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Niana se desenrosca. Había oscurecido hacía rato en el puente en ruinas, aunque el cielo sobre su aguilera y el río bajo ella todavía muestran ese brillo acerado que siempre tienen en Londres. Y hay luces… ahora siempre hay muchas luces a lo lejos.

—Sí —sisea como el agua que sisea sin parar bajo ella—. Recuerdo aquella noche, gran maestro. Las llamas, la gente… aunque habría dicho que los gritos eran míos. Por supuesto, yo no era más que una niña, y para mí no había sido más que una salida al otro lado del río helado para escapar de la destrucción de la ciudad en aquellos días tan terribles. Pero recuerdo mi viejo cajón de metal para deslizarme por las colinas, y la manta en la que me sentaba, y el río resbaladizo. Hasta recuerdo el olor a podrido y a humo, y la bocina de aquel coche, aunque yo pensaba que era una trompeta. Pero ¿cuántos años podría haber tenido para estar allí y recordarlo? Y mis padres, mi familia… me pregunto qué habrá sido de ellos.

—Quizá sufrieran el mismo destino que tú.

—¿Destino? ¿Tienes que llamarlo así? ¿Y tienes que describirnos a todos como trolls y cambiantes, gran maestro, cuando sabes que hay una palabra mucho mejor?

—Las palabras solo son hechizos.

—Y los hechizos hay que utilizarlos. —En estos momentos ella me parece más fría y gris que el aliento nocturno del río—. Y esa triste y vieja criatura (esa de la que no dejas de hablar y a la que quemamos los ciudadanos), nunca me había dado cuenta de que fuera a la vez inocente y culpable de todo lo ocurrido. Pero, fuera lo que fuera, por favor, gran maestro, piensa en mí como una Hija de esta Edad. Eso es lo que somos todos, incluso los que regresasteis de aquellas brillantes colinas sin cambios superficiales, tanto como los muchos que no lo hicimos…

Hijos de la Edad; una frase tan dulce e inocente. Pero ella lleva razón. Resulta adecuada para Niana y todos los demás que cambiaron con la primera efusión salvaje del nuevo éter, aunque nunca le hubiera encajado a la maestra Summerton… ni siquiera a Annalise. Y me doy cuenta de una forma repentina y extraña de que esta criatura es mucho más joven que yo. «Debo estar haciéndome viejo —fue mi siguiente pensamiento— porque hasta los tr… —la palabra que no puedo ni pensar ni mencionar en esta Edad iluminada— parecen jóvenes». Y hay mucha más tolerancia. Así que muchos de ellos fueron creados aquella noche y, con tanto nuevo éter, han aparecido muchos más después. Y parecen distintos. Más bellos y feéricos, más extraños y pálidos; mucho más difíciles de alcanzar y de entender. Está claro que pertenecen totalmente a esta nueva Edad.

Pero ¿qué me dices de los días que siguieron, Niana, que siguen contándose, a pesar de todo, según los mismos doce turnos? Una vez comenzada la primera catalización de hielo de motor, el descubrimiento de nuevas y enormes reservas de éter casi en el centro de la ciudad y en casi todos los demás lugares donde se podía encontrar aquella substancia fue también el catalizador del nuevo régimen. Se necesitaban ayudantes-ciudadanos para controlar aquella nueva riqueza tan sorprendente, así como ciudadanos con las habilidades arcanas necesarias para retardar el trabajo del éter. Y ciudadanos para dirigir las bestias de mina que cavarían las trincheras, y ciudadanos que trabajaran la madera, y ciudadanos que trabajaran el hierro, y ciudadanos que controlaran los motores y, por supuesto, ciudadanos para vigilar las vallas que tuvieron que construirse para mantener fuera a todos los demás ciudadanos. Después había que poner en marcha los telégrafos, los trenes y los tranvías.

