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Supongo que yo siempre fui un poco diferente… O eso me decía a mí mismo. Abrigaba aquellos sueños inexplicables. Siempre miraba por encima de los tejados, contaba las estrellas y volaba entre las nubes.

Así que mírame ahora, el pequeño Robert Borrows caminando por Rainharrow con mi madre, en uno de esos raros diadeturnos en los que no hay nada más urgente que hacer. Trepo montones de escombros mineros para sentarme en cuclillas en la pendiente más alta, triturar hojas y aullar como un búho mientras ella va en busca de flores silvestres. Sentado con la espalda apoyada en uno de los círculos de piedras de Sarsen, que fueron tiempo atrás colocadas en aquel sagrado lugar por gente que era parecida y distinta a mí, y que ahora se veían ensombrecidas por el hollín y arañadas por el grafiti, puedo ver casi todo Brownheath a mis pies, subiendo y bajando en grises y verdes con trocitos de pueblo y bosque naciendo como vello hasta los más altos picos de los montes Peninos. Aquí puede hacer calor en los buenos días del verano y puedo ver, mucho más abajo, la figura de mi madre agachada entre las zarzas con el abrigo y la gorra negros.

Finalmente, encuentra algo y me llama. Y yo bajo e inspeccionamos juntos cualquier planta diminuta que haya encontrado en aquella tierra gris de mineros y, mientras nos inclinamos para sacar las raíces y guardarla en un nido de papel de periódico, nos aseguramos el uno al otro que será mejor para ella que nos la llevemos a casa que dejarla aquí. Les dábamos nombres locales que ningún experto gremial con sus libros en latín podría tolerar. Pero eran lo bastante buenos. Pensamientos y artemisas. Eufrasia y atanasia. En labios de mi madre, sonaban a música.

Así que nos llevábamos la planta a casa, la poníamos en un tiesto y la colocábamos en el punto más soleado de la repisa de la ventana cada mañana, para después alejarla de las heladas nocturnas. Mi madre amasaba la tierra con los dedos, la regaba y les susurraba palabras de ánimo a las hojas. Después, una mañana, vago pero ineludible por encima del tufo a humo, a mojado y a humanidad, un extraño aroma se me introducía en las fosas nasales al despertarme. Y bajaba a trompicones las escaleras de la casa para encontrar a mi madre limpiando alguna diminuta flor para cuyo nacimiento la planta había doblado el tallo, con colores puros, como sacados de una caja de pinturas, puros como nada más parecía ser en Bracebridge. No es que las flores durasen mucho, pero aquellas mañanas en las que mirábamos una y otra vez las flores y respirábamos aquel perfume que dejaba un dolor detrás de los ojos parecido al de las primeras nieves, tenían un carácter único.

Un par de veces mi madre se equivocó de planta y llegó a casa con una planta loca. Había muchas de aquellas plagas en Bracebridge, igual que había dragopiojos en sus fábricas y ratas reales en las madrigueras junto a las viejas barcazas a la orilla del río. Formaba parte de las costumbres de nuestra ciudad. Por supuesto, los niños sabíamos que debíamos inspeccionar con cuidado cualquier zarza que eligiéramos para coger bayas, por si nos provocaba pesadillas, igual que sabíamos que no debíamos restregarnos las piernas en las ortigas negruzcas que crecían por los caminos detrás de los lechos de éter, ya que producían una erupción que podía sangrar y doler durante varios periodos. Nuestros padres también sabían que tenían que arrancar cualquier hiedra de sangre que saliera de los desagües y las mujeres nunca cogían los champiñones que crecían en la vega del río. Pero era fácil equivocarse: un ramillete de simples flores amarillas con aspecto de grandes ranúnculos y de olor dulce y cremoso, o un bello tallo de dedalera que surgiera de un helecho, aunque el verano estuviera demasiado avanzado. Te los llevabas y el olor de su podredumbre impregnaba la casa como col pasada y su savia podía arruinar el mejor jarrón o quemar la repisa de la chimenea como si fuera ácido. De todos modos, todo el alboroto con el papel de periódico, las ventanas abiertas y las quejas de mi padre merecían la pena por los días buenos, por aquella sensación de sorpresa y descubrimiento cuando mi madre me llamaba desde el otro lado de la colina y abría la agitada hierba para coger entre las manos la cara perfecta de una flor.

