6

Se avecinaba el solsticio de invierno. Había más nieve, una escarcha de lluvia helada, y mi padre me llevó con él a Mawdingly & Clawtson un frío medio diadeturno de invierno. Otros gremiales a los que reconocía vagamente se unieron a nosotros en nuestro camino a través de los parques de carbón y estaciones mineras, con sus bolsas de herramientas colgadas al hombro y botas que hacían crujir la escarcha recongelada. La entrada trasera de la fábrica era muy distinta a la oficina principal delantera a la que me habían enviado algunas veces para recoger la paga, con sus frisos de cerámica representando a la Providencia y la Piedad.

—Así que este es el muchacho, ¿no? Cuidas de tu pobre mama, ¿a que sí?

Los hombres seguían haciéndome preguntas cuya respuesta estaba claro que no querían escuchar.

—Vienes a que te vean, ¿eh? —Después, en un aparte—. El enano es un tipo callado, ¿verdad?

Los hombres que compartían la llamada Planta Este pertenecían a varios gremios. Había trabajadores del hierro, antes conocidos como herreros, ingenieros del hierro, chapistas, maestros del hierro cuyas manos a veces se volvían negras y costrosas, reparadores de motor y acabadores a los que les faltaban dedos, todos enredados en procesos que los capataces y directores, también miembros de otros gremios o de estamentos más altos de los mismos, intentaban controlar y contener. Era complicado y arcano, con un horario de reuniones sagrado, recompensas crípticas, espacios entre pasarelas en los que una u otra especie podía comer su almuerzo o colgar sus abrigos; pero la impresión general que me llevé cuando mi padre se remangó y deslizó los engranajes que harían que su tosca máquina de hierro comenzara a girar fue la de un ambiente todavía más despiadado y caótico que el patio de mi escuela. Las voces de los hombres aumentaban de volumen mientras cantaban encantamientos y palabrotas comunes por encima del traqueteo y los chirridos de la maquinaria. Parecían estar orgullosos de lo que hacían y, al mismo tiempo, despreciarlo; sacaban aceite arenoso de latas y hacían extraños gestos de control cuando una polea comenzaba a soltarse o cuando una riostra de metal amenazaba con cortarse. A los pocos mercas sin gremio que barrían los suelos, aplastaban dragopiojos y limpiaban las virutas les escupían, les hacían la zancadilla y los embadurnaban con grasa.

El jefe de mi padre, un maestro superior llamado Stropcock que tenía una alargada cara de rata y una enorme pinza con estilográficas en el bolsillo superior de su mono marrón, fue hasta nosotros y dijo algo por encima del ruido; por la forma en que frunció los labios pude adivinar que tenía algo que ver con haberme llevado para enseñarme la fábrica. Después me arrastró y casi me lanzó por unos cuantos pasillos sucios en los que tenían sus oficinas varios gremios menores. Abrió una puerta con dificultad y me empujó al interior de una oficina oscura llena de archivadores entreabiertos, planos enrollados, tazas enmohecidas y trofeos deslustrados.

—Así que ahora vamos a verte bastante, ¿eh, muchachito? —dijo casi sin aliento. —Me encogí de hombros—. Eres un cabroncete insolente, ¿no? —Volví a encogerme de hombros. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla por encima de mí—. De todos modos, ¿por qué un muchacho como tú se cree lo bastante bueno para el Gremio Menor de los Fabricantes de Herramientas? Tu padre no lo era. Consiguió entrar porque es un cabrón con suerte, creo yo.

Me limité a mirarlo. La verdad es que no me molestaba lo que decía. Supongo que si yo hubiera sido más listo podría haber intentado pegarle y acabar con mis posibilidades de unirme al Gremio de los Fabricantes. Los hombres pequeños atrapados en puestos pequeños de pequeña autoridad siempre son los peores. Tosió una flema y por un momento me pregunté si iría a escupirme; pero después se la volvió a tragar, masticó su cigarrillo y rodeó su escritorio hasta llegar junto a una sábana manchada de aceite que cubría algo con muchas puntas. La levantó. Bajo ella se encontraba el cobre eterizado y cubierto de cuernos de un manipulador. Había oído hablar de ellos, los había vislumbrado en las vitrinas de las casas gremiales, pero nunca había visto ninguno tan de cerca. Tenía casi medio metro de alto, estaba hecho de latón eterizado y parecía más que nada el tocón y las ramas en miniatura de un árbol erosionado por el viento. El maestro superior Stropcock acarició la punta de una de las protuberancias con forma de cuerno con sus dedos manchados de nicotina. Le temblaron los párpados. Puso los ojos en blanco durante un instante, hasta que se recompuso.

