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Me desperté por la mañana al oír el ruido de alguien que golpeaba la puerta principal. Todavía prácticamente vestido y con los ojos legañosos, atravesé a tientas el vestíbulo, donde una silueta femenina oscurecía el cristal escarchado. De algún modo, no parecía ser la maestra Nutall. Durante toda la noche el viento había subido por el acantilado desde el río, y la puerta estaba helada en su marco. Cuando se abrió con una lluvia de hielo y luz, vi a mi madre en el umbral.
—Ahora mismo no puedo quedarme —dijo—. Pero Robert, al menos podrías haber dicho que venías…
Era mi hermana Beth; la noticia de mi llegada se había difundido muy rápido por Coney Mound. No quería entrar… la escuela del valle dependía de ella; estuvimos un rato allí de pie pensando en si debíamos abrazarnos o no, pero después el momento pasó y las grandes sirenas de Mawdingly & Clawtson comenzaron a aullar. Beth llevaba la insignia esmaltada del Gremio de las Maestras de Escuela prendida en su abrigo azul marino, pero parecía un poco tarde para felicitarla por haber pasado por fin los exámenes. ¿Así que estaba casado? Asentí, todavía más incómodo que antes al darme cuenta de que la historia de Anna, que antes me había parecido un engaño pequeño y necesario, comenzaba a cobrar vida propia. «Vaya maestra gremial será», decía la mirada de Beth, «para dejar a su maestro en pie a estas horas sin desayuno a la vista». Nos quedamos allí unos momentos más, mientras el viento nos fustigaba; el parecido entre Beth y mi madre iba y venía con cada latido de los motores de éter.
—Vaya, bueno, el muchacho de los Borrows… ¿no lo recuerdas? La madre se le puso mala. Pero que muy mala, ¿lo pillas? Pero ya hace tiempo. El viejo Frank sigue por aquí, claro. La hermana cuida de él y le da clases al pequeño Alf de mi hija. Y entonces, ¡puf! Aparece una noche con una esposa y todo. Una muchachita muy mona… pero un poco difusa. Están en la casa de Tuttsbury Rise, donde vivía la madre Ricketts. Ha estado en el sur, y ya sabes cómo son las cosas por allí abajo. Ahora ha vuelto, con el rabo bastante metido entre las piernas. Sí, claro, está en un gremio. Fabricante de herramientas, como su padre. Siempre lo hacen, ¿verdad? Mi chico era igual y míralo ahora. Oh, no… por su aspecto no ha tenido un trabajo gremial de verdad desde hace años. No tiene ni una marca de manipulador en esas manos tan blanquitas. Yo diría que ni siquiera puede decir el hechizo que hace girar la polea del toffee. Pero Maureen dice que tenemos que ser amables. Aprovechó su oportunidad, no le salió, y ahora está de vuelta en Bracebridge. Se lleva en la sangre, ¿a que sí…?
Cuando dejé a Anna y bajé la colina en dirección al pueblo aquella primera mañana, el mercado del décimo diadeturno ya estaba abierto. El reloj del ayuntamiento había adoptado una cara nueva. Rainharrow resplandecía de nieve. Gente a la que no conocía me sonreía por la calle, y los que sí me conocían (viejos compañeros de colegio, antiguos aprendices que se habían vuelto presuntuosos y fondones con sus cargos inferiores, y mujeres que habían conocido a mi madre o que me habían regañado por ensuciarles la colada con mi balón de fútbol) se me acercaban para saludarme. Felices y curiosos, estaban realmente contentos de verme. Al volver a Bracebridge con poco más que una esposa, dos maletas y la vaga esperanza de trabajar en la vieja fábrica de mi padre, les había hecho el favor de confirmar que no había nada allá afuera que su pueblo no les pudiera ofrecer. Sus acentos eran extraordinarios (era casi como en mis primeros días en Londres) pero, como en los hechizos de los sueños, me di cuenta de que podía comprenderlos fácilmente.
