5

—¿No lo ves?

Northcentral rugía a nuestro alrededor, más brillante que nunca en el fulgor de la tormenta de una tarde de séptimo diadeturno de diciembre.

—¿No lo ves? —le gritaba a Anna—. ¡Es que no lo ves…! —Y Anna negaba con la cabeza.

El capital y la industria, el carbón y el éter, la importación y la exportación, el dinero y el trabajo surgían a nuestro alrededor en aquellas calles atestadas. Pero ya lo había visto todo en aquella noche fría y tranquila de Bracebridge, mientras la nieve se deslizaba por la ventana dejando senderos derretidos, y yo mantenía la mano junto a su cara. Y allí también lo veía, en los bombines y en las masas turbulentas de riqueza y pobreza. Lo veía en el gesto de desaprobación de Anna mientras se alejaba de mí una vez más. Pero yo sentía un conocimiento nuevo, una nueva ternura hacia y sobre todo. Y caminaba junto a la maestra Borrows, junto a Anna Winters, Annalise, a través del flujo continuo de la vida de Northcentral, y podía oler la niebla del tráfico de Londres y, todavía, el perfume dulce y húmedo de su pelo… y quería que Anna lo viera también. Llevaba su bufanda gris, una boina roja, aquel abrigo de espiga, y caminaba con aquel paso suyo, lento y ligero. Mientras, yo daba tumbos caminando de espaldas entre la multitud y no me importaba tropezarme con la gente, siempre que pudiera verla…

Quería que Anna comprendiera que, de repente, aquel mundo mejor que yo soñaba estaba muy cerca. Era un lugar que estaba seguro de haber tocado aquella última noche en Bracebridge, mientras las sombras de la nieve se deslizaban sin parar sobre su cara dormida. Era un mundo que, por fuera, se asemejaba al que vivíamos, pero que tenía un interior distinto. Más que otra simple Edad o que una lista de demandas endebles, era un lugar en el que las maravillas se mezclaban con el sonido del tráfico. Ningún ciudadano moría de hambre, no en aquella Nueva Edad que era más que una Edad. Y los gremios serían más un cuento que un recuerdo, sus estatuas remotas como piedras de sarsen, sus hazañas más distantes que los reyes de Inglaterra.

Pero Anna sacudió la cabeza de nuevo mientras caminábamos a través de la bulliciosa mañana de Northcentral. La verdad era preciosa, segura, peligrosa y cercana. Sabía que pronto conseguiría que lo comprendiera.

Habíamos estado viviendo en los Easterlies, lejos del antiguo apartamento de Anna en Kingsmeet, que yo había visitado con precaución y solo la mañana de nuestro regreso. Había encontrado un aviso con el sello de caucho del Gremio de los Recogedores pegado en su puerta. Después me había dirigido a Ashington, donde me arrinconaron en un patio. Los llamados «ayudantes de los ciudadanos» pensaban usar sus porras con clavos, hasta que una voz mencionó al ciudadano Saúl. Así que me arrastraron no solo a los Easterlies, sino a Caris Yard, que se había convertido en un campamento de ciudadanos de toda clase cubierto de humo. Me tiraron coágulos de lodo, y me empujaron más allá de la fuente en la que me había saciado por primera vez el agua de Londres.

El Gallinero de Caris había dejado de ser un refugio de criminales para convertirse en un hervidero revolucionario pero, a pesar de ello, casi no había cambiado. Saúl se había establecido en la misma habitación con goteras en la que habíamos pasado nuestro primer verano. Hasta la vista de Londres, cuando la miré por primera vez, era la misma. Hallam Tower brillaba. Las casas gremiales seguían en pie. Se había buscado una especie de escritorio, fabricado con la vieja puerta que habíamos usado para protegernos del viento. Noté un olor a fuegos artificiales que se sumaba al olor a pobreza y a arenques putrefactos. En una esquina, tirados de cualquier manera sobre los restos amarillentos de uno de sus antiguos dibujos, había unos primitivos tubos de color gris plateado.

—¿Qué demonios haces aquí, Robbie?

Me restregué los brazos esperando a que me volviera a circular la sangre.

—Yo podría preguntarte lo mismo.

