4

El Baile de los Taberneros se celebraba en aquella fría pausa de antes de las Navidades y solía posponerse por culpa de la nieve, lo que hacía que cuando se celebraba fuese aún más especial. Mi padre había ido muchas veces (todavía lo hacía) y también Beth. Mi madre también solía ir. Una noche había bajado a verme a la cocina, satisfecha de sí misma, con su largo cabello negro trenzado y un vestido azul que no había visto antes ni volvería a ver después.

Había que llevar los fajines de los gremios, lo que era un problema para mí; aunque uno pequeño, porque Anna habló con una viuda que vivía en una casa detrás de la nuestra. Unas cuantas puntadas, un poco de seda prestada para deshacerse de los agujeros de las polillas, y ya tenía algo mejor que nuevo. Y el vestido escarlata que Anna se había traído, que era de escote amplio, bajo y sin mangas y, por tanto, totalmente inapropiado, se transformó con la adición de un cinturón prestado y el sacrificio de una blusa en un traje más serio y modesto que haría que cualquier maestra de Bracebridge (y este maestro en concreto que caminaba por el pueblo junto a ella) se sintiera muy orgullosa.

La entrada a la Planta Este se realizaba aquella noche a través de las puertas principales de Mawdingly & Clawtson, con sus frisos gemelos de la Providencia y la Piedad. Las demás plantas de la fábrica estaban cerradas o reducidas a las tareas básicas aunque, como siempre, la alimentación de los motores de éter se transfería desde la Planta de Motores a la Planta Central, mucho más abajo. Algunos carteles hechos con prisas indicaban el camino bajo los arcos de tuberías a los pocos que no lo sabían. Las máquinas de la Planta Este, las que se podían mover, habían sido retiradas. Las que no, habían sido decoradas con lazos o mostraban mensajes crípticos escritos con tiza. La banda ya afinaba (violines, acordeón y batería), y la gente bailaba.

Sentí que Anna dudaba al llegar a la luz y el ruido. Ella evitaba las aglomeraciones de gente (gente descontrolada y salvaje). Le toqué el hombro, y sentí cómo subía y bajaba su respiración.

—¡Yo no sé bailar así!

La gente saltaba, daba vueltas y se cogía del brazo, girando alrededor de las máquinas. La enorme nave de la Planta Este vibraba y temblaba. La cogí del brazo y la conduje con suavidad hacia delante. Yo conocía todas aquellas canciones, que salían de los bares y de los labios de las gremiales mientras tendían la colada.

—Tú puedes hacer cualquier cosa, Anna —le murmuré al oído mientras respiraba su aroma a maíz.

Pero, por una vez, necesitaba mi ayuda. Los medios pasos, los arcos y desfiles, las manos que tenías que coger y las que no; tenían una lógica que se recordaba fácilmente cuando te dejabas llevar por la música. Los bailes de los Easterlies no eran tan distintos. Una vuelta extra, una frase perdida y otra repetida. Aquellas tonadas impregnaban toda Inglaterra y aquella noche, CHUUM BUM, los motores de éter marchaban al mismo ritmo.

Al contrario que aquella noche en la sala de baile sobre el Támesis, la gente de los bailes de Bracebridge cambiaba de pareja sin parar. Anna, que al principio se movía indecisa siguiendo mis instrucciones, dio un chillido cuando de repente se sintió arrastrada por la multitud. Pero la siguiente vez que la vi tenía la falda arremangada y se enganchaba a un codo tras otro como los demás, con la cara brillante y sonriente. Allí estaba la niña que se sentaba delante de mí en la escuela, y Beth, e incluso mi padre, cuando los sexos se mezclaron en el segundo verso de «Bella en el agua». Pero no es que le importara a alguien. De hecho, chocarse, perderse… era parte de la diversión. ¿Se lo había explicado a Anna? Pero la siguiente vez que nos chocamos sentí la risa contra su pecho. Y entonces volvió a alejarse y a acercarse de nuevo.

Era un trabajo duro y tenía sed. Caminé hasta los barriles de cerveza que habían colocado en un caballete no muy lejos del antiguo torno de mi padre. Un maestro bailaba con su familiar. Otros gritaban y golpeaban el suelo con sus zuecos y botas. Anna seguía bailando, con el cabello barriendo el aire. El fértil encargado me saludó con una cerveza en la mano, y no parecía precisamente la primera.

—Han llegado noticias de Londres sobre ti —me gritó—. Lo más raro es que no llegué a telegrafiarlos. Pero han llegado igual.

—Oh. —Le di un sorbo a la cerveza—. ¿Qué dicen?

Se encogió de hombros.

—Básicamente querían saber si estabas aquí en Bracebridge. Robbie Borrow, dijeron. Se comieron la s y ni siquiera te llamaron maestro. Para que luego digan de las oficinas centrales.

—¿Has contestado?

—Pensé en hablar contigo primero.

—Quizá podrías esperarte un par de días más, ¿no?

Se dio un golpecito en la nariz y se largó. Si le daban la oportunidad, todavía prefería aceptar mi palabra antes que la de algún sureño estirado. Pero Anna llevaba razón; nuestra estancia en Bracebridge no podía durar. A partir de aquel preciso instante, mientras las caras de mi infancia giraban a mi alrededor, empecé a perderlas de nuevo entre mis recuerdos. Pero allí estaba la maestra Borrows, resplandeciente a la luz de los faroles, y la gente daba patadas y vitoreaba. Con una reverencia burlona, hizo un gesto al acordeonista para que se quitara el instrumento. Uno a uno, los demás músicos se quedaron en silencio, los bailarines dejaron de bailar. Por primera vez en horas, el único sonido de la Planta Este fue el latido de la tierra. Anna estudió las teclas. Le dio un apretón al instrumento. Produjo un chirrido desafinado. La multitud estaba perpleja. ¿Qué estaba haciendo exactamente? Entonces sus dedos bailaron sobre una cadena de notas. Los sonidos formaban espirales, y ella llenó su eco con otros. Los mejores violinistas la siguieron con un glissando veloz. CHUUUM BUM. Aquel ritmo nunca cambiaba pero, de algún modo, Anna conseguía frenarlo y después acelerarlo. Un flautista comenzó a seguir la melodía que ella había escogido. La gente comenzó a dar palmas. Al poco rato ya estaban saltando y bailando. La música de Anna continuó. La melodía era feliz y triste. Era salvaje y estaba llena de nostalgia. Después, casi sin dejar que el ritmo vacilara, Anna le devolvió el acordeón a su propietario y este, sonriente, continuó la melodía. A partir de entonces, aquel siempre sería el Baile de los Taberneros en el que se había descubierto una nueva canción. Se correría la voz por todo Brownheath y la historia de su creación no cesaría de adornarse.