—¿Sabes lo que es esto? —asentí—. Hijo, esto es mis ojos y mis oídos. Más adelante, cuando ya estés aquí para siempre, cuando te duela la espalda de agacharte y tengas ampollas en las manos, almorranas en el culo y tu corazoncito vibre por el ruido, cuando hayas visto a otros muchachos de otros gremios de pacotilla escondiéndose para dar una cabezada, recuérdame. Ojos y oídos, hijo, recuérdalo. Ojos y oídos. Esto no es la escuela. No somos como los mariquitas de tus profesores. —Dio un paso atrás. Era ridículo, pero parecía estar invitándome a tocar el manipulador—. Será la única vez, muchachito. Así que aprovéchalo…

Me deslicé entre el maestro superior Stropcock y el escritorio antes de que tuviera tiempo de pensárselo mejor y toqué una de las gruesas espinas de latón. La cosa parecía suave, caliente y ligeramente grasienta, como el pomo sobado de una puerta. Después mi carne pareció pegarse, fundirse. Y sentí cómo se me derramaba encima la fábrica a través de los telégrafos y filamentos que la unían; nunca había sentido nada igual. Todo el ruido, todo el trabajo, todas aquellas vidas. Mawdingly & Clawtson. CHUM BUM. Aquella enorme colisión de trabajo que llevaba el éter hasta la superficie. Me estaba chupando. A través de los cables, de los telégrafos, de los raíles. La sensación era vertiginosa y exultante. Era como mis sueños de viajes nocturnos. Volaba por toda aquella esfera. Colinas, granjas y valles, y fábricas, fábricas, fábricas. Ladrillo sobre ladrillo y piedra sobre piedra, reforzados, unidos y ondulados. Y también carne sobre carne. Una gran montaña de esfuerzo humano. Hueso rechinando sobre hueso y día tras día en el interminable desfile de aquellas Edades. Y también algo más. Algo más oscuro que la oscuridad, más poderoso que el poder, que aumentaba y aumentaba…

El rayo de una orden susurrada me apartó la mano de golpe.

—Ya basta, muchacho. No es bueno ser codicioso… —La sábana grasienta se colocó de nuevo encima—. Pero no lo olvides, ¿eh? —Se remangó la chaqueta y se desabrochó el sucio puño de la camisa—. ¿Ves esto? ¿Eh? —Unos moratones del color del atardecer le adornaban el interior de las palmas y se retorcían hasta alcanzar el ombligo ampollado de su estigma—. ¿Ves esto, muchachito? Marcas del manipulador. Y no se te ocurra olvidarlas nunca, joder.

Con la cabeza zumbando seguí al maestro superior Stropcock de vuelta por los pasillos y por un amplio patio atravesado por seseantes tuberías presurizadas. Subí por unas ruidosas escaleras metálicas exteriores detrás de él y me di contra el grasiento fondillo de sus pantalones cuando se paró a medio camino.

—¡Maestro superior Stropcock! —Oí exclamar a una voz de acento extraño por encima de nosotros—. ¿Y cómo estamos en esta mañana no del todo brillante?

—Tirando, señor.

Stropcock dio un paso atrás en la escalera, con lo que me obligó a hacer lo mismo.

—¡Gracias! Se lo agradezco mucho —siguió la voz—. ¿Ya quién tenemos aquí?

Stropcock se dio la vuelta lentamente y pude ver a un hombre grande con patillas que me miraba, con greñas de pelo rojizo y un traje de lana marrón.

