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Hubo un tiempo, no muy lejano, en el que los trenes entraban y salían de Londres con la misma facilidad que los mecanismos engranados de una enorme máquina gigantesca. Pero cuando Anna y yo llegamos al andén de la estación de Great Aldgate tirando de nuestras maletas, todo se limitaba a preguntar, cruzar los dedos, y esperar. Los horarios habían sido sustituidos por pizarras con anuncios escritos en tiza, emborronados hasta resultar incomprensibles, y Bracebridge era un pueblo demasiado pequeño como para merecer un gesto de reconocimiento en las caras de los guardias. Los únicos trenes que llegaban allí directamente eran los largos y lentos vagones de cajas de éter que llegaban al apartadero de Stepney.
Anna fue la primera que vio el nombre de «Oxford»; corrimos hacia aquel andén para apretujarnos en un repleto pasillo de segunda clase. De pie junto a la ventana, mientras los vagones se arrastraban por Londres para después coger velocidad, le conté más cosas sobre los Stropcock: sobre las perlas numéricas, los almacenes vacíos, el Damisela bendita. Aquellos últimos días había llegado a observar su casa desde mi escondite tras los árboles. Pero los criados y los suministros seguían yendo y viniendo. En apariencia, nada había cambiado.
—¿Por qué no te enfrentaste a él en cuanto supiste quién era realmente?
Sacudí la cabeza. No parecía el mejor momento para mencionar a los hombres que habían ido a ver a Blissenhawk justo después de aquello preguntando por alguien que encajaba con mi descripción. El paisaje se tornó verde. Ganado gordo en los establos, seicos de maíz y túneles brillantes; eran los caminos que me habían llevado hasta allí. Llegamos a Oxford antes del mediodía, y se decía que aquella tarde llegaría un tren en dirección a Brownheath. Pero había mucho tiempo que matar y, como Anna ya había estado allí antes, podía hacerme de guía. Oxford era tan distinto de Londres que casi no me parecía una ciudad. Las piedras relucían con la luz invernal. Las grandes facultades, cada una de ellas patrocinada por su gremio, se erigían alrededor de cuadriláteros de agujas y hiedra. Las campanas hacían temblar el frágil aire azul y parecía una interminable fiesta gremial. Allí las mujeres se manifestaban sin reparo pidiendo el cambio. «IGUALDAD DE DERECHOS PARA LAS MAESTRAS GREMIALES». Parecían tan orgullosas con sus canotiers, que casi se les podía perdonar que se olvidaran de nosotros, los mercas.
—¡Ven aquí, hermana, únete a nosotros…!
Anna lo hizo durante unos cuantos pasos; balanceó los brazos al ritmo del tambor. Yo pensé que si todos pudiéramos vivir así, observar nuestros reflejos en las limpias ventanas de las librerías y en el oro del pelo de Anna, no haría falta ninguna Nueva Edad. No era de extrañar que al pobre George (que allí también estaba en los periódicos, aunque lo llamaban el «antiguo alumno de Balliol») le hubiera costado tanto aceptar Londres. No me hubiera importado hacerme el turista, vagar bajo puentes y tirarle nuestros sándwiches a los patos, pero había un lugar que Anna deseaba ver, y estaba fuera de la ciudad, donde los edificios comenzaban a escasear en la tierra medio helada. Había una última casa entre los gallineros, sobre la que extendían los brazos los primeros bosquecillos. Parecía ser la última casa de Oxford, y estaba a la venta.
El lugar parecía mucho más pequeño de lo que me había imaginado. Las paredes eran más bajas. Los humildes aguilones y chimeneas estaban encorvados. La única puerta estaba cerrada.
—¡Esperen! ¡Maestro, maestra!
El agente inmobiliario casi se cayó de la bicicleta por culpa de la prisa por alcanzarnos. Hizo una reverencia y nos ofreció su tarjeta.
La casa-prisión de la maestra Summerton había pasado por muchos cambios de uso y ocupación, pero las habitaciones, con sus pocas piezas de mobiliario, parecían mucho más desoladas de lo que hubieran parecido de estar del todo vacías. Mientras el agente parloteaba sobre el potencial de mejora, me pregunté cuántos años habrían pasado desde que ella arañara aquellas paredes. La mayor parte de una vida humana. Quizá Anna se equivocara y aquel ni siquiera fuese el sitio. Pero, mientras examinaba las ventanas, encontré las marcas oxidadas de viejos barrotes y los restos de pesadas contraventanas. Las paredes revestidas de madera parecían huecas al tocarlas.
