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El gran maestro Harrat, en su largo taller, se movió para subir las persianas de los tragaluces.

—¡Impurezas, Robert! —dijo—. ¡Imprecisión! Contra eso debemos luchar… ¡Piensa en los rayos, Robert! Yo solía mirar por encima de los tejados de Northcentral desde mi guardería cuando había tormenta y deseaba que cayeran sobre Hallam Tower. Y me maravillaba, Robert… aquello me maravillaba. Sin chapuzas, sin dudas. Incluso entonces podía ver el comienzo de una Edad nueva, distinta. Quizá algún día pueda explicar…

Lo observé inclinarse sobre las damajuanas de ácido y una gotita de sudor se Ir deslizó por la barbilla. Aquel día todos los cables, esfuerzos y rebosamientos humeantes habían fallado, no se había producido ni el más ligero brillo. Pero no me importaba. Periodo tras periodo, aquellas visitas habían adquirido cierta predictibilidad y sus fallos eran tan parte de ellas como el sabor del mazapán. Había aprendido a mantenerme bien alejado en los momentos cruciales de las chispas, la goma ardiendo y los enormes tarros llenos de productos químicos. La electricidad parecía algo peligroso y volátil, y todos los experimentos del gran muestro Harrat me habían convencido de que nunca funcionaría. Después de lodo, ¿quién iba a querer arriesgarse a tener aquella cosa cargada en casa cuando podía confiar en la seguridad del gas de carbón, los faroles o las velas? Pero, a pesar de todo, consideraba aquellas tardes de medio diadeturno como preciados momentos de evasión y tranquilidad.

Podía imaginarme la escena en casa en aquellos precisos instantes o en cualquier otro instante de los últimos días. En los últimos periodos mi madre había entrado en un coma febril; se sacudía y se retorcía con los ojos muy abiertos y en blanco, se le estiraban y le dolían las extremidades mientras la mandíbula se le caía y luchaba por respirar. Beth estaría atendiéndola en aquel momento, igual que todos los días y noches. Se enfrentaba a la inquietante oscuridad y a las escurridizas paredes de aquella habitación. Beth le limpiaría la cara y las piernas a mamá, calentaría las botellas de piedra, atendería el fuego y alisaría las desordenadas sábanas mientras sostenía aquellas manos de longitud imposible que nadie más se atrevía a tocar. Hacía unas cuantas noches, la última vez que me había atrevido a mirar allí dentro, mi madre se arañaba la Marca ya casi invisible de la muñeca izquierda. Aunque Beth ya la había limpiado, la pared sobre la cama seguía manchada de jeroglíficos de sangre.

—Realmente pensaba que habíamos llegado a la esencia esta vez, Robert… —La voz del maestro Harrat y el tintineo de las botellas flotaron sobre mí—. Realmente creía que lo habíamos conseguido… A veces casi me pregunto si sucederá alguna vez…

Me miró. Por una vez, casi pareció esperar una respuesta. Su lustroso labio inferior tembló un momento y los ojos adquirieron una mirada grave. A veces me miraba así. Para entonces yo ya había adivinado que no era el primer muchacho que llevaba a su casa para comer bizcochos y observar sus liosos experimentos. Pero había algo más.

El gran maestro Harrat asintió para sí, como si hubiera llegado a alguna conclusión final. Sin hablar, se dirigió a una puertecita pesada empotrada en las paredes entre las lámparas de gas e hizo girar un dial con números. Su silencio en sí era poco normal y yo no sabía qué esperar cuando, con un giro de bisagras engrasadas, una llama saltó en la habitación. Las sombras le abrieron paso mientras llevaba una tintineante bandeja al escritorio. Los frascos que contenía eran versiones más pequeñas de los cuencos que había visto usar a las mujeres en el taller de pintura en Mawdingly & Clawtson, pero su magibrillo era mucho más agudo; casi no era un brillo, sino más bien un chillido de luz que emborronaba los demás sentidos. La larga habitación se iluminó para después oscurecerse al dejarlos sobre la mesa. Al mirar más de cerca por encima de su hombro vi que cada frasco llevaba un pequeño sello.

