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—¡Buenos días, ciudadano!

La primera vez que escuché aquel saludo de obrero a obrero por la calle fue el primer diadeturno después de mi regreso de Saltfleetby. No era forzado, ni irónico, ni lo pronunciaban en los tonos enfáticos de la Alianza de la Gente. Seguí andando y tanto mis preocupaciones como mi maleta me pesaban menos; silbaba una melodía que no podía nombrar mientras me dirigía a Lucy la Negra, a Blissenhawk y a todas las columnas vacías del Nuevo Amanecer de aquel turno. Quizá fuera verdad que se trataba del verano en el que acabaría la Tercera Edad de la Industria. Nadie sabía bien cómo empezaban los cambios, ya que el paso de una Edad a otra ocurría cada cien años y las historias eran vagas. De niño me imaginaba que los grandes gremiales se asomarían a las ventanas, olerían el aire de la mañana, y decidirían que Inglaterra necesitaba una capa nueva de pintura… Sabía que la Primera Edad de la Industria había comenzado con la ejecución del último rey, que la Segunda lo había hecho con una compleja reorganización masiva de los gremios, y que el inicio de la Tercera lo marcaba la triunfante exposición en Fin del Mundo. Pero ¿cómo? ¿Por qué? Ni siquiera había consenso en las páginas del Tiempos Gremiales, por no hablar de las del Nuevo Amanecer.

—¡Buenos días, ciudadano!

Los edificios temblaban. El Támesis se encogía y exhalaba. Era un verano de visiones y portentos. Un ermitaño de verdad se fue a vivir a la. Colina del Ermitaño y comenzó a proclamar el fin, no solo de la Edad, sino de los tiempos. Aumentó el número de feligreses que iban a la iglesia y la oscuridad parecía más densa cuando pasabas por los altos portales abiertos, perfumada con una nueva variedad de vino himnario. Un árbol que estaba en el patio de uno de los grandes salones gremiales y que llevaba cinco siglos sin florecer, cumplió alguna vieja profecía y se llenó de hojas. Casi todos los ciudadanos de los Easterlies parecían haber firmado una enorme petición que llamaba al cambio, conocida como las Doce Demandas. Truenos secos retumbaban en Kite Hills. Las tardes olían cercanas, fétidas y embarradas, y las luces de gas no hacían más que acentuar la amarilla ola de calor. Los días eran tan calurosos que la gente decidió pasarlos durmiendo y salir por la noche, por lo que muchas de las tiendas permanecían abiertas y todos gastaban. Los precios habían subido tanto en los últimos tiempos que, cosa curiosa, el valor del dinero de repente parecía menos importante. La cabecera de la última edición del Nuevo Amanecer decía «Cuatro peniques o algo útil a cambio», y Saúl y yo volvíamos a casa muchos días con calabacines arrugados y cigarrillos doblados.

—Entonces… —Saúl encendió un cigarrillo cortado y apagó la cerilla con un movimiento de mano, sentados por la noche en la terraza de un bar que había llegado dando tumbos hasta Doxy Street—. ¿Cuándo nos vas a contar los detalles sobre ese fin de periodo tuyo junto al mar?

—No hay mucho que contar. La gente de allí es muy parecida a la gente de aquí, solo que con más dinero y peores acentos. Son… —Pensé en Walcote House, en las suaves alfombras, los altos techos y las paredes que se disolvían. Precisamente el día anterior, en el Tiempos Gremiales, había leído el anuncio de la boda de la gran maestra Sarah Elizabeth Sophina York Passington con el gran maestro Ademus Isumbard Porrett del Gremio General de los Pintores al Temple, que se celebraría en Walcote House en un día llamado la Fiesta de St. Steven. Lo cierto es que la impresión predominante que me había llevado de Walcote House a Londres era la de inocencia. Aquellas personas eran como niños y seguirían bailando, riendo y brindando con sus copas de cristal cuando la turba derribara sus puertas…

—Sigue… tiene que haber material para algún artículo. Mejor que esa cosa extraña que escribiste el último turno sobre Blancaoro y la Rebelión de los Impíos. O sea, ¿quién cree en cuentos de hadas?

