5

Viviendo como vivía la dura y corriente existencia de Coney Mound, dividido como estaba entre las maravillas pasadas y futuras, no hacía mucha falta que mi madre me pidiera que no le contara a nadie nuestra visita a Redhouse. Naturalmente, estaba deseando mantener mi propio trocito secreto de mundo, sobre todo si se encontraba más allá de Bracebridge. Así que llevé mi carga (junto con las brillantes imágenes de aquel día; Annalise, la maestra Summerton) en silencio; aunque, mientras caminaba por el pueblo, se me llenaba la cabeza de preguntas que nunca antes me habían perturbado.

En la plaza del mercado de Bracebridge encontré un trozo de piedra vieja muy agrietada y desgastada donde antes habían guardado el ganado y donde mucho antes, en el caos de la Primera Edad, quizá quemaran a los cambiantes antes de que aprendiéramos a domarlos y capturarlos. Y rebuscando en la biblioteca pública del pueblo, curioseando páginas oscuras, busqué la B de Blancaoro, la I de impío, la R de rebelión y la C de cambiante. Pero ¿qué era un cambiante? Me parecía que todas las historias sobre furgones verdes, Northallerton, trolls, leche cortada y bebés devorados no eran más que cotilleos de vecinos de los patios de Coney Mound. Pero en un estante alto de uno de los rincones de la biblioteca, tan oscuro, húmedo y poco visitado que las sombras parecían ofrecer resistencia, encontré un volumen con el grabado de una cruz dentro de una letra C. Lo abrí.

Casi podía haber sido uno de los libros de Redhouse, pero este contenía fotografías borrosas, del color de manchas de nicotina, entre columnas de texto. Carne ondulada con aspecto de babosa o blanca y sangrante. Caras agrietadas como pintura desconchada. Extremidades ensartadas en una cascada de mesenterios.

—¿Qué estás mirando, eh?

Era el maestro bibliotecario Kitchum, un hombre medio ciego tan analfabeto que resultaba difícil no pensar que su nombramiento había sido una especie de broma. Me arrancó el libro entre maldiciones y me persiguió hasta la calle bajo la lluvia.

Pero todavía había muchas cosas que necesitaba saber. Así que tres turnos después, un noveno diadeturno gris inevitablemente corriente, me dispuse a volver a Redhouse. Dejé mi casa a la hora de siempre con la cartera del colegio, después doblé esquinas y di la vuelta por la parte baja del pueblo, pisoteé las hojas de col de las decadentes huertas, crucé Withybrook Road y seguí las vías del tren que rodeaban Rainharrow hasta en punto en el que la solitaria línea se internaba en el páramo. Ya era pasado el mediodía cuando, andando lentamente bajo los apagados bucles del telégrafo mientras el viento me cortaba, tomé el camino junto a la vieja cantera a través del brezo cada vez más grisáceo. El sol del avanzado otoño ya había bajado hasta resultar siniestro cuando entré en el bosque que llevaba al claro donde mi madre y yo habíamos estado de picnic. A pesar de la nueva desnudez de los árboles, la senda se hacía cada vez más oscura mientras descendía por ella, ahogada en una profusión de espinas y acebo. Vadeé la maleza; ya no estaba seguro de seguir ninguna senda y comencé a sentir pánico. Estaba corriendo, sin aliento. Después, justo cuando creí haberme perdido por completo, el bosque cedió de repente y me encontré de nuevo al borde del páramo. La oscuridad lo empezaba a inundar todo y la senda grisácea se encaminaba de vuelta al andén vacío de Tatton Halt. Lo recibí con una carrera agradecida y troté de regreso a casa por la vía; solo me detuve para calmar el dolor de los costados. Los telégrafos relucían débilmente por encima de mí con mensajes lejanos y, mucho más arriba, las estrellas comenzaron a brillar en grupos y cadenas. Había una de color rojo que le hacía señas a Coney Mound.

Cansado, asustado y decepcionado, seguí los tenues hilos de las luces de gas de la parte baja del pueblo y la lechosa magiluz de las cubetas de decantación, y subí por las familiares calles detrás de St. Wilfred. Los adoquines estaban mojados y cada uno de ellos reflejaba el destello de un trocito distinto de aquella estrella roja. Las casas eran negras. El aire callado. Entonces oí algo gritar y se me heló el corazón. Parecía como si unas garras se arrastraran por la superficie de la noche. Después el ruido surgió de un callejón frente a mí y se convirtió en una figura oscura. Los ojos, al igual que los adoquines, ardían con trozos gemelos de la luz roja y el aire pareció volverse gris e hirviente a su alrededor. La noche se encogió y latió. En aquel momento estaba seguro de que el mismo diablo había decidido pasear por Coney Mound o, al menos, que había venido a por miel Viejo Jack, envejecido y dolorido más allá de lo imaginable, pero todavía vivo. CHUM BUM CHUM BUM. La cosa estiró sus andrajos y caminó hacia mí arrastrando los pies. Y yo corrí. Cuando finalmente me di cuenta de que solo se trataba del Hombre Patata, ya estaba apoyado en la cancela de nuestro patio trasero tratando de recuperar el aliento con gañidos entrecortados. Después de todo, aquel era su momento del año.

