2

Nací con el nombre de Robert Borrows en Bracebridge, Brownheath, West Yorkshire, a última hora de la tarde de un sexto diadeturno de agosto, en el año setenta y seis del tercer gran ciclo de nuestras Edades de la Industria, el único varón y el segundo descendiente de un maestro inferior del Gremio Menor de los Fabricantes de Herramientas. Bracebridge era entonces un pueblo de tamaño medio situado a orillas del río Withy. Era próspero a su manera y quizá indistinguible de otros muchos pueblos industriales del norte para aquellos que lo vislumbraban desde los vagones de los expresos que corrían por nuestra estación sin detenerse, aunque, al menos en un aspecto, era poco corriente. Derbyshire podía tener sus minas de carbón y Lancashire sus molinos; puede que Dudley rebosara de fábricas y Oxford de catedráticos con capas al viento; pero en este rincón en concreto de Inglaterra lo que gobernaba nuestras vidas era el éter y el único hecho ineludible que notaba cualquiera que visitara Bracebridge en aquellos tiempos era el sonido o, mejor dicho, el no-sonido, que la dominaba. Era una sensación que se introducía en todos los que vivíamos allí y que se convertía en parte del ritmo y de la sustancia de nuestras vidas. CHUM BUM CHUM BUM.

Era el sonido de los motores de éter.

Los molinos de agua que habían impulsado los primeros motores de éter de Bracebridge en lo alto de Rainharrow llevaban mucho tiempo parados; sus ruedas y pistones se habían oxidado, sus piscinas colectoras estaban vacías, las ventanas rotas de sus casetas de impulsión tenían la mirada fija en las fábricas que se extendían a sus pies. Abajo, en el valle, siempre había humo, ruido y el brillo de los hornos. Dentro de las plantas de Mawdingly & Clawtson giraban los reguladores derviches, las poleas siseaban y las cadenas tintineaban. Insertado desde la Planta de Motores a trescientos metros bajo tierra, prístino como una joya aunque grueso como el mástil de un barco y diez veces más pesado, giraba una gran eje vertical que proporcionaba fuerza a la Planta Central situada mucho más abajo, donde los oídos y pulmones de los que trabajaban allí se veían continuamente flagelados por el latido profundo y demente de los tres brazos de los motores de éter, al que tanto ellos como aquella fábrica (en realidad, todo Bracebridge) existían para servir.

De la roca hendida salían tres pistones de acero y granito que rugían al avanzar y retroceder (CHUM BUM CHUM BUM) para extraer el éter. Conectadas a dichos pistones y delgadas como telas de araña estaban las madejas de seda de motor que transportaban la sustancia hasta la superficie. Allí, la energía se disipaba en las brumosas aguas de la primera de muchas piscinas de aceleración, después se removía y filtraba hasta que se empaquetaban los frascos finales en cofres con revestimiento de plomo y se llevaban en lentos trenes hacia el norte, este y oeste, pero sobre todo hacia el sur de Inglaterra, para que sirvieran a cualquiera de los diez mil usos posibles del éter, de cuyos beneficios, no dejaba de sorprenderme, Bracebridge estaba curiosamente desprovista.

Por supuesto, solía decirse que todos dábamos al éter por sentado entonces, pero en Bracebridge lo que dábamos por sentado era trabajar del éter; los golpes del hierro, el aullido de las sirenas de los turnos, las fuertes pisadas de las botas de los hombres, el rechinar de los motores, el hollín en la colada y, sobre todo aquello, sobre todo lo demás, el latido subterráneo de los motores. Compactaba la harina en la despensa y hacía tintinear las baldosas del salón. Agrietaba jarrones y volvía loca a la vajilla. Agitaba el polvo como si fuera la orilla del mar y hacía bailar arco iris en los gordos glóbulos de la nata. Reorganizaba en secreto los perros de porcelana sobre la chimenea hasta que se estrellaban contra el hogar. CHUM BUM CHUM BUM. Llevábamos el sonido de aquellos motores en la sangre. Incluso cuando dejábamos Bracebridge, venía con nosotros.

