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CLACK BANG CLACK BANG.
¿FUERZA FÍSICA O FUERZA MORAL?
Puede que algunos piensen que el largo debate entre aquellos que creen que el levantamiento violento no es solo necesario sino inevitable, y aquellos que opinan que…
¿Qué opinan que qué? Levanté los ojos de las relucientes líneas de tinta acuosa y los dejé vagar por la imprenta del sótano. Lucy la Negra movía papeles y daba vueltas, hacía brillar sus rodillos para dar a luz a la siguiente edición del Nuevo Amanecer. Eran alrededor de las seis de la mañana y la luz era una mezcla brumosa del exiguo amanecer gris de primavera, que había logrado penetrar las ventanas con barrotes y el sucio resplandor del motor de la imprenta. CLACK BANG CLACK BANG. El ruido era enorme y la luz menos que inútil, pero me seguía pareciendo que allí era donde hacía más progresos con un artículo, en equilibrio sobre un taburete delante de un banco de trabajo arañado. CLACK HANG CLACK BANG. Me sentía como si estuviera alimentando a Lucy la Negra, producía las palabras que Blissenhawk compondría después para que ella las apretujara entre sus placas de acero y goma. Y, desde allí, los fajos húmedos de ejemplares se ataban con cuerdas, se cargaban en carros, se vendían, se perdían, se confiscaban, se prestaban, se disputaban, se usaban de plato, se clavaban en trocitos en las paredes de los retretes y, sobre todo, se leían. La satisfacción del deber cumplido nos embargaba siempre que terminábamos una nueva edición de Nuevo Amanecer. En aquellos momentos, la idea de que estábamos llegando a una Nueva Edad era más palpable que nunca; era cuando Lucy la Negra, llevada al extremo de su resistencia, tenía más posibilidades de romper una plancha; cuando Blissenhawk necesitaba más mi ayuda; y cuando había más posibilidades de que los gremios, la policía o el casero entraran en tropel con nuevas notificaciones de prohibición o desahucio.
«Que opinan que…». El papel que tenía delante, de color hueso incluso bajo la mejor de las luces, no parecía mucho más claro que los regueros de mi tinta aguada. Me quedaría sin vista por hacer aquello, como me había advertido Saúl; pero, al mismo tiempo, me gustaba bastante la insustancialidad marchita de las palabras y el rasposo dolor tras los ojos, causado por trabajar tan temprano por la mañana. No me hacía grandes ilusiones sobre mi habilidad como escritor (Blissenhawk arreglaba clandestinamente mis peores crímenes contra el idioma antes de imprimirlos), y descubrí que ayudaba no tener nada demasiado inteligente ni preciso delante. Las palabras estaban allí, se iban y el periodo siguiente habría otras. Más allá de ellas, más allá de las discusiones, las luchas y los cierres patronales, más allá de las llamadas a las armas, las pancartas brillantes, el ruido de las botas y las interminables reuniones en fríos salones de actos, estaba seguro de que nos esperaba una Nueva Edad y que se trataba de una Edad que nunca podría describirse con los pálidos términos de la vieja. CLACK BANG CLACK BANG.
Ya habían pasado cinco años desde que llegara a Londres. Como Saúl había predicho, el primer verano y aquella sensación de calidez y prosperidad habían sido una ilusión. Londres, Inglaterra, era un lugar mucho más duro. Había llegado el invierno y los antiguos edificios del Gallinero de Caris se volvieron negros y húmedos. La vida menguó y huyó cuando muchos de sus habitantes se dirigieron a los asilos de pobres o a casas de familiares en el campo. Me puse enfermo con fiebre, y perdí la noción de los días y los periodos entre el goteo de la lluvia en las latas y el aleteo mojado de los destrozados dibujos de Saúl. Maud traía ollas con gachas mientras yo murmuraba en sueños sobre paseos marítimos, hoteles y extrañas tías en casas espinosas. Parecía distraída cuando por fin estuve bien consciente; aquella misma fiebre había matado a muchos bebes en su guardería. Pero el tiempo mejoró junto a mi salud. Londres se hizo más frío y más brillante. Nieblas heladas brotaban de las alcantarillas, y las aguas del Támesis se rompieron y helaron para convertirse en un puzzle a través del que los transbordadores, con sus calderas eterizadas ardiendo en la proa, abrían una y otra vez sus canales para el escaso flujo comercial de la temporada. Me gruñía el estómago y la cabeza me flotaba… El hambre y el frío simplifican hasta los sueños, que siempre giraban en torno a hornos de pan calientes, hasta que me despertaba con la escarcha en la cara.
Aunque Saúl había hecho mucho por mí, fue Blissenhawk el que me salvó. Aquel primer invierno, en un salón al que habíamos acudido más por la ilusión del calor que por el cartel clavado en la puerta, él estaba de pie en una pila de cajas, sobre la bruma de alientos y humo de pipa; su voz ronca transmitía pasión por encima de los gruñidos de los alborotadores. Para Saúl siempre había sido obvio que el mundo no iba bien, pero para mí, todavía con corazón de gremial y siempre confuso sobre el hecho de que las cosas nunca fueran del todo como debían, las explicaciones pintadas en el techo de un almacén nunca serían suficientes. Necesitaba un propósito, necesitaba una estructura, necesitaba sentir que, aunque fuera un merca, todavía podía pertenecer a algo. Después de la charla, Blissenhawk enrolló sus carteles, se rascó los rizos, y se acercó tranquilamente para ofrecernos un trago con una voz atronadora que, a pesar de proceder de la lejana Lancashire, tenía bastante del norte como para hacerme sentir una pizca de nostalgia. Tiempo atrás había sido un gremial superior, todavía se le notaba en los modales. Con su potente tono de voz nos habló sobre la huelga que había organizado en la imprenta en la que trabajaba en Preston, cuando todo lo que querían sus compañeros era tener la misma paga y las mismas condiciones que los batidores de planchas de su misma calle. Le temblaron los grasientos rizos. El sistema estaba loco y él había tenido que marcharse. De hecho, había llegado hasta la lejana Londres, pero no porque allí hubiera algo de valor, sino porque era la causa de casi todo lo que funcionaba mal en Inglaterra, así que era el mejor lugar para derribarlo todo.
—Las casas gremiales. Los ricos. Las reuniones en los salones gremiales a las que todos acuden para murmurar y disfrutar de los caros vinos, cuyo precio serviría para alimentar a quince familias hambrientas, mientras comentan que el gremial medio es perezoso por naturaleza… —Blissenhawk gruñó, se revolvió la barba y sacó pecho, mientras sus palmas manchadas de tinta no dejaban de moverse—. Así que despiden a unos cuantos pobres cabrones y contratan a otros por menos dinero. Y nadie protesta, porque los que no pertenecen a un gremio están desesperados por entrar en uno, y a los que sí pertenecen a uno los aterra que los echen… —En los Easterlies no resultaba raro oír hablar así… sobre todo a los gremiales expulsados. Pero aquello era distinto—. ¿Sabéis cuánto han durado las Edades anteriores? Casi cien años cada una. Así que toca empezar una Nueva Edad. —Incluso entonces, por la forma en que Blissenhawk lo decía, podía visualizar las mayúsculas en aquella expresión—. Y las diferencias serán inimaginables… CLACK BANG CLACK BANG.
