podría pedir una fuerte recompensa por sus servicios…
—¡Santo cielo! —exclamó Malone.
—Porque —continuó Lumm estólidamente— si usted la mataba pensando que le estaba haciendo un favor a un cliente rico e influyente…
—Convirtiendo a Mr. Vastrelli en el inductor de una conspiración para cometer un asesinato y en responsable del asesinato, por tanto, ante la ley —intervino Miss Withers sarcásticamente desde su localidad de favor.
—¡Cállese, señora! —dijo el teniente Lumm—. ¿Y bien, Malone?
—Mire —dijo el pequeño abogado desesperadamente—. Nunca he puesto las manos sobre una mujer, excepto en defensa propia. No maté a Nina LaCosta. Mi única idea era localizarla y redactar un informe, una copia del cual está aún en aquella máquina de escribir. Si la hubiese matado, ¿creen que lo hubiera hecho aquí, dejando el cadáver en mi propia cama?
—Todos los asesinos son tontos —replicó Lumm—. Si no lo fueran no asesinarían. Y tal vez usted fue lo bastante listo para hacer que pareciera que le habían endosado el cadáver.
—¡Y así ocurrió! Nina fue asesinada, o bien por Jackson Gray, un joven actor al cual ella estorbaba porque podía haber sido o no haber sido su madre, o por el propio LaCosta, que no quería perderla si es que ella había decidido volver al lado de su esposo. Uno de los dos sabía que Nina LaCosta iba a venir a verme, y se adelantó…
—¡Un momento! —exclamó Miss Withers, dispuesta a señalar los fallos de aquella teoría. Pero nadie la escuchaba. Vastrelli había estallado repentinamente, y apuntaba a la mandíbula de Malone con un puño descomunal.
—Adelante, golpéeme en presencia de testigos —dijo el pequeño abogado tranquilamente—. Le demandaré por agresión injustificada, y reclamaré una indemnización de cincuenta mil dólares.
Vastrelli se detuvo, aunque quizá sólo fue a causa de la pesada mano que había caído sobre su hombro.
—¡Nada de violencias! —advirtió severamente el teniente Lumm.
Vastrelli retrocedió unos pasos, murmurando.
—¡No puede usted despedirme, así, por las buenas! —protestó Malone.
—Descuide, no voy a despedirle —dijo Vastrelli rabiosamente—. Está usted demasiado metido en esto. Si mató usted a Nina, me encargaré de que le cuelguen más alto que una cometa. Si no lo hizo, tiene que encontrar al culpable. Déjeme a solas con él cinco minutos, y le pagaré con un cheque en blanco.
Lumm le dijo que estaba en Beverly Hills, no en la selva, y que la ley tenía que seguir su curso.
Cuando se marcharon, John J. Malone contempló cómo se alejaban con expresión desolada.
—Pensándolo bien, Maggie, creo que vamos a regresar a Chicago. Podría ser poco saludable…
—¡Tonterías! —gruñó Miss Withers—. Lo que tenemos que hacer es encontrar al verdadero asesino, y pronto. Después de todo, no estamos completamente a oscuras. Sabemos que el asesino alquiló a alguna muchacha para que le telefoneara a usted y le hiciera acudir al Lucky's…, probablemente la misma muchacha que más tarde llamó a la policía para informarles de lo que sucedía en este bungalow. El propio asesino tuvo que haber estado en el Lucky's, o no hubiera sabido que Nina estaba allí… ni hubiera podido recoger la corbata que usted dejó caer tan descuidadamente. Usted ha visto a los sospechosos… ¿Estaba alguno de ellos en el bar aquella noche?
—Únicamente Gray, y se marchó. —Malone se encogió de hombros—. Había muchos hombres, la mayoría personajes raros y descamisados, pero la verdad es que no les presté demasiada atención. Si hubiesen sido mujeres…
El bufido de la maestra de escuela fue monumental.