—Solo decía que ella también era un líder a su manera. Fue una revuelta, ¿verdad? Y ocurrió. Ella dirigió a su gente. La derrotaron en Clerkenwell.

Saúl se rio.

—¿Has estado en Clerkenwell?

Claro que había estado… de hecho, los dos habíamos estado muchas veces. Pero nunca había encontrado lo que buscaba, sobre todo porque todavía no sabía lo que era. ¿Una estatua, un monumento? Pedí otra cerveza. Los carteles se agitaban en las paredes movidos por la calurosa brisa nocturna; llamamientos a encuentros y reuniones ya pasados… si es que habían llegado a celebrarse. Viejos fragmentos del Nuevo Amanecer o de otro de las docenas de periódicos similares de los Easterlies volaban alegremente por las alcantarillas.

—¿Has oído hablar de los trabajadores de la fruta en Kent? —decía Saúl—. Han formado un colectivo. Toman sus propias decisiones. Según parece habrá un récord de cosecha, y entonces podrán compartir los beneficios y volver a invertirlos. Es una solución intermedia para la verdadera propiedad compartida, lo sé, pero he pensado que quizá podríamos unirnos a ellos en cuanto cambie esta Edad. No demasiados acres, claro. Solo lo suficiente para mí, Maud y el pequeño…

Yo estaba pensando en los Stropcock (los Bowdly-Smart); sus caras agrias todavía me parecían reales en aquella ciudad ardiente, aunque Walcote House empezara a desaparecer.

—¿Qué has dicho?

Saúl se rio.

—Por un momento pensé que no estabas aquí conmigo, Robbie. Maud espera un bebé… ¡Voy a ser papá! —Soltó una carcajada y sacudió la cabeza.

Fui a una Feria de los Trabajadores en Kite Hills una tarde de aquel verano. Toda la enorme y brumosa ciudad yacía a mis pies. Agujas y torres. El lento parpadeo de Hallam. Y lo cierto es que había cometas en las colinas[1]… flotillas de colores que volaban y se inflaban con el viento caliente y arrastraban con ellas a las personas de abajo, como si fueran marionetas. Una del tamaño de una cabaña, pero sedosa, brillante y escarlata, había caído al suelo y había llamado la atención de un grupo de espectadores.

—Tenía una como esa. Bueno, quizá no tan grande… —Me volví y vi al maestro mayor George—. Hacer que esa cosa volara es lo más complicado que he hecho nunca, Robbie. Estaba eterizada, claro. Como esta… ¿ves esas cuerdas? —La cometa subió con estruendo. Tanto la tierra como nosotros parecimos quedarnos atrás—. Bueno —dijo con los ojos entrecerrados frente al sol que le ardía en el pecoso cráneo—, supongo que has venido a vender el Nuevo Amanecer, ¿no?

Asentí y George compró uno de los ejemplares que tenía bajo el brazo; después me sorprendió y me halagó al confesar que ya lo había leído, incluidas las divagaciones de mi artículo. Me dijo que hacía lo que podía para mantenerse al día de lo que él llamaba «el debate». Bajando un poco la colina, donde las sombras de las cometas bailaban en el aire que subía desde Londres como el calor de un horno, se tostaba un grupo desordenado de marquesinas y toldos. Se llamaba la «Feria de artesanía para la Nueva Edad» y George parecía ser una de sus figuras más prominentes. Había «Exposiciones gratuitas», «Poses de naturaleza muerta en movimiento», «Charlas educativas» y «Muestras de productos de la mejor calidad no fabricados por los gremios». Abundaban las contradicciones, aunque George usaba un tono de disculpa mientras me llevaba por los puestos. Tartas cóncavas, cerámica dudosa cocida en horno de pan, esculturas irreflexivas, muñecas de punto y marcos pirograbados. Nos sentamos un rato en sillas plegables dentro de una tienda en la que el calor provocaba dolor de cabeza, y escuchamos un debate al parecer interminable sobre cómo pronto podría cambiar el calendario. Incluso a Dios se le había permitido trabajar solo siete días en las viejas versiones de la Biblia así que, ¿por qué no volver a ese sistema? ¿Trabajar cinco días y medio y descansar el día y medio restante? O incluso trabajar solo cinco…

—Sé que todavía nos queda un largo camino. No puede compararse con tus años de duro trabajo en el periódico. Pero estamos experimentando con tintes, nuevos procesos…

George me sacó de allí y siguió disculpándose y explicando. Me dijo que Kite Hills antes se llamaba Parliament Hills en honor a un grupo de rebeldes liderados por un tal Fawkes, que se habían reunido allí después de intentar hacer volar por los aires el muerto parlamento que una vez existiera junto al Támesis. Obviamente, los gremios habían ocultado el nombre. La idea de un parlamento, uno real en el que representantes elegidos de la forma correcta pudieran controlar la forma en la que vivíamos, era demasiado peligrosa.