Casi todo era un misterio para mí por aquel entonces. En la escuela benéfica no me enseñaron más que a leer y a escribir, aunque mi madre ya me había enseñado antes, y los hombres de los gremios, hombres como mi padre, se guardaban para ellos y dentro de sus vasos de cerveza las penalidades y secretos de su trabajo diario. Mawdingly & Clawtson era un nombre, un sonido, un sentimiento, un edificio. La industria era nuestro propósito. El éter era nuestro dios. Era como si todos intentáramos apartar la mirada de algo vital y apoyar la cabeza en la atronadora tierra, para atontarnos en un sueño que duraría toda una vida de interminables obligaciones y decepciones.

De vez en cuando, me arriesgaba a recibir las atenciones de las ortigas locas y me asomaba por las vallas para ver las cubetas de decantación en las que se canalizaba el éter y se unía a la materia ordinaria, que se espesaba hasta quedar negra en los días cálidos y brillantes o ardía hacia arriba en las tardes de invierno, como los cimientos de un cielo al revés. A veces, tras arrastrarme hasta el armario bajo las escaleras por puro aburrimiento o por necesidad de escapar, hurgaba entre los trapos viejos que mi madre guardaba allí, hechos de fragmentos de los viejos monos de mi padre. Dentro de algunos de ellos, unidos a las costuras como las sendas estrelladas de diminutos cohetes, todavía quedaban algunas motas de polvo de éter que me brillaban en la cara, junto con el aroma a lavanda de la cera para los muebles. Y cada periodo de otoño, inflexibles como un mecanismo de relojería y justo después de la visita del hombre de los trolls, los profesores sacaban una caja, la colocaban en el escritorio junto a la pizarra y llamaban (o arrastraban) a algún alumno al frente para que él (casi siempre era un chico) pudiera experimentar la verdadera gloria del éter.

—¿Quién descubrió el éter, muchacho?

—El gran maestro de Painswick, Joshua Wagstaffe, señor.

—¿Cuándo fue?

—Al comienzo de la Primera Edad de la Industria, señor. Según el viejo calendario, el año mil seiscientos setenta y ocho.

Aquella era la parte fácil. La caja en sí estaba cicatrizada y vieja, y era de madera y rectangular. El cierre tenía un pasador de muelle de hierro que parecía haber sido cambiado más recientemente y se aseguraba mediante un aro que recorría el frontal mediante un cerrojo grabado, también de muelle. Aunque era pequeño, el grabado hablaba de gremios, de misterio, de trabajo y del mundo real de los adultos. No eran del todo letras ni dibujos, aunque sus formas sugerían bailarines retorciéndose; jeroglíficos similares podían verse en las placas de los motores, en las vigas de los puentes e incluso, toscamente estampados en los ladrillos de más de una casa. Aquellos símbolos variaban de unos gremios a otros pero, al examinarlos, siempre me daba la impresión de que se trataba de un solo texto interminable que algún día sería capaz de leer.

Lo que aquellas figuras bailarinas nos contaban a todos los de la clase era que el candado había sido imbuido con el poder del éter. Durante el proceso de su fabricación bajo los grandes tejados de alguna otra fábrica del norte, pequeñas cantidades de aquella sustancia se habían introducido en el metal caliente. Desde allí, pasando de un misterio gremial a otro, le habían dado forma al metal, golpeándolo y moldeándolo hasta convertirlo en el objeto que veíamos. Se le había lanzado un hechizo funcional al candado y también al pestillo y al muelle que lo sostenían, y después lo habían metido en cajas y embalado con cientos de otros más y lo habían transportado hasta acabar allí, en el escritorio del maestro Hinkton en la clase C de la escuela benéfica de Bracebridge.