—La maestra Borrows… ¿Dónde está la maestra Borrows…?

La gente buscaba a Anna. La necesitaban tanto como los bailarines de alto gremio de aquel baile del solsticio de verano sobre el río. Pero Anna me había cogido de la mano y me sacaba de la Planta Este pasando por detrás de las frías y negras máquinas. En el poco tiempo que nos quedaba, aquella era nuestra mejor oportunidad para descubrir la verdad sobre Mawdingly & Clawtson. Pero ¿dónde? Y, ¿cómo? Recorrimos pasillos oscuros y taquillas vacías. Atravesamos patios y subimos escaleras. La parte oeste de la Planta Este brillaba y hervía. El trabajo en aquella zona seguía con o sin el Baile de los Taberneros, pero hubiera sido imposible que Anna y yo entráramos allí para coger el ascensor a la Planta Central. Los gremios protegían sus secretos más profundos incluso de los demás gremios, especialmente allí, cerca del núcleo. Pero tenía que haber alguna forma… Entonces entramos en un pasillo. Era, bajo y oscuro, pero de repente me resultó muy familiar. «Eres un cabroncete insolente, ¿no?». La cara fantasmal de Stropcock me miraba con malicia colgada sobre un clip de estilográficas y un mono marrón. Probé la primera puerta. Era un armario de material de oficina. Pero la siguiente… allí estaba la oficina a la que me había arrastrado. Había cambiado poco bajo los débiles rayos de la luna, los archivadores seguían apiñados y torcidos junto a la silla de piel agrietada. Y detrás de ella, todavía cubierto por lo que parecía ser la misma sábana manchada de aceite, estaba el manipulador que Stropcock me había obligado a tocar.

«Hijo, esto es mis ojos y mis oídos».

Lo examiné y después miré a Anna, pero ella ya había alargado la mano. Al hacerlo, sus dedos cogieron los míos y la habitación se desvaneció.

Naves oscuras y pasillos vacíos. Patios helados. Bailarines en la Planta Este, después el gran eje giratorio de la Planta de Motores, que se introducía en la tierra. Ya había visto antes aquellas escenas (eran parte de mi vida) pero, más abajo, la Planta Central había cambiado. Los tres pistones todavía subían y bajaban, pero los suelos, las paredes, el techo que los rodeaba, hasta muchos de los instrumentos, brillaban. Aquel lugar era una gruta de hielo de motor.

El gran tapón de hierro del encadenador era un broche brillante, y no había ningún grillete unido a los motores. No era de extrañar que el latido de Bracebridge hubiera cambiado… trabajaban sin presión alguna. Nos alejamos flotando a través de la roca sin éter. Toda la fábrica estaba ya bajo nosotros, después el pueblo oculto por la noche; un monumento al trabajo sin sentido. ¿Cuánta gente lo sabía o se lo imaginaba? ¿A cuánta gente le importaba? Después nos encontramos sobre la llana extensión de vías muertas de Bracebridge. Incluso aquella noche, los largos vagones de un tren de éter se preparaban para vencer a la nieve. La paja barrida por el viento; las cajas vacías y la mentira de que Bracebridge todavía producía éter llegarían hasta Londres. Y allí… Vi las filas escalonadas de las perlas numéricas de Stropcock. Y los barcos de Tidesmeet, el casco del Damisela bendita; vacío, vapuleado por las tormentas en pro de un comercio fantasma.

Dimos un paso atrás. Las puntas de los dedos de Anna seguían brillando.

—¿Qué…?

Me hizo callar con un gesto de luz y el crujido del escritorio en el que estaba apoyada.

—Vámonos ya. Estoy cansada…

Nevó al día siguiente, y nuestra ruta a través del pueblo se borraba con el viento mientras nos dirigíamos a la estación, dispuestos a que aquel fuera nuestro último día en Bracebridge. Era cuarto diadeturno y el trabajo normal del pueblo continuaba incluso con aquel tiempo, pero Bracebridge me parecía como un cliché fotográfico arañado y apagado de sí mismo; fino como el cristal e igual de frágil. Pasamos la alta puerta de la casa de la que una vez había visto salir al gran maestro Harrat, después Anna me esperó mientras yo buscaba un trozo de carbón que echar al patio de las bestias de mina. Tatton Halt no era una estación propiamente dicha; el maestro de la estación nos gritó a través de la rendija de su arco de cristal, por encima de los portazos de la sala de espera. Hacía años que allí no había nada, a no ser que se contara la cantera, que estaba cerrada, y Redhouse, que estaba vieja y desierta.

Cruzamos la pasarela de hierro y nos sentamos en el mismo banco; el sendero, las cercanas vías muertas, crecieron y se alejaron a través de la nieve mientras Anna temblaba y miraba a la nada desde su bufanda. Yo era un revoltijo de emociones. Eufórico, porque mis sospechas sobre los Bowdly-Smart parecían confirmadas. Impaciente, porque estaba deseando llegar a Londres. Preocupado, por el evidente cansancio de Anna. Y un poco asustado. Llegó el tren. También era blanco, todo vapor y hierro escarchado, y nos sentamos en el frío vagón mientras el jefe del tren sacudía la cabeza, aún más sorprendido que el maestro de la estación ante la inutilidad de nuestro destino. Después de un viaje más corto de lo que recordaba, nos encontramos en lo poco que quedaba del andén de Tatton Halt, bajo el desgastado cartel, mientras el humeante motor volvía a unirse a la nieve.

La tierra en silencio. Las montañas invisibles. Acebo sacudido por el viento, zarzas que se enganchaban en la ropa y hierba marrón junto a un río pequeño y helado. Caminamos a través del cobijo de los bosques más profundos, y seguimos el viejo muro hasta llegar a la cancela en ruinas. Delante de nosotros, Redhouse había encogido. Sus tejados habían caído. Hasta su hielo de motor se había desmoronado y se había posado formando un cieno brillante que el viento nos arrojaba a la cara. La lluvia había entrado en el interior y se notaba un agrio olor silvestre a podrido y zorros; Anna caminaba por los pasillos, empujada por algo parecido a las olas de recuerdos que yo había sentido en Bracebridge. Pero aquello debía ser mucho más duro. El lugar en el que había vivido, dormido y jugado se había convertido en vigas y escombros. Su maravilloso piano había quedado reducido a un esqueleto de teclas sonrientes. La gran cúpula de cristal de la biblioteca se había derrumbado, y las estanterías habían derramado sus contenidos en un pantano de páginas que el viento hacía volar a nuestro alrededor como si fuera humo.