—Llegas tarde.

Mi hermana Beth casi no levantó la vista para mirarme cuando me derrumbé delante de la estufa de la cocina. Colocó de un golpe una comida reseca en la mesa mientras yo me quitaba las botas. Estudié el plato desconchado. Una loncha de bacón arrugado. Algunos bultos fibrosos de patata de mar, el socorrido recurso de los pobres. Ni siquiera una rebanada de pan.

—¿Dónde está mamá?

—Está arriba. —La mirada de Beth impidió que siguiera haciendo preguntas. Y no llevaba puesto el delantal negro que solía llevar cuando había estado trabajando en la escuela. Mientras jugaba con la comida intenté recordar si aquella mañana había sucedido algo distinto, aparte de mi propia preocupación por los planes secretos del día.

—¿Puedo subir a verla?

Beth se mordió un labio. Tenía una cara ancha de mejillas sonrosadas y rodeada de pelo negro, brillante y con un corte descuidado.

—Cuando termines de comer.

Mi padre llegó del trabajo poco después y subió directamente las escaleras sin molestarse en lavarse primero. Los clavos de sus botas retumbaron en el techo, seguidos del ruido de una silla al arrastrarse, de su voz haciendo una pregunta y de lo que podría ser o no un murmullo de respuesta de mi madre.

El fuego en la estufa escupía y crujía. Los sonidos de otras casas, los golpes de cazos, las puertas que se abrían y cerraban, la gente que hablaba, se filtraban por las delgadas paredes. Redhouse parecía más lejana que nunca. Mi padre bajó y sacudió la cabeza cuando Beth le ofreció su marchita comida. Encorvado en su silla, encendió un cigarrillo y se quedó mirándolo hasta que un gusano de ceniza cayó al suelo. El silencio había caído sobre nosotros. La noche se arrastró. Fui a la trascocina a lavar mi plato, después arrastré los pies ampollados escaleras arriba e intenté no hacer ningún ruido, mientras todos los crujidos de siempre saltaban e incordiaban. El rellano se mecía a la luz del farol de la habitación de mi madre. No quería entrar allí, solo quería llegar a mi cama del desván y dejar atrás aquel día, así que caminé en silencio por delante de la puerta entreabierta.

—¿Robert? —Dudé. El suelo volvió a crujir—. Eres tú, Robert. Entra…

Mi madre tenía un aspecto bastante normal, apoyada en una almohada de más y con su mejor camisón. Sus ojos parpadearon en dirección a las sombras que se formaban en los rincones del dormitorio y después hacia mí.

—Pareces cansado, Robert. Ese arañazo en la mejilla. Y hueles distinto. ¿Dónde has estado?

Me encogí de hombros.

—Pues lo normal…

Tenía las manos sobre las mantas, delgadas y delicadas como las de un pájaro. La derecha agarraba la tela, se contraía y relajaba. CHUM BUM. El movimiento rítmico se detuvo cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando. Me recorrió un lúgubre escalofrío.

—De todos modos, será mejor que te vayas a la cama.

Inclinó un poco la cabeza para ofrecerme la mejilla. Su piel estaba quebradiza y caliente al tacto.

La nueva fragilidad de mi madre se convirtió en una especie de normalidad mientras Coney Mound se acomodaba en un nuevo invierno. Dejó uno a uno todos sus trabajos a tiempo parcial. El dinero comenzó a escasear y Beth, cargada con todo el trabajo extra que había recaído sobre ella, suspendió el examen para entrar en el Gremio de los Profesores Auxiliares. Después de largas horas de ira glacial, mi padre consiguió rellenar todos los formularios necesarios para acceder al fondo de ayudas del Gremio de los Fabricantes de Herramientas y le entregaron un cheque. Aunque era exiguo, sirvió para pagar las ocasionales visitas del heraldo de la muerte y la incertidumbre, aquel maestro del Gremio de los Doctores que siempre iba con levita. Yo observaba al doctor hurgar en una bolsa brillante y hacer tintinear botellas, mientras sus gafas de acero y su calva cabeza reflejaban el brillo de las inútiles pociones, de los hechizos sin sentido, antes de aplicar las sangrías y cataplasmas que siempre dejaban a mi madre más enferma e inquieta que antes.

Pero a veces todavía estaba levantada cuando yo llegaba a casa, sentada junto al fuego del salón con una manta sobre las piernas y otra sobre los hombros, que parecían ser demasiado altos y estrechos. De vez en cuando incluso se ponía de pie y se movía de un lado a otro haciendo caso omiso de las protestas de Beth, e intentaba realizar alguna tarea del hogar que estaba convencida de haber descuidado. En sus mejores momentos ya era bastante torpe, pero recuerdo una noche poco después de las primeras nevadas en la que me la encontré de pie junto a la mesa de la cocina, intentando cascar huevos en un cuenco. Un montón de cáscaras rotas yacía esparcido a su alrededor y las yemas y claras le caían entre los dedos y brillaban en la débil penumbra que siempre parecía rodearla, como si estuviera desvaneciéndose en un sueño. La tarde siguiente me quedé fuera hasta tarde. Aquel año, aquel verano, me quedé fuera hasta tarde muchas noches.