—¿Y Blancaoro? Ella también reunió un ejército aquí, ¿verdad?

—Mmm… —George sonrió ligeramente—. Como dices en tu muy interesante artículo. Aunque me pregunto si la referencia no se deriva de la Reina Boadicea.

—¿De quién?

—Pero ahora no es más que historia, ¿verdad? ¡Es lo más maravilloso de estos tiempos!

George señaló la niebla gris. Tenía planos y diseños detallados para nuevos barrios residenciales ajardinados. Filas limpias, bonitas e higiénicas de granjas individuales en las que las familias y los grupos de trabajadores podrían vivir, dirigidos tan solo por ellos mismos y por el intercambio justo de sus productos y habilidades. Plazas de pueblo cerca del corazón de Londres. Mientras George y yo caminábamos y hablábamos, me di cuenta de que, después de todo, quizá nuestras esperanzas no distaran tanto.

—¿Cómo está Anna?

—Hubiera venido hoy si no estuviera haciendo algo para ayudar a Sadie con su boda.

—¿Quieres decir que…?

—Oh, sí, Anna es una defensora de la necesidad del cambio. Firmó las Doce Demandas como el resto de nosotros. Bueno, excepto Sadie, claro… Y lo cierto es que ella no podía hacerlo, ¿verdad?

Seguimos andando por las calurosas colinas. Me aturdía e irritaba que Anna y sus alegres amigos saltaran al carro del cambio. ¿Qué podrían ellos saber o creer? Pero al menos me dio la impresión, por el tono de admiración, confusión y distancia con el que George hablaba de Anna, que las cosas no habían ido mucho más lejos entre ellos después de aquel beso que había presenciado en Walcote House. De hecho, hasta el beso me resultaba difícil de creer. Después de todo, podría haberme confundido. Si Anna y George eran lo que mi madre llamaba una pareja, se trataba de una bastante extraña. Pero Anna siempre sería Anna. En eso se basaba todo…

Mientras George y yo paseábamos por las ardientes Kite Hills aquella tarde calurosa, su presencia parecía estar con nosotros. Me la imaginé allí, con un vestido largo de verano, una sonrisa de verano, y unas sencillas sandalias de niña, no muy distintas a las que llevaba en Redhouse. Podía ver el reflejo de la luz del sol en el suave vello de sus brazos desnudos. Como era lógico, aquel día las piscinas estaban concurridas y George y yo, nadadores poco entusiastas los dos, nos alegramos de poder sentarnos a la sombra acuosa de los árboles junto a la piscina de hombres, mientras cuerpos masculinos de todas las formas, tamaños y marcas fluían en democrática confusión. Me habló sobre su padre, cuyos fracasos en el Gremio de los Arquitectos partían de su creencia en que los trabajadores de los gremios menores realizarían mejor su trabajo si se les pagara mejor. George había heredado la misma creencia y la había desarrollado en aquel nuevo clima de cambio. Como yo, nunca sería un gran orador. Era demasiado tranquilo, demasiado amable; pero mientras sus ojos observaban el juego de la luz del sol sobre aquellos cuerpos pálidos y peludos, habló con pasión sobre la necesidad del cambio.

—Y la nobleza del trabajador, Robert. ¡Míralos! —sacudió la cabeza; maravillado, asombrado—. La bella nobleza del trabajador común…

Algo arañó mi ventana una noche. Podría haber sido un pájaro o una piedra pero, de algún modo, el ruido era más específico. Era como si alguien me llamara. Me quedé tumbado y sentí la presión de la noche subir entre toses y gruñidos desde los pisos inferiores de la casa de vecinos. El cristal sucio se abrió más; era un blanco diminuto. Me desenvolví de las sábanas y me asomé. Sadie estaba de pie en el patio oscuro de abajo y tenía cogidas las joyas-susurro de su cuello entre las manos. Sonrió y me saludó con un gesto.