Se había producido un incendio en el ala en la que estaba el viejo estudio de la maestra Summerton pero, milagrosamente, la cuerda de saltar todavía colgaba del mismo perchero en el que había estado aquel cálido día de finales de verano. Anna me explicó que había visto a una niña saltar en una de sus visitas furtivas con Missy al mundo de los pueblos y las casas… bailaba con algo que se movía borroso a su alrededor y después se convirtió en un trozo de cuerda normal. Le había dado la lata a la maestra Summerton para que le comprara una pero allí, sola en Redhouse, con la única compañía de una cambiante anciana, nunca había aprendido a usarla.

La fuente en la que nos habíamos sentado todavía se alzaba entre disparatadas columnas blancas. Recordaba a una Anna distinta medio tumbada bajo una explosión de luz solar, con el tirante del vestido caído sobre el brazo. ¡Y las palabras! Las bellas y antiguas palabras que había aprendido en aquellos libros empapados de aquella biblioteca destrozada; los hechizos de amor humano que ninguno de los dos habíamos logrado recrear en nuestras vidas humanas adultas. Anna se volvió para mirarme y se apretó la bufanda. Nos mantuvimos a más distancia durante la bajada al valle.

Allí abajo se estaba más resguardado, y las granjas volvían a la tierra con mayor facilidad que la gran casa; se sacudían el hielo de motor y se dejaban crecer raíces y musgo. Pero el río estaba helado por partida doble; siseaba y crujía como una serpiente artrítica, y la aguja caída de la iglesia relucía entre las lápidas. Allí, como suponía, era donde habían enterrado a la madre de Anna.

KATE DURRAY 51-76.

Un tosco grabado. Me agaché para examinarla mejor con ella, pero no comenté que era la única lápida de aquel cementerio abandonado que no estaba cubierta de zarzas y helechos muertos.

La maestra Nutall acudió a nuestra puerta trasera aquella noche. Entró como un rayo en medio de una agitada ráfaga de frío y humo.

—¡Por fin estáis aquí! —Se limpió los copos de nieve de la cara—. Llevo todo el día mirando por vuestras ventanas. —Recorrió el salón con la mirada: los muchos recortes, libros gremiales y periódicos, y el sofá cubierto con una manta en el que yo dormía—. Pensé que os habríais…

—¿Largado? —sugirió Anna. Nos tocaba pegar la renta, con atrasos, al día siguiente—. Solo hemos salido.

—¿Salido? ¿Con este tiempo?

—Pero sí que nos vamos mañana. Y le agradecemos mucho toda la ayuda que nos ha prestado, ¿verdad, maestro Borrows?

—¿Eh? Sí… —Me llevó un momento darme cuenta de que Anna se refería a mí. Después, casi con la misma rapidez con la que había llegado, la maestra Nutall cogió su desaprobación y nuestra renta, y se marchó.

—Deberías ir a ver a tu padre y a Beth —me sugirió Anna después de que encendiéramos el fuego y nos comiéramos lo poco que quedaba en la despensa.

—¿Y tú?

Me miró con una sonrisa impenetrable.

La nieve caía en escandalosas ráfagas mientras caminaba la corta distancia que nos separaba de Brickyard Row. Quizá las vías ya estuvieran bloqueadas a la mañana siguiente, pero (con mi conocimiento local sobre el tiempo) lo dudaba. Anna y yo volveríamos a Londres; y desde allí… ya estaba casi seguro de que Stropcock se había hecho rico procesando (supongo que «lavando» sería la palabra más técnica) la riqueza ilusoria que llegaba de Bracebridge. Ya había estalactitas de hielo de motor cuando el gran maestro Harrat me había enseñado la Planta Central, y estaba seguro de que yo no había sido el primero en darme cuenta. Aquel conocimiento se remontaba al menos a diez años atrás, cuando los padres de Anna murieron tras el fallido experimento que Harrat había supervisado. Y, por el mismo motivo, al final también había muerto mi madre. Seguramente Stropcock lo descubrió todo igual que lo habíamos hecho nosotros, a través de aquel pequeño manipulador, o simplemente haciendo lo que mejor se le daba: husmear. En cualquier caso, había usado aquel conocimiento para chantajear a Harrat y ganarse aquel asiento navideño en su mesa de altos gremiales. Después, tras la muerte de Harrat, aquel mismo conocimiento debía haberle servido de trampolín para lograr mayores glorias y riquezas en Londres. Pero en aquel punto se desvanecía mi visión. Stropcock tenía que haber entrado en contacto con alguien (con algo) mucho más poderoso que el gran maestro Harrat para haber dado el gran salto de convertirse en el gran maestro Bowdly-Smart. Tenían que haber sido los mismos gremios… pero, mientras llegaba a las filas de casas de Brickyard Row en las que los abedules se agitaban y mugían, aquella respuesta seguía sin ser suficiente. Necesitaba a una sola persona, a aquel gremial oscuro que Harrat había mencionado, cuya cara había buscado en todas las fotografías de Bracebridge, cuyo nombre había intentado encontrar en listas interminables, y a quien sentía más cerca de mí que mi propio aliento pero, al mismo tiempo, más distante que la luna.

El viento emitió un grito más agudo; metal áspero rozando metal. Me di la vuelta rápidamente al llegar a mi antigua cancela, pero solo pude ver la noche de Bracebridge, aquel latido interminable y vacío. Llamé con fuerza a la puerta principal de mi antigua casa, hasta que la cara de mi padre se asomó por la rendija de la puerta.

—Oh, eres tú…

Beth no estaba. Por la forma en que lo decía, supuse que habría salido con su amigo profesor. Se acomodó en su silla, envuelto en el aire viciado y cálido de la cocina, mientras el fuego zarandeaba las llamas de la estufa. Asintió sin sorprenderse cuando le expliqué que Anna y yo nos íbamos al día siguiente.

—De vuelta a Londres, ¿eh?

Y a los periódicos y a las manifestaciones… Mi padre chupaba malhumorado su cigarrillo. Seguro que se habría pasado años contándoles a sus amigos del Escudo de Bacton lo bien que le iba a su hijo en el sur, y que un día volvería envuelto en esplendor gremial. Yo lo había decepcionado y, por mucho que me empeñara en que mis lealtades y valores no le pertenecían, aquello me importaba. Me levanté del taburete. Le pedí a mi padre que le dijera a Beth que la quería. Ella había dejado apartada una tarta de fruta para mí. Le puse una mano en el hombro al viejo. Antes de que pudiera levantarse de la silla y protestar, le di un beso en la mejilla mal afeitada.