Saúl había perdido gran parte del peso que había ganado en los buenos tiempos. Se colocó junto a mí en el alféizar desde el que habíamos meado tan alegremente, y parecía más afilado, una versión más arrugada y delgada de su antiguo yo. La caída desde allí me mareaba más de lo que recordaba, y el apartadero de Stepney estaba más tranquilo de lo normal para un mediodía. Solo había unos cuantos trenes que se movían como juguetes y emitían suaves nubes de humo mientras que, casi directamente bajo nosotros, algunos cuervos se peleaban por lo que parecían ser los restos de un animal.

—¿Dónde está Blissenhawk?

—Está en Whitechapel… —Saúl hizo un gesto—. Hemos tenido nuestros desacuerdos. Pero sigue siendo un ciudadano.

—¿No lo somos todos?

A Saúl le tembló la mandíbula.

—Ya ves cómo está Londres. Ahí afuera… —hizo un gesto en dirección a Northcentral—… está el campamento enemigo. Has venido en tren de algún lugar del norte, ¿no? Así que habrás visto a los soldados, a la caballería. Quizá estén esperando a que nosotros vayamos a ellos. O quizá vengan ellos primero. En cualquier caso…

—… pero…

Él levanto una mano con paciencia. Los cuervos reñían y graznaban.

—Y ahora vuelves a los Easterlies como si nada hubiera cambiado. Fuerza física o moral, ¿eh? Y la puñetera Blancaoro. —Se le arrugó la cara en una sonrisa—. Y tú… te mezclas con personas que solo pueden ser nuestros enemigos. Esa chica rubia. Y ese viejo troll que vive en las ruinas de Fin del Mundo. Y el maestro mayor George… pero al menos él ha probado su utilidad…

Asentí. Una de las cosas más asombrosas de aquella ciudad cambiada era ver el nombre de George garabateado sobre las olas de grafiti.

Pero Saúl no había terminado.

—Incluso esa maldita gran maestra que se supone que va a casarse ahora, ¡por amor de Dios! La conoces, ¿verdad? Y entonces te vas al norte para alguna excursión estúpida y vuelves con esa chica rubia, ¿cómo se llama?

—Anna… —dudé.

—También han aparecido algunos tipos muy poco recomendables preguntando por ti. Se les ha ocurrido que estás detrás de algo. Y ahora estás aquí de pie como si no hubiera cambiado nada. Así que, dime, ¿qué esperas que piense?

—Mira, Saúl… —Pero dejé la frase en el aire; quería saber tantas cosas, tenía que decir tantas cosas que no sabía por dónde empezar—. ¿Es que no lo ves? ¿Es que ya no crees en el sueño?

Saúl suspiró e hizo un gesto con la cabeza para que se fueran los ciudadanos que había detrás de él, que parecían decepcionados mientras bajaban las escaleras. Pero, cuando se volvió hacia mí, parecía aún más confundido.

—¿De qué estás hablando, Robbie? ¿Qué sueño?

Y entonces estaba con Anna caminando de espaldas por los pavimentos de brillo imposible de Threadneedle Street, intentando explicarme. Para mí estaba ya todo muy claro. No tenía que ver tan solo con el pasado, ni siquiera con el momento presente en el que intentaba hacerle ver la verdad, iluminado por aquellos ojos verdes y encantadores.

—Mira aquí adelante, ¿ves el arco del triunfo del Salón de los Orfebres? ¿Un arco iris de piedra tan grande que la aguja cercana de la iglesia de St. Peter podría caber debajo? Oro y cristal, Anna, un gremio colocado sobre otro. Y las cajas fuertes subterráneas de la riqueza monetaria de Inglaterra yacen debajo. ¿Se puede imaginar algo más sólido? Pero ¿ves esa piedra clave allá arriba, bajo la brumosa luz del invierno? Si quitas esa piedra, Anna, todo el edificio se vendrá abajo. Tú podrías hacerlo, mucho mejor que nadie. Mucho mejor que yo…