Blissenhawk tenía las habilidades y todavía un poco del dinero necesario para hacer llegar la noticia. Y el mensaje no hablaba de injusticia. El mensaje no hablaba sobre tomar cosas prestadas, llamarnos ciudadanos unos a otros y mear desde los tejados. El mensaje era que el mundo podía, debía e iba a cambiar. El proceso no era una idea vaga, era algo tan inevitable como el siguiente amanecer, porque había hombres sabios, no solo en Inglaterra, sino en las naciones gremiales de toda Europa y más allá, que habían demostrado la desastrosa inoperabilidad del sistema monetario del momento. Estábamos en la oscuridad, justo antes de la llegada de un reluciente amanecer. La única pregunta que quedaba por responder era cómo y cuándo se produciría exactamente la llegada de la Nueva Edad. Eran tiempos emocionantes, el final mismo de la historia tal y como la conocíamos y, aunque todavía me esforzaba por comprender la teoría político-económica en la que se basaban las charlas de Blissenhawk, me sentía agradecido por estar viviéndolos. Las palabras de Blissenhawk aquella primera noche, y la comida y la bebida con las que nos obsequió me habían dejado un poco mareado. Y él buscaba a algunos muchachos para ayudarlo a producir el periódico que planeaba… Muchachos que pudieran leer y escribir algo más que su propio nombre, lo que no era habitual en los Easterlies. Y Blissenhawk tenía le. Todavía la tenía cinco años después, a pesar de que estuviéramos usando otra versión de Lucy la Negra, de que trabajáramos en otro sótano, y de todavía estuviéramos estancados en el año 99 de la misma Tercera Edad de la Industria. Pero las señales eran claras. Las señales estaban por todas partes. Precisamente el turno anterior, la primera plana de Nuevo Amanecer había estado dedicada a la mayor huelga de la historia del puerto de Tidesmeet, a la que se habían sumado los miembros no de dos o tres gremios, sino de quince. En los disturbios que siguieron habían muerto cuatro ciudadanos… CLACK BANG CLACK BANG.
«Que opinan…». Lo que quería expresar de algún modo era que las discusiones no importaban. Que no importaba si acababas golpeando en la cabeza a tu capataz, o si lo abrazabas mientras ambos marchabais calle abajo. Que nada de aquello importaba porque… porque, de todos modos, la Nueva Edad llegaría. Pero, en tal caso, si todo era tan inevitable, ¿por qué estaba escribiendo aquello?
—Parece justo lo que necesitamos… —dijo Blissenhawk mirando por encima de mi hombro. Olía a disolvente y linaza, y le brillaban las palmas de las manos, que más que manos parecían jamones. De algún modo, había conseguido el suficiente aceite eterizado como para mantener a la nueva versión de Lucy la Negra tintineando y girando aunque, a pesar de sus habilidades, era un trabajo duro. Con aquella luz brumosa se podían ver las interminables letras que décadas de trabajo y tinta le habían tatuado en la carne de las manos. Ejércitos enteros de palabras que podíamos dominar a nuestro antojo—. Mira esto… —Sacó una de las láminas litográficas que estaba usando para imprimir las tiras cómicas de Nuevo Amanecer. Mojó un rollo en tinta—. Bastante bueno, ¿verdad? —se rio. Yo solo pude echarle un vistazo borroso, pero supe que sería algún gremial rechoncho inclinado para enseñar el trasero mientras babeaba sobre una mujer gremial atemorizada, aunque de trazos elegantes; siempre eran así. Saúl podía hacer aquellas cosas hasta dormido y, sin duda, no necesitaba levantarse a las cuatro de la mañana para preparar su contribución al Nuevo Amanecer. Pero un dibujo podía llevar el mensaje con más eficacia que las palabras, especialmente cuando tantos de los habitantes de los Easterlies tenían problemas para leer.
CLACK BANG CLACK BANG.
—¿Qué hora es? —grité.
Blissenhawk se rascó la barba y miró los barrotes de las ventanas.
—Deben de ser cerca de las siete. Estoy seguro de que acabo de oler el carro de cloaca.
Limpié la pluma.
—Será mejor que lo deje. No estoy llegando a ninguna parte. Al menos parece que Lucy la Negra se comporta.
—Claro que sí… —Blissenhawk caminó hacia ella, le acarició con dulzura la camisa caliente de un pistón y ajustó el goteo de un depósito. Podía ver cómo movía los labios, aunque el sonido era demasiado débil para descifrarlo. Aunque su gremio lo hubiese echado, todavía guardaba los arrullos y frases con las que alentaba a aquella máquina decrépita a producir una edición más.
Estaba casi seguro de que tres horas antes, al llegar a la imprenta, no había niebla; pero al salir, Sheep Street y Ashington estaban cubiertas por un denso velo. Los viejos edificios flotaban, el tráfico era un borrón de formas y sonidos. La típica niebla de Londres. Pero yo ya era un londinense y podía distinguir sus tipos y sabores, al igual que dicen que los esquimales pueden distinguir miles de tipos de nieve. Había nieblas marrones que te ahogaban. Las grises que se te introducían dentro de la ropa. Las nieblas de las tardes calurosas de verano, que te escocían los ojos; y las brumas verdosas que salían del río arrastrándose sigilosas. Pero aquella niebla era blanca, pura como la leche. Perlaban los hilos de mi abrigo gastado y la hebilla de latón de mi cartera. Me lamí los labios y casi sabía tan pura como la primavera. La niebla hacía algo con los colores, con los ladrillos, con las caras. Cambiados, tanto difuminados como intensificados, seguían fluyendo. Con la rapidez que da la práctica, clavé en la pared de un taller un cartel que anunciaba la reunión de la Alianza de la Gente aquel diasinturno. En otra pared arranqué un cartel rival de la Orden del Nuevo Gremio. Las fábricas pitaban. Los tranvías traqueteaban y relucían, oscuridad y luz. Todo era nuevo, brumoso y brillante. En una mañana como aquella realmente parecía que la Nueva Edad estaba ya amaneciendo. Los edificios parecían pálidos, prístinos; los sueños de jóvenes arquitectos. Los niños que corrían hacia las cancelas de hierro de sus escuelas se reían.
