4
Mírame ahora. Robbie, no Robert. La tinta de almacén me mancha los dedos, tengo dinero prestado en los bolsillos, y visto un chaleco casi tan bueno como el de Saúl. Mírame y mira a Saúl, y mira también a Maud, dando saltitos de un pie a otro con su falda rosa de sorprendente finura, mientras las pulseras tintinean en sus muñecas este día de solsticio de verano; estamos reunidos en torno a un cigarrillo compartido, junto a los cubos de basura colocados entre dos pensiones de Doxy Street, observando los tranvías pasar mientras debatimos cuál será el momento salvaje del salto que nos llevará a la feria de Westminster Great Park.
—Para vosotros es fácil, chicos… yo nunca lo he hecho. ¡Y mirad estas faldas!
—Ni yo tampoco. ¿Cómo sabemos que funcionará?
—Bueno, es cosa vuestra. —Una franja de luz de mediodía se refleja en la sonrisa de Saúl—. Siempre podemos subirnos al tranvía y ya está…
Pero aquello era impensable. Le doy una larga calada a las tiras mojadas de tabaco y se lo paso a Maud. Por supuesto, tengo que hacer lo que dice Saúl y también Maud, aunque las manos le tiemblan al soltar el humo; y, solo por eso, siento más cariño por ella. Otro tranvía pasa con estrépito. Después desaparece y solo queda el soleado bullicio de Doxy Street… y la vía del tren; un profundo canalón de metal de quince centímetros de ancho dentro del que vibra, gorgotea y se agita una brillante bobina de hierro.
Maud va primero. Sale disparada a través de una pausa en el tráfico, como una bala de encaje, y se coloca a horcajadas junto al raíl. Después, con los codos sujetando los picos de la falda, se agacha. Milagrosamente, todavía tiene los dedos pegados a las manos cuando sale corriendo de vuelta hacia nosotros. Pero brillan.
—No me dijiste que sería tan sucio.
—Rápido, te toca a ti, Robbie.
Aturdido, salgo corriendo, esquivo un carro, y casi derribo a un ciclista, hasta que me coloco a horcajadas sobre el raíl del tranvía, mientras Doxy Street pulula a mi alrededor. Puedo sentir el metal activado, las manchas retorcidas de aceite y éter que siseaban y traqueteaban entre las agitadas casas de máquinas que salpicaban la ciudad como humeantes signos de exclamación. Pero la cosa es no pensar… la cosa es someterme a la voluntad de lo que me estuviera impulsando, y recordar que Saúl y Maud me miraban. Y lo he hecho, corro de vuelta tirando cubos de basura por el camino, y Saúl sale en ese instante. Cuando me atrevo a levantar los brazos para mirar, me doy cuenta de que todavía tengo palmas y dedos en vez de muñones chorreantes.
—¡Ya viene…!
Un tranvía se balancea a través de las multitudes del solsticio, negras magillamas y chispas blancas caen de su barriga. Uno, dos, tres vagones, todos llenos a rebosar de sudorosos pasajeros de fiesta, y después el último; para cuando llega estamos gritando como locos mientras esquivamos los vagones intermedios y saltamos a la parte de atrás del tranvía, que está al menos dos veces más alta y sucia de lo que yo esperaba, y sin ningún lugar al que agarrarse para evitar precisamente el truco que estábamos intentando. Pero conseguimos agarrarnos, mientras las vías se hunden bajo nosotros, mientras murmuramos entre dientes el círculo de sonido que habíamos estado practicando sin llegar a creérnoslo toda la mañana. Mis palmas parecen pegadas, soldadas a los remaches, y mi aliento no puede dejar de entonar el cántico. Nos agarramos, con las piernas abiertas y cantamos por encima de los giros de los raíles, mientras Doxy Street se despliega en brillantes aceras recién lavadas, y hasta las mismas piedras están rojas e hirvientes con el bullicio del solsticio de verano. Entonces, sin que cambie su dirección ni se detenga su flujo, Doxy Street deja de ser Doxy Street y se convierte en Cheapside y, finalmente, en Oxford Road. Las señales, los edificios, los tejados sobre las altas ventanas, el mismo cielo, todo parece expandirse y dilatarse en una dulce y creciente reunión de riqueza. Perfumado por los productos de las tiendas y los limpiadores de metales, el aire de Northcentral me eleva, me rodea, y yo me aferró a la agitada trasera de un tranvía asqueroso. Aquí están las capillas de los gremios menores, de color blanco-grisáceo o dorado, con agujas y cúpulas; antiguas iglesias saqueadas en la Edad de los Reyes y reconstruidas con estatuas de éter y puertas cerradas para un Dios que, junto con el resto de Inglaterra, eligió la mejor y más obvia opción cuando el mundo cambió: se unió al movimiento y se convirtió en gremial.