Bracebridge gozaba de una prosperidad sorprendente. No era solo el reloj del ayuntamiento. Varios edificios tenían tejados rojos nuevos, y el mercado estaba a rebosar. Hasta las gremiales de Coney Mound compraban alimentos frescos, mientras que mi madre normalmente tenía que esperar a las ofertas de la tarde. Todavía inmerso en el impacto de mi primera visita, el pueblo me pareció más abarrotado de lo que recordaba, pero también más nuevo. Una versión de juguete de sí mismo, pintada de colores chillones. Pero según el Nuevo Amanecer y muchos otros periódicos, se suponía que todo el norte de Inglaterra estaba en ebullición…
Como cualquier escolar diligente, comencé mi investigación del pasado de Bracebridge en la biblioteca pública. Aquel lugar parecía más iluminado y limpio de lo que recordaba, pero por lo demás no había cambiado mucho. Unos cuantos ancianos gremiales fingían examinar las noticias bajo el polvo soleado, mientras se tiraban de los pelos de la nariz. Estudié sus caras y me pregunté si no debería haber ido directamente a ver a mi padre a Brickyard Row. Pero ver a Beth de pie en mi portal había sido suficiente por un día. Así que me compré un lápiz y un cuaderno barato, y atravesé los somnolientos estantes de vuelta a un pasado que aquel presente cristalino parecía mantener y reflejar perfectamente; de vuelta a «algo», aunque seguía sin saber de qué se trataba. CHUUM BUM CHUUM BUM. Era mejor que Lucy la Negra en el sótano de Blissenhawk. Por primera vez desde el Día de las Mariposas, sentí verdadera necesidad de escribir.
Cuando regresé a nuestra casa aquel mediodía, todas las ventanas estaban abiertas y las alfombras colgaban en el patio echando polvo. Las mujeres de Tuttsbury Rise habían sentido lástima por Anna, que no tenía botas de verdad, pobrecilla, ni un solo abrigo de trabajo ni un delantal, y que luchaba por poner el hervidor en una simple hornilla de carbón. Pero Anna era adaptable por naturaleza, así que me saludó con el pelo recogido y las mejillas sonrosadas.
Aquella nueva maestra Borrows estaba totalmente preciosa; nos sentamos a la limpia mesa de la cocina para comernos el pan que yo había traído y la salchicha seca que le había dado a Anna la maestra Martin, del número 14.
Finalmente fuimos a ver a mi padre aquella noche a las siete en punto, una vez estuvimos seguros de que Beth había llegado de la escuela y de que había tenido tiempo para avisarlo. No había apenas distancia entre Tuttsbury Rise y Brickyard Row, así que antes de darme cuenta tenía la mano en la cancela y empezaba a empujarla hacia arriba y un poco hacia el lado, como necesitaba. Entonces Beth apareció de nuevo en la puerta y, mientras ella llevaba a Anna adentro, yo noté con una punzada de dolor que se había vestido con su mejor ropa; las luces del pueblo se dibujaban en la oscuridad que tenía detrás. La chimenea estaba encendida en el salón principal y había pasteles de limón en la bandeja de flores de aciano de la que mi madre estaba tan orgullosa, aunque habían perdido el brillo de su glaseado en el tiempo que llevaban esperando. Algunos hombres se ensanchan y florecen cuando se hacen mayores, pero mi padre había encogido y se había vuelto gris. Casi se inclinó ante Anna. La porcelana tembló cuando Beth sirvió el té.
—No te ha ido tan mal, muchacho… —Se detuvo al derramar su bebida en el plato—. ¿Eh?
—Recibimos los cheques —añadió Beth. Estaba sentada junto a Anna, que intentaba con todas sus fuerzas no parecer demasiado elegante. La única silla que quedaba libre en la habitación era la que ocupaba el sitio de honor en el pequeño saliente de la ventana, reservada para los invitados. Mi padre había dejado de trabajar en la Planta Este hacía varios años. En aquellos momentos trabajaba por las noches y algunos mediodías en El Escudo de Bacton; ayudaba a recoger las sobras, aunque por la expresión de Beth me imaginé que básicamente se limitaba a bebérselas.
—¿Te han iniciado?
—Fue en Londres.
—¿Y buscas trabajo? —El cuello de mi padre parecía esquelético y rozado con aquella corbata que yo sabía que detestaba—. ¿Y esta es tu maestra…?
Así continuó la conversación, los pasteles seguían intactos y el suelo latía. CHUUM BUM. El diasinturno fue más de lo mismo; fuimos a almorzar con ellos tras mucha insistencia por su parte, y nos comimos el extremo trasero de ternera de siempre, cocido hasta el agotamiento en el horno al final de la calle.
—Entonces, eres del sur, ¿no?
Anna asintió y masticó con fuerza el trozo de ternera por el que se había decidido ingenuamente, después cometió el segundo error e intentó bajarlo con un segmento verde grisáceo de patata de mar de la temporada anterior. Miró mi cerveza y la de mi padre, pero se suponía que no debía gustarle. Reprimí una sonrisa. Nunca antes me había dado cuenta de que las normas en la mesa de Bracebridge eran casi tan complicadas como las de Walcote House.
—Sí —dijo por fin—. Pero tengo algunos parientes en Flinton.