Sí, por una vez el mundo me resultaba evidente. Recordé las palabras del gran maestro Harrat sobre la perezosa atracción del trabajo con éter, el rígido conservadurismo de los gremios, la resistencia innata de Inglaterra a todo cambio que hiciera que los altos gremiales ajustaran su presión sobre el manipulador del poder, por no hablar del temor a perderlo. Y no solo Inglaterra. Por toda Europa había gremios muy parecidos a los nuestros, y había industria y éter. Había visto los productos que llegaban a los grandes muelles, con los mismos signos y susurros. Con la generalización del éter, Francia, Sajonia y España (incluso Catay y las Indias) se habían hundido igual que nosotros en sus sueños de industria, aquellas mismas Edades interminables, mientras que más allá, a través de la niebla del tiempo y la distancia, quedaban tierras remotas casi sin explorar ni explotar; Thule y las Antípodas, el desconocido corazón de África, la leyenda helada de la Luna de Hielo. El mundo estaba preparado, había llegado el momento de que los ciudadanos nos moviéramos, de que nos moviéramos y lo cogiéramos…
Pero aquellos pensamientos no podían durar. La niebla se aclaraba tan lapido como había llegado. El viejo Londres surgió con su peste a barro y mierda de perro. Los gremiales que habían sido despedidos de Biddle and Co., el fabricante local de bobinas y muelles, estaban de pie frente a sus puertas en Flummary Square; vagaban con su ropa de trabajo, aunque las puertas llevaban dos periodos cerradas con cadenas. Avancé con rapidez mientras ellos se aclaraban la garganta y escupían, se golpeaban los puños y me miraban con odio. Para ellos no era más que un merca que tenía un trabajo que ellos habían perdido. Me había acostumbrado a aquella hostilidad. No servía de nada que me parara a explicarles que el colapso de los mercados industriales era un síntoma de los problemas de la sociedad. Hasta Blissenhawk y los otros oradores que subían y caían de sus estrados en los Easterlies los diasinturnos habrían cerrado la boca ante aquella situación.
Pero al menos la temperatura subía. La primavera había llegado. Pronto sería verano. Blissenhawk tenía la teoría de que la Nueva Edad solo podía empezar en verano. Las manifestaciones y marchas se desmantelaban demasiado rápido bajo la lluvia, el frío y la oscuridad. Compré un ejemplar del Tiempos Gremiales y estudié sus suaves mentiras mientras desayunaba en el banco de un asador de la zona. Al otro lado de la ventana, una familia desarrapada arrastraba un carro lleno de muebles. Un reloj se cayó y se hizo añicos contra el suelo en una explosión de muelles. Parecían perdidos y hundidos. Pero yo tenía cerveza templada, carne fría, y un techo y una cama que me esperaban. Sabía que tenía suerte y que aquellos tiempos revueltos habían sido bastante amables conmigo.
El Nuevo Amanecer iba bien; en aquel momento se autofinanciaba y, a veces, generaba beneficios. Pero todo el dinero tenía que volver a la Alianza de la Gente, a alquilar habitaciones, a comprar policías y a ayudar a aquellos miembros que habían perdido sus trabajos o que habían sido heridos en peleas y manifestaciones. Saúl y yo seguíamos ganándonos la vida con aquellas tareas pesadas que los gremiales y sus aprendices eran demasiado orgullosos o demasiado vagos para hacer. A lo largo de los años habíamos tenido que recoger objetos y repartir jarras de cerveza y pasteles calientes a la hora del almuerzo, mientras nos moríamos por bebérnoslas y comérnoslos. Habíamos atrapado ratas reales; aquellas bestias podían dar saltos prodigiosos y siempre parecían lanzarse a por los dedos, los genitales y los ojos. De vez en cuando, tomábamos algo prestado. El trabajo siempre era duro, peligroso y doloroso para los pies, y el Londres de mis sueños de Bracebridge se perdía en las paradas del tranvía, los zapatos desgastados y las noches cansadas en pensiones para tuberculosos. A veces, llevado por los sentimientos, le mandaba a mi padre y a Beth un pequeño cheque y un mensaje por telégrafo para que supieran que seguía vivo, pero mantenía en secreto los detalles de mi vida, igual que haría cualquier buen ciudadano, especialmente si usaba el telégrafo. Lo que me mantenía en Londres era una visión distinta a la que me había llevado hasta allí aunque, en ocasiones (como aquella mañana, o en los relucientes tejados de las casa y almacenes, en la imposible altura de Hallam Tower, en el magibrillo del atardecer), todavía podía verla. Pero la vida seguía. Los años pasaban para Saúl, Maud y yo de esa forma sorprendente en la que suelen hacerlo. Todavía íbamos cada solsticio de verano a la Feria de Westminster Great Park, pero nunca volví a ver a Annalise ni allí ni en ninguna parte.
Era afortunado. Tenía suficiente tiempo y dinero en los bolsillos como para comerme el desayuno, mirar por la ventana del asador y sacudir la cabeza al leer las fantásticas tonterías que seguía imprimiendo el Tiempos Gremiales. No es que mi vida fuera fácil. Tampoco era rico ni de lejos. Aparte de todo lo demás, no me interesaba prosperar en una Edad que pronto sería derrocada, desarraigada. La niebla había desaparecido por completo cuando dejé el asador, y el cielo estaba a baja altura sobre los tejados y latía débilmente. Me colgué al hombro la cartera y me dirigí al noroeste por Doxy Street en dirección a Houndsfleet, donde me dedicaba a recoger los alquileres. El dinero era algo maligno; la raíz de muchas de las cosas que no funcionaban en nuestra sociedad. También comprendía aquello demasiado bien. Cómo no iba a comprenderlo, si había sustituido al anterior recaudador, al que le habían reventado la cabeza a palos en un callejón.
En Houndsfleet, detrás de las hileras de casas con los nombres colgados de los porches («Vuelo de alondras», «Los sauces», «La granja de Freida», «Bosque verde») estaban los establos donde el Gremio de las Obras de Londres guardaba sus ejércitos de bestias de mina, y su curioso olor flotaba en el aire. Cada mañana un desesperado desfile circense de aquellos animales, montados en vagones tirados por equinos, pasaba lentamente junto a las cortinas de encaje. Cornudos y salvajes, todos ciegos y cubiertos de cicatrices, dejaban caer regueros de estiércol reluciente a través de las rendijas de sus jaulas, que luego pisarían los remilgados residentes de Houndsfleet de camino a sus trabajos en los distintos gremios. En términos físicos, ser un recaudador de alquileres me resultaba fácil. Saltaba arriates. Hacía caso omiso de los gritos tanto de horticultores molestos como de los niños que faltaban a clase. Me entendía con los cobardes y pomposos perritos gracias a sobornos de galletas y puntapiés. Al menos no estaba cazando ratas reales. «Ah, eres tú…». Era poco más que una cara para aquella gente; observaba las zapatillas de las señoras gremiales arrastrarse de vuelta a la cocina y oía el ruido de la tetera con el pitorro roto en la que, inocentes, guardaban el dinero. Después tendría que volver por la noche para visitar a los que no estaban o fingían no estar. Enviaban a la puerta al niño más pequeño. La pausa, el tintineo, y el ruido de los cajones mientras buscaban lo que debería, debería, debería (si no me hubiera casado con ese cabrón) estar allí…
Había llegado a reconocer las señales que advertían de un próximo desahucio. La ligera tensión de más en los dedos de una señora gremial antes de soltar el último y preciado chelín, el lustroso olor a carne pasada de la olla en la que hervía una cabeza de cabra, cuando el resto de la calle cenaba chuletas. Un vistazo al sendero de guijarros del exterior, unas manos callosas que se abrían al aire y después a mí, aunque casi siempre en aquel momento el perro comenzaba a ladrar, el bebé a llorar, el hervidor a silbar, y la vaga idea de algún otro intercambio que pudiera arreglar su deuda seguiría siendo el fantasma de una posibilidad. Aquellas gremiales me ofrecían sus cuerpos como paquetes de remordimiento manchados de lágrimas, y yo casi no necesitaba mi precaución natural para rechazarlas. Con el paso de los años, después de mi casi divertido encuentro con Doreen, había aprendido a aliviarme con la alegre eficacia de las mujeres que practicaban su oficio abiertamente. Allí también cambiaba de manos el dinero, pero al menos aquellos intercambios eran francos (casi limpios, médicos, higiénicos).