—¡Éter, Robert! Por supuesto, tengo que trabajar con él cada día para ganarme los placeres de esta casa. Tengo que fingir ante los accionistas que sé lo bastante sobre su comportamiento como para mantener la incomparable reputación de Mawdingly & Clawtson como suministradores de éter de la mejor magia. Pero no lo sé, Robert. Y no lo uso… él me usa a mí. Lo cambiaría por la electricidad y la luz sin dudarlo… puras y simples matemáticas. Pero tenemos que vivir con el éter. Domina nuestra tierra. Todos bailamos a su ritmo… Y quizá siempre sea así, aunque me haya esforzado todos estos años por encontrar la lógica simple e ilimitada de la física y la ingeniería.

Siguió así durante todavía más tiempo y con más ahínco incluso de lo habitual en él. Para mí, nacido en Bracebridge al ritmo del latido de los motores de éter, la distinción que hacía entre la supuesta lógica de la electricidad y la falta de lógica del éter me resultaba totalmente obtusa. Para mí, si acaso, era lo contrario. El éter nos había permitido domar los elementos: hacer el hierro más duro, el acero más resistente y el cobre más flexible, construir puentes más grandes y anchos, e incluso canalizar mensajes a través de enormes distancias de la mente de un telegrafista a la de otro. Sin el éter hubiéramos seguido siendo como los salvajes pintados de Thule. Pero comprendía que estaba siendo testigo de un momento culminante en las muchas luchas del gran maestro Harrat contra el medio que lo atraía tanto como lo incitaba… un experimento con el éter y la electricidad que había representado tantas veces en su cabeza que su realización real tenía el acusado aire de predictibilidad que suelen adoptar los temas largamente meditados, como si cada instante encajara con el siguiente. Por mi parte, me limité a observar los relucientes frascos que el maestro había intentado evitar usar durante tanto tiempo. CHUM BUM CHUM BUM. El corazón me golpeaba en el pecho. Nunca antes había estado cerca de éter de tanta pureza, ni siquiera en el Día de la Prueba.

—A fin de cuentas el éter es simple, Robert… como el más simple de los cuentos de hadas. Pedimos un deseo y el éter nos da lo que queremos aunque, igual que en un cuento, no siempre justo como queremos. Pero un motor mejor, una herramienta más afilada, una caldera barata que pueda soportar presiones muy superiores a las que debería, una innegable prosperidad económica, criaturas medio míticas como los perversabuesos y las bestias de mina para que nos obedezcan. Nos da todas esas cosas. Aunque ahora… ¿vemos si funciona?

Después se puso de nuevo a trabajar, a cortar cables, a retorcer filamentos y colocarlos en su sitio entre los conectores. A falta de un puente final entre las cosas a las que llamaba ánodos en sus cubas químicas (una compuerta de cobre alzada que estaba acostumbrado a verle cerrar con gran efecto dramático, pero poco más), el circuito estaba completo. Mientras murmuraba algo que no pude entender, el gran maestro Harrat abrió uno de los frascos de éter y apretó la ampolla de una pipeta hasta que una línea brillante ascendió por el tubo. La pipeta quedo suspendida sobre el espacio de aire en el que flotaba el filamento. Una perla deslumbrante se formó en la punta, un fragmento tembloroso que se rompió y cayó con una lenta facilidad que no tenía nada que ver con la gravedad. Todas las distancias parecieron aumentar y el tiempo con ellas, antes de que los elementos se unieran. El éter tocó la superficie del filamento y pareció desvanecerse.