A la vista de la evidente incredulidad de Saúl, que me animaba a seguir como si se estuviera divirtiendo con aquello, había encontrado las cuentas anuales de Mawdingly & Clawtson, que eran de libre acceso en las Salas Públicas de Lectura. Libros del tamaño y del peso de cantos rodados confirmaban que su único negocio en funcionamiento era la fábrica de Bracebridge y que, supuestamente, cada mes llegaba la misma cantidad de éter al apartadero de Stepney. No era de extrañar que al gran maestro Bowdly-Smart le fuera tan bien. Estornudé con fuerza para arrancar las páginas. Miré detrás de mí a través de las columnas de polvo y luz. No había nadie, pero tenía la costumbre de variar mis rutas cuando hacía mis incursiones en Northcentral. Curiosamente, me sentía más seguro en Caris Yard. Pero aquel día, aquel día tenía que hacer que Anna lo viera. Necesitaba que comprendiera. De hecho, la verdad era tan obvia que ni siquiera teníamos que haber ido a Bracebridge para encontrarla; ya no me importaba quién nos viera, agitaba los brazos y estuve a punto de tropezar con un poste.

Uno de los muchos oficiales del Gremio de la Caballería que se podían ver por la calle aquellos días, ya sin plumas en los cascos, nos miró desde su caballo. Estaba a punto de tirar de las riendas para preguntarnos qué estábamos haciendo cuando la vendedora de castañas que teníamos delante volcó su bandeja. La montura del oficial se encabritó mientras las castañas calientes se esparcían por la acera, y Anna y yo nos deslizamos entre las sombras, bajo el brillante arco del Salón de los Orfebres.

Anna también vivía en Caris Yard, en un lugar que no quedaba muy lejos y se parecía bastante a la vieja guardería de Maud. Los pañales goteaban, los bebés chillaban, y los niños que gateaban daban tumbos de un lado a otro, mientras que las mujeres gremiales desplazadas lloraban, discutían y vivían al día. Yo tenía que compartir una nave independiente con un variado grupo de ciudadanos masculinos, muy dados a toser y tirarse pedos. Los comités electos eran sorprendentemente estrictos con la segregación de los sexos. Por supuesto, las mujeres adoraban a Anna y ella me parecía la misma de siempre pero, mientras nos movíamos entre la multitud bajo el arco y la luz suavizaba la sombra de aquella mandíbula que había sostenido durante una noche en Bracebridge, me di cuenta de que, para aquellos ignorantes inversores, especuladores, chicos de los recados y secretarias de empresa que corrían junto a nosotros con sus trajes y pañuelos elegantes, Anna empezaba a parecer cada vez más una gremial menor (quizá incluso una merca) de los Easterlies. Y yo lo parecía aún más, aunque había aprendido que si me restregaba los pantalones y la camisa con aceite, hollín y un trozo de cartulina blanca, podía hacerlos brillar lo bastante como para pasar inadvertido en las Salas Públicas de Lectura. Pero ya lo tenía todo… o casi todo. Mientras nos introducíamos en el sol del invierno de Threadneedle Street, lo único que me faltaba era poder hacerla comprender…

Habíamos ido a ver a la maestra Summerton a nuestro regreso. El Támesis estaba ya casi helado. Unos cuantos días más, la llegada de una Navidad que los vendedores de acebo y las tiendas de Oxford Street todavía pregonaban como si no hubiera pasado nada, y podríamos caminar sobre él. Pero por el momento teníamos que gastar el poco dinero que teníamos en los billetes del transbordador de braseros eterizados. Escarcha y hielo de motor. Aquellas colinas blancas, vacías como la Cuna de Hielo. Y los jardines arruinados junto a las grandes y destrozadas cúpulas, en los que las rosas crecían silvestres fuera de temporada, inclinadas con sus plumas rojo sangre y sus espinas, como los guardianes de alguna antigua maldición. Golpeamos con una fuerza e insistencia preocupante la puerta de su casa antes de que sacara la cabeza como una tortuga de su caparazón. Se le había oscurecido la mirada desde la última vez que la habíamos visto y su chimenea estaba casi apagada. Afirmaba haber estado dormida, incluso en aquel frío mediodía, mientras andaba vacilante de un lado a otro para preparar el té y el tabaco, derramándolos ambos. Hasta desprendía el mismo olor agridulce que yo había notado en las mujeres ancianas, aunque estaba salpicado de muchos aromas y hierbas. Dejaba las manos sobre el regazo y después las movía, las dejaba y las movía, mientras le hablábamos sobre Bracebridge, los motores de éter, el gran maestro Harrat, el Hombre Patata.