Por supuesto, mientras nos helábamos, soltábamos vaho y bostezábamos en el aire perpetuamente viciado del aula, todos pensábamos que sabíamos lo que era el éter. Después de todo, éramos los hijos y las hijas de los hombres del gremio y vivíamos en Bracebridge bajo la sombra de Rainharrow, donde se extraía la mayor parte de aquella sustancia. Podíamos sentir el latido de los motores como un dolor sordo a través de los bancos. Pero el éter no es como los demás elementos y rehúye todas las reglas físicas. No pesa y es de sobra conocida la dificultad para contenerlo. Una vez purificado, su magibrillo ilumina la oscuridad, pero derrama sombras si la luz es muy fuerte. Lo más extraño de todo y, al mismo tiempo, lo más crucial para las industrias y las vidas que ayuda a mantener, es que el éter responde a la voluntad del espíritu humano. Los gremiales pueden, tras muchos años de aprendizaje, usar el éter para controlar cualquier proceso que resulte esencial para su gremio. Sin el éter, los grandes motores de vapor que impulsan las fábricas de Inglaterra y transportan los frutos de los molinos y las minas se detendrían o explotarían bajo su propia presión. Sin el éter, los brillantes telégrafos que unen nuestros campos se quedarían en silencio y no comunicarían los mensajes que los telegrafistas se leían de mente a mente. Sin el éter, las extravagantes estructuras de nuestras grandes ciudades y de los puentes que cruzan nuestros ríos se derrumbarían. Pero con él somos capaces de fabricar cosas más delicadas, más baratas, más rápidamente y (había que admitirlo) a menudo de forma más tosca de lo que las duras e inconvenientes leyes de la simple naturaleza nos permitirían. Calderas que explotarían, pistones que vacilarían, edificios, vigas y cojinetes que se romperían y desmoronarían, todos trascienden la simple física gracias a las burbujas alimentadas por éter de los hechizos gremiales. Con el éter Inglaterra prospera, los gremios florecen, las sirenas de los turnos cantan, las chimeneas humean, los ricos viven vidas de derroche inconcebible y el resto de nosotros lucha, disputa y trabaja para conseguir las migajas que quedan. Hasta las tierras más allá de la nuestra, atrapadas en sus propios tentáculos relucientes de éter y en sus ridículos mitos sobre algún otro gran maestro distinto al nuestro que descubrió el éter, humean y martillean en sus sueños de una industria gremial, mientras que las tierras salvajes seguirán para siempre inexploradas. Con el éter este mundo gira en los lentos y oscuros remolinos de Edades más allá de la guerra y los conflictos. Sin él… pero solo pensarlo resulta imposible…

—Venga, vamos.

El muchacho de cabello color jengibre que estaba de pie frente a la clase miró el candado, después la pizarra, en la que había una transcripción fonética de lo que se suponía que debía decir mientras tocaba el candado, aunque hasta aquellas letras normales del alfabeto parecían en aquel momento un idioma extraño mal escrito.

—¡Pon el dedo en el centro, idiota, o el muelle te cortará la punta! Así no podrías hurgarte la nariz, ¿verdad? —Risitas de alivio surgieron de todos los que no estábamos de pie frente a la clase—. Vamos. Menudo trabajador gremial que vas a ser. —Por fin el muchacho hizo un intento. O quizá solo se aclaraba la garganta. No pasó nada. El suelo retumbaba bajo nosotros—. De nuevo, más alto. Cualquier gremial que se precie podría cantar esto. —El chico lo volvió a intentar. Se oyó un fuerte chasquido. El pestillo se abrió—. Vamos. Levanta la tapa. Mira dentro. —El maestro Hinkton tenía su propia bromita de salón, que consistía en golpear la cabeza del muchacho justo cuando miraba dentro. Lo hizo—. Vacía, ¿verdad? Igual que tu cráneo…

Y todos nos reímos con el numerito de aquel idiota ceñudo, aunque lo odiáramos.

—Mira esto.

Mi padre se subió la manga para enseñarme el tatuaje retorcido de su moratón, la señal de su trabajo con el éter. Calle abajo, el padre de Matty Brady, que trabajaba con las grandes tolvas de carbón, tenía uno que le recorría toda la espalda, como si una serpiente se le hubiera enroscado allí para echarse a dormir. Y había toda una calle de gremiales en la parte baja del pueblo que tenían protuberancias azuladas que les salían de los pulgares como espinas de rosas de metal. Nadie sabía bien qué trabajo desarrollaban, solo que tenía lugar en las profundidades de las entrañas de la tierra, cerca de los ruidosos motores, y que les pagaban bien por ello, aunque no vivían mucho. Nosotros mirábamos con miedo, envidia y asombro aquellas manifestaciones (las cicatrices, las escamas, los recargados moratones), a las que llamábamos «marcas de manipulador».