—De todos modos, cuando Alva telefoneó, fue una llamada de quince centavos, lo cual significa que procedía de San Fernando, al norte, Culver City, al sur, o de la parte baja de Los Ángeles. Si consiguiéramos enterarnos de una cosa… ¿En qué cabaret de esa zona estaba actuando una cantante y una orquesta de marimbas anoche, a la hora de cenar?
—¡Bingo! —exclamó Malone, y se precipitó hacia el teléfono.
^ Dos horas y veinte llamadas más tarde, anunció que, según los agentes artísticos que proporcionaban material humano a los clubs nocturnos, el lugar en cuestión tenía que ser el Casbah, en la parte baja de la ciudad.
—No sólo tienen una vocalista y una orquesta de marimbas, sino también taxi-girls.
Se alisó el pelo con la mano y se arregló el nudo de la corbata.
Miss Withers se puso en pie apresuradamente.
—¿Me acompañará usted al Casbah?
—Si no le importa —dijo el pequeño abogado—, el que viaja solo viaja más aprisa, especialmente en los clubs nocturnos. Si me presento allí con dos damas respetables, me encontraré en la calle en menos que canta un gallo. Además, es demasiado pronto. Si Alva trabaja allí a comisión, no es probable que vaya tan pronto. Tengo tiempo de entrar en una barbería y de hacer efectivo un cheque.
Se marchó tarareando "Danny Boy".
—¡Hacer efectivo un cheque! —comentó Maggie—. Malone siempre dice que el modo más rápido de hacer amigos consiste en romper un billete de cien dólares en un bar.
—¡Los hombres son una calamidad! —dijo Miss Withers, y en su desesperación regresó a su hotel y se lavó el pelo.
Eran más de las once cuando se presentó de nuevo en el bungalow, sólo para oírle decir a Maggie que no había ninguna noticia. La maestra de escuela dijo:
—¡Oh! Es muy tarde, y estoy preocupada.
—Para Malone nunca es tarde. Usted no le conoce.
—Y él no conoce la parte baja de Los Ángeles… Opino que lo más indicado es una expedición de rescate. ¿Se atreve a acompañarme?
—¡Desde luego! —dijo Maggie, y diez minutos después se encontraba en un taxi, al lado de Miss Withers.
—Lo más probable es que Malone esté en el bar de ese Casbah, dirigiendo un cuarteto en "La Rosa de Tralee".
—Y también puede estar metiendo la cabeza en un lazo corredizo —dijo Miss Withers—. Todavía no he visto el cuadro, pero he empezado a ver los perfiles del marco. He estado haciendo algunas llamadas telefónicas: al secretario del Ayuntamiento de Santa Ana, del Condado de Orange, el cual accedió amablemente a revisar los archivos, y al aeropuerto, desde luego; en todo este asunto hay algo escalofriante.
El taxi las dejó por fin en el Casbah, el cual, a pesar de su orquesta y de su pista de baile, no era más que un garito. Un elevado porcentaje de sus clientes eran miembros de la Marina, que ahogaban en ginebra su tristeza por la fugacidad de los permisos terrestres. De las varias huríes que esperaban a lo largo de la barra, ninguna era conocida de Maggie.
—Alva no está aquí —declaró. Luego se dio cuenta de que todas las muchachas lucían una orquídea en el busto—. Pero creo que Malone ha estado aquí.
El atareado barman no fue de ninguna ayuda.
—No sé nada de nada —admitió—. Pero sólo estoy aquí reemplazando al barman del local. Sostuvo una discusión con un cliente y perdió un par de dientes…
—¡Malone ha estado aquí, desde luego! —convino Miss Withers.
Haciéndose pasar por tía de Alva, recién llegada del pueblo, y utilizando juiciosamente un par de billetes de cinco dólares, la maestra de escuela consiguió determinada dirección.