—Tú debes de haberlo sabido todo siempre, Missy. Pero nunca me lo dijiste… dejaste que yo lo descubriera.

—Edward Durry murió hace mucho tiempo, Anna. ¿No te lo dijo él mismo?

—Sí, pero…

La maestra Summerton bien podría haber estado mirando al futuro vacío, al pasado perdido, a través de nosotros.

—¿Habéis visto esas rosas? Están bastante fuera de mi control. Pero no sé por qué se me ocurriría alguna vez que eran mías… —Soltó una risilla lenta y triste, como agua deslizándose a través de una rejilla—. Pero ¿quién soy yo para pensar que alguna vez controlé algo? Y, después de todo, han pasado cien años, estación arriba, estación abajo, desde que este lugar fuera joven. A mí me pasa casi igual. Los dos nos marchitamos juntos… —Paseó la mirada por las botas de Anna, que estaban llenas de barro y casi transparentes; después por sus calcetines que, bromeábamos, tenían más agujeros que lana; y por el desgarrón de su falda de moletón, y el borde deshilachado de su caro abrigo de espiga. Entonces se volvió hacia mí. «Esto», susurró en un latido agitado, «es lo que le has hecho a mi Annalise». Las palabras no pronunciadas se alejaron con el viento que silbaba fuera, entre las espinas—. Ya no tengo dinero —dijo al fin mientras nos servía el té templado y a medio hacer—. A no ser que venda mi coche.

—¡No hemos venido a por tu dinero, Missy!

—Supongo que no. Pero tampoco esperes que continúe la historia de tu pobre padre. Ni la de tu madre. Vivió lo bastante como para darte a luz después de aquel terrible accidente, y debemos alegrarnos por ello. Y tu padre está muerto… o como si lo estuviera. Pero eso siempre lo has sabido. No tenías que ir hasta Bracebridge para eso. ¿Es que no te basta? Hace tiempo esperaba que…

Pero la maestra Summerton nunca llegó a decir lo que esperaba, aparte de que estaba claro que no era vernos a Anna y a mí allí sentados en invierno con el olor de los Easterlies a nuestro alrededor. Le podía haber contado muchas cosas, la verdad sobre cómo cambiaría yo aquella Edad; pero estaba vieja y tenía frío, sus manos eran como un frágil pájaro, y lo mejor que podíamos hacer era prepararle algunas mantas, alimentar su chimenea y compadecernos con ella sobre sus rosas locas, que nos desagarraron la ropa cuando caminamos devuelta hacia nuestro transbordador y hacia las luces grisáceas de una ciudad que se preparaba para la guerra.

El Día de las Mariposas fue una fantasía de verano. Esta vez los talleres de los Easterlies latían a un ritmo que no marcaba ningún gremio. Espadas fabricadas con rejas o, al menos, los barrotes afilados de las barandillas, y bombas de parafina y azúcar. Hasta una especie de pistolas, unas cosas rudas y sin éter que igual podían volarte las manos que detener a un oficial de caballería, pero que no dejaban de ser pistolas; como la electricidad del gran maestro Harrat, era una tecnología que los gremios conocían desde hacía tiempo pero que, aparte de los disparos de los cañones ceremoniales, habían reprimido. Saúl tenía una fe conmovedora en sus pistolas, pero él no iba por Northcentral. Había olvidado el poder y la influencia de aquellos edificios, o quizá nunca lo había sabido. No podía comprender contra lo que realmente estaba luchando, que no era otra cosa que el éter y el dinero… El verdadero poder de los gremios, que rugía como siempre en aquellas calles, y brillaba en la masa ronroneante y maginegra de los telégrafos que garabateaban el cielo, CHUM BUM. Porque el dinero también era mágico. Si no, ¿cómo iban a seguir latiendo los motores de Bracebridge si no producían nada? Anna me lo había mostrado a través del viejo manipulador de Stropcock, así que precisamente ella tenía que entenderlo. Mawdingly & Clawtson, según los registros públicos, producía poco menos de una cuarta y poco más de una quinta parte de todo el éter que se extraía en Inglaterra. Los franceses y los sajones cuidaban sus propias industrias y sus propios misterios, mientras que el éter de las profundidades de Thule, África y las Antípodas era como la gente de aquellas regiones; extraño, salvaje y notoriamente difícil de domar.