—Es un aspecto bastante único de esta propiedad. Casi todas las habitaciones cuentan con un espacio a su alrededor… probablemente a modo de aislamiento. Eso quiere decir que podrían ampliarlas. Por supuesto, podrían volver a usar la mayor parte de la madera. Todo es sólido. Solo necesitan un buen carpintero. En Adcocks tenemos una estrecha relación con el gremio local…
Oxford ya se había hundido en el ahumado pozo de la tarde cuando Anna y yo caminamos de vuelta, pero sus agujas se elevaban y relucían con los últimos rayos del sol. Nuestro tren ya nos esperaba en la estación.
Llegamos a Yorkshire en la veloz oscuridad. Las estaciones volaban ante nosotros dejándonos vislumbrar retazos de ventanas, cántaras de leche. Una anciana rubicunda llegó mecida por el vagón, con los hombros del abrigo brillantes de suciedad. Se sentó junto a nosotros y comenzó a hablar como no haría ningún londinense, mientras los telégrafos dibujaban rastros blancos en la oscuridad. Entonces el tren se detuvo y el guardia apareció gritando que estábamos en Bracebridge, Bracebridge, Bracebridge…
Mientras se desvanecía el humo del tren, Anna y yo arrastramos nuestras maletas por encima de la pasarela de hierro que mi madre y yo cruzáramos un día de camino a Tatton Halt. El patio de la estación, donde se guardaba el carbón y la madera, cerca de los establos de las bestias de mina dormidas, estaba oscuro. No eran mucho más de las diez de la noche, pero era un noveno diadeturno… el cansado final de una larga cuesta hacia el siguiente día de paga, así que El Cordero y La Bandera estaba prácticamente a oscuras.
—¿No quieres ir a casa de tu padre? —me preguntó Anna.
Negué con la cabeza.
—Preferiría esperar a mañana.
—Bueno, ¿dónde nos quedamos? ¿Es un hotel eso de ahí…?
Lo era… o al menos una posada; La Posada del Señor, que era lo más parecido a un establecimiento de ese tipo que tenía Bracebridge. Mi madre había tenido que armarse de valor las pocas veces que había entrado allí dentro; pero, oscuro frente a las granuladas colinas, el edificio había encogido desde mi partida. Tomé aire. El corazón me latía con fuerza. Todo aquello era demasiado repentino, demasiado rápido.
CHUUM BUM CHUUM BUM.
Me reí con ganas.
—¿Qué pasa, Robbie?
—¡Ese ruido!
—¿Quieres decir que acabas de darte cuenta? —Mientras Anna sacudía la cabeza asombrada, la conduje por las calles hacia las tiendas más pequeñas al fondo de Coney Mound, con anuncios colgados de las ventanas. Había cachorros de chucho a la venta, o al menos los había habido. Una cuna (casi nueva) contaba su propia historia. Anna sopló el cristal y limpió el vaho con la manga para mirar el interior débilmente iluminado por el gas. Y allí estaba. «PEQUEÑA CASA EN ALQUILER TOTALMENTE AMUEBLADA INDICADA PARA PAREJA GREMIAL JOVEN NO SE PERMITEN MASCOTAS NO SE PERMITEN MERCAS». El anuncio parecía casi reciente.
Pasamos Reckoning Hall y el patio de mudanzas. La dirección del casero estaba al este de Coney Mound, justo a la derecha de la cuenca del valle barrida por el río. La casera nos estudió a la luz de su entrada mientras se limpiaba las manos en un delantal grisáceo.
—Me pareció oír que el tren de la noche se detenía. No suele pasar mucho últimamente. —La maestra Nutall tenía la brusca forma de ir al grano de muchas viudas de Bracebridge—. Entonces, ¿venís por la casa? ¿Maestro… maestra…?
—Borrows —dijo Anna antes de que yo tuviera tiempo para pensar—. Acabamos de llegar de Londres. Ya sabe cómo son estas cosas. —Sin que me diera cuenta, se había cambiado el anillo a la mano izquierda—. Mi marido, Robert, tiene relación con el pueblo.
—¿Relación? —La maestra Nutall me examinó. Era más joven de lo que me había parecido en un principio (podía verla a ella o a su hermana con sus estiradas faldas de peto en la entrada de la escuela de chicas) o quizá era que me estaba haciendo mayor—. Será de los Fabricantes de Herramientas, ¿no?
Asentí, demasiado atónito por todas aquellas revelaciones como para parecer sorprendido.