El taxi condujo a las dos mujeres a un pequeño y destartalado hotel, en la parte más antigua de la antigua Los Ángeles, situado encima de una colina a la cual el conductor dio el nombre de "El vuelo de los Ángeles". Sin embargo, Miss Withers y Maggie entraron cautelosamente, ya que era evidente que todos los ángeles habían volado de aquella vecindad hacía mucho tiempo. Pero el vestíbulo estaba vacío, a excepción de un hombre sentado detrás de un pupitre y que estaba roncando tranquilamente. Las dos mujeres pasaron por delante de él sin hacer ruido y empezaron a subir la escalera.
—Tal vez deberíamos llamar antes de entrar —susurró Maggie—. La muchacha era muy bonita, y, además, rubia. Una especie de cromo. Y ese tipo es una de las debilidades de Malone…
—Sí, es muy aficionado a coleccionar cromos —convino secamente Miss Withers.
Llamó a una puerta, entraron… y se detuvieron, perplejas.
—En seguida estoy con ustedes —dijo John J. Malone, sin levantar la mirada de su vaso.
El pequeño abogado estaba derrumbado en una silla, junto a la ventana, con el aspecto de alguien que acaba de tragarse una llave inglesa. Tenía los hombros completamente hundidos, pero agarraba una botella de whisky como si fuera un talismán.
—No esperábamos encontrarle solo —admitió la maestra de escuela.
—No estoy solo —confesó el pequeño abogado—. Ella está en el cuarto de baño, estrangulada, y, naturalmente, con otra de mis corbatas. Éste es el golpe definitivo. Salgan de aquí, ahora que aún están a tiempo. ¡Sálvense ustedes! ¡Suban a los botes!
—Le hace falta un poco de café bien cargado —opinó Miss Withers. A continuación entró en el cuarto de baño y volvió a salir casi inmediatamente, muy pálida.
—Lo crean o no —continuó Malone—, la encontré tal como está. Pero todo el mundo recordará que estuve en el Casbah tratando de conseguir la dirección de Alva, y que sostuve una discusión con el barman por este motivo, Miss Withers, ¿quiere llamar a la policía y pedir que me reserven una plaza en la silla de gas más próxima?
—¿Está usted completamente seguro acerca de la corbata? —preguntó Miss Withers en tono de duda.
—Es una corbata Kelly verde, pintada a mano, que Jake y Helene Tustús me regalaron el día de San Patricio. Anoche estaba en el armario de mi bungalow.
—¡Lo mismo que esa botella de whisky! —exclamó Maggie, con los ojos abiertos por el asombro—. Al menos, es de la misma marca que la caja que tiene usted en el bungalow y que cargamos en la cuenta de Vastrelli como imprevistos.
—Eso —declaró Miss Withers solemnemente— no es una coincidencia. Es una encerrona… ¡Una hermosa encerrona pintada a mano!
—No necesita mostrarse usted tan complacida —dijo Malone, en tono casi avinagrado.
—Lo que estaba pensando —dijo la maestra de escuela— es que alguien desea hacerle desaparecer a usted, casi tanto como deseaba hacer desaparecer a Nina LaCosta.
—Mire —sugirió Maggie—, podemos cortar la corbata, llevarnos la botella, coger a Mr. Malone por el brazo, y entre las dos tal vez podamos sacarle de aquí…
—No… —dijo Miss Withers.
—Adelante —dijo Malone—. Váyanse de aquí. Los barcos abandonan a la rata que se está hundiendo…
—Maggie —decidió la maestra de escuela—, llame a la policía. Luego, márchese.
—¡Adiós! —declaró Malone teatralmente—. El resto es… silencio.
—El resto es un sendero de la guerra, y Maggie y yo vamos a recorrerlo. Espero que sus horas de encarcelamiento serán breves, pero puede que le resulten más llevaderas si le digo que vamos en busca de Jackson Gray. Siéntese más tieso.
John J. Malone hipó moderadamente.
—Eso —dijo— será fácil.
La oficina de homicidios de la Jefatura de policía de Beverly Hills apenas tenía el espacio suficiente para que saltara un gato, estaba pensando John J. Malone. Se encontraba sentado en una silla muy dura, esposado, fríamente sobrio, y furioso.