—No soy experto en temas empresariales, Anna, pero sí sé que todas las compañías pertenecen a accionistas… y que esos accionistas son, sobre todo, los gremios. Y Mawdingly & Clawtson pertenece en su mayor parte al Gremio de los Telegrafistas. ¡Es una parte principal de su riqueza, Anna! Stropcock, Bowdly-Smart, no es más que un secuaz que hace lo necesario para gastar los ingresos que ellos fingen tener con cargamentos imaginarios y contenidos de almacenes vacíos. Pero el presidente de la junta directiva, Anna (está impreso en blanco y negro, y todavía tengo la página en el bolsillo, si no me crees), ¡es el gran maestro Anthony Charles Liddard Seed Passington!

Aquella criatura, aquella figura, había estado presente siempre, en todos los años de mi vida. Solía ser el Viejo Jack, que traicionó a Blancaoro. Después fue el hombre de los trolls, o el gremial oscuro del gran maestro Harrat. Allí en Londres era la pobreza y el dinero, y los lugares como aquella calle en la que las maestras gremiales llevaban guantes blancos para demostrar que nunca tenían que tocar nada sucio. Hasta lo he visto algunas veces, Anna, o me ha parecido hacerlo. Ha salido de la substancia de las sombras y de las esquinas de mis pesadillas. Pero no era ninguna de esas cosas… y las era todas. El gremial oscuro era el hombre vivo y real que fue a Bracebridge hace más de veinte años con aquella calcedonia en una caja de madera, que usó al gran maestro Harrat en su experimento, y que también usó a mi madre (y a tu madre y padre), y mucha gente murió y sufrió a causa de ello. Es él, Anna. Hay registros de los discursos que dio en los pueblos vecinos. Vino, dio sus órdenes, se fue, y no cargó con la culpa. Ni siquiera el gran maestro Harrat sabía quién era. Pero, después de todo, Anna, no es más que un hombre y, para serte sincero, casi me supone una decepción. Pero podemos acabar con él. Tienes que entenderlo. Tienes que ayudarme…

Encontramos un parque pequeño y tranquilo con pálidos sauces cabrunos desnudos por el invierno, a través de los que la piedra color miel de Northcentral brillaba como la luz del fuego a través de un tapiz. Caminamos por la acera de mármol moteado, a la fría sombra de sus muros, y nos sentamos en un banco. Anna se metió las manos en los bolsillos destrozados. Los sonidos de Londres habían retrocedido. Una ardilla rojiza corría por una rama.

—Me estás diciendo que podríamos arruinar más vidas todavía.

—¡Es Anthony Passington, Anna! Ese es el hombre que destrozó a tus padres.

—Pero lo conozco. He aceptado su hospitalidad, y siempre ha sido amable conmigo. No tiene el aspecto…

—¿Qué aspecto crees que tiene esa gente?

Ella se encogió y tembló. Tenía los labios cortados y una mancha de hollín en la punta de la nariz.

—Es el padre de Sadie, Robbie. A pesar de todo lo que ha pasado, todavía me gusta pensar que ella y yo somos amigas. Y también es su gremio.

—¿Por qué crees que la obligan a casarse con el gran maestro Porrett? El Gremio de los Pintores al Temple es uno de los pocos gremios que no tienen acciones en Mawdingly & Clawtson. Los Telegrafistas necesitan su riqueza para salir adelante. Por eso los están absorbiendo…

Anna sonrió. Sacudió las rodillas.

—Y Sadie siempre decía que todo era por la pintura.

—¿Es que no ves que todo forma parte de lo mismo? No son estos edificios que nos rodean lo que hace a los gremios ser lo que son, Anna. Es el dinero y el dinero se basa en la fe. Inglaterra ya está hecha un lío así que, ¿te imaginas qué ocurriría si todos supieran que una de las principales fuentes de éter ha fallado y que el Gremio de los Telegrafistas está en la bancarrota?