Con los zuecos sueltos y los tobillos blancos al otro lado de los agujeros de las medias, la señora Nutall nos condujo a través de la fría oscuridad hacia el 23 de Tuttsbury Rise; estaba al final de la línea de casas, aunque era difícil distinguir nada tan lejos de la única farola de la calle. Un pequeño vestíbulo con el salón a un lado y la parte delantera y trasera de la cocina al otro. Abundante carbón en la carbonera, aunque puede que un poco húmedo. Había velas, teas y cerillas, y cal en el retrete. La maestra Nutall también nos traería leche, un trozo de pan y una taza de azúcar. Aquella noche, la maestra Nutall y sus vecinos nos atendieron de forma casi ridícula. Iluminaron y calentaron la casa. Llenaron los faroles. Hicieron la cama del dormitorio principal. Borrows, Borrows… Sí, conocían el nombre, y Anna estaba blanca y paliducha. Un té tan caliente y fuerte como para que la cucharita se quedara de pie, aquel era el remedio. Nos mimaron y aturullaron. Nos trataron como a altos gremiales.
Finalmente, nos dejaron solos en la casa con el crepitar del fuego, el latido de los motores, y el sonido vacío del viento en el exterior; el viento se derramaba sobre los pinos y abedules que bajaban por la cuesta de aquel lado de Coney Mound, y formaban un suelto precipicio que los niños solíamos trepar en aquellos días perdidos de verano, mientras el Withy de color marrón corría por debajo. CHUUM BUM CHUUM BUM, y Anna, Anna Borrows, estaba sentada frente a mí en aquel salón de Bracebridge, con el pelo absurdamente encendido y los muebles, pequeños y familiares, latiendo y retrocediendo mientras la luz del fuego y los recuerdos se me echaban encima.
—Estamos aquí —dijo ella—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?
—Ya veremos…
Apagué los faroles y acomodé el fuego en la chimenea. A través de la pared, entre toses y arañazos, podía oír que los vecinos hacían lo mismo. La configuración de las escaleras en aquella casa era distinta a la de la mía en Brickyard Row, a unas cuantas calles de distancia. Las de la casita alquilada salían del vestíbulo y giraban a medio camino sobre la despensa. Anna llevaba el farol delante; la barandilla quedaba atrás, con las viejas paredes empapeladas en las que destacaban los espacios más pálidos en los que una vez colgaran las fotos de la familia. No cabía duda, al menos en mi mente, de quién iba a dormir en lo que la maestra Nutall había llamado el dormitorio principal, donde habían colocado las sábanas recién aireadas tan prietas como un tambor; tanto, que cuando Anna tiró su maleta encima casi rebotó.
—Tenemos que parecer una pareja convincente. —Con pequeños gestos que yo nunca le había visto, Anna se pasó las manos por los costados y se quitó las horquillas del pelo.
—La gente nunca pensaría otra cosa, Anna. Aquí no. —Observé el espejo biselado; la forma en la que ella se retiraba el pelo hacia atrás al inclinarse para abrir la maleta.
—¿Seguro que quieres que me quede con esta habitación?
—Alguien tiene que quedársela, Anna. Los vecinos observarán las luces… nuestras sombras.
—¿No habías dicho que…? —Me encogí de hombros. ¿Cómo podía explicarle todas las cosas que sabía sobre aquella gente, sobre aquel pueblo? Comenzó a colgar blusas en las ruidosas perchas del armario—. La habitación de al lado estará fría. Te diría que intentaras encender el fuego, Robbie, pero ¿no mencionó la maestra Nutall que la chimenea no tiraba?
—Quizá sería mejor que me quedara abajo.
Ella sacó un vestido más grande y largo. Algo que habría sido prácticamente normal en Londres, pero que allí se abría en pliegues oscuros, como los pétalos de una de las rosas de la maestra Summerton. Anna lo alisó contra su cuerpo, después me sonrió por encima del vestido. Volví a la planta baja de la casa, donde ya solo brillaban el fuego y la hornilla. CHUUM BUM CHUUM BUM. Oí los movimientos de Anna en el piso de arriba. Alguien seguía tosiendo en la casa de al lado, y probablemente lo hiciera toda la noche. Allí, en Coney Mound, uno se acostumbraba a esas cosas. Salí a la fría noche para ir al retrete; conocía el camino en la oscuridad a la perfección, hasta el tacto del pestillo; mientras estaba allí de pie frente al aire, me pregunté qué pensaría Anna de aquel agrio lugar cuando lo usara.
Cerré todas las puertas. Le di un raspado final a la estufa de la cocina. Subí las escaleras. Anna había colocado junto a su puerta, en un ordenado montoncito, las sábanas y mantas extra que la maestra Nutall nos había dejado. Me las llevé al dormitorio de atrás. La oscuridad subía y bajaba. Podía sentir el humo en la boca. CHUUM BUM CHUUM BUM. «DIOS BENDIGA ESTA CASA» en punto de cruz, manchas familiares en el colchón. Pero había algo en aquella habitación que no podía soportar. Volví a bajar las escaleras con mis mantas y ahuequé los cojines del sofá. Las cortinas no se cerraban del todo y se movían con el viento. Los cojines, fríos y ligeramente húmedos, se hundían y se me clavaban en la espalda. Pero serviría.