El viento seguía chillando cuando volví a Tuttsbury Rise con la tarta de Beth. Parecía como si Anna hubiera intentado apretujar dentro de su maleta toda la pesada y práctica ropa que le habían regalado o que había comprado en Bracebridge, pero se había rendido hacía tiempo.

—No hay mucho más que podamos hacer, ¿verdad? —Se sentó en la cama junto a la maleta abierta. Estaba a punto de sentarme junto a ella cuando oímos a alguien llamar a la puerta. Me imaginé que sería Beth, o quizá la maestra Nutall en busca de sus llaves antes de tiempo pero, cuando conseguí abrir la puerta, solo vi la oscuridad y la nieve que me dañaba los ojos. Entonces vi una figura grande y oscura, y me dio un vuelco el corazón.

—¿Quién es, Robbie?

Anna había bajado las escaleras detrás de mí con el farol. Con sus juegos de oscuridad y luz, poco a poco reveló quién estaba ante nuestra puerta.

—Oí que estabais aquí —graznó.

Los dos dimos un paso atrás sorprendidos.

Olía como Redhouse (apestaba a podrido y a zorros, a un poco de hollín y suciedad humana), tenía la piel llena de ampollas, gris, enrojecida y sangrante, mucho peor de lo que yo la recordaba después de todos los años pasados sin verlo. Entró arrastrando los pies en el salón lleno de papeles, y se dejó caer en una silla; una pila de trapos cubierta de humeante escarcha. Cuando se desenrolló las bufandas y los trozos de venda que le cubrían la cabeza y la cara, resultó difícil mirar lo que dejaban al descubierto. Tenía un ojo quemado y muerto. El otro brillaba como la estrella roja que había visto suspendida sobre Bracebridge en los últimos días de mi madre.

—¿Sabéis quién soy? —su respiración era entrecortada y burbujeante.

—Te veía cuando era pequeño. Mi madre solía… —Pero dejé la frase sin acabar, porque el Hombre Patata levantó su destrozado brazo y señaló a Anna con un dedo quemado.

—Yo era tu padre —dijo.

El Hombre Patata agarró la taza de té esmaltada que le había dado y respiró ruidosamente su vapor. Cuando se enfrió un poco, lamió el té como si fuera un perro con un cuenco de leche. Casi no le quedaban labios.

—¿Dices que eres Edward Durry?

—No… Durry está muerto.

—Pero si estabas allí —dije— la tarde en la que se pararon los motores…

—El pasado también está muerto —gruñó—. Tú, chica… —Dejó caer la taza sobre la mesa y le hizo un gesto—. Acércate un poco más. No muerdo, ¿no ves que no tengo dientes…?

Anna se levantó del borde de la silla. No se inmutó cuando él le tocó la mejilla; desvió la mirada hacia la luz del fuego un instante.

—Tienes muchas cosas de Kate —dejó escapar un suspiro burbujeante—. Y lo otro. Lo que eres… una maldita hada… —La cogió de la muñeca y se la giró tan rápido que Anna hizo una mueca de dolor. Le miró la costra del estigma, después le cogió un mechón de pelo, tiró de él para acercar ambas caras, y examinó los ojos verdes de Anna con su único ojo rojo—. Pero lo escondes bien, eso tengo que admitirlo —torció la boca—. Supongo que dejarte con aquella vieja bruja en aquella locura de casa blanca era lo que había que hacer. ¿Qué clase de vida habrías tenido entre esta gente? —Finalmente soltó el pelo de Anna. Su mirada roja se paseó sobre mí y sobre la pequeña habitación iluminada por el fuego.

Anna parpadeó y se acunó de rodillas frente a él.

—Pareces muy amargado —le dijo.

Él cogió su taza y me la empujó.

—Este té está amargo… ¿A esto lo llamas dulce? —Le puse más azúcar—. En un sitio como este tendréis algo que se pueda comer, ¿no?

Casi no quedaba nada en la cocina, salvo manteca y pan duro. El Hombre Patata lo chupó y babeó mientras nos lanzaba miradas furtivas por encima de sus extremidades encorvadas. Cuanto más lo calentaba el fuego, más apestaba. Anna estaba sentada en silencio frente a él, observándolo, con las manos apoyadas en el regazo. Nos dimos cuenta de que el Hombre Patata no había ido a vernos porque deseara conocer a la chica de la que decía ser padre, sino simplemente porque esperaba que lo alimentáramos y cobijáramos. Aquello era lo más horrible, mucho más que su carne.

—¿Cómo era mi madre? —preguntó Anna al fin.

El Hombre Patata se levantó parte de su ropa mugrienta para lamer los fragmentos de migas caídas.

—Era como tú.

—Pero… —Anna se encogió de hombros e hizo un pequeño gesto—. Tienes que recordar algo…

Él siguió recogiendo los restos de pan.

—Esa es la razón por la que estamos en Bracebridge —dije lentamente—. Averiguar lo que pasó aquí. A nuestras familias… Si nos ayudas… —pensé con estupidez, desesperado— podemos darte más comida.

Levantó la mirada. Le podríamos haber ofrecido riquezas, favores y afecto. Pero el Hombre Patata había vivido demasiado tiempo sacudido por los fríos vientos de Brownheath. Mientras la noche aullaba, la tierra latía y toda la tarta de fruta de Beth desaparecía, trozo a trozo, dentro del agujero de su boca, nos habló sobre el hombre que había sido.