Saltamos del tranvía en la estación de Northcentral y escapamos de los gritos del maestro de tranvías hasta que llegamos a unas repentinas y asombrosas extensiones de hierba, enormes erupciones soleadas de árboles, agua y estatuas. Aquí recuperamos el aliento y Maud inspecciona las manchas sustancialmente aceitosas de su vestido. Miro a mi alrededor. Los mejores salones gremiales de Wagstaffe Malí se elevan en sus cúpulas montañosas más allá de las avenidas color blanco-grisáceo de árboles imposibles; cobrizos, plateados y satinados parpadean ante la luz del sol sobre los ríos de sombreros de copa, canotiers de paja y niños a cuestas.
—Vamos, Robbie… ¿qué estás mirando? —Saúl me empuja entre la multitud—. ¡Son solo edificios, por amor de Dios! Esto solo es un parque. Estamos aquí para divertirnos, ¿verdad?
Pero era más que eso. Entretejidos con los puestos, los chanchulleros, los carteristas y los alborotados gamberros menores, incluso el día de la Feria del Solsticio de Verano, lo que más hechizaba era la extraordinaria naturaleza de los árboles de Westminster Great Park. En los Easterlies, igual que pasaba en Bracebridge, a veces llegaban hasta las cestas de los floristas unas flores demasiado grandes y chillonas como para ser simples frutos de la buena jardinería, y siempre había alguna manzana de agua o alguna patata de mar para recordarnos el arte de los gremios; pero aquí, brillantes y sólidas, hay unas criaturas de ensueño vivientes y susurrantes. Pertilos, que se yerguen altos y plateados, y agitan sus hojas. Piedracedros, más achaparrados, con sus enormes troncos rojos retorcidos y pulidos, y unas vetas bellas e intrincadas, como un atardecer atrapado en las corrientes de un río. Los fuegoespinos, que en Bracebridge eran unos arbustos de feas espinas plantados para disuadir y proteger, y que aquí dibujaban un caos de flores heráldicas. Y el sauce cabruno, hasta el sauce cabruno, esa hierba tan común, se convertía en una belleza color blanco verdoso que olía a miel amarga. Mientras las bandas de varios gremios comenzaban a tocar notas metálicas, yo respiré aquellos nombres como si fueran hechizos. Hojas rojas y doradas con forma de corazón del tamaño de bandejas. Troncos rodeados de corteza de estaño. Flores como jarrones de porcelana al revés. Decidí volver aquí de nuevo (de hecho, dejar los Easterlies) para pasear tranquilamente con el fantasma de mi madre, quizá para siempre. Pero el bullicio del solsticio de verano tiraba de mí, y por todas partes había promesas de maravillas mayores si atravesabas un torniquete, entrabas en una tienda, tocabas un manipulador de mentira; siempre que pagaras, pagaras, pagaras. Me senté con Saúl y Maud, y gruñimos y aplaudimos a los conejos blancos que desaparecían y reaparecían entre fanfarrias de humo y gongs… Todo, según decía el cartel del prestidigitador colocado frente a su tienda apestosa, sin usar ni una sola gota de éter. Hacía calor. Tras pasar estirando el cuello junto a parodias, payasos, familiares vestidos de marineritos, extraños monólogos y dioramas de viajes por tierras lejanas, me compré un cartón de sorbete y lo chupé con avidez. Me limpié los labios dormidos y miré a mi alrededor en busca de Maud y Saúl. No había ni rastro de ellos. Pero el plan siempre había sido que nos encontraríamos en las fuentes de Prettlewell a las tres de la tarde. No tenía reloj y no tenía ni idea de dónde estaban en realidad las fuentes, pero no importaba. No estaba perdido… uno no se podía perder si estaba caminando bajo los asombrosos árboles de Westminster Great Park entre vendedores de globos, familiares danzarines y acróbatas dando vueltas. No en el solsticio de verano. No en Londres. No cuando eras Robbie. Decidí que aquella feria era como el mismo Londres. A veces descarada y a veces triste, silenciosa y ruidosa, de una fealdad apestosa o tan encantadora que te rompía el corazón… Y, como Londres, era más fácil tropezar con algo que encontrarlo.