—Quiero un abogado —estaba diciendo—. Quiero una docena de abogados, y una prueba con el detector de mentiras, y un bocadillo de pasta de hígado con cebolla.
El teniente Lumm le miró.
—Hasta esta noche no había creído realmente que fuera usted culpable, ¿sabe? Pensé que si le apretaba un poco las clavijas nos ayudaría a resolver el caso. Pero el asunto de Alva Jones lo cambia todo. ¿Por qué la mató, Malone? ¿Acaso porque ayer le había dicho dónde estaba Nina LaCosta, y en consecuencia estaba en condiciones de hacerle víctima de un chantaje?
—Si confieso, ¿me darán un bocadillo con medio jamón dentro? —Malone hizo rechinar sus cadenas—. Teniente, ¿quiere usted ficharme de una vez, para que pueda acostarme un rato?
El teniente dio un puñetazo sobre su escritorio.
—De acuerdo, vamos a ficharle.
Él mismo se ocupó de hacerlo, y luego llamó a un subordinado.
—Notifíquelo a Los Ángeles, sargento. Y haga que suelten inmediatamente a LaCosta, con nuestras disculpas.
—No debió usted detener a LaCosta —observó Malone—. Hubiera sido un sospechoso ideal, pero si hubiese asesinado a Nina se habría apoderado de los cien dólares que había en su bolso, y de haber tenido aquel dinero, no hubiera comprado comestibles para una cena barata en casa.
—Hablará usted ante el tribunal —dijo Lumm—. Y, sargento, telefonee a Mr. Joseph Vastrelli y dígale que el caso está cerrado, y que si se pasa por aquí y firma una declaración podrá regresar a Chicago cuando quiera.
—¿Va a venir Vastrelli? —exclamó Malone—. ¡Enciérreme en una celda, pronto!
—Cierre el pico —dijo el teniente—. Y luego localice a Jackson Gray y dígale que se presente aquí a primera hora de la mañana. Está mezclado también en esto, y quiero saber lo que le dijo Malone a la hora del almuerzo.
—Hablando de almuerzos… —empezó el pequeño abogado.
Pero el sargento regresó al cabo de unos instantes para informar que LaCosta había sido soltado, y que Vastrelli se encontraba en camino de la Jefatura, pero que Jackson Gray no había podido ser localizado.
—El conserje de su hotel dice que recibió una llamada telefónica hace cosa de una hora y que se marchó apresuradamente.
Lumm pareció momentáneamente desconcertado.
—No, no se preocupe —le tranquilizó Malone—. No fue Gray. Él no asesinaría a una chantajista; se limitaría a pagar. En realidad, la única persona que tendría que llevar estas esposas…
El teniente estaba en el teléfono, ordenando una comprobación rutinaria acerca de Hildegarde Withers y la secretaria. Luego, la puerta se abrió de golpe y apareció Joe Vastrelli, con el rostro congestionado de furor.
—¡De modo que fue usted, cochino picapleitos! —gritó. Y de nuevo su puño derecho salió disparado… antes de que el teniente pudiera soltarse del teléfono. John J. Malone no había estado nunca en una situación tan desventajosa, pero la desesperación le dio fuerzas para superarla: con las dos manos en alto blocó el peligroso puño, y a continuación dejó caer las esposadas muñecas sobre la cabeza de Vastrelli.
—Su prisionero, teniente —dijo Malone, respirando con fatiga—. Vastrelli esperó durante años la ocasión de vengarse de la mujer que le dejó plantado. Y luego, cuando le derroté en aquel juicio, decidió enviarme aquí, matar a Nina y cargarme el muerto.
—¡Matando dos pájaros de un tiro! —exclamó una voz desde el umbral de la puerta. Y Miss Hildegarde Withers entró en la oficina, como un feo pajarraco—. Eso es exactamente lo que sucedió, teniente. —Se detuvo sobre el caído cuerpo de Vastrelli—. ¡Oh! Veo que han estado tratando de arrancarle una confesión…
—¡Basta ya! —gritó el teniente Lumm—. Ustedes dos nos han estado tomando el pelo, a mí y a todo el departamento de policía…
—No será tanto, teniente —dijo modestamente Malone.