—Por supuesto, ya sabe lo que quiero de él. El circuito perfecto… —El gran maestro Harrat se rio, pero sonaba lúgubre. Volvió a sellar el frasco, se quitó el guante de piel. Le temblaba la mano al dirigirse a la compuerta de aquel último interruptor. Y yo también temblaba. Nunca había sentido tanta expectación… Y un éter de tanto poder, pureza, magia… También conocía mis deseos, aunque yo no. Sabía que estaba a punto de presenciar algo emocionante y nuevo cuando, con una larga exhalación final, un suspiro nacido más de la inminente derrota que de la victoria, el gran maestro Harrat cerró el último puente del circuito que había creado.

Funcionó.

El filamento zumbaba, brillaba.

Era un triunfo.

De hecho, el filamento tenía un brillo increíble, como el sol que sale en un cielo despejado cuando todo lo demás parece oscurecerse… Me oí jadear cuando la luz se intensificó. El mundo tembló y giró a mi alrededor. Los ríos espumosos, las ruidosas fábricas, las tiendas gruñendo sus productos, los telégrafos sibilantes y los interminables, interminables turnos. Y por alguna razón, en una de esas acciones que uno comprende perfectamente cuando las realiza pero que pierden toda lógica después, acerqué la mano a la ardiente luz. El movimiento fue lento y pude ver los huesos bajo la carne a través del brillo… pero la deseaba más que nada.

Se produjo un increíble relámpago. Después humo, un siseo enfadado y salvaje, y el hedor a quemado. Caí hacia atrás y vi la lenta reacción del gran maestro Harrat al intentar cogerme, la forma laxa de su boca y escuché un golpe sordo cuando mi cabeza dio en el suelo. Pero todo aquello parecía suceder a lo lejos. Yo ascendía y retrocedía. El techo se inflaba. El aire soplaba y yo miraba Bracebridge desde lo alto, flotando entre las estrellas.

Después la noche comenzó a agitarse. La luna corrió por el cielo. Los trenes eran rayos de luz. El cielo ardía… luz, oscuridad, luz… mientras el sol huía hacia atrás. La nieve parpadeaba por las laderas de Rainharrow y los campos palpitaban con el reflujo de las estaciones. No tenía ni idea de lo que estaba pasando, solo que parecía volar de cabeza al pasado. Me pregunté si sería así la muerte. Después el sol trepó al cielo y se acomodó al oeste sobre la vega, mientras unas cuantas nubes se arremolinaban en su sitio detrás del cielo azul y sus sombras proyectaban parches sobre Bracebridge, que mostraba el bullicioso zumbido de una mañana de verano. No había cambiado mucho con el paso de los años. Cierto, los viejos almacenes detrás de Manor Hospital, bajando por Withybrook Road, todavía estaban en pie y las cámaras de descomposición de la fábrica de ladrillos todavía no habían comenzado su inexorable ascenso por Coney Mound. Pero Bracebridge se reconocía perfectamente. Y, mientras sentía el cálido sol y escuchaba los chirridos y estrépitos de sus motores, comencé a bajar hacia el pueblo y me acerqué más a los tejados alquitranados y ondulados de Mawdingly & Clawtson. De repente, los patios y ladrillos sucios se precipitaron sobre mí; después el moho de un tejado en concreto, hasta que pasé en silencio a través de él y me encontré flotando en la fresca penumbra de una sala que reconocí de inmediato. La escena era casi como la había visto hacía algunos periodos con el gran maestro Harrat, pero cambiada de la sutil forma en que el tiempo cambia las cosas. Y allí estaba mi madre, sin duda, aunque más joven, levantando y mojando su reluciente pincel entre los bancos de trabajo.