—Mmm. Flinton. —Mi padre asintió como si aquello lo explicara todo. La relación de Anna con Flinton también era nueva para mí, pero el lugar era perfecto. Lo bastante cerca dentro de Brownheath como para explicar su vago conocimiento del área, pero lo bastante lejos (vista la histórica animosidad entre los dos pueblos) como para abandonar las pesquisas.
Mi padre inclinó la cabeza hacia mí.
—Y me han dicho que has estado ocupado en la biblioteca.
Asentí. Páginas de viejos periódicos y anuncios gremiales que crujían al abrirse como vainas en el aire picante y luminoso. Eran las cosas corrientes (sobre todo las fotos, las sosas listas de nombres, nacimientos, muertes, matrimonios, iniciaciones, premios y procedimientos disciplinarios) lo que me llamaba más la atención. Después vi la lucha de la cuerda anual de los Fabricantes de Herramientas, en la que se enfrentaban maestros y maestros superiores. Y allí estaba mi padre, en el año 57, de pie muy quieto para la fotografía en las vegas soleadas, sonriente ante la cámara a través del color pardo de la edad. El brazo bajo la camisa pasaba por encima de un compañero gremial, que entonces también era tan solo un maestro, y llevaba flequillo en vez del aceitoso pico de viuda que tanto aumentaba la pequeñez y la agudeza dé sus facciones.
—Solo es por curiosidad —dije—. Justo ayer me encontré con un nombre que me parecía recordar. Stropcock… ¿no era tu maestro superior?
—Nunca debieron darle el trabajo —dijo mi padre con más vehemencia y rapidez de lo que me esperaba—. Era un cabrón mezquino.
—Padre… —le advirtió Beth.
—Ahora no está en Bracebridge, ¿verdad? —insistí.
Mi padre bufó.
—Creo que no. Lo volvieron a ascender, ¿no?
—Me parece que oí mencionar su nombre alguna vez… —fui más despacio, agradecido por el trozo de tendón que tenía que masticar— cuando estaba en Londres.
Mi padre bufó y se limpió el bigote. Stropcock en Londres era llevar la cosa demasiado lejos.
—Lo más lejos que ha llegado, por lo que tengo entendido, es a Preston.
—El pasado, pasado está, ¿no es verdad? —añadió Beth, mientras su mirada parecía decirme que era mejor así. Pero desde allí podía ver la esquina de las escaleras que llevaba al viejo dormitorio de mi madre. CHUM BUM. Allí había algo extraño, algo que no estaba bien, algo que me picaba en la sangre, que me hacía chirriar los huesos. Era como si Anna y yo nos hubiéramos metido en un lugar que casi era Bracebridge, pero no del todo.
—Libros, la biblioteca… —Mi padre se limpiaba la boca; metió una uña dentro de una muela y escupió un trozo de ternilla en la servilleta que Beth le había colocado en la mesa—. Y yo que nunca pensé que fueras listo.
—En Londres —dije— trabajaba para un periódico. Escribía artículos.
—¿Cómo se llamaba el periódico? —preguntó Beth.
—Nuevo Amanecer.
Ambos volvieron a su comida.
—Uno de esos periódicos, ¿eh? —murmuró finalmente mi padre—. Teníamos uno de esos por aquí. Un muchacho los vendía a gritos por dos peniques, por si te interesa, hasta que lo jodieron vivo.
Beth bajó el cuchillo.
—¡Padre!
—Bueno, es la verdad. Mira que decirnos a los gremiales que estamos malgastando nuestras vidas, cuando lo que hacemos es trabajar duro para llevar a casa una comida decente.
—A los trabajadores de Londres les suele pasar lo mismo… —empecé, pero conseguí detenerme.
—Y todas esas manifestaciones. ¿Qué demonios fue eso de las mariposas? Bueno, hasta hubo un gremial lo bastante irrespetuoso y chiflado como para derribar una de las iglesias de Dios nuestro Señor…
—Ya basta, padre —intervino Beth—. Estoy segura de que no queremos estropear nuestra comida de diasinturno con charlas de política para hombres, ¿verdad, Anna? —Le sonrió casi con dulzura. Después llegó el pudin de sebo—. He encontrado algunas cosas tuyas —dijo Beth cuando terminamos de comer. Anna había hecho el apropiado caso omiso a las protestas de Beth y estaba colocando los platos en el fregadero—. Puedes echarles un vistazo. Están ahí arriba. —Seguí a mi hermana por las estrechas escaleras—. Solo son cachivaches. —Hizo un gesto hacia la pequeña pila de viejos libros de texto y otros objetos que había colocado en el suelo del rellano—. Pero claro, te fuiste sin llevarte nada. Pensamos que estabas muerto. Entonces empezaron a llegar las postales. Después llegaron también los cheques… pero ya te lo he agradecido, ¿verdad? Así que supongo que no tengo que hacerlo otra vez. Incluso entonces no estábamos realmente seguros de si seguías vivo, sobre todo después de lo que hemos escuchado últimamente sobre Londres. —Para Beth, para la gente de Bracebridge, durante aquel último año Londres se había convertido en un lugar lleno de sangre y llamas—. Podría haberte enviado alguna postal —siguió ella—. Como el año pasado, cuando fui con padre a Skegness. No somos ratones de campo, ¿sabes? También viajamos. Pero nunca nos diste tu dirección, ¿a que no?