Después de un inexistente almuerzo, llegué a Sunrise Crescent. Allí había claras distinciones entre sus caminos, senderos, jardines y avenidas, en los que los miembros del Gremio de los Copistas compartían las paredes del dormitorio y los cubos de basura con los Secretarios Actuariales y Peritos Mercantiles Menores. Todos creían estar por encima de los otros y, sobre todo, por encima de los no gremiales (era demasiado para ellos pensar en llamarme merca) que se ganaban la vida recaudando alquileres. Así que siempre notaba quiénes me trataban como un ser humano. Por eso me había llamado la atención el maestro Mather, que vivía solo en el número 19 de Sunrise Crescent antes de que lo desahuciaran el verano anterior.
Pequeño, redondo y blanco, con la cara rechoncha coronada por un flequillo a tazón, el maestro Mather desprendía cierto aire de inocencia. Con aquella voz aflautada y la carne temblorosa, al principio había sentido el mismo impulso que deberían de haber sentido los vecinos, que era pincharle la gelatinosa barriga, apretarla con el dedo, y agujerear aquellos pliegues de masa hasta que dejaran escapar el aire de la felicidad del que parecía estar relleno. El maestro Mather, que vivía solo porque la maestra Mather lo había dejado hacía tiempo, llevaba el mono azul del Gremio de los Limpiadores, Purificadores y Rociadores, y amaba su trabajo. Un día lluvioso del otoño anterior, en el 98 de aquella Edad, me invitó a su casa para enseñármela.
Grises sucios y manchas de hierba; moho y nicotina; salsa bearnesa o anillos marrones de sudor, el maestro Mather llenaba las abarrotadas habitaciones de su casa con pasajes secretos de ropa estropeada que había sustraído de Brandywood, Price and Harper, la gran tintorería de fachada dorada de Cheapside, donde desempeñaba su trabajo. Fraques, fajas de frac, boas de plumas y toquillas de bautizo; podía recitar la historia de una prenda de vestir a partir de los aromas y texturas de sus pliegues. Y mientras tocaba una tira de encaje oscurecida por las brasas, y explicaba las leches y sopas en las que la había sumergido, me di cuenta de por qué lo habría dejado la maestra Mather. Por naturaleza, casi todos los gremiales estaban obsesionados con su trabajo, pero el maestro Mather elevaba aquel entusiasmo al nivel de una feliz manía. De todos modos, mientras andaba sonámbulo a través de Houndsfleet cada mañana tras varias horas de lucha con otro artículo de Nuevo Amanecer, tras evitar callejones y llegar a casa con los pies doloridos todas las noches, demasiado cansado para soñar, las visitas a la casa del maestro Mather eran como relucientes islas de alivio. Una vez llegué a acercarme a Brandywood, Price and Harper para tocar la campana pulida de la entrada. El que abrió se encogió de hombros, sonrió con autosuficiencia, y llamó al maestro Mather, que apareció tan sonriente como siempre, feliz por poder enseñarle aquello a alguien, aunque fuera un merca recaudador de alquileres como yo. Cuanto más nos adentrábamos en los ruidosos talleres de un establecimiento que llevaba limpiando las vestiduras de los arzobispos de Londres durante las últimas dos Edades, mejores eran las prendas. Una quemadura en una blusa con un diseño de perlas tan complicado que parecía la armadura de un hada. Tinta derramada en el reluciente vestido blanco de una futura novia al borde del suicidio. Nunca se me había ocurrido antes que el Gremio de los Limpiadores necesitara el éter para algo pero, con la juiciosa entonación del hechizo correcto, hasta aquellos destrozos podían deshacerse. Allí había libros abiertos y signos en tiza que seguro que se suponía que no debía ver. El maestro Mather empezó a cantar con un sonido trémulo, como el de una flauta cascada, movió las manos sobre una cuba de cobre, y convenció a unos ansiosos bancos de defectos para que nadaran hacia él a través del líquido brillante. La cara, la papada y los brazos rechonchos parecían tener una extraña translucidez en aquella penumbra. El suyo era un mundo que podía perfeccionarse en bulliciosas piruetas de trajes vacíos. Las manchas eran suyas y las absorbía. Cuando finalmente volví a Doxy Street, incluso pude verlas nadando dentro de él, grises y translúcidas como las entrañas de un pez.
Las Navidades anteriores el maestro Mather me había regalado un pañuelo; tenía triángulos verdes y escarlatas, y parecía más nuevo que cuando dejara las planchas de la fábrica. Me dolía la piel al tocarlo. Lo guardé incómodo; para él el mundo no era más que un montón de colada, y yo siempre me sentía tentado de mandarlo de una patada al otro lado de la habitación en medio de una nube de camisetas interiores, de gritarle y de golpearle para hacerle comprender que la suciedad es parte de la existencia.
—Me traje esto ayer.
En su oscuro salón, justo el periodo siguiente, sacó una caja de seda. Alguien había escrito algo con letra infantil, pero con suficiente éter residual como para que las palabras resaltaran como las brasas de un cigarrillo: «LIMPIA ESTO».
—Puede ser bastante difícil, ¿no crees?
Cuando abrió la caja esperaba sentir el soplo empolvado del aire de Brandywood, Price and Harper pero, en vez de ello, vi una inconfundible cagada humana sobre el blanco puro de una camisa de esmoquin. El maestro Mather recibió otras cajas, regalos y paquetes de sus compañeros de trabajo durante aquellos oscuros primeros periodos del año nuevo. Alquitrán, meados y excrementos, todos adornados con mensajes, garabatos y obscenidades. Tenía que apretar bien los puños cuando él empezaba a murmurar cómo los limpiaría. Pero probablemente la vida del maestro Mather siempre había sido así, o eso me dije mientras Intentaba no hacer caso de la luminosidad gelatinosa que parecía llenarle el cuerpo cada vez más; los codazos, las palabras taimadas, los sándwiches del almuerzo rellenos de saliva. Lo único que consiguió al enseñarme aquellos regalos asquerosos fue introducirme en un nivel más profundo del mundo que él siempre había habitado. Pero yo podía sentir, compartir la frustración de sus compañeros. «Seguro que esto lo despertará de una puta vez. Le enseñará cómo son las cosas en realidad». Pero parte de mí también era como el maestro Mather.