Formaban un grupo orgulloso, murmuró, aquellos trabajadores del éter de la Planta Central. Muy dados a mirar por encima del hombro, aunque eran los que más abajo estaban, como solían decir en la fábrica con ironía. Buen éter inglés de Bracebridge, el mejor del mundo. Por supuesto, los sureños tenían sus molinos de viento, y los galeses sus mugrientas excavaciones, y las ranas francesas y los latinos también tenían sus cosas, o eso decían, pero lo distribuían tan mal como el hedor de sus comidas. Así que, a todos los efectos, para los trabajadores del éter que vivían allí, Bracebridge era el centro del mundo. Y al maestro del éter Edward Durry (porque a nadie se le hubiera ocurrido llamarlo «Ted») le había ido bien al llegar tan lejos y tan joven. Aquella bonita casa en Park Road, y una esposa que todavía trabajaba en el taller de pintura, era cierto, pero que casi todos consideraban la más guapa del grupo. Edward Durry se veía ya como maestro mayor, claro que sí. Y quizá, porque aquellas cosas ocurrían (al menos en sus sueños, aunque nunca en Bracebrige), quizá acabara siendo gran maestro después de aquello. El Hombre Patata gruñó un amargo escupitinajo de pasas y sacudió la cabeza. Edward Durry siempre estaba contando el siguiente paso, el siguiente día, el siguiente latido de los motores que se pasaba la vida atendiendo. Bueno, incluso cuando su mujer anunció que estaba embarazada, Durry empezó a pensar que la escuela benéfica del pueblo no bastaría para su muchacho. Tendría tutores privados y academias elegantes en las que el chico pudiera pasarse el día durmiendo. Durry había pasado de hacer solo el turno de noche a trabajar también algunas mañanas, y solía ser líder de cuadrilla en las tardes de los medio diadeturnos. Algunos de sus compañeros del éter pensaban que aquello era el cementerio de todo el periodo, pero Durry había llegado a adorar el tacto de los motores en aquellos momentos, el silencio casi total y la sensación de que, aparte de los siempre atendidos motores de la Planta Central, que estaban justo encima de ellos, todas las insignificantes plantas exteriores estaban vacías. El propósito de aquella fábrica era puro si se le quitaba toda la porquería y los ruidos, y le gustaba pensar en los otros gremiales menores con una mezcla de desprecio y lástima, porque vivían sus estúpidas vidas menores en la parte superior. Sí, Durry era un hombre orgulloso, vaya que sí, y en el tiempo que llevaba trabajando en los motores había llegado a conocerlos mejor que los latidos de su corazón. Así que había notado un ligero tirón extra, como un músculo un poco rígido, de resistencia casi agradable.

Entonces, un día, uno de los petimetres de aquellas oficinas revestidas de roble (el gran maestro Thomas Harrat, por si alguien quiere saberlo) fue a verlo. Como siempre que estaba con gente así, Durry se sintió dividido entre hacerle la pelota y decirle que no valía más que él. Pero los dos hombres tenían una edad similar, los dos eran ambiciosos, y los dos conocían bien su éter. Harrat nunca llegó a decirle directamente que Bracebridge se estaba quedando sin sustancia. No era su forma de ser. Pero se mencionaron «dificultades de extracción». Y había «exigencias de producción a largo plazo». Una noche, después de su turno, Harrat llevó a Durry a una cancela de hierro, la abrió de forma caprichosa, y lo condujo hacia abajo por pasillos largo tiempo abandonados, hasta llegar a una sala con estanterías chorreantes. Allí le enseñó algo especial, algo grande, algo brillante y pesado. Una calcedonia arropada en periódicos dentro de una caja de madera… rezumante de magia. Y el plan era aumentar la producción para convertir a Bracebridge en algo más que el simple pueblecito que era. Harrat hablaba con facilidad de aquellas cosas, pero Durry simplemente miraba la piedra. Porque la única regla primordial grabada a fuego en la mente de cualquier aprendiz es «Haz las cosas como siempre se han hecho». Porque el éter es mágico. El éter es peligroso. Pero, después de todo, ¿qué sabían los gremios? Durry seguía mirando la preciosa luz de aquella calcedonia. Piensa en el Fundador, que había luchado ante las risas de sus vecinos de Painswick. Y el mismo Cristo… también se habían reído de él, ¿verdad? No es que dijera aquellas cosas en voz alta, pero tampoco tenía que hacerlo. Lo acordaron todo en un instante. Habría un experimento, una innovación. Y los que decían ser sus jefes y supervisores no sabrían nada.

Había mucho que hacer. Para introducir el hechizo que había dentro de la calcedonia en el proceso de producción tendrían que insertarla en el grillete, entre los tres enormes pistones y el encadenador que sujetaba la roca. El grillete existente era una maravilla de la ingeniería, una perfecta maraña de metal y seda de motor de un metro de largo, tejida como la crisálida de una mariposa, pero no podía contener la piedra. Así que se tuvo que diseñar un grillete nuevo. El proceso, el secreto, resultaban fascinantes y, en lo más profundo de su corazón, Durry siempre sintió que todos los grandes gremios miraban su trabajo con aprobación y lo alentaban a seguir. Cuando un gremial mucho más poderoso que Harrat llegó un día de Londres, le escuchó y sonrió, sacó la mano del interior de su capa y la apoyó en Edward Durry, bueno, parecía lo correcto. Y la planificación era un trabajo duro. Aunque aquel proceso, la «inserción», se haría al descubierto, no podía detener los pistones como si fuera el maestro del vapor de un tren cochambroso. Incluso haciéndolo de forma gradual, reduciendo la presión, en algún momento el éter saldría disparado de vuelta desde las cubetas de decantación. Les llevaría varios turnos volver a subir la presión. Así que la inserción debería realizarse entre un latido de los motores y el siguiente.

Otra parte del hechizo que estaban tejiendo era la organización de aquel día, conseguir que no estuviera allí el resto de su cuadrilla. Los hombres de Durry no sentían curiosidad, les alegraba poder pasar el día en la superficie, con sus familias, y a Edward le gustaba ver cómo se vaciaba la Planta Central de su turno anterior. La máquina era suya. Estaba solo y disfrutando de la tarea que le esperaba, cuando Harrat salió finalmente a través de los olvidados túneles de aquella habitación escondida. Llevaba un carro chirriante con el grillete recién hecho y la calcedonia brillando en su interior. Todo era como habían acordado, pero llevaba a más personas consigo. Dos mujeres del taller de pintura; y el maestro del éter Edward Durry, si estuviera todavía vivo, hubiera jurado sobre el credo de su gremio que había sido Harrat y no él el que había tomado la decisión. Llevar hasta allá abajo a su esposa Kate y también a aquella amiga suya, Mary Borrows, como si fuera una especie de espectáculo de salón. Kate era la última persona en la que Durry hubiera confiado, menos aún que en su propio maestro superior. No era que no la amase pero, a decir verdad, amaba mucho más a sus motores. Y a menudo sentía un pequeño vacío cuando subía al mundo de la luz, los adoquines y las cocinas que, en comparación, le parecía un sueño. Hacía falta pintar, como Durry bien sabía, para poder adornar el nuevo grillete con todos los hechizos necesarios antes de insertarlo. Y aquellos adornos normalmente los realizaban, era cierto, las chicas del taller de pintura. Pero Durry no había dudado ni un instante que pudiera hacer un buen trabajo.