Ella dejó escapar una nube gris de aire.

—Sería una catástrofe.

—Acabaría con los Telegrafistas, Anna. Y con la mayoría de los otros gremios, o casi. ¿Es que no lo ves?

—Y eso sería bueno, ¿no?

—Tú hiciste aquella pancarta en verano. Pensaba que creías en una Nueva Edad.

—Eso fue antes de que pasaran muchas cosas.

—Ya has visto cómo están los Easterlies. Los ciudadanos esperan la señal para marchar hacia Northcentral. Esta vez no llevarán ninguna pancarta. Pero los gremios tienen sus hechizos, sus soldados, sus perversabuesos y su caballería. Estarán preparados, ¿por qué crees que están esperando? ¿Y por qué crees que los «grandes y buenos» se van de Londres para la boda de Sadie? Para cuando vuelvan en Año Nuevo ya habrán lavado toda la sangre. Saúl y todos los demás ciudadanos estarán muertos o en prisión, y el Gremio de los Telegrafistas revivirá con el dinero nuevo. Todos seguirán haciendo lo mismo de siempre, solo que irá a peor.

—Haces que suene terrible, Robbie.

—Pero no tiene por qué ser así. Nosotros podemos asegurarnos de que no pase. —Tragué saliva. Las palabras de mi cabeza eran sencillas, pero necesitaba tenerla a mi lado para que parecieran ciertas—. Entre nosotros, Anna, podemos cambiar esta Edad.

Pero en sus ojos todavía se notaban las dudas y el horror mientras se echaba el pelo hacia atrás, y se puso de pie antes de que pudiera tocar, como había estado deseando hacer toda la mañana, el suave hueco de la curva de su mandíbula.

—¿Qué más puedo mostrarte, Anna?

Casi había renunciado a las súplicas.

Anna se paró de golpe cuando vio las dos veletas que picoteaban sobre las chimeneas del invierno. Pero toda su vida había sido una batalla contra lugares como St. Blate. Se ajustó la bufanda alrededor del cuello y después siguió andando. Creo que entonces comprendió que en aquellos momentos nadie podía ser simplemente normal. Tiré del timbre. Hasta entonces no me había dado cuenta de la cantidad de grafiti que cubría los muros. «La libertad es el descanso». «Fuera los demonios». «La señora (algo) es un monstruo feo». Quizá hasta los hombres de los trolls pasaban por malos tiempos y habían desistido de borrarlo. La pequeña puerta dentro de la gran cancela se abrió con un chirrido.

No solían tener muchos visitantes, no tan cerca de Navidades y tan avanzada la Edad, y la celadora Northover recordaba incluso mi visita al maestro Mather. Por supuesto que podíamos verlo. De hecho, acababa de volver hacía unos minutos de trabajar para su antiguo gremio. Nos condujo hasta el patio de gravilla en el que unas voces marinas barrían el crepúsculo azul desde el ala principal. Había un furgón verde anónimo; sus farolas siseaban y los equinos echaban vapor. El chófer saltó al suelo, con una gorra plana y una sonrisa torcida.

Levantó un pulgar.

—Acabamos de volver del lugar en el que solía trabajar… Brandywood, Price y yo-que-sé… Unas cortinas de oro puro en las que se había meado un perro. El trabajo perfecto para nuestro maestro Mather, claro que sí… —El hombre de los trolls se sacó medio cigarrillo de detrás de la oreja y caminó junto a su furgón, mientras golpeaba el lateral con aire ausente. Abrió los cerrojos de las puertas traseras y bajó una rampa de madera—. Vamos, querido… —Chascó la lengua y silbó. Encontró una cadena entre las sombras y tiró de ella—. Estamos en casa. Hasta tengo una bonita visita para ti.