Cuando la puerta del patio se abrió casi esperaba ver entrar a mi padre pero, en vez de él, entró el gran maestro Harrat, aunque estaba más delgado y le faltaban las patillas. El supervisor corrió a saludarle con el voluminoso pecho dando brincos. Estaba claro que ya entonces el gran maestro Harrat era un personaje importante. Lo supe por el fácil murmullo de su solicitud y por el tono con el que fue recibida. ¿Podría quizá prestarle a un par de chicas del taller? Era un favor bastante pequeño y negó con la cabeza cuando el supervisor sugirió que quizá las que había seleccionado el maestro no eran las mejores, aunque sí las más bonitas. No se podía discutir su criterio. Mi madre y la chica rubia que se sentaba a su lado asintieron al oír sus nombres y dejaron los dientes de rueda en los que trabajaban; al hacerlo, mi madre tiró su tarro de pinceles al suelo. El supervisor alzó la vista al cielo.

Floté como un fantasma siguiendo sus pasos mientras aquellas dos jóvenes gremiales y el gran maestro Harrat dejaban juntos el taller de pintura. Formaban un extraño grupo aquellas dos especies distintas de humanos. El gran maestro Harrat con su ropa de calidad, mi madre y su amiga (a la que llamaba Kate entre susurros) con sus dientes de rueda y sus prendas usadas. Mientras caminaban a través de los patios quedó patente que no tenían mucho que decirse entre ellos, aunque mi madre y Kate intercambiaban sonrisas traviesas. Después oí la sirena del turno y, al ver a los trabajadores que salían en tropel, me di cuenta de que debía ser medio diadeturno.

Era un momento extraño para pedir un «especial», que es como las chicas llamaban a aquellos trabajos fuera del taller, con los patios vacíos y solo unos cuantos trabajadores esenciales en la Planta de Motores y la Planta Central para mantener los procesos de los motores de éter. Incluso dentro de las paredes de la fábrica, el cálido aire de verano parecía lleno de promesas de una tarde de fútbol y paseos por la orilla del río. Seguro que mi madre y su amiga Kate ganarían un día y medio por aquello, lo que no era algo que Mawdingly & Clawtson soliera dar gustoso a las chicas de los gremios.

Las sirenas se callaron. Las puertas se vaciaron. Las palomas arrullaron. Ru ru. Ru ru. En un patio anodino, el gran maestro Harrat se dirigió a una pared de ladrillos encalados. Tenía una puerta de hierro y sus barras oxidadas estaban salpicadas de pintura vieja. Mi madre y Kate observaron curiosas cómo el gran maestro Harrat abría el candado. Pensó durante un instante y después dijo algo que hizo que se rompiera. Kate dio una palmada de alegría y mi madre siguió observando con más aburrimiento mientras la puerta se abría con un chirrido. Después una chispa de pedernal, una pequeña lucha con la mecha reseca de un viejo farol que iluminó una débil esfera. Había paredes de ladrillo y escalones de hormigón en su camino de descenso, y el aire húmedo respiraba al ritmo de los aullidos y golpes de los motores de éter. Los caminos se nivelaron cuando el empuje del aire fue lo bastante fuerte romo para hacer revolotear los dobladillos de los vestidos de las dos mujeres. Los pasillos, que antes eran limpios y ordenados, con sus azulejos y sus ladrillos, cobraron un aspecto distinto. Los ladrillos se hicieron más pequeños, más viejos, desmoronados, antiguos. Siguiendo la luz del farol del maestro Harrat, agachándose cuando el techo bajaba, Kate y mi madre avanzaron cogidas de la mano para mantener el equilibrio, mientras los zuecos resbalaban por el suelo en pendiente. Había signos de los gremios y grafiti en las paredes. También había grabados, remolinos internos que me recordaban a las formas mohosas de las piedras de sarsen en la cima de Rainharrow. Pero el latido de los motores siguió creciendo.