Después del forzado y sorprendido «¿Por qué estáis aquí?», se produjo una discusión entre los dos hombres. Pero su relación había estado templada, si no por la amistad, sí por un respeto mutuo, y Durry comprendió que Harrat llevaba razón. Después de todo, había muchas otras cosas que hacer. Y las chicas tenían experiencia en su trabajo. Kate (al menos) era una de las mejores del taller, incluso con la distracción que le suponía aquel bulto creciente de su barriga. Lo harían más rápido y mejor y, ¿a quién iba a elegir Harrat si no? Mientras las dos mujeres intercambiaban miradas sorprendidas y esperaban en la planta baja, ruidosa y curiosamente vacía, Durry llegó a comprender que era, como todo lo demás que había ocurrido, otra parte más del hechizo.

Así que las dos mujeres se pusieron a trabajar, mojaron los pinceles en los tarros de éter que Harrat había traído, y envolvieron el nuevo grillete en un tapiz que, Durry tuvo que admitirlo mientras aflojaba las tuercas y chavetas que sujetaban el viejo grillete, era mucho mejor que cualquier cosa que él pudiera haber logrado. El nuevo dispositivo, que ya le parecía muy bello, se convirtió en un objeto maravilloso, que brillaba desde dentro gracias a la calcedonia, y desde fuera gracias a la escritura eterizada salida de los pinceles de las mujeres. Sus sombras bailaban mientras trabajaban, se esparcían como suaves cometas por el techo de la Planta Central. Eran los acólitos de la piedra.

Harrat se metió en la sala de control, que tenía una bóveda de ladrillo que los trabajadores llamaban «el iglú». Con sus soportes y portillas, era de lejos el lugar más seguro en el momento de la inserción, pero Durry comprendía que era necesario que alguien se quedara allí para comprobar las lecturas. Él, por otro lado, estaba justo entre la cara de roca con el grillete y los pistones de accionamiento. Sostenía la cuerda del acollador que soltaría el nuevo grillete, que se encontraba en su recipiente provisional de madera, sobre el viejo. Las dos mujeres estaban junto a él, todavía trabajando. Porque lo más extraordinario era lo rápido que se desvanecían los hechizos; como tinta en papel mojado, como un escupitajo sobre una piedra caliente. Aquella calcedonia, a pesar de todo el poder que contenía, absorbía cada vez más magia a través de su caja de madera. Kate estaba en el extremo más alejado del mecanismo, y la forma en la que se inclinaba sobre la hinchazón de su vientre le provocó a Durry un breve momento de remordimiento; Mary estaba junto a él.

Durry examinó el reloj de bolsillo cuando la segunda manilla se movió hacia las tres horas. Recorrió con la mirada los ruidosos tubos hasta llegar al iglú, y vio cómo Harrat levantaba el pulgar a través de una de las portillas. Los dedos de Durry se tensaron. Mary Borrows sintió que llegaba el momento; dio un paso atrás y tropezó un poco al hacerlo. Kate siguió trabajando. CHUM BUM CHUM. El momento era perfecto, así que tiró de la cuerda.

El nuevo grillete bajó con elegancia en la temblorosa pausa entre latidos, cayó y desplazó al antiguo con una precisión y una certeza más allá del mero empuje de la gravedad. El viejo dispositivo se rompió en el hormigón manchado, en medio de una lluvia de acero y seda que susurraba humo. Algunos fragmentos de metal comenzaron a girar por todas partes, y Durry y Mary se sobresaltaron. Pero el nuevo grillete encajó al instante, de maravilla, en su sitio, y la calcedonia brillaba. Aquel momento rezumaba tanto triunfo y el silencio posterior resultaba tan perfecto que hasta los sentidos del maestro del éter Edward Durry quedaron momentáneamente hechizados. Los motores, sin un instante de frenado o vacilación, habían dejado de latir.

Entonces muchas cosas pasaron al mismo tiempo. Aquellos tres pistones perfectos, eterizados con solidez, podían pararse de golpe con mayor facilidad que las agujas de un reloj. Pero recibían la energía del gran eje que salía de la Planta de Motores. Al parar, sus pistones devolvieron la energía a su origen, en la planta superior. Durry oyó, escuchó cómo el largo y sólido eje temblaba y cedía, temblaba y cedía, subiendo por la roca hasta llegar a la superficie. Pero aquellas múltiples fracturas no bastaban. Desde arriba, una serie de detonaciones sísmicas rasgaron el silencio.

Pero la otra cosa que sucedió fue que el brillo de la calcedonia, que ya era cegador, aumentó de intensidad. Agujas de luz salieron del grillete, sólidas como acero pulido. De algún modo, sin moverse, daban vueltas, se enfocaban, palpitaban. La escena hubiera resultado bella de no ser demasiado rápida y terrible como para que la comprendieran sus sentidos. Entonces, como una serpiente al desenroscarse, como el coletazo de una cadena suelta, el brillo se volvió sobre sí mismo, estalló en un trueno silencioso, y volvió a reunirse en una esfera resplandeciente (un nuevo estado desconocido del éter) que subió hasta la Planta Central, justo en el punto donde se encontraba Kate. El magibrillo era tan profundo que a Durry le pareció verle los huesos, la sonrisa del cráneo, el pulso de la sangre y la forma de su bebé. Y después formó una nube. Y desapareció.

Aparte del tictac de los asombrados diales, la planta baja estaba en silencio. La calcedonia había perdido casi todo su brillo. Kate estaba allí de pie, conmocionada, mientras que Mary Borrows se chupaba un corte en la palma de la mano. Todos se alejaron, con la mirada todavía puesta en los pistones parados, mientras Harrat salía del iglú a trompicones. Primero fueron hacia el ascensor, que había perdido la energía, después encontraron la escalera de hierro de la salida de emergencia.

Toda la gente de Bracebridge dejó de hacer lo que estaba haciendo a las tres en punto de aquel medio diadeturno de julio del año 75 de la Tercera Edad. Los perros comenzaron a ladrar. Los bebés lloraron. La pizarra se caía de los tejados. La vieja torre de los Trabajadores de la Cuerda y muchas otras de los edificios más frágiles del pueblo se derrumbaron en pálidos suspiros de polvo. Columnas de humo blanco y negro subieron desde la crujiente ruina de la Planta de Motores, mientras que todo el pueblo corría hacia las famosas puertas con sus frisos de la Providencia y la Piedad. Mientras los compañeros de la cuadrilla de Edward Durry se buscaban unos a otros instintivamente, se corrió la voz de que él había estado allá abajo solo. Pero cuando las primeras figuras de los trabajadores del vapor salieron sangrando, tosiendo por el humo de la destrucción, Edward Durry se sacudió las manos que le preguntaban y se metió en aquella ola de calor. En verdad, aquella tarde era un hombre poseído. Salvó a seis, ocho hombres. Se movía entre las ruinas con la fuerza de un autómata aunque, conforme lo golpeaba el calor, le salieron tantas ampollas y humo como a los hombres que había rescatado. Casi fue un héroe, y la historia decía que al final lo habían tenido que coger y atarlo a una camilla, después de intentar convencerlo a gritos de que ya no quedaba nadie a quien salvar.