—Tenía demasiadas. —Tanto el broche que llevaba como la forma en que torcía la boca al mirarme eran de mi madre—. Lo siento, Beth.
—¿Por ti?
—No. Por los dos…
Nos quedamos allí durante un instante. El aire latía a nuestro alrededor.
—No te he visto en la iglesia esta mañana.
—No es algo que Anna y yo hagamos normalmente.
—¡Ah! —asintió como si todo cobrara sentido—. ¿Y recuerdas lo que significa la palabra «fachendoso»? —Tuve que pararme a pensar. Anna, abajo, hablaba con mi padre mientras hacía tintinear los platos y abría cajones—. Significa estirado, Robert Borrows, y aquí hay pocas críticas peores que esa, salvo quizá decir que a alguien le gusta revolver el pasado. La gente de Bracebridge es muy agradable. Ya lo sabes. Puede que últimamente vayan a Skegness, pero no entenderán que vengas aquí con tu bonita esposa en lo que parecen unas extrañas vacaciones. Si yo fuera tú me buscaría algún trabajo, Robert Borrows, si realmente piensas quedarte… —Beth bajó las escaleras hecha una furia.
Libros de texto. Gotas de tinta, marcas de dedos y manchas. «Cinco verbos útiles». «Lo que hice ayer». Entonces no podíamos hablar sobre lo que habíamos hecho en las vacaciones; entonces la gente de Coney Mound no podía permitirse esas cosas, como parecían poder permitírselas en aquellos momentos, contra la tendencia normal de la Edad. Colocada encima de mi puñado de cosas viejas había una burbuja de cristal con nieve dentro y una miniatura corroída de Hallam Tower. La mitad del agua se había evaporado. En vez de éter para el farol, había un diminuto trozo de cristal. Nunca antes la había visto. La sacudí, observé cómo se derramaba el agua verdusca y sonreí. Si realmente George lo hubiese querido, aquel era el verdadero polo opuesto de Hallam Tower. Debajo había unos cuantos libros de cuentos, pesados y rizados por la humedad. «Vaya, Blancaoro…». Y allí estaba, todavía vagando por las profundidades del bosque, a través de los brotes de la humedad y el tiempo. Reconocí la historia como una de las que me contaba mi madre, aunque en mis recuerdos no había ningún libro; las palabras siempre parecían salir directamente de su cabeza. Y Flinton… ¿no me había dicho alguna vez que allí era donde antes estaba Einfell? Casas grises bajo escombreras grises… y ahora Anna también decía venir de allí.
Me levanté, me sacudí el polvo de los pantalones, y subí la escalera que llevaba a mi viejo cuarto del desván; atascada por el peso de los trastos viejos y el tiempo, la trampilla no cedía. Pero allí, detrás de mí, estaba el dormitorio de mi madre. Una cama, un armario distinto, una silla y una chimenea. Pude ver que Beth había hecho un par de intentos por reclamar aquel espacio (un jarrón por aquí, una blonda de encaje por allá), pero su terrible esencia permanecía. CHUM BUM. «¿Quieres ver hasta dónde puedo estirarme?»… En la rejilla había unos cuantos trozos de carbón, con un brillo extraño. Eran como azabache, de color verdoso. Joyas desordenadas, tintadas de verde como pavos reales. Aquel dormitorio era como una vieja escena recién pintada. El suelo crujió ligeramente bajo mis pies. Abrí uno de los cajones vacíos. Beth había puesto saquitos de lavanda dentro de cada uno, hechos de cuadrados de sábanas viejas, pero no daban olor y estaban fríos, duros y pesados. Deshice uno de los lazos. Dentro había un trozo sólido y brillante; los ramitos de lavanda estaban encerrados en hielo de motor. Y por las paredes había más de aquel brillo acuoso que al principio me había parecido humedad o escarcha, pero que crujía al tocarlo y dejaba las puntas de los dedos relucientes.
CHUM BUM CHUUM BUM.
Al dejar la habitación, bajar las escaleras y enfrentarme a sus miradas, era consciente de que Beth y mi padre me habrían oído moverme por su pequeña casa. Había llegado el momento de marcharnos.