—Solo es el chico de uno de los trabajadores, le estoy enseñando esto. —Después, tras inclinarse, añadió en un fuerte susurro—: Este de aquí, hijo, es el gran maestro Harrat. —Como si aquel personaje fuera demasiado importante para decirme él mismo su nombre.

—¿Y qué piensas de nuestra fábrica? —me preguntó el gran maestro Harrat.

—Es… —miré a los sucios edificios— grande.

El maestro superior Stropcock aguantó la respiración.

—Solo es el muchacho de los Borrows —dijo.

Pero el gran maestro Harrat se rio.

Hagamos una cosa, Ronald. Me llevaré al joven maestro Borrows y le enseñaré todo en persona.

—Pero…

—Si a usted le parece bien, claro está. Es decir, supongo que así es, ¿verdad? —El gran maestro Harrat me puso una mano en el hombro y me condujo por el patio antes de que el maestro superior Stropcock tuviera ocasión de responder—. ¿Cómo te llamas? —me preguntó con una voz sorprendentemente amable, casi engatusadora.

—Robert, señor.

—Y a mí debes llamarme simplemente Tom. Todavía no trabajas en Mawdingly & Clawtson, Robert, ¿verdad? ¿O es que ya te han iniciado en un gremio? Así que no hace falta tanta formalidad, ¿no? Podemos ser solo amigos…

La mano que todavía estaba sobre mi hombro me lo apretó con cariño. Tom… era una sugerencia ridícula. Nunca podría pensar en él como en simplemente Tom. Siempre sería el gran maestro Harrat.

Atravesamos portales hasta llegar a pasillos y salas mejor construidos en los que se realizaban las tareas más especializadas. Los supervisores correteaban alrededor de las máquinas para saludar al gran maestro Harrat. Inclinado sobre los bancos de trabajo, con los botones de seda de su chaleco resbalándome por el brazo, animó a los trabajadores para que realizaran una intrincada parte de sus labores. En la planta oeste habló con el maestro de un familiar y el maestro frunció los labios en un silbido inaudible para decirle a su criatura que bajara del laberinto giratorio suspendido de engranajes. El pelaje del pobre animal estaba empapado en aceite y le faltaban las puntas de varios dedos de los pies. El familiar se lamió sin ganas y después me estudió con unos ojos tristes y sabios dentro de una cara casi humana. Parecía sentirse tan perdido como yo allí dentro, lejos de su hogar en las junglas tropicales del África de las fábulas.

—Tu padre trabaja en la Planta Este, ¿verdad? —dijo el gran maestro Harrat tras pedirme una enorme porción de tarta de chocolate en la elegante cantina alicatada de los altos ejecutivos—. Es un fabricante de herramientas… y tu madre, ¿solía trabajar en el taller de pintura? —Asentí mientras comía, con la boca llena de bizcocho y saliva, bastante sorprendido de que hubiera oído hablar de los Borrows. Después me arriesgué a preguntarle si realmente conocía a los maestros Clawtson y Mawdingly. Aquello, como la mayoría de mis comentarios, le hizo reír. Parecía ser que ambos estaban bien muertos y enterrados. La fábrica pertenecía a algo llamado accionistas, que podían ser personas individuales o, normalmente, los gremios… o los bancos donde los gremios guardaban su dinero. El gran maestro Harrat sacó el labio inferior mientras le echaba más azúcar al té y admitió con tristeza que él, un alto ejecutivo de la Rama Metalúrgica del Gran Gremio de los Intelectuales, era miembro de algo conocido como la Junta Directiva que, al parecer, tomaba las decisiones y determinaba el destino de Clawtson & Mawdingly aunque, personalmente, odiaba aquella parte de su trabajo. Al estudiar de nuevo al gran maestro Harrat entre las iglesias plateadas de los condimentos, me di cuenta de que lo había visto antes; lo había visto salir de aquella casa gremial y mirarnos a mi madre y a mí aquella mañana que corríamos hacia la estación.