Al principio, a estos trabajadores los llamaron «servidores de la nación». ¿Te acuerdas, Niana? ¿Recuerdas cómo reclutaron a antiguos gremiales y les dieron el privilegio de tener comida extra, que solo era necesaria para realizar su esencial labor? Y las organizaciones, las desunidas aglomeraciones de viejas rivalidades y nuevas lealtades que se formaban en bares, cocinas y salones gremiales saqueados, a esas las llamamos «sindicatos». También lo recuerdo. Pero, de algún modo, conforme el delgado esqueleto del viejo Londres comenzaba a producir humo y ruido como siempre había hecho, la palabra «gremios» volvió a surgir. Al principio eran «nuevos gremios» o «antigremios», y sus miembros eran «gremiales ciudadanos»; y puede que aquel término, gritado en las primeras mañanas de la nueva primavera, al principio no fuera más que una referencia chistosa a los malos tiempos pasados. Pero las palabras son hechizos, Niana. Bueno, todavía puede verse la palabra «nuevo» o «reunificado» en el membrete de una carta o en un cartel gremial. Y ya sé que, técnicamente, todavía somos ciudadanos, incluso el más desgraciado de los mercas, porque así lo establecieron legalmente los grandes jueces de Newgate un día en el que no habían colgado a nadie.

Porque las cosas han cambiado y las cosas siguen igual, y ahora me doy cuenta de que ese es el patrón que siempre sigue la vida. Los niños rebeldes que maldicen las vidas de sus padres, pronto acabarán silbando alegres de camino a la misma fábrica, y las nuevas casas de vecinos que se levantaron sobre los viejos tugurios de Ashington y Whitechapel se han vuelto a convertir en tugurios. Hay un hechizo en nuestras cabezas, en la tierra, en el aire y en el éter, y es un hechizo que nunca podremos romper. Mira Bracebridge. En los días siguientes a la parada de los motores, cuando se hizo público el fraude continuado de los directores de Mawdingly & Clawtson, parecía que sería el final del pueblo. Pero si vas ahora por allí, Niana, verás que el lugar sigue tan atareado y feo como siempre. Las cubetas de decantación siguen brillando, y las largas filas rellenas de paja de los vagones de éter traquetean bajo el mismo puente de hierro… probablemente observadas por algún chaval confuso y enfadado. El cambio más notable en Bracebridge es Rainharrow. La colina se ha convertido en un animado cráter, envuelto en humo gris y en la actividad de las máquinas que extraen el hielo de motor fundido en la roca. Y cada cuarto de hora, día y noche, la tierra tiembla, BUM, con una nueva explosión que revela otra veta a cielo abierto. Aún es más, las tareas se dirigen desde las oficinas situadas más allá del arco con los frisos gemelos de la Providencia y la Piedad. Así que el ritmo de la vida sigue, mi padre sonríe o mira ceñudo su cerveza mientras ayuda en El Escudo de Bacton, y Beth regaña a sus alumnos, agita su tinta, y sonríe para sí pensando en el fin de periodo y en su colega de Harmanthorpe.

Redhouse ha cambiado más. En esta Edad en la que las maestras gremiales coleccionan los preciados restos brillantes escondidos en las costuras de la ropa de faena de sus maridos para dárselos al redentor local, en la que hasta el mismo polvo del aire de los más grandes lugares de trabajo se destila, un premio así no podía quedar abandonado. Si vas allí ahora verás que la vieja casa y las granjas han sido reducidas a escombros con grandes máquinas para recuperar el hielo de motor; aunque, curiosamente, en una pequeña plaza bajo las obras principales, sigue en pie la estatua bajo la que una vez nos sentamos Anna y yo. Pero el sonido que llena el aire ahora es el de los cortes y los martillazos. Ahoga el susurro del río que, de todos modos, está contaminado y cambiado.

