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Fue la mayor decepción de mi vida. A la tierna edad de ocho años y en un típico quinto «diadeturno» helado de octubre, destrozaron todos mis sueños. Después me quedé junto a la verja del internado y observé a mis compañeros mientras intercambiaban estridentes ladridos de alivio y risas entre el humo y la niebla. Para todos nosotros había sido un día especial, nuestro Día de la Prueba, y todos llevábamos la Marca, el estigma (hinchado en las muñecas, ampollado y sangrante como una quemadura de cigarrillo), para probarlo.
Un tractor de vapor hizo rugir su silbato y siguió arrastrándose; el peso de sus ruedas hacía resollar a los adoquines y la cara del maestro del vapor parecía una máscara negra. Las madres preocupadas vociferaban entre la multitud balando los nombres de sus retoños.
—Ya te dije que era una tontería preocuparse, ¿verdad?
Pero mi madre no estaba allí… y yo me alegraba de ello, porque me había evitado la vergüenza de que me besara la cabeza y me limpiara la cara con saliva, todo por algo que nos habían dicho hasta la saciedad que no era nada, que era normal, corriente. Las otras madres pronto se enzarzaron en cotilleos o volvieron a su colada y sus hijos se arremolinaron en grupos hostiles mientras recordaban los gremios y lealtades de sus padres. Se dieron codazos, se intercambiaron empujones y miradas. Como sabía que yo pronto me vería arrastrado a todo aquello, di la espalda a la verja y trepé al coche desvencijado al fondo de la escuela, desde donde tendría una estupenda vista del cementerio y del valle, si la niebla del día no lo había tapado.
Me levanté la manga izquierda. Allí estaba. La cicatriz que llevaba todo el mundo a partir de mi edad, aunque todavía tenía el aspecto fresco de la indignación. Era la herida que duraba toda la vida y proporcionaba prueba imborrable de mi lustrosa humanidad. La Marca del Antiguo era la bendición final de Dios, si se le hacía caso al padre Francis. Los asombrados anillos de piel inflamada a su alrededor todavía brillaban con diminutos cristales de hielo de motor. Por supuesto, nunca se curaría del todo. Esa era la idea. Siempre habría una costra ligeramente brillante que podría toquetear y estudiar en la oscuridad, lo que supuse que podría considerarse una especie de consuelo.
Y había estado deseando que llegara el hombre de los trolls, aunque fuera el heraldo del dolor. Primero estaban los rumores de su llegada. Después la policía, que aparecía con su lista de nombres en tablillas de cuero con sujetapapeles, el ruido de sus botas en nuestros callejones y los golpes de sus porras en nuestras puertas. Todo aquello y los rumores. Vástagos deformados y escondidos en mazmorras y desvanes; pastores de Brownheath con sesenta años o más que, de algún modo, habían logrado evitar aquel proceso toda su vida. Y trolls, cambiantes… tantos que casi esperabas verlos inundar cada rincón en vez de permanecer al borde de los sueños. Por supuesto, aquellas historias llegaban con la misma regularidad que el hombre de los trolls, pero yo entonces no lo sabía.
Me decepcionó que se llamara Tatlow… y que, además, fuera un simple maestro, de algo que se conocía técnicamente como el Gremio de los Recogedores. Debía haber viajado por casi todo Brownheath para ganarse la vida con su maletín y su pequeño estuche de caoba con instrumentos, enseñando su pase oficial antes de alojarse cada noche en la habitación de una posada distinta. A la mañana siguiente lo despertaría el traqueteo de los vagones y recorrería con el dedo aquellas listas obtenidas con tantas dificultades para valorar el trabajo del día hasta que, tal y como yo lo veía, su dígito achaparrado se detuviese en mi propio nombre; Robert Borrows…
—Entra, muchacho. ¿Qué estás mirando? Y cierra esa maldita puerta. —Hice lo que me dijo el maestro Tatlow y avancé con torpeza sobre los tablones de la oficina del director hasta el escritorio en el que se sentaba—. ¿Y por qué tiemblas? No hace frío, ¿no? —El fuego de la chimenea crepitaba. Podía sentir el calor en un lado de la cara—. Tu nombre, muchacho. ¿Dirección…? —Obviamente ya debía saber todo aquello. Tanta era mi fe en la sabiduría de los gremios—. ¿Y bien?
—Robert Borrows —grazné—. Tres de Brickyard Row.
—Borrows… Brickyard Row. Bueno, será mejor que te acerques a este lado del escritorio, ¿no crees?
Hice lo que decía el hombre de los trolls y él se giró en su silla prestada para ponerse frente a mí. Me di cuenta de que tenía las rodillas de los pantalones deformadas y brillantes. La cara era similar; arrugada, lustrosa y casi desgastada hasta el hueso.