Me llevó a la Planta de Motores, donde se encontraban los motores que impulsaban los pistones de éter y gran parte del resto de la maquinaria, y que suministraban vapor presurizado y fuerza motriz. Miramos hacia abajo, donde las gigantescas calderas de hierro palpitaban y burbujeaban; las juntas eterizadas brillaban en aquella caliente penumbra por la potencia que controlaban y contenían. Me puse delante del más grande y antiguo de aquellos motores (mejor dicho, me lo presentaron), cuyo enorme y chorreante cuerpo de hierro lucía incrustaciones de hielo de motor y óxido. Bajamos la mirada desde la pasarela de servicio en la que su maestro del hierro (que era tan blanco y delgaducho como negra y enorme la máquina a su cargo) trabajaba desnudo de cintura para arriba con los tirantes colgando, mientras acariciaba a su máquina e intentaba obligarla a soportar presiones imposibles.

—Ese motor de ahí lleva más tiempo aquí que ninguno de nosotros —me gritó al oído el gran maestro Harrat—. Solía tener un gemelo, pero esa es otra historia…

En el núcleo de la Planta de Motores estaba el eje que proporcionaba potencia a los motores de éter de más abajo. Era aún más grueso, negro y enorme de lo que me había imaginado, y estaba tan suavemente pulido y engrasado que casi no parecía moverse. El gran maestro Harrat me condujo a un ascensor con cancela y empujó una palanca que hizo que la tierra subiera con estruendo. Durante un rato casi se hizo el silencio mientras caíamos y las viguetas y los filamentos del telégrafo volaban a nuestro lado. Después un sonido apartó todo lo demás. CHUM BUM CHUM BUM.

El aire entraba y salía de mis pulmones con cada latido cuando salimos a un túnel. El gran maestro Harrat hizo un gesto sin palabras hacia el camino que debíamos seguir mientras nos agachábamos para entrar en un laberinto de ladrillos mojados tras la luz intermitente de, los faroles protegidos con mallas. Pude captar el rechinar y los destellos de maquinaria pesada. ¿Era realmente en aquella apestosa madriguera donde obteníamos el éter? Allí el aire jadeaba, la roca herida se estremecía, la misma tierra se retorcía y gruñía. Cada paso adelante, cada parpadeo y cada respiración requerían un esfuerzo enorme. Llegamos a una especie de caverna. Allí, en la Planta Central, no había más sonido que una convulsión repetida e interminable. Las tres enormes columnas horizontales de los motores de éter latían delante de mí en sus bases de acero y hormigón, y el gran maestro Harrat me condujo junto a sus deslumbrantes pistones hasta llegar al dispositivo que los unía con la tierra de Bracebridge, un gran tapón de hierro del tamaño de una casa atornillado a la superficie de la roca al que llamaban el «encadenador». Desde allí, en un tejido de sombras de seda de motor, los motores quedaban unidos por una crisálida de intrincado metal de un metro de largo conocida como «grillete». Pero mis sentidos estaban sobrecargados. Había luz y oscuridad, y creo que debí de estar a punto de desmayarme. Probablemente el gran maestro Harrat se diera cuenta de mi palidez, porque me condujo de vuelta por los túneles en comparación casi silenciosos, y nos detuvimos frente a la cancela del ascensor mientras esperábamos que comenzaran a girar las cadenas de la polea. Todavía me sentía enfermo y mareado al volver la vista hacia aquellas paredes húmedas. Me di cuenta de que de dichas paredes sobresalían pequeñas protuberancias a intervalos, como si fueran las puntas de manos suplicantes. Entonces llegó el ascensor.

De vuelta a la superficie pasamos por patios y atravesamos portales hasta llegar a una gran habitación de techos altos en la que desaparecía de repente todo el ruido de la fábrica. Me quedé allí meciéndome sobre los pies, deslumbrado por la fresca penumbra. Había hileras de mujeres jóvenes sentadas trabajando entre las verdosas corrientes de brillo de éter. Las chicas del taller de pintura (porque no eran más que chicas en su mayoría) rellenaban así el hueco entre la salida de la escuela y la maternidad, mientras sus manos y ojos eran todavía lo bastante buenos para aquel trabajo de delicadeza imposible. Se empezaron a dar codazos. Se oyeron risitas.