Me puse algo de ropa y me dirigí a la oscura y caliente garganta de las escaleras. Sadie estaba junto a los barriles de agua vacíos, con un abrigo largo de piel plateada. Tembló a su alrededor como si estuviera vivo cuando rozó sus labios con los míos en un beso demasiado rápido para descifrarlo.

—Es un regalo informal de compromiso que me ha hecho Isumbard —dijo en referencia al abrigo, mientras nos sentábamos en el carruaje alquilado y encendía un cigarrillo—. Me ha prometido que será tan cálido en invierno como fresco ahora. Bueno, ¡sé que es ridículo! Y no me preguntes qué animal han matado para hacerlo…

—Te vi en los periódicos…

—Esa maldita fotografía era horrorosa, ¿no crees? Mierda, mis fosas nasales parecían túneles de tren. Esta noche sentía que necesitaba salir. Alejarme de Northcentral. —Los sudorosos ladrillos de Ashington sonaban bajo nosotros. Podía sentir el calor del caballo subir flotando y mezclarse con la presencia de todos los demás cuerpos que llenaban el carruaje—. Tuvimos que hacer un desfile por Wagstaffe Malí. Y se suponía que la gente tenía que saludarnos. No es que aparecieran muchos, pero uno me tiró un trozo de acera. Mira… —Se apartó el cuello del abrigo para enseñarme el hombro. Había un moratón sorprendentemente grande y furioso—. Eso sí que no lo escribieron en el Tiempos Gremiales, claro… —Volvió a abrir su bolso para encender otro cigarrillo; después se dio cuenta de que ya tenía uno encendido—. Un hábito asqueroso. Tengo que sobornar a la doncella para que salga a comprármelos. Tendría casi tantos problemas como yo si la pillaran. Cada vez que me fumo una de estas cosas me digo que será la última. —Suspiró una nube encantada y culpable.

Las calles de los Easterlies estaban tranquilas aquella noche y reinaba una extraña magioscuridad. Mientras me preguntaba si Sadie sabría realmente el riesgo que estaba corriendo, le hablé sobre el próximo solsticio de verano, y sobre que en esa fecha hacía justo cien años del inicio de la Tercera Edad, marcado por la apertura de la Exposición en Fin del Mundo. Resultaba tan obvio que aquel era el momento en el que debíamos cambiar de Edad que lo único sorprendente era lo mucho que nos había costado caer en la cuenta. Y también estaban las Doce Demandas. Se rumoreaba que dos ya se habían concedido de forma semioficial, y que los gremios habían negociado con los nuevos consejos obreros los detalles de otras muchas. La Edad se derrumbaba como un puño de papel, y realmente parecía que la gran concentración que se organizaba en Westminster Great Park el próximo día del solsticio de verano provocaría su fallecimiento espontáneo. La ocasión sería brillante, alegre y edificante. Se habían organizado muchas cosas. Las bandas de metal unificadas de muchos gremios. Marchas en masa de aprendices. Incluso los artesanos de la antes misteriosa Rama de Artrópodos del Gremio de los Maestros de Bestias pensaban soltar un nuevo tipo de mariposa. Pero siempre había alguien, la muchedumbre codiciosa, que daba mala fama a cualquier movimiento, incluida la revolución. Y Sadie y los suyos, con sus enormes casas…

—Lo sé —suspiró ella—, somos gordos parásitos que chupamos la vida de los trabajadores cansados y explotados, a los que tratamos poco mejor que a los esclavos de las Islas Afortunadas. Y deberíamos desaparecer de la faz de la tierra para siempre. Realmente no sé si estaríamos mejor en Saltfleetby o en nuestra pequeña granja de los Lagos… —Enumeró algunas de sus numerosas residencias hasta que se quedó sin dedos—. Es decir —estudió el extremo de su cigarrillo antes de tirarlo por la ventana en un revuelo de chispas—, si de verdad esperas que ocurra algo. Sí, ya sé que George está empeñado en lo de una Edad mejor y Anna ahora también, así que se ha convertido en algo casi de rigueur

El brillo negro escarabajo de Northcentral se elevó sobre los Easterlies. No había ni rastro de Hallam Tower. Era como si aquella noche se hubiera absorbido a sí misma en un solo pulso oscuro, enorme y eterno, mientras Sadie hablaba de un mundo al revés, en el que hasta ella podría pensar en unirse a las pancartas de las manifestaciones.