—¿Alguna deformidad conocida o algún comportamiento extraño? Que tú sepas, ¿habéis estado tú o tu familia expuestos en algún momento al éter puro? ¿Quistes? ¿Marcas de nacimiento? —Yo tenía varios puntos y lunares pequeños por todo el cuerpo que me hubiera gustado enseñarle, pero el maestro Tatlow estaba leyendo la lista en una tarjeta sucia y ya había pasado de largo. Se limpió la nariz—. Bueno, vamos, muchacho. Súbete la manga.
Aunque resultara ridículo, mis dedos empezaron a luchar contra el botón de mi puño derecho, hasta que un suspiro del maestro Tatlow me detuvo. Tras enrojecer notablemente, me subí la manga izquierda. La muñeca parecía delgada y blanca. Una ramita desnuda. El maestro Tatlow abrió la tapa de su maltratado estuche de piel y sacó una pequeña jarra de cristal y una bolita de algodón. Un olor brillante y fuerte impregnó el aire al rociar el algodón.
Me sorprendió al ofrecérmelo.
—Restriégatelo por la muñeca.
Al aplicarme aquella cosa en la piel, sentí el escalofrío del destino que se cernía sobre mí. Fue justo como esperaba. No hubo dolor, ni enrojecimiento. Vi brillar un parche aún más blanco de piel y vena azul.
El maestro Tatlow no parecía muy impresionado.
—Ahora, suéltalo en la papelera.
—¿No es eso…?
Sin comprenderme, intentó sonreír.
—Probablemente hayas oído a tus amigos decir que la Prueba duele. No te creas nada. Le pasa a todo el mundo. Hasta me pasó a mí.
Del mismo estuche de piel sacó otra jarra, esta vez más pequeña. Me pareció vacía durante un segundo, pero después se llenó de luz plateada. Sentí un pitido extraño en los oídos, una presión detrás de los ojos. Aquella jarra sí que ardía con el magibrillo característico del éter; era brillante en una oscuridad como la de la habitación y proyectaba sombras a la luz del día. Tatlow abrió un dispositivo que parecía una combinación de brazalete y brida de caballo y me lo colocó en la muñeca. En el silencio que floreció a continuación pude oír, con más claridad que nunca, el latido de los motores de éter. CHUM BUM CHUM BUM.
El cáliz de éter tenía una rosca de tornillo que se unía a una protuberancia de latón en el collar de piel que me rodeaba la muñeca. El maestro Tatlow me sostuvo el brazo con fuerza.
—Ahora, muchacho. ¿Sabes lo que tienes que decir?
Habíamos dedicado los dos últimos turnos a ensayar aquello.
—Dios Nuestro Señor, el Antiguo, en todo su Poder, ha concedido a este Reino la Bendición por la que ahora le doy las Gracias con todo mi Corazón y que honraré con todos mis Trabajos. Prometo solemnemente que honraré a todos los Gremios, especialmente al mío y al de mi Padre, y al de todos sus Padres antes que él. No testificaré contra aquellos para los que trabaje de Aprendiz. No traficaré con Demonios, Cambiantes, Hadas o Brujas. Alabaré a nuestro Dios el Antiguo y todas sus Obras. Honraré todos los diasinturnos en su Nombre y… y acep… aceptaré esta Marca como mi propio Símbolo de la Bendición en el Infinito Amor de Dios y del Estigma de mi Alma Humana.
Todavía sujetando mi brazo, el maestro Tatlow giró el cáliz de éter.
Durante un momento no sentí nada. Pero su atención estaba centrada en mí como no lo había estado hasta ese instante. Jadeé sorprendido. Parecía como si me hubieran atravesado con un clavo helado. Se me disparó en la boca lanzando arpones de sangre y dolor. CHUM… BUM…
Entonces todo volvió a contraerse y me encontré allí de pie junto al escritorio, con la cara del maestro Tatlow frente a la mía; con un giro del cáliz y un rápido chasquido del cierre, me retiró de la muñeca la cosa que me había torturado.
—Ya ves… —murmuró—. No ha sido tan malo, ¿verdad? Ahora enes como todos nosotros. Listo para unirte al gremio de tu papá.
Así que me alejé caminando del internado a través de la niebla de otoño, que flotaba fría y temprana, y solo me paré en la plaza de Shipley Square para mirar con odio a la estatua del gran maestro de Painswick, Joshua Wagstaffe, que se erguía con un gesto indefinido, igual que hacía en las plazas de toda Inglaterra. Pensé que tampoco podía culpar al hombre personalmente por descubrir el éter. Incluso si no lo hubiera hecho, seguro que lo habría descubierto otra persona, ¿no? Y, si no, ¿dónde estaría el mundo? Se decía que hasta los franceses con sus rabos y los hombres de ojos de cabra de Catay tenían sus propios hechizos, sus gremios. La niebla se arremolinaba a mi alrededor y convertía a la gente en fantasmas, a las casas y árboles en indicios de tierras que nunca vería. Cuando regresé a nuestra casa de Brickyard Row, abrí de una patada la puerta de atrás y arrastré conmigo sus huellas al entrar de estampida en la cocina.