Llegaron a una puerta. La pequeña sala al otro lado había estado cubierta de azulejos a media altura, pero la mayoría se habían caído y crujían bajo los zuecos de mi madre y Kate. Viejos estantes inclinados sobresalían de las paredes. Anuncios de los gremios borrados hacía tiempo por la edad y la humedad yacían arrugados entre los escombros. Era un lugar decepcionante después de un viaje tan prometedor; el único elemento que no parecía haber sido olvidado durante casi una Edad era un tosco cajón de madera de unos treinta centímetros de ancho y un metro de largo, y ni siquiera aquello parecía muy nuevo. Las palabras «PRECAUCIÓN CARGA PELIGROSA» estaban impresas en sencillas letras rojas sobre la tapa. El gran maestro Harrat sacó su navaja y cortó la cuerda atada sobre el pestillo. Las bisagras chirriaron. Al principio el interior de la caja parecía contener tan solo periódicos amarillentos, pero el gran maestro sonrió para sí mientras los revolvía como si fuera un crío en busca de una sorpresa.

Estaba claro que el objeto que encontró era pesado. Tuvo que introducir ambas manos para levantarlo. Y el latido del aire pareció calmarse al verlo emerger… era brillante y más o menos del tamaño de una cabeza humana. Me dio la impresión de que nadie había hablado desde la entrada en la sala y que hasta los golpes de los motores se hicieron más distantes al colocar aquella cosa sobre el mugriento suelo junto al cajón. Aunque en el exterior era verano, el aire parecía sólido, glacial. Relucía en débiles penachos arco iris. Pero el gran maestro Harrat, de rodillas, tenía la misma expresión de un niño pequeño en Navidad. Un frenesí de expectación, alegría y miedo le recorrió la cara. El objeto era deslumbrante: con magibrillo, pero también negro en aquella habitación subterránea, subía hacia él, imitaba y exageraba aquellos cambios de expresión y le ahuecaba los ojos, le fundía la carne. Las facetas captaban y chispeaban. Era como una enorme joya; o, como me pareció en aquel entonces, todavía desconocedor de aquellas cosas, parecía un enorme y brillante bloque de azúcar cristalizado. Pero lo que importaba de aquella extraña piedra era el brillo en su interior. Se retorcía, se reunía, se esparcía, se derramaba. Las sombras retrocedían y quemaban las formas de un hombre en cuclillas y dos mujeres de pie, hasta que quedaron crudas, impersonales, emblemáticas. La escena, conforme la luz empezó a palpitar con el mismo ritmo que impregnaba todo Bracebridge, era como un jeroglífico gremial cambiante y complejo. El gran maestro Harrat, Kate y mi madre… ya no eran los que eran, sino simplemente sus acólitos, los crudos mecanismos mediante los cuales aquella cosa podía ejercer su poder. Sus sombras reverenciaban y adoraban el latido de los motores por las paredes, primero oscuras, después brillantes. Y yo también era parte de ello, aunque fuera una vaga presencia. La luz se extendió, se alargó hasta convertirse en algo que era y no era una forma humana, sino una silueta que recogía humo para alargar sus ennegrecidos brazos hacia mí.

Debí de gritar en aquel momento. Algo pareció romperse y la visión tembló y se agitó. Después, con una peste a ácido y un agudo dolor en la nuca, regresé al taller del gran maestro Harrat entre el humo seseante de otro experimento fallido. Estaba tumbado en el suelo y el gran maestro, que había ganado peso y sustancia con los años transcurridos desde lo que hiciera con mi madre, estaba inclinado sobre mí. La luz de su cara, iluminada por la luz de gas reflejada en algo derramado, era suave, amarilla y corriente.

—¡Robert! Robert… ¿puedes oírme? Por un momento pensé… —le tembló la quijada—. Pensé…

Me senté, me toqué la cabeza e hice una mueca. Un chichón. Nada más. El gran maestro Harrat me puso las manos en los hombros mientras yo me levantaba. Me lo sacudí de encima. El filamento (todo el experimento con luz eléctrica colocado sobre el banco de trabajo) era una ruina humeante. Y él me estaba mirando de la misma forma triste e inalterable.

—Pero…

—¿Qué, Robert?

Pero negué con la cabeza.

Dejé la casa del gran maestro y me fui a la mía con la barriga llena y los ojos escocidos, igual que todos los demás medio diadeturnos.