—Tu madre solía trabajar aquí, ¿sabes?

Podía imaginarme perfectamente a mi padre pavoneándose camino al taller de pintura con algún recado como excusa… peinarse el pelo hacia atrás y comprobar su reflejo en un tonel de agua antes de salir rápidamente por la puerta y detener la mirada en mi madre, con la cara iluminada desde abajo por la magillama de la válvula o diente de rueda con el que estuviera trabajando.

Después el gran maestro Harrat me llevó a su propia oficina, con vistas al olvidado mundo de los árboles, las farolas de gas y los equinos. El fuego calentaba la chimenea. Olía a madera de sauce y cuero.

—Bueno, Robert —dijo mientras encendía un puro y formaba un círculo con el humo—, ¿sigues pensando que Mawdingly & Clawtson es grande? —Yo estaba mirando los libros, los jarrones y los cuadros. Una sirena se peinaba el cabello sentada en una roca—. ¿Y qué te han parecido los motores de éter?

—Eran… —¿Qué podía decir? Entonces se me ocurrió algo—. El hielo de motor que sale de las paredes, ¿no quiere decir que el éter está casi agotado?

Se produjo una pausa.

—Creo que deberías esperar a entrar en un gremio antes de especular con ese tipo de cosas, Robert. Pero mira esto… —Puso el puro en un cenicero de cristal tallado y abrió una caja de madera, bella en su simplicidad, que colocó sobre la mesa. Sacó un huso de acero de ella y lo sostuvo con las puntas hundidas en sus anchos y suaves dedos. El huso tenía un brillo incoloro y se engrosaba en el centro—. Seda de motor, Robert. A esto dedica la vida tu padre en la Planta Este de Mawdingly & Clawtson… o, al menos, a hacer que funcionen las máquinas que finalmente fabrican esta seda. Y mi vida también, ya que el Gremio de los Intelectuales asegura la extracción precisa y eficaz del éter… —el gran maestro Harrat cogió algo que no podía verse y lo desenrolló con un gesto en el aire. Un débil reflejo de luz de la chimenea adornó el aire—. Vamos. Tócalo… pero ten cuidado. Eso es… Imagina que estás acariciando a un gato… —Ligero como el viento, aquella cosa me susurraba entre los dedos—. Es extraño, ¿verdad? El éter viaja mejor por algo tan puro, tan frágil; a través del encadenador al grillete, después hacia arriba a través de los motores y de todos esos metros de roca hasta llegar a la superficie de este mundo. Y, por supuesto, hay éter en la misma seda. Éter, Robert, para transportar el éter. ¿Puedes verlo brillar? Para producir esto es para lo que el gran maestro de Painswick trabajó toda su vida. El resto es… —Hizo un gesto con la mano que abarcaba todo lo que había más allá de las paredes de madera de su oficina—. Solo es fuerza motriz, presión. Sí, el tejido de la seda de motor en el grillete es la clave… —asentí—. Por supuesto, esta bobina en concreto no sirve para nada, está contaminada. —Desenredó con delicadeza la seda que yo tenía entre los dedos y volvió a enrollarla—. Solo una simple muestra de comerciante… —Volvió a meter el huso en su caja, después recogió el puro y estudió su extremo negro y frío con tristeza—. Y tu padre, por supuesto. Tu padre… —En aquel momento el familiar aullido de la sirena del turno hizo vibrar el aire. Al ser medio diadeturno el trabajo en las plantas exteriores terminaba a mediodía—. Y también está tu madre. ¿Se encuentra mejor?

—¿Mejor? Yo…

—Debes hacerle llegar mis mejores deseos. A todos… —El gran maestro Harrat meditó frunciendo los regordetes labios y pasó un pulgar por la parte delantera de su caro chaleco, con los ojos muy lejos de allí—. A todos nos gustaría que las cosas hubieran sido distintas. ¿Se lo dirás por mí? ¿Que nos gustaría que las cosas hubieran sido distintas? —Volvió a ponerme sus suaves manos en el hombro—. Se lo dirás por mí, ¿verdad?