—Pero, en cualquier caso, tengo que quedarme en Londres. Hay mucho que resolver. Nunca me había dado cuenta de lo difícil que es casarse. O sea, ni siquiera puedo decidir quiénes serán mis damas de honor, aparte de Anna, claro. Hay tantas personas esperando sentirse ofendidas…

Matrimonio no era la palabra apropiada. Mientras Sadie hablaba sobre ceremonias y despedidas, recordé aquellas ocasiones en las que, recién llegado a Londres, había observado cómo arrastraban a los grandes cargueros de hierro hasta sus amarraderos de Tidesmeet. Era un baile lento, de laboriosa elegancia, una gran red de poder. Incluso en aquel momento, en el ocaso de aquella Edad, los gremios se rodeaban unos a otros en círculos de dinero y poder.

—Todo tiene que ver con la pintura, Robbie…

Al parecer, los largueros de las grandes torres de telégrafo que recorrían todo el país estaban muy oxidados. La solución, típica del lema «conformarse y arreglarlo» de los gremios que hasta yo había llegado a reconocer, era unirse al Gremio de los Pintores al Temple del gran maestro Porrett, que tenía acceso a tecnologías eterizadas que no solo podían retrasar la formación de óxido, sino que podían deshacerlo. Sustituirían los daños de décadas de negligencia por nuevos crecimientos de acero fresco. Parte de aquella unión era Sadie.

—¡Ni te imaginas las ceremonias! ¡Y las ropas y sombreros ridículos y horrorosos que debo ponerme! Incluso he tenido que jurar lealtad al pequeño gremio asqueroso de Isumbard. Parte de mí, la gran maestra telegrafista que llevo dentro, se rebela contra todo. Pero mamá se limita a suspirar y a murmurar sobre el deber, y papá ni siquiera está cerca. Hasta hemos tenido que entregar algunas de nuestras calcedonias…

—¿Qué son?

—Bueno, son solo unos cristales enormes. Así de grandes. —Lo ilustró con un giro del cigarrillo, y la forma que realizó en la oscuridad era un hechizo, una visión del pesado cristal que una vez había visto sostener al gran maestro Harrat, con la cara iluminada por el magibrillo y la admiración—. Son como, no sé… versiones más grandes de las joyas-susurro.

—¿O las piedras de dolor y las perlas numéricas?

—Sí, eso es. Esas cosas con las que los contables se pasan la vida jugueteando. Pero las calcedonias son mucho más grandes y más poderosas. Es donde los grandes gremios guardan sus hechizos.

Me quedé callado. Se suponía que era entonces cuando debía decirle a Sadie que hablara con el hombre al que llamaba papá de lo razonable que eran las Doce Demandas. ¿Quién más podría tener una oportunidad como aquella? Pero supe que la conversación sería fútil incluso antes de comenzarla; no solo por la impotencia de Sadie, sino también por la del primer gran maestro. Los gremios existían por encima y más allá de la gente que los servía, incluso de los del más alto nivel. Intenté imaginarme al primer gran maestro a partir de lo poco que había visto de él en Walcote House. Lo único que veía era a un hombre normal, con un tinte de pelo poco convincente, una sonrisa que se ponía como una máscara, y la sombra de algo más grande, profundo y oscuro detrás, que era él y no lo era a la vez, y que estaba más allá del poder y de la razón. Por primera vez, un escalofrío de temor me atravesó al pensar en lo que realmente podría pasar en Londres el siguiente solsticio de verano.

—Un penique por tus pensamientos. Toma. —Por ser sociable, me fumé uno de los cigarrillos de Sadie—. ¿Sabes qué, Robbie? Casi espero que lleves razón. Espero que todo se derrumbe, que me pueda ir a trabajar a algún lugar como lechera, y que me salgan varices. Pero no pasará. No lo hará…

—Pero tendrás cuidado estos días, ¿verdad?