Los mendigos sin extremidades, los niños de ojos muertos, los ancianos que se congelaban en silencio en sus sillas entre un día de recaudación de alquiler y el siguiente. Después estaban los desfiles llenos de flores, los grandes parques, los edificios abovedados. A pesar de toda la conciencia política que me había proporcionado Blissenhawk, a menudo yo tampoco conseguía encontrarle mucho sentido al mundo. ¿Era el sistema monetario suficiente razón para explicar lo que le estaban haciendo sus colegas al maestro Mather? Parecía haber una especia de oscuro y vital contrapunto bajo la canción mágica que dominaba toda Inglaterra, y que yo todavía no podía escuchar.
Londres cayó bajo una sorda manta de nieve. A las ventanas de Houndsfleet les salieron barbas blancas, y sus niños, más audaces en aquel reino alterado, corrían detrás de mí con bolas de nieve e insultos cuando me dirigía a Sunrise Crescent una mañana de tercer diadeturno de febrero. Una nube gris de vapor y ruido surgió de los establos de las bestias de mina, encerradas por culpa del tiempo, y se elevó por encima de los tejados para llenar el aire rígido y suave. Y en el número 33 de Parkrise se comentaba que el maestro Mather había ido hasta su cubo de basura sin dejar huellas en la nieve, y en el número 46 de The Spinny se decía que había dejado una sola fila de pezuñas de diablo. Los niños me enseñaron la prueba entre los surcos de meados que habían dejado en su pequeño jardín delantero.
Golpeé la puerta con el puño, casi con la esperanza de que no la abriera. Pero el maestro Mather se asomó. Tenía los ojos profundos, rojos y oscuros. En las manos y la cara mostraba decoloraciones de aspecto putrefacto. Me obligué a seguirle dentro, donde los montones de ropa brillaban con más fuerza que nunca bajo la luz de la nieve que atravesaba las ventanas mientras, entre resuellos intermitentes, me enseñaba un pesado saco marrón que goteaba estiércol líquido. El mensaje escrito en él gritaba en letras relucientes «PUTO TROLL». Aunque me avergüence admitirlo, cogí el dinero del alquiler del maestro Mather como cualquier otro día; el billete de diez chelines seco y planchado como siempre, las coronas y peniques pulidos. Me apresuré a salir de allí entre la nieve que frenaba mis pasos, mientras las voces de los niños (burlonas, enfadadas, otra nota estridente de la canción de Londres) me perseguían. Me imaginé algún incidente de inspirada intimidación en Brandywood, Price and Harper. Una multitud de caras burlonas, y el cuerpo redondo del maestro Mather despatarrado; un cáliz de éter que le derramaba un fluido blanco puro en la boca.
La nieve se había derretido, y el aire era cálido y brillante hasta casi resultar bilioso cuando regresé a Sunrise Crescent para recaudar el alquiler del siguiente periodo. Las fiestas gremiales eran algo tan común en aquel área que mi primera impresión al cruzar los pantanosos campos de fútbol en dirección a la fila de casas era que estaban celebrando una de ellas. Niñas pequeñas corrían por la calle dentro de grandes banderas de ropa. Los niños se tropezaban con los brazos de los trajes. Las madres también habían salido a sus portales y parecían más alegres de lo normal. Una llevaba un vestido de mangas abullonadas con rayas rojas y blancas. Otra limpiaba distraídamente un jarrón con una boa de plumas negras. En vez de seguir mi ronda habitual de visitas me dirigí directamente a la casa del maestro Mather; pero, al hacerlo, noté una retirada culpable de la gente, puertas que se cerraban. Miré la familiar fachada, con número pero resuelta a no llevar nombre. Una vez que llegas a conocerla, una casa no tiene que cambiar mucho para parecer abandonada. Llamé a la puerta y oí un eco que no existía cuando la casa estaba llena de la ropa que sus vecinos habían saqueado. La notificación clavada en la puerta llevaba estampado el sello de caucho con la cruz y la C del Gremio de los Recogedores.
No era extraño que echaran a un inquilino de las casas de Houndsfleet y la reacción entre los vecinos (ya fuera por trollismo, enfermedad, bancarrota o alguna infracción arcana de las normas de su gremio) casi siempre era la misma mezcla de horror y alivio. «Se ha ido, ¿verdad? Lástima, pero no ha sido culpa nuestra…». «Pues buen viaje, qué quieres que te diga». «El pobre cabrón… Nunca hizo nada malo, ¿no?». Y… «Supongo que se lo llevarán a St. Blate…».
Si Yorkshire y Brownheath tenían a Northallerton, Londres tenía a St. Blate. Era una institución en todos los sentidos, casi tan famosa como Newgate o Bedlam, y célebre como las tristes y amargas canciones de vodevil que se cantaban al final de la noche en la última taberna, aunque pocas personas lo habían visitado.
El número 19 de Sunrise Crescent pasó a llamarse «La casa de la colina», aunque no estaba en ninguna, y en aquellos momentos, mientras golpeaba la puerta con el nuevo llamador de latón y un niño pequeño corría por el familiar aunque extrañamente vacío pasillo para llamar a su madre, me preguntaba si los nuevos residentes sabrían lo del maestro Mather. Estaba claro que yo no pensaba decírselo. Y por allí llegaba la maestra Williams limpiándose la espuma de las manos y, casi sin mirarme, me dio una bola mojada de dinero y cerró la puerta. Marqué su casa en mi libreta de recaudador y me alejé despacio. Tras la desaparición de la niebla y aquel breve momento de soleada calidez, Londres había entrado en uno de aquellos días calmos que parecían encontrarse más allá del tiempo y de las estaciones, en los que las horas se alargaban, el tráfico avanzaba, las caras pasaban, y una calle se convertía en otra interminable calle sin que nunca cambiara nada. Tanto el verano como la próxima Edad parecían encontrarse a una distancia imposible, mientras la cartera me arañaba y rozaba. Aunque me quedaba más de la mitad de la ronda, me fui a la oficina inmobiliaria.
Más allá del tráfico, más allá de las barras de hierro de un mostrador que nunca me dejaban cruzar, aquel lugar tenía un olor característico, mezcla de sudor, papel, metal caliente y dinero bien manejado. Estaba metido en cajones, apilado en brillantes columnas, atado con gomas; lo pesaban en balanzas, como si fuera azúcar, conforme lo iba sacando de mi cartera y se lo pasaba por el cajón de madera desgastada de la ventanilla.