Tenté mi suerte disparando a pájaros de latón. Examiné los huesos gigantescos de monstruos que se decía habían nacido en una Edad distante. Había bestias con escamas rojas y voraces perversabuesos. Había una increíble máquina que pitaba como un bosque lleno de pájaros enloquecidos, fabricada por los hombres de los gremios de Sajonia. Debí de pasear durante varias horas sin pensar en nada; gastaba el dinero que tenía y dejaba que la muchedumbre me llevara y me sacudiera, mientras asimilaba todos los horrores, maravillas y decepciones de la feria. Entonces vi a Annalise. Caminaba sola, en su propio espacio silencioso entre los vociferantes grupos de muchachos y familias cansadas. Se paró junto al carrusel, y yo contuve la respiración en las sombras t ras ella y esperé a que el corazón se me tranquilizara. Llevaba una falda celeste y una vaporosa blusa blanca cerrada en cuello y puños. Tenía ya formas de mujer y su cabello rubio pálido rizado, adornado con lazos y trenzado, le caía sobre los hombros. Todo en Annalise era distinto y de una belleza imposible, incluso la curva de las pestañas que caían y subían mientras observaba a los niños girar sobre sus equinos pintados; pero, al mismo tiempo, no había cambiado nada. Me habría contentado con seguir allí de pie para siempre, observándola viaje tras viaje del carrusel. Pero, si es posible que la espalda o el perfil del pómulo de alguien pueda mostrar un regocijo cómplice, eso es justo lo que ella consiguió hacer. Los colores volaban, al igual que las caras de los niños asustados y sonrientes, y me di cuenta de que Annalise me había visto mucho antes de que yo la viera a ella.
El carrusel frenó. Annalise se volvió hacia mí mientras las formas volvían a definirse.
—Así que eres tú… —hizo una pausa—. Robbie —aquellos ojos verdes—. Nunca habría esperado verte en Londres.
Tantas cosas, tan rápido. «Robbie». Y «nunca habría esperado…». Como si, de vez en cuando, hubiera pensado en mí a lo largo de todos aquellos años.
—Yo tampoco. —Todavía tenía el corazón acelerado—. Ni a mí ni a ti, quiero decir. —Sabía que cualquier cosa que dijera sonaría estúpida—. No llevo mucho tiempo aquí. Solo este verano.
—Así que los dos somos extranjeros en la ciudad. —Torció los labios en un gesto irónico—. Estoy casi sorprendida, de verdad. De que me reconocieras, digo.
—La verdad es que no estás tan diferente, Annalise.
Aquellos ojos verdes se oscurecieron ligeramente.
Pero lo cierto es que era ridículo decir que no había cambiado, cuando estaba claro que lo había hecho en todas sus formas y detalles, salvo por una parte esencial de ella que nunca cambiaría.