Así que quizá me equivoque al decir que las cosas no han cambiado, Niana. Y debes disculparme si me distraigo del tema y parezco cambiar de idea. Como le decía hace poco al gran maestro Bowdly-Smart, este tipo de comportamiento es prerrogativa de los privilegiados y de la edad con minúsculas. Desde sus humildes comienzos, desde sus esfuerzos hasta convertirse en maestro superior y su descubrimiento, tras la muerte de su hijo, de que el simple trabajo duro no sirve para nada, desde su chantaje al gran maestro Harrat hasta su manejo del dinero imaginario del Gremio de los Telegrafistas, Ronald, como siempre está dispuesto a admitir, es una parábola de todo lo que funcionaba y lo que no funcionaba en la vieja Edad. Ahora lleva una vida respetable, está casi retirado y juega con alguna inversión que otra, como debe hacer la gente para crear nueva riqueza, y su esposa prospera mejor que nunca en lo que ella llama el «torbellino social». Por cada invitación que acepta, tiene que rechazar una docena; el gran maestro Bowdly-Smart y yo nos reímos mientras bebemos nuestro whisky, y nos preguntamos cuál de las dos cosas disfrutará más, mientras el niño adoptado al que llaman Frankie grita con vulgaridad a su niñera mientras juega en el jardín. Porque algo que sí hemos notado es que ahora los acentos más bastos resultan aceptables socialmente. De hecho, en una reciente visita a Walcote House, muchos de los jóvenes imitaban dichos acentos. Al revés que el resto del mundo, a veces se llamaban entre sí «ciudadanos», aunque solo a modo de broma.

De todos modos, debo admitir que a veces me siento algo mareado al pensar en mi amistad con el gran maestro Bowdly-Smart, mientras observo sus terrenos desde las ventanas de mi coche nuevo y me sumerjo en las luces de la ciudad, con sus colores, sus enormes edificios nuevos y los relucientes trenes y tranvías. No lo llamaría «malestar», Niana, porque eso sería repudiar al maestro superior, digo, al gran maestro Bowdly-Smart. Sería repudiarme a mí mismo. Es más la ligera pero vertiginosa pérdida de equilibrio que probablemente sentiría si viviera lo bastante como para subirme a lo alto del nuevo zigurat que están construyendo en el centro de Westminster Great Park y que, según me cuentan, hará empequeñecer la altura de Hallam Tower y se tragará tanto en ancho como en fondo al más grande de los salones gremiales. Después de todo, sentirse perdido en tu propia Edad es un lujo que solo se pueden permitir los ancianos ricos; un lujo que poder fomentar y apreciar cuando los demás palidecen.

Puede que te parezca extraño, Niana, a la vista de su exaltada posición, pero la persona con la que más cómodo me siento últimamente es con el primer gran maestro del Gremio Reformado de los Telegrafistas, Arquitectos e Industrias Afines. Él, más que nadie, cuando encuentra tiempo para meditar sobre estos asuntos tan abstractos, admite que esta no es la Edad que él quería. Dice que a veces todavía se despierta sobresaltado, y se encuentra perdido y pequeño en sus enormes habitaciones y en las extraordinarias circunstancias de su vida. Pero la gente todavía lo ama casi tanto como aquel día de enero en el que lo liberaron de su confortable casa-prisión y lo llevaron por las calles de los Easterlies. Los ciudadanos estaban encantados de verlo. Allí, por fin, había un símbolo que unía la inocencia de la nueva Edad con la de la vieja.

—¿No irás a derribar más iglesias cantando, verdad? —le preguntaron.

Por supuesto, George, siendo como era, sonrió y se sintió incómodo, como todavía solía pasarle cuando alguien tenía el valor de decirle algo así. Comparado conmigo, comparado con Saúl (comparado, sí, incluso con el maestro superior Stropcock), su ascensión había sido la más vertiginosa. Pero también era el que había empezado desde más arriba. Y casarse con Sadie… bueno, eran muy buenos amigos, se sentían bien juntos, y era algo absolutamente necesario para la unión de sus gremios reformados. Y Sadie era una figura respetada tras su magnífica defensa de Walcote House frente a lo que de nuevo podía definirse de forma aceptable como el «populacho».