—¡Eh! ¡Esto no está bien ordenado! —Un gremial con pantalones impecables salió corriendo de la penumbra. Pero yo ya había tenido bastante… Parte de mí hasta deseaba haberse quedado con el dinero, aunque sabía que a los mercas que se arriesgaban a esas cosas les esperaban las mazmorras de la prisión o la horca. Tiré la cartera y mi libro de recaudación, por si acaso, y salí dando un portazo por la puerta batiente.
Con la relativa libertad de una tarde ociosa y sin ninguna forma concreta de ganar dinero, jugué con la idea de volver por Sheep Street al sótano de Lucy la Negra, pero mi artículo parecía empeñado en bloquearse en una primera frase interminable. ¿Opinar qué? ¿Ya quién le importaba? En cualquier caso, mis pasos me llevaban en una dirección que muchas veces había considerado y después descartado. Había una curiosa profusión de ferreterías en el borde sudeste de Clerkenwell, y las sartenes, palas y cubos que colgaban de las puertas tintineaban con el débil viento. Por lo demás, las calles estaban silenciosas, y vagué casi sin rumbo por avenidas y calles sin salida hasta ver los torreones gemelos con veletas que sobresalían de las chimeneas. Recorrí los tres laterales de un muro de ladrillos azules, y llegué a unas grandes puertas con remaches de hierro y un arco cubierto de piedra manchada de hollín, en el que se distinguía vagamente la marca de una cruz y una C. St. Blate. Tiré de la cuerda de una campana y se abrió una pequeña puerta recortada en la puerta más grande. Todavía esperando y casi deseando que me echaran, comencé a explicarle a la mujer que había asomado su regordeta cara tostada que había conocido, aunque solo de pasada, a un tal maestro Mather. Pero la celadora Northover me metió casi a empujones y me sonrió encantada mientras me conducía por redondos pasillos alicatados, con su bolsa de llaves a la cintura. ¿Quizá (deslizamiento de cancelas, portazos, débiles rugidos) me gustaría echarle un vistazo a su pequeño museo? Abrió persianas y apartó las sábanas que tapaban los muebles de una larga habitación llena de pedazos de hierro colgados en la pared y vitrinas. Para ella no era molestia.
—¿Y firmarás en el libro de visitas antes de irte?
Levantó llaves antiguas que podrían haber servido para elevar un puente levadizo. Más ingeniosas eran las cadenas para cambiantes de la Segunda Edad, que parecían (adelante, maestro, tóquelas si no se lo cree) ligeras como plumas en comparación. El pequeño aro de plata del extremo, no mucho mayor que un pendiente, se insertaba en la lengua del sujeto. Cosas de acero, piel y hierro. Las páginas abiertas de diarios, picados y con salpicaduras que puede que solo fueran cagadas de mosca. Y fotografías, tallas de madera y grabados en las paredes similares a los que había visto en aquel libro de la biblioteca de Bracebridge. En uno salía el maestro herrero Gardler, uno de sus más famosos clientes. Miramos la imagen de color sepia de algo parecía a una araña negra y torcida agachada entre rejas de forja. Sin él, Hallam Tower nunca se habría construido. Me di la vuelta. Había visto imágenes similares (y peores) salir de los rodillos de Lucy la Negra en los tiempos en los que Blissenhawk se había visto obligado a publicar lo que llamaba sus «especiales», para poder conseguir financiación; en Londres, en aquella Edad, había un mercado para todo.
Cruzamos un patio de gravilla. Allí las voces eran más altas; algo casi parecido a la canción de una mañana de Londres salía a través de las ventanas de barrotes del edificio al que nos dirigíamos. Según me contó la celadora Northover mientras señalaba con la cabeza los furgones verdes apoyados en sus varas, esperaban que el maestro Mather hiciera lo que ella llamaba «visitas de servicio» una vez que su condición cambiada se estabilizase. Asentí. Había visto aquellos vehículos un par de veces en las calles aunque, en el denso tráfico de Londres, solían pasar desapercibidos. El golpe al cerrarse de una puerta con barrotes. Subimos por una pesada escalera de hierro. Atravesamos una puerta aún más pesada. Filas de celdas a ambos lados. Antes eran hombres normales. Pero en aquellos momentos, entre cuernos y protuberancias venosas de carne imposible, con alas que no volaban y ojos saltones que no veían, eran ángeles que esperaban una resurrección diferente. Después de todo, cualquiera podía cambiar o, al menos, podían hacerlo aquellos gremiales que trabajaban lo bastante cerca de los verdaderos medios de producción como para exponerse a los peligros del éter. También las mujeres gremiales, aunque había menos. Después de todo, para eso estaba St. Blate, para proporcionar un cobijo, un refugio… Y también estaba Northallerton, en el norte, un lugar que todavía intentaba imaginarme, aunque sabía que sería muy parecido.
Una criatura con aspecto de polilla temblaba y se agarraba a los barrotes; un importante maestro herrero de Gloucester que había cometido un grave error en el hechizo que invocaba. Y allí había un piloto capitán del Gremio de los Marinos que todavía murmuraba las corrientes y latitudes, mientras redes grises de aletas se le formaban en brazos y piernas, y unas espinas le sobresalían de la piel. Una mano de garras negras y muchos dedos, atravesó los barrotes como un ciempiés, y después se retiró con un ardiente aliento de carbón.
—Llevan un periodo muy inquietos. Siempre pasa en primavera…
La celadora Northover cloqueaba, arrullaba y hablaba con sus internos. Mientras yo me rezagaba, ella los llamaba por sus nombres, se refería a sus antiguos gremios, y escuchaba a los que podían responder, e incluso tocaba su carne distinta con una ternura sorprendente. Aquellos diasinturno en los que la alta sociedad de Londres se acercaba hasta allí con sus gorgueras para reírse y gritarle a los trolls, pertenecían ya a una Edad distinta y, aunque me hubiera encantado que así fuera, la celadora Northover no era un monstruo. De hecho, realizaba su trabajo con una jovialidad incesante, aunque lo cierto es que también los poceros eran famosos por su buen humor, y se decía que los recogedores de cadáveres que tiraban de sus carros por los Easterlies en las frías mañanas de invierno eran una fuente interminable de canciones y bromas. Así era nuestra Edad.
Un portazo final, un tembloroso eco de voces, y su fluctuante linterna me invitó a avanzar. Hechizos, susurros y siseos. Familias enteras de nombres perdidos.
—¿Es él…?
—¿Quién…?
—¿El Viejo Jack…?
—O ella…
—Blancaoro…
—Schist…
—¿Quién…?
—Estábamos esperando…
Ecos en la oscuridad. Después, a través de las barras, entre los eslabones, esperaba una pálida excrecencia nueva de niebla londinense. No había calor ni manchas al otro lado de las flores de ropa recién lavada, sino algo enorme, blanco y frío que avanzaba hacia mí como una bola, perdido y confuso, mientras me miraba con un solo ojo negro de muñeco de nieve. Me obligué a devolverle la mirada al maestro Mather, pero algo me arrebataba el aire de los pulmones. «¿Qué estás haciendo aquí, Robert?». El eco de un recuerdo terrible cayó sobre mí; los huesos cambiados de mi madre crujían, las membranas de sus destrozadas fosas nasales temblaban, y mis manos se tensaban sobre el mango de un cuchillo de piedracedro. «¿Por qué me molestas?». Y era alta, alta. Tuve que darle la espalda.