—Y bien, ¿qué haces ahora?
Me encogí de hombros. Aunque día tras día, hora tras hora, momento tras momento me sentía contento con mi vida, algo en la presencia de Annalise hacía que todo se marchitase y apagase. «Vivo en los Easterlies. Trabajo en los muelles falsificando signos en cajas de té. A veces robo cosas. La madre de mi mejor amigo es una maestra de sueños. Él llama ciudadano a todo el mundo y la chica con la que sale tiene las manos despellejadas de hervir pañales». Y mira mis manos, Annalise. Llenas de costras, tinta y nicotina. Y además olía (en aquel momento lo noté, lo supe al instante) a maduro y a calle, no era del todo desagradable, pero llevaba el tufo inconfundible a humo de carbón y arenques de los Easterlies.
Annalise me estudió mientras yo daba tumbos por mi explicación. Su bonita ropa, aquel vago y caro perfume que era dulce e implacable, las joyas de sus lóbulos, el rubor en apariencia inmaculado de su piel, el aplomo y la seguridad de los altos gremiales; todo aquello me echaba el aliento mientras los equinos del carrusel giraban detrás.
—Y tu madre murió, claro, ¿verdad? Lo siento mucho, Robbie… —Sus ojos verdes se oscurecían, se aclaraban. Una luna sobre el mar, detrás de las nubes de verano—. Pero tienes buen aspecto. Pareces feliz.
—Lo soy —respondí—. La vida es buena. Soy muy feliz.
Ella me devolvió la sonrisa.
—Y yo también, Robbie. —Todo el terreno de la feria giraba a nuestro alrededor. Estábamos quietos. Todo lo demás se movía.
Se produjo una pausa en la que ella desvió la mirada. No necesitaba poderes especiales para saber que en cualquier momento me diría lo interesante que había sido encontrarse conmigo después de todos aquellos años. Si tenía suerte, puede que me ofreciera una mano antes de alejarse.
La cogí por el codo desnudo.
—Espera, Annalise. No te vayas…
Se puso tensa. Las flautas de la feria chillaban. Las texturas de nuestra carne parecían muy diferentes. Al retirar la mano vi su muñeca izquierda. Llevaba una pulsera de plata. Un poco más arriba, áspera y arrugada a la luz del sol, con un ligero brillo negro, estaba la Marca del Día de la Prueba que yo sabía que ella nunca había pasado.
—Es… —me encogí de hombros—. Me gustaría saber cómo es. La vida que estés viviendo ahora, sea como sea.
—¿Eso es lo que realmente quieres? —regresó su sonrisa.
Asentí, tragué saliva.
—Más que nada.
—De acuerdo, Robbie. Después de todo, es el solsticio de verano… —Entonces sonrió. Compartimos una sonrisa. Era imposible no sonreír ante aquel juego al que estábamos a punto de jugar. Fuéramos lo que fuéramos, éramos jóvenes y el mundo parecía maleable—. Te lo enseñaré.
Caminamos a través de los jardines en paratas que la feria no había reclamado. Bajo nosotros quedaban las tiendas puntiagudas, las abarrotadas atracciones. A nuestro alrededor, en cenadores y colgadas de los enrejados, crecían aún más plantas de extraña e imposible belleza. Asaltado por aromas y colores, caminando junto a Annalise, me movía por un mundo diferente. Delante de nosotros había un ancho camino gris, y el único sonido provenía del susurro de unos caballos que esperaban a sus dueños. Más allá se elevaba una pared escarpada de ladrillo y piedra, una unidad de ventanas y frontones a juego. Un hombre de uniforme nos saludó mientras se abrían las puertas. Me pregunté si sería así de fácil entrar en aquel otro mundo, mientras cruzábamos océanos rojos de alfombras y un chico nos abría la puerta de latón de un ascensor.
—¿Cuánto cuesta todo esto?