—Ahí estás… —Mi madre salió del salón con energía llevando el trapo empapado en vinagre que había estado usando para limpiar la cubertería de latón—. Me preguntaba a qué vendría tanto ruido.
Me dejé caer sobre el taburete de tres patas junto a la estufa y arrastré las botas. De repente, estaba enfadado con ella por no venir a las puertas de la escuela para armar un escándalo conmigo, como todas las demás madres.
—¿Y? Veamos…
Saqué el brazo para ella, igual que había hecho para el maestro Tatlow y como, sin duda, tendría que hacer para Beth y para mi padre. Era una herida bastante pequeña comparada con las cosas que le había hecho a mis rodillas y codos y, además, la tenía toda la gente de los gremios, pero mi madre estudió la llaga más tiempo de lo que yo esperaba. A pesar de todas sus charlas sobre «mucho ruido y pocas nueces», realmente parecía interesada. A la luz de la cocina gris, el éter todavía relucía. Finalmente, se enderezó y se calmó para hacer frente al fogón frío, mientras dejaba escapar una serie de largos y sorprendentes jadeos, como un nadador que sale a la superficie.
—Bueno, es un gran paso. Ahora eres como todos nosotros.
—¿Todos los qué? —chillé.
Mi madre volvió a agacharse. Me puso las manos, cálidas y ennegrecidas, sobre las rodillas hasta que yo finalmente levanté la vista para mirarla. Ella me obsequió con una sonrisa insondable.
—Deberías estar contento, Robert. No decepcionado. Esto prueba…
—¿Qué?
Yo estaba gritando y a punto de llorar. Normalmente habría sido un buen candidato para una rápida bofetada y una larga hora en mi cuarto mientras «me aclaraba las ideas», pero aquella tarde mi madre parecía comprender que mi humor era algo más profundo y, a pesar de las apariencias, no del todo inapropiado.
—La Prueba es parte de lo que somos todos aquí en Inglaterra, en Bracebridge. Demuestra que estás preparado para ser miembro de un gremio, como tu padre, igual que demuestra que yo soy una maestra del gremio. Demuestra… —Pero los ojos azules de mi madre se apartaron poco a poco de mí. El brillo apagado del fuego a mis espaldas juntó dos chispas rojas bajo sus iris—. Demuestra… —Se apartó un poco de mí y se restregó la comisura de los labios con los nudillos, porque los dedos estaban sucios con los restos de la limpieza—. Demuestra que estás creciendo.
—¿Y qué pasa con todas las historias que me has contado?
—Esas son para las noches de verano, Robert. Y mira por la ventana, ¿no lo ves? Ya viene el invierno.
Después llegó el diasinturno y el padre Francis se colocó en la puerta de la iglesia de St. Wilfred para saludar con la cabeza a su congregación y pasarnos bandas blancas para que las lleváramos los niños con la cara lavada con saliva. Apelotonados en los bancos delanteros, nos dábamos codazos y examinábamos nuestras heridas frescas. Delante de nosotros, realizada en mármol por algún torpe artesano local, había una estatua con barba y túnica de Dios, el Antiguo, el mejor de todos los gremiales, mirándonos. Y entonces comenzaron las canciones y yo levanté la vista al techo dorado y a las aburridas escenas de las vidrieras que recorrían las paredes. Jorge siempre matando al dragón con una mirada de aburrido desprecio. Los santos sufriendo terribles torturas en el nombre de sus gremios.
El sermón del padre Francis debía ser el mismo que daba todos los Días de la Prueba y su voz cantarina resultaba familiar como una nana mientras flotaba sobre los bancos. Después, uno a uno, los niños fuimos llamados al altar. Me deslicé por el banco cuando llegó mi turno y conseguí no enganchar la banda en la barandilla del altar, pero mis pensamientos estaban muy lejos cuando cogí la copa de vino himnario por primera vez y el padre Francis recitó las promesas del cielo. Podía sentir las miradas de toda la congregación a mi alrededor y el latido de la tierra debajo. Podía ver las manchas dejadas por los labios de los otros niños en el borde de plata de la copa. Me pregunté qué pasaría si lo escupiera. Pero sentí un escalofrío al tragar el ácido fluido rojo. Era como todos decían: tuve una visión del cielo, donde solo hay un gran gremio y ningún trabajo que hacer, y donde trenes de plata pura corrían a través de interminables campos de maíz, mientras barcos con alas navegaban por las nubes. Pude entender fácilmente por qué ir a misa de forma regular podía resultar adictivo pero, incluso mientras veía aquellas escenas, sabía que las habían introducido en el alcohol de una cuba de éter.