—Siempre que tú también me lo prometas.

Después hablamos, como siempre podíamos hacer, de Anna. Los dos estábamos de acuerdo, desde las distintas perspectivas de lo que sabíamos de ella, que el vínculo, la asociación o lo que fuera entre ella y el maestro mayor George no tenía mucho que ver con lo que solía llamarse amor, al menos en el sentido físico. Los dos eran demasiado… demasiado «algo», especialmente Anna, asegurábamos, pero también George. El carruaje había salido de los Easterlies, había cruzado Doxy Street y serpenteaba hacia el oeste. Realmente no tenía ni idea de adonde nos llevaba hasta que paramos de un salto junto a una especie de muelle abandonado.

Las aguas retiradas del Támesis se veían brillantes en la oscuridad, retorciéndose en isletas a través de los cráteres de lodo gris… Pero conocía aquel lugar, aunque habían encadenado y cerrado la entrada que antes estaba adornada con banderitas y no salía ninguna luz de la cúpula de erizo del salón de baile.

—Me gustan tanto los lugares vacíos… —Sadie levantó los pesados eslabones que cerraban la puerta. Capté el brillo de su collar de joyas-susurro mientras su respiración formaba una nube imposible de escarcha y el cerrojo caía al suelo—. Por supuesto, son desastrosamente inseguros…

Las tablas sueltas oscilaban borrachas, se levantaban e inclinaban como un tormentoso mar de madera. El invierno siguiente el Támesis subiría y volvería a congelarse; la fuerte marea de la primavera se llevaría todo aquello.

—¿Qué salió mal?

—Creo que solo fue por dinero. Demasiados gastos y pocos ingresos. ¡Vaya Edad, Robbie! ¿Recuerdas cuando tú y yo bailamos aquí con Anna? Ahora todo parece muy lejano. Ayúdame a pasar por aquí, ¿quieres?

Atravesamos las tablas sólidas que quedaban de puntillas, como funámbulos, y llegamos al salón de baile en sí, cuyas puertas colgaban de los goznes; el suelo negro del interior estaba garabateado con polvo, excrementos de pájaros y las ruinas de lámparas rotas. Nos tambaleamos, sin aliento, a punto de reír, mientras fingíamos bailar; entonces nos dio la sensación de que el edificio nos observaba y nos detuvimos. La pendiente del exterior era tan pronunciada que tuvimos que agarrarnos bien a la barandilla para explorar las pasarelas. Pero entonces Sadie se apoyó en una, me atrajo hacia ella, y yo sentí la fría caricia de su abrigo en la cara. Deslicé la mano por debajo del pelaje y su respiración me sopló en la boca mientras yo me encontraba con su pecho, con la afilada delgadez de aquella cadena de joyas-susurro. La cálida dureza de los amuletos me cantaba en los oídos mientras los acariciaba y volvía a vislumbrar los pasillos de Walcote House. Entonces, de repente, toda la estructura del salón de baile dejó escapar un crujido desesperado y tembloroso, y nos retiramos, temblando a pesar del calor.

—Creo que deberíamos irnos.

—¡No! Escucha… —Sadie se puso el pelo detrás de la oreja—. Shhh. ¿Lo oyes?

Entonces lo oí. El sordo ritmo de la música, como una campana bajo el agua. Los suspiros, la emoción y la exultación. El susurro perfumado de las noches estivales. El salón de baile recordaba; claro que recordaba. Sus fantasmas bailaban a nuestro alrededor haciendo girar sus vestidos. «Vamos, Robbie, puedes bailar, ¿verdad?». Y podía. Después la estructura dejó escapar otro gruñido largo y desesperado, y el aire nocturno cayó a nuestro alrededor.

—Gracias por ser tan caballero como siempre ahí dentro y no… ah… aprovecharte de mí —murmuró Sadie mientras fumaba y el carruaje me mecía de camino a Ashington—. Y no es que me hubiese importado, pero las cosas han cambiado desde aquel bonito momento que tuvimos en Walcote en primavera. Todo tiene que ver con esta maldita boda. Las ceremonias y los hechizos… —me sonrió. Triste e insondable—. ¿Sabes? Soy virgen de nuevo.