Como la fría oscuridad más allá de la tenue luz de luna de una piscina de éter, una sensación de extrañeza nos esperaba detrás de nuestras vidas ordinarias. Más que los despidos, las extremidades amputadas y los procedimientos disciplinarios, siempre vivíamos con el miedo de que un exceso de éter se apoderara de nosotros y curara la Marca de nuestras muñecas. A partir de ese momento, el destino era terrible. Te convertías en un troll, un cambiante. Por supuesto, los gremios seguirían cuidando de ti y de tu familia, como siempre hacían con sus miembros, pero el hombre de los trolls llegaría en un furgón verde oscuro para llevarte a Northallerton, aquel legendario asilo en el que te usarían y atenderían el resto de tu vida.

—Ayer llevaron a uno de esos trolls a la Planta Oeste —anunció mi padre una tarde mientras tomábamos el té.

—Oye… —A mi madre se le escaparon los guisantes del tenedor—. No deberías usar esa palabra.

—¿Qué más da? De todas formas, era un «cambiante» que creían que necesitaban porque habían fastidiado tanto el martillo pilón que el hierro se había vuelto quebradizo y ya habían probado todos los hechizos y nada funcionaba. Pero es lo que tienen los de las prensas. Por lo que he oído, sigue sin funcionar.

—¿Llegaste a ver a esa cosa? —le pregunté.

—No. —Mi padre movió los labios para deshacerse de una ternilla extraviada—. Pero los muchachos de producción de pernos juran que parecía un lagarto de metal y que el pan de sus bocadillos se puso verde después.

—No le hables así a tu hijo, Frank. Todo eso son supersticiones tontas. Y no es una «cosa», Robert. Son personas, como todos nosotros.

Pero no lo eran… esa era la cuestión. Carne grisácea, ojos de farol, púas de erizo, aquellas criaturas destrozadas de la industria acechaban en los callejones de nuestras imaginaciones infantiles en el invierno.

«Es el Hombre Patata, el Hombre Patata, el Hombre Patata. Es el Hombre Patata, la la la la…».

Debido a lo que era o a lo que pensábamos que era, los niños decidimos atormentar al Hombre Patata más que a los demás mercas vagabundos sin gremio que vagabundeaban, pedían, vendían cosas inútiles y, a veces, robaban por todo Brownheath. La mayoría no eran trolls y estaban desfigurados por algún accidente o de nacimiento, o simplemente estaban un poco locos. Pero el Hombre Patata era especialmente extraño. Se vestía con andrajos con capucha, arrastraba un pequeño carro con ruedas y siempre parecía llegar a Bracebridge en las tardes azuladas y brumosas de invierno. Lo primero que oías era el chirrido de las ruedas, llevado por el viento entre los callejones. Y allí estaba él, una figura que surgía del bullicio del crepúsculo. La cara, o lo que veíamos de ella cuando pasaba por debajo de las farolas, estaba claramente destrozada y las manos eran como salchichas mal cocidas, gordas, llorosas y quemadas. Fuera lo que fuera, hubiera sido lo que hubiera sido, estaba claro que su rareza estaba por encima de la norma.

Mi madre era una de las pocas maestras gremiales que dejaba cosas en el portal para que aquellas criaturas las recogieran. Zapatos viejos, huesos para sopa en una bolsa de papel, pan rancio, restos de bacón. Mucho después de entrar en casa y meterme en la cama, a veces oía crujir nuestra cancela y miraba por mi pequeña ventana la silueta que entraba en nuestro corto camino arrastrando los pies, con aquel carro abandonado en la calle. Después (aunque pareciera increíble), nuestra puerta a veces se abría para el Hombre Patata. Me quedaba tumbado en la oscuridad, seguro de que escucharía el callado murmullo de la voz de mi madre y un gruñido líquido que solo podía ser él. Pero, por la mañana, la mera idea de que el Hombre Patata pudiera haber entrado en nuestra casa habría desaparecido.

En las noches tranquilas en casa, me quedaba tumbado escuchando los sonidos familiares de la planta baja mientras mi madre se movía de un lado a otro: forzaba el chirrido final del cajón al guardar los cuchillos de la familia, armaba estruendo con las poleas al subir el tendedero al techo con la chorreante carga de la colada y, después, hacía resollar y crujir las escaleras al subirlas. Una pausa.

—¿Estás dormido, Robert?