Lumm pulsó todos los timbres de su escritorio.
—¡Llévense a este hombre abajo y préstenle los primeros auxilios! Y encierren a estos dos bromistas, y tiren la llave al río…
—Va usted a lamentarlo —dijo Miss Withers—. Porque Vastrelli es realmente el asesino.
—¿De veras? Entonces, acláreme esto: ¿cómo puede cometer un asesinato en Beverly Hills un hombre que se encuentra a dos mil millas de distancia? ¡Malone y yo hablamos con Vastrelli, en conferencia desde Chicago, antes de que el cadáver de su esposa estuviera frío!
—Resulta un poco difícil de explicar —admitió la maestra de escuela. Contempló ansiosamente el teléfono y luego su reloj—. Pero, si hace que sus hombres me suelten, y nos sentamos todos a charlar tranquilamente unos instantes…
—¡Enciérrenles a los dos! —aulló el teniente Lumm, casi arrancándose sus escasos cabellos.
—¡No puede hacer esto conmigo…, con nosotros! —protestó John J. Malone.
Podían hacerlo, y lo hicieron.
Las puertas de hierro se cerraron.
—¿Qué puedo pedir para desayunar? —preguntó el abogado.
El carcelero dijo:
—Lo que le apetezca. Aunque no le traerán más que pan seco y café.
Y se marchó.
Malone se recordó a sí mismo que las paredes de piedra no constituyen una prisión, ni los barrotes de hierro una jaula, y se tendió sobre la dura colchoneta. Pero, apenas había cerrado los ojos, cuando la llave volvió a girar en la cerradura.
—Vamos —dijo el carcelero.
—¿Me van a fusilar al amanecer, sin juzgarme siquiera? —gritó el abogado.
Pero fue llevado a la oficina de Lumm, donde aguardaba ya Miss Hildegarde Withers, la cual le guiñó un ojo.
Entró el teniente Lumm, muy sonriente y ligeramente avergonzado.
—Lamento haberme dejado llevar de los nervios —dijo—. Pero creo que cometí una terrible equivocación…
—¿Ha confesado Vastrelli? —preguntó ávidamente Malone.
—Confesará —dijo el teniente—. Cuando se recupere de aquel trastazo en la cabeza y sepa que su hermano acaba de ponerme una conferencia desde Chicago, admitiendo que había proporcionado, sin saberlo, una coartada a su hermano. Por lo visto, acababa de leer en los periódicos lo ocurrido y se asustó. Joe llevaba aquí una semana; había encargado a su hermano que atendiera las llamadas telefónicas como si fuera él. Y luego le dijo que tomara el avión, bajo el nombre de Joe, y se presentara aquí. Joe le esperaba en el aeropuerto: se cambiaron los sombreros, los abrigos y el equipaje, y el hermano tomó el primer avión de regreso.
—Un trabajo muy limpio —reconoció Malone.
—Me he puesto ya en contacto con la policía de Chicago para que detengan a Jim Vastrelli, y he solicitado una orden de extradición —continuó el teniente—. Voy a…
—¿Puedo decir unas palabras? —le interrumpió Miss Hildegarde Withers ansiosamente.
—Luego —dijo el teniente—. Quiero acabar de disculparme ante ustedes. Les ruego que me perdonen…
Malone agitó una mano con un gesto de no-hay-de-qué-muchacho, pero la maestra de escuela dijo:
—Y nosotros le debemos a usted una explicación…, al menos en lo que a mí respecta. Antes de seguir adelante, debo informarle de que, a pesar de que la llamada telefónica que acaba de recibir ha sido correcta en su información básica (tiene que serlo, sencillamente, porque ninguna otra encaja con los hechos), no procedía exactamente del hermano de Joe Vastrelli.