—No te preocupes… —La celadora Northover me dijo amablemente mientras yo me agachaba sin aliento en el patio—. Suele pasarle a los que vienen por primera vez. Antes intentaba advertir a la gente, pero no hay forma de hacerlo, ¿verdad? —Me acarició la espalda—. ¿Te traigo un vaso de agua? Seguro que tengo algo más fuerte en la oficina. —Me enderecé y negué con la cabeza—. Bueno, en cualquier caso, volverás, ¿verdad? Y debes firmar en el libro de visitas…
La vida en Londres seguía adelante. Niños y hombres con togas blancas de aspecto ridículo marchaban y cantaban por Cheapside. Las apestosas chimeneas de la fábrica de Sheep Street, donde se producía aquel Bálsamo Universal McCall que cogía polvo en los escaparates de casi todas las farmacias de Londres, seguían echando humo. Sin mi trabajo de recaudador de alquileres, Blissenhawk me encontró el suficiente trabajo pagado como para no ahogarme en deudas. La protesta, en aquellos tiempos difíciles, era una de las industrias más florecientes.
Un quinto diadeturno poco después de mi visita a St. Blate, en la primavera de aquel año 99, bajé hasta uno de los mercados improvisados que se montaban, de aquella forma tan inexplicable, en las marismas tras los Easterlies. Allí, más allá de Greenwich, se hervía sangre, se saqueaban reses muertas, se hacía pegamento. Bajé del último tranvía, deambulé entre los montones de huesos, y casi eché de menos la peste del Bálsamo Universal de McCall, hasta que el viento proveniente del fétido río comenzó a soplarme en la cara.
Me busqué un hueco y un trozo de saco, y coloqué sobre el barro agrietado las copias que me quedaban del último ejemplar del Nuevo Amanecer, cuya tercera página contenía un artículo incoherente sobre la elección entre la fuerza física y la fuerza moral. Después algunos panfletos. «Libres de los gremios» y «Los males del dinero», pero aquel día nadie cogía nada. Solo sacudían la cabeza y miraban con desaprobación. Algunos días la gente se acercaba y entablaba conversaciones y discusiones. Pero la mayor parte de los londinenses todavía pensaba que la gente como yo (agitadores, alteradores del orden, socialistas, antigremiales, como nos llamaban) éramos la causa de los cierres y de la subida de los precios, en vez de la respuesta. Podría haber empezado a desmontar sus ideas y a dar a conocer el mensaje, pero ya había estado en bastantes peleas. Así que sujeté los papeles con piedras, y vagué entre los carros y puestos que se habían reunido bajo el cielo hinchado. Había sacos y mantas a la venta. Trozos tejidos de cuerda y piel. Viejas fotografías de familia nadando a través de océanos de humedad, polvo y moho. Piedras de dolor que todavía proporcionaban un susurro de alivio. Cajitas de rapé con el esmalte gastado. Pañuelos robados que todavía bajaban revoloteando de Northcentral en una lluvia polícroma.
Me dejé llevar por un aturdimiento sin prisas. Siempre me habían gustado los mercados y aquel me recordaba a un sexto diadeturno perdido en Bracebridge; cuando caminaba entre los puestos bajo un cielo gris similar el día del funeral de mi madre, junto a la maestra Summerton, mientras los toldos y las flores secas se movían con el viento. Casi ni me sorprendí cuando levanté la vista y vi a una mujer pequeña, con un viejo abrigo de piel y gafas, que se movía sin llamar la atención entre la andrajosa multitud. Que ella estuviera allí era de lo más normal, igual que había estado en el mercado de Bracebridge aquel lejano día, envuelta como siempre en bufanda y guantes, con aquel sombrero de ala ancha, con aquellas gafas. Todo parecía tan natural y tan inocuo que la maestra Summerton casi había desaparecido de mi vista cuando salí de mi ensueño.
—¡Espera!
Me abrí paso a empujones entre la multitud. Quizá me lo había imaginado… Entonces le di la vuelta a un carro y allí estaba de nuevo, cogiendo los grises trocitos de encaje que alguna gremial le había cortado a sus vestidos para pincharlos en cojines cubiertos de periódicos.
—¡Eres tú!
Ella se dio la vuelta y sonrió débilmente. Sentí la cautela en los cristales de sus gafas, bajo la sombra de aquel sombrero, aunque ella no parecía nada asombrada por verme allí. Y, al principio, me pareció que no había cambiado desde aquel día en el que habíamos caminado por un mercado no muy distinto; ni siquiera la flor seca que llevaba en la solapa ni la limpia ligereza de sus finas botas.
—Bueno… Robert… —Aunque su voz sí sonaba más frágil—. ¿Ahora vives en Londres?
—¿Y tú?
—Bastante cerca. Justo al otro lado del río, en Fin del Mundo. No me mires así. Es cierto… he venido en busca de semillas… Y después supongo que me distraje…
Yo ya era mucho más alto que ella, y ella casi ni se veía entre la gente, con aquel abrigo largo y el sombrero. Las pocas personas que nos miraban, me miraban a mí. «Puto merca, venir a decirnos lo que tenemos que hacer…». Y Fin del Mundo (con sus ruinas y sus colinas blancas) probablemente significara tan poco para mí entonces como mi vida de repartos y reuniones para ella. Era difícil saber qué decir. Quizá nos habíamos distanciado. O, reflexioné, lo más probable era que nunca hubiéramos sido íntimos. Después de todo, ¿cómo íbamos a serlo? El pasado es así. Cuando finalmente te toca en el hombro nunca es como creías que sería.
La marea estaba regresando. Los vendedores del mercado se marchaban, desenterraban sus carros del barro. Rescaté mis periódicos. La mirada de la maestra Summerton cuando los vio fue imparcial, divertida. La seguí más allá del mercado vacío hasta llegar a la parte de atrás de una cabaña en ruinas y al improbable objeto que la esperaba allí.
—¿Esto es tuyo?
Era un pequeño coche de motor. Sin capota, lacado en ébano, con bordes de acero; una bella joya negra. No estaba impulsado por vapor o carbón, sino por algún producto químico vaporoso de olor extraño. Aquellos objetos eran bastante comunes en algunos distritos de Northcentral, pero no allí. Ella acarició los cristales con las manos enguantadas, y después levantó la manilla de una puerta con forma de ala y subió dentro. El motor cobró vida. La máquina comenzó a moverse.
—¡Pero nunca me lo dijiste! —le grité.
El motor se paró. Ella se volvió hacia mí.
—¿Decirte el qué?
—Me prometiste que me lo explicarías. Recuerda, la última vez que te vi. Cuando paseamos junto al Withy…
Ella dejó escapar un suspiro inaudible y acarició el volante de su pequeño coche. Estaba oscureciendo. No veía mucho más que el brillo de sus gafas. «¿Por qué no dejamos el pasado en donde corresponde, Robert, y seguimos con el futuro?».