Incluso creo que son una pareja feliz. El periodo pasado estuve con el primer gran maestro junto a su tumba, cerca de los establos en los que también habían enterrado a su amado Luz de Estrellas. ¿Qué? Oh, sí, Niana, su unicornio regresó a Walcote House, aunque nunca pudieron volver a cabalgar en él. Pero la mayor de las alegrías para Sadie en sus últimos años de vida era cabalgar. Así murió. Trágicamente antes de tiempo, claro, pero George y yo, de pie bajo los pertilos que siseaban llevados por la brisa, estábamos de acuerdo en que envejecer con elegancia no hubiera sido uno de sus fuertes. La verdad privada de su matrimonio, aparte del hecho de que estaban realmente dedicados el uno al otro, era algo que él sigue intentando ocultar. Estoy seguro de que Sadie tenía amantes, nuevos descubrimientos, pero también estoy seguro de que ninguno de ellos logró reemplazar lo que sentía por su marido y por Anna Winters.

Calvo y con la cara roja, en nada parecido al joven alto de hace veinticinco años, ahora el primer gran maestro se asemeja más a una versión corpulenta del gran maestro Porrett. Pero, por dentro, creo que sigue siendo el mismo maestro mayor George. El dolor y el sufrimiento de los desamparados siguen causándole desolación. Sobre todo, sigue teniendo esperanza. A menudo pienso que por eso la gente tolera tanto en esta nueva Edad y que por eso, a pesar del fallido atentado con bomba del pasado invierno, siguen en su mayoría amándole. Yo no estoy seguro de haber tenido esperanza alguna vez, Niana, como él la tiene, pero creo que sigue confiando en mí lo bastante como para dejarme advertirle de que sus fiestas se harán cada vez más conocidas. La gente tiene una idea muy clara de su primer gran maestro, y esa idea no incluye verlo dirigiendo sus orgías masculinas.

Pero puede que Blissenhawk ya esté publicando la noticia. Curiosamente, a pesar de haber empezado su carrera como gremial y de que nunca había dejado de dedicarse a su profesión de impresor, seguía siendo fiel al espíritu rebelde de la difunta última Edad. Lo creas o no, Niana, ahora la gente colecciona ejemplares antiguos del Nuevo Amanecer, aunque estén manchados y marrones, y llenos de mis divagaciones inconexas y medio analfabetas. He visto que los colocan en vitrinas de cristal. La gente afirma que son documentos históricos de valor incalculable y buenas inversiones, aunque, la verdad, las últimas publicaciones de Blissenhawk no difieren mucho. Hace poco me hice con una de ellas y la encontré tanto sexual como políticamente ofensiva. Por supuesto, la han prohibido, pero Blissenhawk no se conformaría con menos.

De todos nosotros, Saúl es el que lleva la vida más sabia. En los oscuros días del último invierno de la vieja Edad, hizo todo el trabajo que, seguramente, era necesario. Pero conforme avanzaban los años, y las disputas entre grupos rivales de ciudadanos volvían a centrarse en la monumentalidad de la riqueza, consiguió retirarse. Cortejó de nuevo a Maud con la misma paciencia y constancia con la que había planeado la Revolución de la Noche de Navidad. Pero me sorprendió cuando anunció que realmente se mudaba al campo. Al principio los visitaba a menudo. Fui el padrino gremial de su primer hijo, que ahora debe estar ya en edad de tener su propia descendencia. Todavía intercambiamos esas tarjetas que se han puesto de moda en Navidad y el Día de las Mariposas, adornadas con breves afirmaciones de que tenemos que reunimos en el nuevo año. Pero me alegra saber que sigue con Maud, con sus caballos, sus deudas, y sus problemas con la cosecha y con la artritis, que creo que empieza a afectarle a la espalda y a las manos. Ya no dibuja, pero bueno, en esta Edad, ¿quién tiene tiempo para hacer esas cosas?