La sonrisa del teniente Lumm se heló en su rostro.
—¡Debí suponerlo! —susurró, con los ojos abiertos por el asombro—. ¡Otro fraude telefónico, desde luego! Porque tengo muy buen oído para identificar voces, y sé que el hombre al que acabo de detener es el mismo con el que hablé en conferencia la noche del crimen…
—Habló usted con él —se apresuró a decir Miss Withers—, pero no por conferencia. No hay que estar en Chicago para dar la impresión de que se está hablando desde allí…, si se dispone de una muchacha que imite la voz de la telefonista. Vastrelli utilizó una taxi-girl que recogió en un tugurio de la parte baja de la ciudad para que representara aquel papel, y más tarde la asesinó, al descubrir que la muchacha había sido demasiado codiciosa y había facilitado a Malone, mediante una recompensa de cincuenta dólares, la información acerca del paradero de Nina. La noche en que asesinó a su ex esposa, se llevó una corbata y una botella de whisky de la habitación de Mr. Malone, para hacer más abrumadoras las pruebas contra el abogado. Un mal sujeto, ese Vastrelli.
Malone asintió plácidamente.
—Por eso le di fuerte.
—¡Eso es un cuento de hadas! —exclamó el teniente, volviendo a pulsar todos los timbres de su mesa—. ¡Sargento! Llévese a esos…
Repentinamente, la habitación quedó llena de uniformes, pero, inexplicablemente, en vez de devolver a Malone y a Miss Withers a sus calabozos, los agentes se dedicaron a estrecharle la mano a Lumm y a palmearle la espalda.
—¡Felicidades, teniente! —estaba diciendo alguien—. Vastrelli acaba de confesarse autor de los dos asesinatos. ¡Va a ser un rudo golpe para los muchachos de Los Ángeles!
—Me faltan palabras para expresarle mi gratitud —dijo Malone fervientemente, mientras él y Miss Withers andaban por las calles de Beverly Hills, desiertas y pálidas a la luz de la luna.
—¡Déjese de monsergas! —dijo la maestra de escuela—. Lo que tenemos que hacer es darnos prisa. Maggie está en el bungalow a solas con Jackson Gray…
—Bueno, a Gray le queda siempre la posibilidad de gritar pidiendo auxilio…
—Maggie ha hecho de telefonista, y el joven Gray ha interpretado el papel de Jim Vastrelli, con un leve acento extranjero. Una de sus mejores interpretaciones, desde luego. Se mostró encantado de poder ayudarnos… y yo le hice muy feliz diciéndole que había comprobado que su madre estaba realmente casada con su padre, y que existían pruebas de que se había divorciado de Vastrelli.
—Y será todavía más feliz —dijo Malone— cuando yo le devuelva su cheque. Estaba en la mano de Vastrelli, ¿sabe? Evidentemente, trataba de metérmelo en el bolsillo después de golpearme…, pero le salió el tiro por la culata.
—Tal vez Mr. Gray nos invite a todos a cenar en Ciro's mañana noche… —dijo Miss Hildegarde Withers.
La noche siguiente constituyó un enorme éxito. Maggie flotaba alrededor de la pista de baile en brazos de Jackson Gray, e incluso llegaron a pedirle un autógrafo. Miss Withers bailó con un famoso guionista, y por primera vez en su vida se vio abrazada y pisada. John J. Malone, por su parte, dedicó su atención al bar. Una hermosa muchacha de pelo negro y ojos azules le acogió cariñosamente, hasta que se puso en claro que la muchacha era corta de vista y le había confundido con un ayudante de dirección de la Fox.
Al quedarse solo, el pequeño abogado encargó otro whisky y luego empezó a cantar en voz baja "¿Es irlandesa tu madre?" Cerca de él había un hombre que tenía aspecto de barítono, pero se marchó.
De repente, alguien se detuvo junto a Malone y pidió una limonada. Miss Withers canturreó, con una suave voz de contralto: "… Porque hay algo irlandés en ti…"