Como si lo estuviera alguna vez. Después, otra pausa en la que sopesaba si usar las empinadas rampas que llevaban al desván o coger la escalera. Un nimbo de luz de vela se reunía en torno al moño suelto de su pelo mientras ella finalmente trepaba hasta llegar a mi alero. Agachada bajo la inclinación del tejado, nuestras extremidades tocándose a través de abrigos y mantas apelotonados, mi madre recuperaba la respiración.

—Hace mucho tiempo había una chica muy guapa llamada Cenicienta. Vivía sola en una gran casa con su madrastra y sus tres feas hermanastras…

—Entonces no estaba sola, ¿no?

—Espera, ya lo verás…

Noche tras noche: todos los mitos e historias de Inglaterra se entremezclaban con su imaginación y la mía. Me contaba las historias de los fundadores del gremio de nuestra familia, por lo menos aquellas que les permitían descubrir a las mujeres. Después las de los tiempos de la Edad de los Reyes, cuando no había gremios y las naciones todavía luchaba tontamente entre ellas, gobernadas desde sus palacios por aquellos malos monarcas a los que habíamos juzgado y decapitado con toda justicia; y las de los severos caballeros envueltos en acero, y las de Arturo y la loca reina Isabel, y la de Boadicea, que luchó contra los romanos. Y también historias de hacía mucho, mucho tiempo, antes de estas Edades de la Industria en las que la magia se extrae de la tierra, antes incluso de la Edad de los Reyes, y a mí me parecía que todo aquel reino debía estar lleno de maravillas que iban más allá de cualquier sueño. Bestias fantásticas surgían de la tierra como vapor, había bellos palacios blancos y preciosas plantas enjoyadas en cada ladera…

—Así que el hada madrina se presentó ante Cenicienta.

—¿Era una cambiante?

Un segundo de sonoro silencio.

—Es solo una historia, Robert.

—Entonces cuéntame algo que sea verdad. Háblame de Blancaoro.

—Bueno…

Mi madre siempre sonreía y se notaba la duda en su voz cuando hablaba sobre Blancaoro en mi desván. Como la mayoría de la gente de clase obrera, albergaba cierto cariño por la idea de una mujer de origen poco gremial que fue capaz de levantarse y desafiar, aunque solo fuera brevemente, el poder de los gremios. Pero mi madre también era parte de un gremio y sus lealtades se veían divididas entre ambos bandos cuando pensaba en una criatura para la que hacer magia era como respirar y que, además, había dirigido una revuelta que había llegado hasta las puertas de Londres. Pero si yo contenía la respiración durante el tiempo suficiente, cruzaba todos los dedos bajo la manta y retorcía los pies en mi propio hechizo juvenil, el placer de contar una buena historia solía prevalecer.

—Blancaoro… bueno, ese no era su verdadero nombre. Pero nadie sabe cuál era el verdadero, ni de qué parte de Inglaterra venía, aunque muchos lugares la reclaman como suya. Hasta los estúpidos habitantes de Flinton, con su horrible escorial junto a la carretera, con nada más que carbón en sus campos, afirman que ella nació allí… ¿te lo puedes creer? En fin. El caso es que Blancaoro tenía dieciséis años cuando la gente se dio cuenta de que era una cambiante, aunque ella debía haberlo sabido mucho antes. Verás, tenía un aspecto bastante normal, aunque fuera bonita, y en aquellos tiempos no había Día de la Prueba…

Así que Blancaoro huyó a los bosques que entonces todavía cubrían gran parte del país. Allí habló con las bestias, vadeó arroyos e hizo extrañas amistades con la gente que al final se convertiría en su banda de seguidores; los cambiantes y los locos, los deformes y los rechazados, mercas de todo tipo y tamaño; de hecho, todos los dañados o desposeídos por los gremios y el éter. Y de entre las nieblas de los árboles reunió a las criaturas de todas las leyendas, primero con timidez, pero ganando después fuerza y belleza gracias a su resplandor. Robin Hood, Lanzarote y la Dama del Lago; Blancanieves, Cenicienta, Rapunzel, el Rey del Mal Gobierno, el Hombre Verde. Todos estaban allí.

