Capítulo XXIII
GLENINCH
EN el hotel encontré a Benjamín dedicado a la lectura de un periódico que dejó al verme.
—¿Qué novedades hay, Valeria?
Le di cuenta de la conversación sostenida con el abogado Playmore, pero no le manifesté una sola palabra acerca de su horrible sospecha con respecto a Dexter.
—Bien —dijo, satisfecho—. Veo que el abogado cree, como yo, que cometiste una imprudencia al visitar a ese loco. Y supongo que seguirás su consejo, ¿verdad?
—Perdóneme, querido amigo —contesté—, porque, sin duda alguna, me resolveré a hacer una nueva visita a Dexter.
—¡Todo inútil! —suspiró Benjamín—. Siempre has sido muy obstinada. ¡Ojalá no hubiésemos abandonado Londres!
—Puesto que hemos venido a Edimburgo, me propongo visitar la casa de mi esposo, que sólo se halla a unas cuantas millas de aquí. Mañana iremos a Gleninch.
—¿Donde murió envenenada la señora Sara Macallan? —preguntó Benjamín.
—Sí. Necesito ver la habitación en que murió, y también me propongo recorrer toda la casa.
Envié unas líneas al abogado Playmore para comunicarle mi decisión, y me respondió que, si quería aguardar a la tarde, me acompañaría con su coche.
En el momento en que el vehículo se detenía ante la puerta del hotel, Benjamín recordó que tenía en Edimburgo un viejo amigo, y salió con objeto de hacerle una visita.
Aparte de los recuerdos vinculados a aquello, Gleninch no tenía nada que pudiese llamar la atención del viajero. Los encargados de aquella posesión, marido y mujer, nos recibieron bastante bien, y el marido meneó tristemente la cabeza cuando el abogado le dio la orden de abrir puertas y ventanas. En la biblioteca y en la galería de cuadros estaban encendidas las chimeneas para impedir los ataques de la humedad. Al subir al primer piso, pude visitar las habitaciones que se detallaban en el proceso. Al pasar, eché una ojeada a la que había ocupado mi marido. Vi también el corredor mencionado por Dexter en su relato. Y la horrible soledad de la casa parecía decirme: "Guardo celosamente el secreto del veneno y de la muerte".
Mi compañero me propuso ir a dar una vuelta por el jardín, y allá nos dirigimos. El ambiente era mucho más agradable que dentro de la casa. Al fondo del jardín había una especie de choza donde, al parecer, se guardaban las herramientas. Me acerqué allí, y como la puerta estaba abierta, me asomé al interior. En un rincón vi un montoncito de cosas viejas e inútiles.
Tras de hacer algunos comentarios sin importancia, nos encaminamos a la puerta del parque, donde nos esperaba el coche.
Durante el regreso hablamos de cosas indiferentes, y acabé por distraerme de mis ideas. Pero, una vez cerca de la ciudad, el abogado me habló de mi retorno a Londres, diciéndome:
—Me dijo usted que la última vez fue sola a visitar a Dexter. Le ruego que no lo intente de nuevo. Y si quiere ir allá, no vaya sola.
—¿Cree que me amenaza algún peligro?
—No sé; pero quizá le fuese muy útil la presencia de un amigo. ¿Se propone acaso repetir a Dexter lo que le comunicó lady Ciar inda?
—Sí.
—Y tal vez se figura usted que él se impresionará mucho. Pues bien: me atrevo a profetizarle que Dexter no le dará ese gusto, y es muy posible que la convicción de usted se debilite.
—Quizá.
—Bien. Supongo que me escribirá usted lo que ocurra, y estoy persuadido de que en breve abundaremos en la misma opinión. Dios la acompañe.