La casa en la que vivía (la tercera en la hilera de casas de Brickyard Row, con una bajada en pendiente a través de rasposos bosquecillos de abedules para llegar a la parte baja de la ciudad y con muchas otras hileras, calles traseras y caminos detrás que subían por Coney Mound) llevaba en pie buena parte de la Tercera Edad de la Industria cuando mis padres se mudaron. Bracebridge era entonces la cúspide de una nueva ola de expansión y se consideraba que tales hileras de casas adosadas, unas frente a otras a lo largo de patios, callejones y techos de chapa ondulada de retretes exteriores, eran el método más eficaz para alojar a los trabajadores necesarios para hacer funcionar los nuevos motores subterráneos construidos en aquella época para explotar las vetas de éter más profundas. Aparte de mi pequeño espacio en la parte de arriba, había dos habitaciones principales en cada una de las plantas, aunque la casa siempre había parecido más complicada, repleta de extraños rincones y huecos y de pequeñas despensas y cruzamientos de chimenea. El núcleo, de donde salía casi todo el calor, el olor y el ruido que empañaban mi desván, era la cocina, dominada a su vez por la estufa negra de hierro. Sobre ella solían ponerse trapos viejos, zapatos colgados por los cordones, salvia y sauce, trozos de grasa y jamón, bolsas de manzanas de agua, abrigos mojados y cualquier cosa que necesitara secarse, mientras que la mesa de roble la miraba con ira desde su oscuro rincón; una deidad menor rival.

Arriba estaba el dormitorio delantero que ocupaban mis padres y la habitación trasera individual de mi hermana mayor Beth. La parte de atrás de la casa daba al norte y las estrechas ventanas solo admitían la vista de paredes, cubos de basura y callejones. En realidad, yo había tenido suerte con mi pequeño desván en la parte delantera. Era mi propio territorio privado. Las vidas transcurrían muy apretadas en Brickyard Row. Las paredes eran delgadas, los ladrillos porosos al humo, a los olores, a las voces. En algún lugar siempre había un bebé llorando; en otro, un hombre gritando o una mujer llorando.

Como tantas otras parejas de las que vivían a lo largo de Coney Mound, situadas en las comprimidas capas inferiores de la gran pirámide humana de clases que todavía dominaba Inglaterra (por encima de los pobres mercas sin gremio, pero de poco más), mis padres habían hecho frente a años de trabajo y rutina. Una vieja fotografía de su boda colgaba en la chimenea del salón principal. Estaba tan manchada por el humo y tan húmeda que ambos parecían estar bajo el agua; y lo cierto es que ambos parecían estar de verdad conteniendo la respiración mientras posaban rígidos bajo las ramas de una haya junto a la iglesia de St. Wilfred. Pero de aquello hacía mucho tiempo; antes de Beth, antes de mí. Mi padre todavía no tenía bigote y la descarada inclinación de su codo y la forma en que rodeaba la cintura de mi madre sugerían toda una vida de espera. Mi madre llevaba una corona de farolillos chinos y un vestido de delicado encaje que ondeaba sobre la hierba en olas espumosas. Una muy buena pareja, los dos parecían demasiado jóvenes para estar casados, incluso para mis ojos inmaduros; se habían conocido en Mawdingly & Clawtson, la gran fábrica de éter de Withybrook Road en torno a la que cual giraba todo Bracebridge. Mi madre se había mudado a Bracebridge desde la arruinada granja familiar en Brownheath y mi padre había seguido los pasos de su propio padre y estaba en la Tercera Sección Inferior del Gremio de los Fabricantes de Herramientas. Se habían cruzado muchas veces, según mi madre, antes de verse realmente; o antes de que sus miradas se cruzaran por encima de los bancos del taller de pintura de la fábrica mientras él iba camino de algún recado y se enamoraran al instante, según la versión más soñadora de mi padre.