El maestro Mather surgió con un ruido de cadenas; era una enorme y suave caída de carne blanca, como una pila de sábanas nuevas tiradas en el suelo. Había ganado peso o algún tipo de sustancia desde la última vez que lo había visto. La piel se le había inflado, estaba lisa como una ampolla, y los rasgos de la cara habían desaparecido por completo. Las manos, que se estrechaban súbitamente a la altura de la muñeca como las de un bebé, o como si las hubieran rodeado con una goma elástica, eran lo único de su figura que seguía pareciendo humano, aunque la carne era de una palidez imposible. Chillaba y se deslizaba como un enorme balón lleno de leche cálida y crujiente. Y desprendía un fuerte olor a disolvente, jabón y lejía. Me di cuenta de que le habían marcado los tirantes cojines blancos de carne con una cruz y una C, aunque no eran del mismo tamaño que las de la maestra Summerton, ni siquiera que las del señor Snaith; como no dejaba de decir la celadora Northover, las cosas habían mejorado.

—Reconoces a tu viejo amigo, ¿verdad…? —canturreó el hombre de los trolls. Pero entonces el maestro Mather se lanzó hacia delante desde las zapatillas de algodón que encerraban las raquetas de sus pies, se movió con rapidez hacia Anna, y la cogió por la manga del abrigo. Se produjo una breve y extraña lucha hasta que Anna recuperó su brazo, y el maestro Mather chilló con fuerza mientras trataba de volver a la oscura seguridad del furgón. Los gemidos y aullidos de los que estaban encerrados en el ala principal aumentaron de tono y nerviosismo. De repente, incluso bajo aquella luz, la manga izquierda del abrigo de Anna estaba más limpia. El mozo tiró con fuerza de la cadena. El maestro Mather lloriqueó.

—Lo hace a veces. Pero nos aseguraremos de que sepa que no debería hacerlo nunca, créame…

—Por favor —dijo Anna—. No lo haga.

El hombre de los trolls se echó la gorra para atrás y asintió. Había algo en el tono de voz de Anna.

Dejamos St. Blate sin entrar en el ala principal y de nuevo sin firmar el libro de visitantes, lo que supuso una gran decepción para la celadora Northover. Todo estaba ya completamente oscuro, las profundidades del año. Los ciclistas nos adelantaban veloces por las negras calles de Clerkenwell, como otros muchos pájaros negros.

—¿Y hay más lugares como este, Robbie?

—Varios, al menos.

—Entonces, sí. Lo haré.

Como todos los demás ciudadanos del amplio ejército que poblaba Caris Yard, el ciudadano Simpson tenía una historia que contar. Había sido un contable superior, pero su mujer era tuberculosa. Necesitaban dinero. Y entonces… Bajó los ojos mientras se encogía como una gárgola en aquel helado tramo de tejado sobre la masa nocturna de luz, ruido y hedor del patio inferior.

—¿Y bien? —preguntó Saúl—. ¿Puedes hacerlo, ciudadano? —Sacó un papel arrugado y lo desenrolló para enseñar el pequeño aro de débil brillo de la perla numérica que había conseguido en alguna parte. El ciudadano Simpson le cogió el objeto con brusquedad y murmuró algo que hizo que la débil luz se volviera azul. Una canción medio reconocible comenzó a surgir más abajo, cerca de la pared en la que Saúl y yo nos habíamos sentado tiempo atrás con Maud. Cogí los papeles y Saúl se rio al examinarlos, después se los pasó al ciudadano Simpson, que los alisó sobre la pizarra y comenzó a murmurar para sí con la perla en la mano.

—Bien —dije—. ¿Cuántos días tenemos?

Saúl se lo pensó un momento. Una sólida oscuridad había cubierto el cielo. Casi se podían ver edificios allá arriba, y la neblina azul y las luces de las hogueras parecían estrellas que brillaran en el patio de abajo.

—Entonces, ¿de verdad piensas ir a esa casona?

—¿Cuánta gente necesitas aquí? ¿Qué diferencia podríamos suponer Anna y yo? Solo necesito saber el día de la marcha, Saúl. Eso, y que me dejes ir…

La voz del ciudadano Simpson entonó una suave canción, y la pequeña piedra le brilló en la mano, un cálido halo dorado con todo el encanto del éter. Entonces, mientras su voz flemática se elevaba en una floritura final, un remolino de nueva luz nos rodeó y se derramó por la plaza, cambiante y reluciente.

Saúl se rio y abrió los brazos.

—¡Mira, Robbie! ¡Está nevando!