En cuanto a mí, Niana, supongo que me ha ido bastante bien en esta Nueva Edad. Soy rico, como puedes ver, aunque últimamente me resulta más fácil contar mis perlas numéricas que mis bendiciones, o que encontrar buen servicio en un restaurante. A menudo, me siento atraído por el pasado. Anthony Passington, por ejemplo, todavía me visita en sueños. Se desliza por el pasillo de una mansión de imposible grandeza para ponerme una mano en el hombro, pero es un fantasma oscuro; nunca habla. Cuando me despierto, me siento embargado por la gris decepción de no haberlo llegado a conocer. Después de todo, hizo lo más decente cuando se dio cuenta de que la ilusión de su gremio se derrumbaba. Incluso en su juventud, cuando dio con aquella calcedonia que había forjado la maestra Summerton, ya comprendía que el éter se acababa. ¿Y cómo iba él a saber que el experimento que había organizado para revertir el proceso saldría tan mal? ¿Qué habría ganado cargando con la culpa? Así que siguió viviendo y los motores empezaron a fallar poco a poco, y con su fallo llegó la mentira; seguro que en el fondo de su corazón sabía que aquella mentira acabaría con él.

Así que, en cierto modo, echo de menos al primer gran maestro que no me dirigió más de dos palabras seguidas, y que nunca fue el monstruo que yo quería que fuese. El verdadero maestro oscuro nunca fue un simple ser humano. Ahora lo sé, aunque estoy seguro de que había un poco de él en Anthony Passington, igual que lo había en el gran maestro Harrat y en Edward Durry, en mi madre y en la maestra Summerton y, quizá, también en Anna… y, sin lugar a dudas, en mí. Y «él» también me sigue visitando. Veo a mi maestro oscuro reflejado en los límites de mi defectuosa visión, en los escaparates de Oxford Road y en la máscara hundida que me devuelve la mirada desde las muchas ventanas de la larga noche eléctrica. Y también lo veo en ti, Niana, y lo veo en los actos de los gremios, y en todos los trabajos de esta nueva Edad de la Luz. Porque el maestro oscuro era el éter y fue el éter quien conspiro, a través de la cadena de nuestras vidas, para rehacerse a sí mismo y volver a ser de nuevo tan poderoso como siempre. Un hechizo para hacer muchos hechizos. Al fin y al cabo, ¿qué podría ser más natural?

El magibrillo oscuro y blanco del éter acecha por doquier, Niana. Lo veo en el deslumbrante mediodía y en los rincones más oscuros de la noche. Merodea por mis recuerdos, y la forma que suele asumir más a menudo es la de la maestra Summerton, y la amo y la odio por todo lo que era y no era, igual que te amo y te odio a ti por ser y no ser lo mismo.

El viento me pellizca débilmente, aunque me doy cuenta de que ya no puedo temblar, ni siquiera cuando Niana me pone una mano de frialdad imposible en la cara. Las sombras giran. Mi visión se asombra.

—Pero ¿qué le pasó al pobre señor Snaith? —me pregunta.

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no lo sé. La última vez que lo busqué ya había dejado el almacén. Algunas personas se caen por las grietas de la vida…

—Ahhh… —A través de mi cráneo, sus dedos, la respiración del viento—. Ahora lo llamas persona…

—¿Y no lo es?

—Bueno, sí, y no, y quizá. Pensaba que volvería a aparecer al final de la historia, en la parte que tú y yo seguimos viviendo. Pensaba que quizá hubiera llegado a ese lugar de fábula… a Einfell.

Einfell. La palabra suena distinta cuando ella la pronuncia. Sigue siendo un aliento, un hechizo.

Aparta los dedos, después me acaricia los ojos.

—Vaya. Una cosa en la que sigues creyendo.

—Claro que sí —digo—. Cogí el tren hasta allí el último cuarto diadeturno.