No sé lo que dije a continuación. Probablemente alguna vaga confesión que empezaba con mi llegada a Londres y mis luchas en los Easterlies con Saúl, y terminaba en mi reciente visita a St. Blate y en la esperanza de Blissenhawk en la llegada de una Nueva Edad. Fuera lo que fuera, la maestra Summerton me dejó subir con ella al banco de piel del coche y puso de nuevo en marcha el motor. Nos alejamos de allí; la máquina resoplaba y traqueteaba en respuesta a las cosas que ella les hacía a un grupo de palancas. Nunca había estado en contacto con un vehículo semejante, y su extrañeza casi eclipsó la presencia de la maestra Summerton mientras pasábamos junto a las partes de atrás de mataderos y dábamos saltos por vías de tren abandonadas.
—Vi a Annalise. Una vez. En la feria del solsticio de verano de Westminster Great Park. Era…
—Lo sé.
Sus palabras me cortaron. Seguimos avanzando por la creciente oscuridad.
—¿Eres libre aquí? —le pregunté al final.
—Te lo dije. Nunca fui libre.
—Pero los gremios, los hombres de los trolls…
Su cara negra perdió fuerza. A través de sus gafas de insecto me dedicó una mirada de lástima.
—¿Crees que no es posible persuadirlos, o sobornarlos, como a cualquier otro gremio?
Silenciado de nuevo, la dirigí hacia las calles de Arlington.
—Ese lugar en el que vives —dije cuando finalmente se paró el coche en la calle sin iluminar donde se encontraba mi casa de vecinos—. Fin del Mundo. Me gustaría verlo.
—Para eso solo tienes que coger el transbordador. —El ruido del motor aumentó, miré la puerta y me pregunté cómo se abriría. Se produjo una pausa. Sentí que en aquel momento se dividía mi vida. Después me encontré de pie entre la maleza del pavimento de Thripp Street, y la maestra Summerton y su coche ya habían desaparecido. Estaba oscuro… y silencioso, salvo por el chirrido de los amortiguadores en el cercano apartadero. Cogí mis papeles y me dirigí al arco de entrada al patio. Todo allí era territorial. Las mujeres colgaban la ropa en cuerdas separadas y chillaban a los niños que se la manchaban cuando jugaban al fútbol. Solía unirme a sus juegos («Aquí, señor, pásemela a mí»), pero conforme pasaban los años cada vez volvía más tarde y salía más temprano, para sentarme junto a Lucy la Negra y preocuparme por los renglones interminables de otro artículo. Subí las escaleras. Fuerza física o moral… después de todo, ¿qué sentido tenía? ¿Cuál era la diferencia…?
Maud estaba recogiendo juguetes mientras Saúl dibujaba, sentado con los pies sobre la estufa. La ventana estaba abierta, pero el aire olía acre. Las madres deberían haber recogido ya a todos los niños de Maud a la salida de sus turnos de noche, pero todavía llevaba a un último bebé bajo el brazo. Allí no hacían falta las cubas burbujeantes y los chorreantes tendederos de Caris Yard, ni tampoco el espacio. El carro de una lavandería bastante menos importante que Brandywood, Price and Harper les llevaba pañales limpios todas las mañanas y se llevaba los pañales sucios todas las noches. La sala larga y estrecha, sus paredes encaladas y adornadas por Saúl con frisos de colinas verdes y árboles, buen ganado y distantes vallas blancas, le resultaba acogedora y bonita a mis cansados ojos. Tenía mi propia habitación en el piso a dos aguas de arriba, pero allí era donde pasaba la mayor parte de mi tiempo cuando no estaba durmiendo ni trabajando.
—Regresa el vagabundo…
Saúl se estiró y bostezó. Había ganado peso en el tiempo transcurrido desde que nos habíamos conocimos. Ya no era aquel muchacho delgado con voz aflautada, sus chalecos eran aún más brillantes, de una afectación que pocos de sus compañeros revolucionarios nos hubiéramos atrevido a mostrar, y se había aficionado a fumar cigarros cortados, aunque mantenía aquel aire juvenil que la gente seguía encontrando atractivo. Entre la barbilla y el cuello se le formaba un estrecho tubo de carne.
—A ver si alguna vez me avisas de cuándo narices vas a volver, Robbie…
Maud fue a dejar al bebé en una de las cunas reconstruidas, después se lo pensó mejor y me lo dio a mí. El padre de Maud se había dedicado a jugar a escondidas y le había vendido sus hechizos a un gremio rival, pero después había preferido colgarse antes que enfrentarse al repudio. A ella y a su madre las habían desahuciado, así que estuvieron vagando por los Easterlies hasta montar una guardería que había ido lo bastante bien como para alimentarlas y mantenerlas, aunque su madre había muerto por consunción en su segundo invierno allí, y había dejado a Maud sola al frente de todo. Una típica historia de la Edad. Pero el bebé desprendía un olor dulce, tan ligero como la esperanza, tenía el pelo dorado y no se le intuía sexo alguno. Me miraba con unos grandes ojos azul grisáceo.
—Por cierto, Robbie. No queda nada de cena.
Fui hasta la ventana. El bebé se revolvía, se tranquilizaba y se revolvía otra vez. Maud cogió la sartén de la leche y me pasó una botella caliente que olía a goma. El bebé chupaba y tiraba mientras miraba hacia arriba y cerraba los ojos. Al menos por el momento era feliz, aunque su madre llegaba demasiado tarde como para estar destripando arenques.
—Por cierto, ciudadano… —El roce de una cerilla. El familiar aroma aceitoso de los cigarrillos de Saúl flotó hasta mí—. ¿A qué hora crees que deberíamos estar en la fábrica de tejas?
—¿Cuándo es eso?
—Este diasinturno… te lo dije ayer. Yo creo que al mediodía. Nada empieza más temprano en un diasinturno, y a esa hora ya tendremos una nueva edición del Nuevo Amanecer para vender, si Lucy la Negra sigue comportándose. Seguramente irá Bruiser Baker. Y todos los muchachos de Whitechapel. Por supuesto, los Hombres Libres. Y también Will, a no ser que alguien se haya chivado a la policía…
Miré por la ventana. Bajo la negra masa de las casas de vecinos ardía una hoguera. El aire cambió. Una tímida brisa había logrado introducir de algún modo el olor de los primeros jazmines, el espino y la hierba nueva en el viciado aire de las casas. El bebé sonrió mientras se quedaba dormido; se deslizó feliz en un sueño de bebé, sea eso lo que sea. Quizá fuera cierto que llegaba el verano. Allí, en Ashington, atrapado entre los Easterlies y las imposibles alturas de Northcentral, podía distinguir el resplandor giratorio de Hallam Tower y las colinas blancas de Fin del Mundo, más allá de la mancha del río.
—Tengo que ir a otra parte —dije.