—Blancaoro le prometió a su gente un reino y aquel reino sería a la vez nuevo y viejo. En algunas historias lo llaman Avalón y en otras dicen que es Albión, aunque sea tan solo otro nombre para nuestro país. Pero en los mejores cuentos, los que se oyen por aquí, es Einfell, un lugar que está junto a este mundo, pero que Blancaoro había logrado visitar de joven y del que se había traído parte de su luz al regresar. Einfell brillaba en su sonrisa y era la razón por la que la gente se congregaba para oír su voz y sentir su mirada, que era como la luz del sol…

Yo me imaginaba el desfile de lo que llamaban la «Rebelión de los Impíos» de Blancaoro, un ejército harapiento que caminaba penosamente hacia el sur y que, finalmente, pudo ver las puertas de Londres desde su campamento en las colinas de Kite Hills.

—Para entonces ya se había encontrado con el Viejo Jack. Y el Viejo Jack era también un cambiante. Tenía marcas de tortura en las manos (agujeros como nudos de madera) y había cierta oscuridad a su alrededor, pero parecía del mismo tipo de gente que ya acompañaba a Blancaoro y ella le dio la bienvenida con alegría. El Viejo Jack era su general y las batallas que luchó y ganó allí fueron obra del Viejo Jack…

Aquella era la cantidad máxima de oscuridad y sangre que mi madre permitía en sus historias. Nunca se producía la batalla final junto a los muros de Londres, en la que el Viejo Jack traicionó a Blancaoro y la llevó encadenada ante los hombres de los gremios. En vez de ello, lo describía como un viaje feliz, lleno de sorpresas y milagros, con nuevas curaciones y leyendas a cada paso. Las ardillas saltaban de árbol en árbol y los pájaros cantaban por encima del majestuoso desfile de Blancaoro, mientras el bosque se extendía sin fin ante ellos, una suave oscuridad bordada de oro y sombras. En cualquier momento, como mucho el turno o la tarde siguiente, llegarían al lugar del que ella hablaba, al lugar prometido, y aquel lugar no era Londres en absoluto, ni siquiera se trataba realmente de Inglaterra ni de Albión, sino de Einfell…

Mi madre se quedaba allí sentada largo rato mientras las palabras caían, los dedos de su mano izquierda amasaban con cuidado la pequeña cicatriz gris de su palma, la cual yo había visto algunas veces aunque ella nunca me explicaba. La vela se movía y brillaba. Las canciones y el bosque retrocedían. Un perro ladraba en la calle, un bebé lloraba. El viento susurraba en las tejas y agitaba sutilmente las telarañas del desván. Y más abajo, debajo de todo, había otro sonido que subía a través de los ladrillos y vigas de Brickyard Row. CHUM BUM CHUM BUM.

—Cuéntame más.

Ella me besó en la frente y me puso los dedos en los labios para callarme. La carne de las puntas tenía un ligero olor a tierra.

—Ya has tenido suficientes maravillas por hoy, Robert.

Pero yo nunca las tenía.

Después llegó la Feria del Solsticio de Verano en la vega del río y el calor dentro de casa en aquella mañana de verano tan esperada, sentado a la mesa de la cocina mientras estudiaba a mi madre al otro lado corriendo de un lado a otro con su delantal y preguntándome si realmente mantendría la promesa de llevarme a ver un dragón vivo de verdad. Y después salimos fuera bajo la hirviente luz, bajamos por el puente de piedra y hierro vivo que le daba nombre al pueblo… y nos encontramos de pie en la lejana vega aquel tranquilo noveno diadeturno antes del medio diadeturno, cuando se suponía que empezaban las verdaderas glorias de la Feria. Había tiendas remendadas con rayas deslucidas por el sol. Cuerdas de tuberías de motor enroscadas entre boñigas de vaca, como pequeños trozos de intestinos. Había gritos y ruido de martillazos. Había caravanas por todas partes. Los motores que conducían las atracciones, pequeños para lo normal en Bracebridge, dormían y crujían abandonados por sus dueños, casi no echaban humo. Tenía la sensación de haber llegado demasiado pronto, de que nada estaba listo todavía. De todos modos, un hombre con delantal cogió nuestro dinero y atravesamos la hierba reseca en busca de mi dragón, mi mano izquierda cogida a la de mi madre, la derecha hecha una bola pegajosa de anís.