Aunque resulte ridículo, prefiero la versión de mi padre. Todavía puedo ver a mi madre trabajando en los delicados relés entre las demás muchachas de aquella larga sala en penumbra; mojar los pinceles en los tarros llenos de éter con el pelo recogido y la cabeza inclinada, mientras pintaba las madejas y rollos que después transportarían la voluntad de un gremial hasta alguna herramienta o motor. Para mi padre, que salía por las puertas batientes del rugido de la fundición al otro lado del patio, debía ser como entrar en un fresco jardín. Y mi madre era delicada por aquel entonces, quizá hasta bella, con un cabello negro lustroso, dulces ojos azules, piel blanca y un cuerpo pequeño y elegante de manos nerviosas. Además de usar los contactos del gremio de su familia para conseguir el trabajo en el taller de pintura, probablemente se lo habrían dado porque parecía capaz de realizar una tarea tan exigente; pero lo cierto era que solía ser torpe y empleaba movimientos rápidos y bruscos de los que su mente solo parecía tener noticia después de haberlos llevado a cabo. De niños Beth y yo aprendimos a mantenernos bien lejos de sus codos voladores. Pero, en todos los sentidos, mi madre habría brillado entre los goteos de éter de sus pinceles destrozados al desvanecerse la luz del día a la caída de la tarde.

Así que mis padres se conocieron, se cortejaron y se casaron en el solsticio de verano y los turnos y los años volaron. Mi primer recuerdo de ellos es de una época en la que todavía parecían demasiado jóvenes para ser quienes ya eran y, en parte, por sus espaldas encorvadas y el pelo grisáceo de mi madre, también demasiado viejos. Bracebridge y la enorme presión de la gran pirámide humana de Inglaterra los habían cansado a los dos. Mi padre era un hombre inconstante, dado a la ira y al entusiasmo, a intereses y proyectos iniciados y después abandonados en favor de otra cosa. Cuando vio su ambición frustrada entre las herméticas y secretas estructuras del Gremio Menor de los Fabricantes de Herramientas, agotó la energía y la inteligencia que probablemente llevaran a mi madre hasta él. La mayor parte de los días se pasaba por El Escudo de Bacton de camino a casa desde Mawdingly & Clawtson para tomarse una media pinta rápida que fácilmente se convertía en varias pintas largas y, en el décimo diadeturno, el medio diadeturno y los días de fiesta, se tambaleaba por la calle, entraba a trompicones en la casa, se bamboleaba por las escaleras, abrazaba a mi madre entre risas mientras ella seguía tumbada en la cama y trataba de no hacer caso de sus bromas sobre lo que había dicho o hecho el amigo de turno, antes de sentirse despechado y retirarse a pasar la noche junto a la estufa, observando el fuego de la parrilla de la chimenea mientras su cuerpo expulsaba el alcohol. Pero, en las noches normales, los dos hablaban entre graznidos, grititos y llamadas mientras se preparaban para acostarse, como dos tortolitos; todas esas frases que las parejas casadas nunca terminan. Mi padre colgaba los pantalones en el respaldo de la silla por los tirantes; después bostezaba, se estiraba y se rascaba a través del chaleco antes de saltar entre las sábanas.

Puedo verlos ahora. La lámpara de aceite del tocador que mi padre subió al dormitorio todavía brilla, su llama araña el aire. Mi madre es más lenta para acostarse, primero pasea por la habitación descalza tirándose del pelo con su gran cepillo de plata, después capta su reflejo en el descolorido espejo y se queda helada un momento, como si le sorprendiera encontrarse allí dentro. Mi padre ahueca la almohada, se da la vuelta, se abraza y murmura. Mi madre deja el cepillo y coge el camisón de su percha para dejárselo caer encima en olas grises antes de quitarse la ropa interior y sacársela por debajo del camisón. Finalmente, apaga la lámpara y se sube a la cama.

Allí están, dos figuras medio enterradas en la oscuridad de sus mantas y el peso de los días, gente que una vez caminara de la mano, diera paseos de primavera, protegiera su risa de la lluvia bajo los quioscos de música. Ahora todo parece tranquilo; las familias están ensartadas, cansadas y completas a lo largo de Brickyard Row, seguras en sus camas mientras las estrellas brillan sobre los tejados y una luna nueva surge por encima de los patios traseros de las casa. Los perros no ladran. Los patios están vacíos. El último tren ya pasó. Un silencio denso y efervescente cae en olas nevadas. Entonces, mientras mi padre gruñe, sorbe y comienza a roncar, un sonido más profundo se hace evidente. Y mi madre está allí tumbada, quieta y silenciosa, con los ojos relucientes sobre la almohada mientras observa el techo y el dedo de su mano izquierda se rasca la cicatriz de la palma de la otra al compás de aquel ritmo interminable, ineludible. CHUM BUM CHUM BUM.