Pero, para entonces, la mayor parte de Edward Durry había desaparecido. En el instante siguiente a la parada de los motores, comprendió que había traicionado a su gremio de la peor forma posible, y que estaba acabado. Cuando se despertó en el sorprendentemente silencioso Manor Hospital de Bracebridge, con el olor a cubos de mopa y ropa lavada con lejía, y con el pegajoso aguijón del dolor, ya era el Hombre Patata. Estaba en una planta con tres hombres más. Se turnaban para gritar. Curiosamente, él sentía menos dolor, aunque la figura que se sentó junto a él en un charco de luz de luna veraniega parecía tan oscura y poderosa que, por un momento, casi chilló. Pero era tan solo el gran maestro Harrat.

Harrat estaba bañado en lágrimas y le ofrecía débiles excusas. Como Kate y Mary Borrows, había logrado mezclarse con la multitud al salir de la compuerta de emergencia de la Planta Central. Había escapado, aunque había faltado poco; pronto dejó de llorar. Después de todo, los negocios gremiales eran los negocios gremiales, y la vida era así, aunque la propia vida de Durry pareciera arruinada. Seguramente habría una investigación. Pero Harrat había pasado por su oficina para eliminar ciertos archivos, y había usado (había tenido que hacerlo, porque el lloroso hombrecillo había logrado descubrirlo todo) a cierto maestro superior del Gremio de los Fabricantes de Herramientas para que volviera a la Planta Central, destruyera el grillete, y se deshiciera como fuese de la maldita calcedonia. Las pruebas que quedaran serían confusas, como mucho, y Harrat todavía tenía a sus amigos del sur, a aquel oscuro gremial que había apoyado su cálida mano en el hombro de Durry. Aunque no sabía su nombre ni su verdadera posición, y aunque no había logrado contactar con él, realmente esperaba que aquel gran gremial lo ayudara. De todos modos, parecía como si las cosas fueran a tranquilizarse. Pero, como siempre, había que pagar un precio. Y en ese instante Harrat, que a Durry nunca le había parecido precisamente un ejemplo de fortaleza, comenzó a llorar de nuevo. El Hombre Patata esperó. Al final, mientras Harrat se calmaba él solo entre murmullos y sollozos, comenzó a comprender el trato que Harrat había hecho.

Después de todo, la vida de Durry había acabado, estaba destrozada. Lo echarían de su gremio. Se convertiría en un merca y, posiblemente, también cambiaría. Pero el día anterior había sido una especie de héroe y así era como la gente de su pueblo querría recordarlo, si se le daba la oportunidad. Así que, ¿qué más daba que dejara morir a Edward Durry y que cargara con toda la culpa? Habría un funeral, una lápida decente, una oración. La investigación se acabaría y se olvidaría rápidamente, y la gente no escupiría al oír su nombre…

Harrat se levantó de la silla. Se estaba quedando sin palabras, y las lágrimas regresaban. En algún lugar se abrió una puerta. El Hombre Patata sintió la brisa a través de su carne arruinada, de la visión de un ojo, y del agujero negro del otro. Se levantó del dolor de su cama. Todo el hospital se mantuvo en una extraña calma mientras él cojeaba hacia el brillante silencio de la noche de verano. Harrat ya se había ido, era una simple silueta que se dirigía al pueblo con prisa por Withybrook Road, a su vida, a su carrera, a su culpa y sus preocupaciones. Pero allí estaban Mary Borrows, con una venda en la mano, y su esposa Kate, que parecía tan bella como siempre de pie bajo un árbol, junto al viejo buzón, aunque el cabello se le viera algo grisáceo. El Hombre Patata se acercó a ellas arrastrando los pies, consciente de que debía presentar un aspecto terrible, pero las caras de las mujeres no se alteraron demasiado.

—Mirad —gimió con su voz cambiada—. Es nuestra oportunidad de escapar… —Pero Kate esbozó una media sonrisa y no dijo nada. El árbol era un encaje de sombras. Arriba, bajo la luz nocturna, Rainharrow brillaba como la misma luna. Y los ojos de Kate también brillaban—. Podemos ir…

Pero ella se limitó a sonreír de nuevo con aquella sonrisa. Era como hablar con un fantasma, y él ya sabía que ella no podría marcharse con él para vivir la vida que tenía pensada. Cuando intentó tocarle la cara a su esposa a modo de despedida, el Hombre Patata estaba realmente seguro de que ya no quedaba ni rastro de su antigua persona. Pero algo iba mal. Aunque estaba de pie a la sombra de la luna, Kate relucía. Y las manos de Durry, arruinadas y torpes con sus quemaduras y vendas, se engancharon en el pelo de Kate, que se quebró y rompió en fragmentos brillantes. Fuera lo que fuera aquel hechizo dentro de la piedra, la había atrapado y cambiado. Y fue en aquel momento, y no al mirar la mancha oscura junto a su cama del hospital, cuando Edward Durry finalmente murió…

El Hombre Patata se limpió la boca. La tarta de fruta había desaparecido por completo, y con ella la historia, al menos a juzgar por su silencio.

—Entonces, ¿mi madre llevó a Kate a Redhouse?

Él gruñó y se sacó una pasa del fondo de la boca.

—¿Y tú fuiste con ella? —le preguntó Anna.

El Hombre Patata sacudió la cabeza y dejó escapar un resoplido largo y convulso. Después escondió su cara arruinada en sus manos arruinadas. Anna se inclinó hacia delante e intentó abrazarlo, pero cuando él le vio la cara, brillante a la luz del fuego, se retiró con un gemido. Lo habíamos arrastrado a su vida perdida; la cara de Anna, como la de Kate Durry, que se había convertido en hielo de motor y había muerto al darla a luz, era demasiado para él. Mientras él sollozaba y se acurrucaba, me di cuenta de que llevaba razón; Edward Durry había muerto. Su tumba estaba allá arriba, en el cementerio de la iglesia de St. Wilfred, para quien quisiera visitarla.

Intentamos convencer al Hombre Patata para que pasara la noche junto al calor de nuestro fuego. Le ofrecimos ropa para que se cambiara los harapos mugrientos que llevaba. Le habríamos dado más comida si hubiéramos tenido más. Pero se levantó y se alejó de nosotros arrastrando los pies. Entonces, ¿aquel cabrón de Harrat también había muerto?, nos murmuró. Si tan solo hubiera sido más lento… Aunque, ¿quién era él para decir cuál era la peor forma?