Un olor a mierda y fuegos artificiales delante de una enorme jaula apoyada en ladrillos entre las espinas largas y delgadas de una esquina del campo. La criatura nos miró a través de las barras de madera pelada desde su lecho de periódicos húmedos. Tenía un ojo velado por una catarata plateada, pero el otro, dorado verdoso y ovalado, como los de las cabras, mostraba la pálida luz de algo semejante a la inteligencia. Bostezó al vernos y las mandíbulas emitieron un ruido de crujido y desgarro. Tenía los dientes podridos. Una tormenta de mosca salió zumbando y volvió a posarse cuando la cosa estiró las aplastadas puntas de las alas. La carne no tenía escamas, sino que era gris, aunque con extraños parches de cerdas afiladas.

¿Aquello era un dragón? Regresé a casa arrastrando los pies, inconsolable. Padre seguía fuera y Beth estaba en la escuela, así que sentí la casa rancia y vacía cuando mi madre dio un portazo tras ella. Un latido distante llegó para unirse en mi boca y en mi corazón al amargo y soso sabor del anís. CHUM BUM CHUM BUM.

—Vamos, Robert. No ha sido tan malo, ¿no? Al menos has visto al dragón. Mañana y pasado mañana no podríamos haber atravesado la multitud.

Me encogí de hombros y fijé la vista en las cicatrices de la mesa de la cocina. No sabía entonces cómo creaban a aquellas bestias: que, a su manera, era un gran logro para un maestro de bestias retorcerle el cuerpo a un gato, a un cerdo, a un perro o a un pollo para que creciera de tal forma que sus orígenes quedaran casi irreconocibles. Pero sentía que representaba un acto de contaminación… que procedía del extremo opuesto a los fieros fuegos del anhelo de los que surgieran tiempo atrás todas aquellas criaturas de simple magia, en el tiempo y lugar llamados Einfell sobre el que Blancaoro había cantado.

—El mundo está lleno de sorpresas. —Mi madre apoyó la cadera en mi silla, descansó los codos en la mesa y se recorrió con los dedos la cicatriz grisácea de la palma de la mano—. El problema es que algunas no son… las sorpresas que tú esperabas… las noches se sucedían en aquellos días de otoño en los que todos los hombres de Bracebridge desfilaban con sus tambores y sus pífanos, sus sombreros y sus fajas, y las casas de los gremios menores abrían sus puertas para que los niños pudiéramos maravillarnos con los libros enjoyados y los relicarios recargados. Y entonces los fríos vientos soplaron sobre Coney Mound, desnudaron a los abedules de sus hojas y empujaron las nubes hacia Rainharrow. Y yo sonreía para mí todas las noches cuando mi madre bajaba por la escalera a través de la trampilla que salía de mi desván, medio de espaldas, torpe como siempre, mientras la vela temblaba y se desvanecía, y los sueños, las esperanzas, las palabras inexpresables seguían pegados a mí. Y yo metía los dedos todo lo posible dentro del forro del abrigo que su cuerpo había calentado y me apartaba de la agitación y los murmullos de Coney Mound y del latido más profundo que siempre había debajo, y contaba los meses, los periodos de turnos y los días que faltaban hasta que vagaba con la luna y las estrellas y miraba desde arriba las chimeneas humeantes de todo Bracebridge y el nocturno magibrillo de sus cubetas de decantación.

Desde allí, al borde del sueño, al principio ligero como la hierba movida por el viento, después aumentando fuerza y estruendo, el expreso nocturno llegaba volando por el valle. Y yo estaba allí en la plataforma con el maestro del vapor y guiaba el gran motor mientras aceleraba al pasar por la exigua estacioncita de nuestro exiguo pueblecito. Bracebridge (un borrón de parcelas, basureros, campos, patios, fábricas, casas), después las colinas, las salvajes colinas baldías con sus luces extrañas, sus aullidos y los frescos aromas de la turba y el brezo, todo se derramaba por las vías con un brillo etéreo. El tren reluciría bajo las ramas de los bosques, correría a través de Oxford, Slough y de todas las ciudades de chimeneas del sur, después traquetearía por encima de grandes ríos y estuarios sin nombre atravesando enormes arcos; arrastraría el reflejo de las cuentas de ámbar de sus vagones a través de bancos de arena, botes de vela y pantanos agujereados. Me llevaría más allá de Bracebridge, pero siempre más cerca del filo de alguna verdad profunda sobre mi vida que siempre parecía a punto de alcanzar.

Y estaba seguro de que aquella verdad sería maravillosa.