—¡Tú, chaval! —hizo un gesto—. Estabas allí, en aquella casa, ¿verdad? Así que aléjate, ¡aléjate!

Dejó escapar un aullido baboso. La chimenea se oscurecía y la habitación palpitaba y latía con su rabia sorda y triste. Después la puerta principal se abrió de golpe, y mis listas y recortes cuidadosamente recogidos volaron en una tormenta. Pero todavía quería saber algo más.

—¡Espera! Por favor, espera… —El Hombre Patata ladeó su ojo rojo y se encogió—. Aquel hombre, ese gremial oscuro del que Harrat hablaba. Has dicho que lo viste. Que te puso la mano en el hombro… —Cogí un puñado de los papeles voladores y se los acerqué de golpe—. ¿Lo reconocerías si te enseñara una fotografía? ¿Me podrías decir quién es?

Pero el Hombre Patata seguía retrocediendo. Más allá de la puerta agitada por el viento, la noche gritaba a través de los árboles en un aullido blanco. Miré a mi alrededor con desesperación en busca de algo que ofrecerle, y vi el cuenco de azúcar. Brillaba como una pequeña pila de hielo de motor.

—Toma. Coge esto…

El Hombre Patata acunó el cuenco rebosante junto a su cuerpo; respiraba con pesadez mientras volvía al interior a través del caos de papel, con la ropa moviéndose como llamas negras. Pero ¿qué podía enseñarle? ¿Por dónde podía empezar? No tenía sentido. Entonces él agarró un ejemplar reciente del Tiempos Gremiales que Anna y yo solíamos comprar para examinar la evolución del juicio de George.

—Eso no es… —empecé, pero el Hombre Patata estaba olisqueando las páginas.

—Él… —Las tormentas de cliché de cobre de un régimen moribundo—. Ha cambiado, pero no mucho. La gente como él no cambia…

Le quité la página de las manos. Muertes y matrimonios, y también fotografías, y el dedo hinchado del Hombre Patata se clavó en una ceremonia que tenía que ver con los últimos preparativos de la boda de la gran maestra Sarah Elizabeth Sophina York Passington, que iba a ser el acontecimiento de la temporada en Walcote House. Sadie estaba de pie con un recargado vestido, con los labios medio abiertos, como si fuera a decir algo; nunca había tenido un aspecto tan formal, y nunca había sido tan poco ella misma. No había ni rastro del novio. La otra presencia era la de su padre, que tenía apoyada una mano orgullosa en su hombro, y que estaba junto a ella esbozando una sonrisa vaga y atractiva.

—Ese es —dijo el Hombre Patata mientras emborronaba la imagen con el pulgar—. Ese es el hombre que vino a ver a Thomas Harrat.

—¿Estás seguro?

Pero ya se había alejado de mí para meterse en el ventoso vestíbulo y atravesar la puerta abierta que le llevaba a la noche.

La casa estaba oscura y vacía. El farol se había tragado los últimos restos de aceite, y la leña había caído a través de la rejilla. Con aquella preciada hoja del Tiempos Gremiales en la mano, decidí que la maestra Nutall podía quemar si le apetecía el resto de aquellos papeles. Pero sus cotilleos sobre la forma en la que habíamos vivido, las conversaciones sobre las vallas, hasta el latido de los motores y el chillido del viento de Brownheath ya me parecían remotos. Lo único que quedaba del Hombre Patata era su olor rancio, cada vez más tenue… y la amenazante respuesta que al final le había dado a mi pregunta, todavía demasiado grande como para examinarla aquella noche.

La casa empezó a parecerme una extraña conforme cerrábamos puertas y enjuagábamos el fregadero. Nos miraba desde los parches oscuros que habían dejado en sus paredes las fotografías que nunca pensamos en reponer.

—Sabes, Robbie, sigo sin saber qué soy —dijo Anna mientras se levantaba tras apagar la chimenea del salón—. Todos estos años, y sigo sin tener la más ligera idea… —Abrí la boca para decirle algo reconfortante pero, cuando le dio la espalda al pálido brillo de la chimenea para mirarme, pude ver que se le inundaban los ojos. Me cogió la mano—. No te quedes abajo esta noche. ¿Me entiendes? No quiero quedarme sola.

Serios, sobrios, subimos las escaleras y quitamos la maleta de Anna de la cama. Ella podría tumbarse en el lado izquierdo, como solía hacer, y yo en el derecho. Mientras fijaba la vista en la gastada colcha de chenilla, y los húmedos copos de nieve se posaban y deslizaban por la ventana, me acordé de aquellos caballeros de tierras lejanas y épocas antiguas que colocaban sus espadas entre ellos y las doncellas a las que tenían que proteger en situaciones quizá no muy distintas de aquella.

Anna se soltó el pelo y se sonó la nariz. Se desabrochó el vestido, se pasó las manos por los costados, se sacó los calcetines, salió de su ropa exterior y la colocó encima de una silla, junto a los débiles murmullos del hogar. Tenía la piel más blanca que la combinación o el camisón, que me recordaba por su corte y desnudez al vestido de verano con el que la había visto por primera vez, en aquellos tiempos de esperanza y luz de una Redhouse muy distinta a la que habíamos visitado después. Apartó las sábanas de su lado y se estremeció al deslizarse en el interior de la cama. Después siguieron los aburridos procedimientos de mi propia ropa exterior, antes de poder tumbarme en mi lado entre el algodón frío y ligeramente húmedo, momento en el cual me di cuenta de que las cortinas seguían abiertas.

—No importa —dijo Anna cuando iba a levantarme—. Tenemos que levantarnos temprano de todos modos si queremos coger ese tren.

Se volvió hacia mí sobre la almohada de color blanco grisáceo. La débil luz de los copos de nieve brillaba en su cara conforme golpeaban el cristal y se deslizaban hacia el suelo. Yo temblaba por todas las razones posibles, menos por el frío.

—Lo siento, Anna. No sé qué decir…

—No digas nada. Estás aquí. ¿No le dije a Missy que quería averiguar la verdad?

—Creo que la hemos encontrado.

—Yo…

—¿Qué?

—Nada. —Levanté una mano y la puse sobre su mejilla mojada; la sentí sonreír—. No digas nada más, Robbie. Solo me alegro de que estés aquí.

Me acerqué un poco más a ella y le olí el pelo y las lágrimas, y pensé en campos de maíz mojados. La curva de su barbilla estaba justo bajo mi palma. Mis dedos encontraron el lóbulo de su oreja. Pude sentir el movimiento cuando cerró los ojos, y el cambio de su respiración al quedarse dormida.