—No te creas que siempre vivo así —dijo Annalise mientras el gruñido de un motor lejano nos llevaba por el edificio. Había aspidistras del tamaño de pequeños árboles y retratos colgados en raíles de latón a lo largo de los pasillos a los que nos llevó el ascensor.
—Espera aquí. —Se detuvo junto a una de las interminables puertas numeradas—. Será un momento. Y no puedes seguir con esa pinta, ¿verdad? Tendremos que cambiarte…
Una breve visión de espejos y piedracedro, una nube de sol, y se cerró la puerta. Estaba incómodo y miraba a ambos lados del largo vestíbulo. Hacía calor y casi no se oía nada. Por supuesto, habría sido una gran broma que Annalise me arrastrara hasta aquel laberinto para después desvanecerse como aquellos conejos blancos en una nube de humo. Pero pronto volvió a salir con una falda y una blusa limpias, y los ojos brillantes de humedad. Aunque entonces no lo supiera, había sido testigo de un milagro de velocidad femenina.
—Vamos. Veamos qué te ponemos. —Avanzó con rapidez por el pasillo hasta una puerta más pequeña; no estaba numerada y la cubrían varias capas de tapete verde. Se metió dentro—. Rápido, ahora.
Aquel gran hotel de Londres era, de hecho, dos edificios apretados en un solo espacio; uno, lujoso y lánguido, pertenecía a los invitados, mientras que el otro era para las doncellas, las doncellas inferiores, las chicas de lavandería, los cocineros, los mayordomos, los peones, los maestros del hierro, los limpiadores, los limpiazapatos. Pero incluso allí se notaba el silencio del solsticio y hacía más calor que nunca en aquellos pasillos tan bajos. Nuestras sombras corrían a nuestro alrededor conforme bajábamos escaleras de caracol; después entramos en galerías blancas en las que el aire estaba rígido por el olor a jabón y planchas calientes. Pero ni siquiera allí había gente. Todo el lugar estaba encantado, dormido, desierto. Me empujó por otro pasillo hasta otra puerta verde.
Al otro lado, lustrosos bajo aquella escasa luz, había raíles interminables de ropa. Susurraba y tintineaba en las perchas mientras Annalise caminaba entre ellas.
—Solo soy un huésped. Se supone que no debemos ver todo esto. Pero siéntelo, Robbie. Muaré, encaje holandés, batista, lino eterizado, lentejuelas, botones de piedracedro, cuentas de cristal de Thule y Catay… —Chispeantes cascadas de tela bailaban delante de mí, y Annalise también bailaba entre ellas, sonriente, dando vueltas y haciendo reverencias burlescas—. Tienen que mantener esto así, ni mucho frío ni mucho calor, ni oscuridad ni luz, para que no se estropee nada… —Se llevó a la cara un puñado de tela e inhaló con fuerza—. Venga, pruébalo. Así es como huele la riqueza, Robbie. Esto es poder. Esto es dinero… —Cogí una manga de lentejuelas y olí. Pero tuve que elegir muy mal, porque solo había vino agrio y sudor, perfume rancio y tabaco. Detrás, en otros raíles, había trajes de hombre alineados como soldados. Annalise pescó uno y lo sostuvo frente a mí mientras lo evaluaba, inclinó la cabeza, acarició la tela, la alisó sobre mis hombros con encantadora persistencia hasta que pensé que me dejaría de latir el corazón—. No, en absoluto… Obviamente no está de moda… —Probó con otro—. Necesitaremos una camisa para ti, una corbata, zapatos…
Annalise danzaba entre las susurrantes masas de trajes de noche sin dejar de lanzar comentarios sobre dobladillos, sisas y trenzados, mientras yo intentaba encontrar mi talla entre los zapatos de piel. Encontró un vestido azul claro, de un tono como el del cielo por la mañana temprano, cuajado de perlas en los hombros, como las últimas estrellas, entallado en la cintura, y después rebosante como una cascada. Tenía un aspecto realmente glorioso cuando se lo colocó delante, con el cabello dorado revuelto.
—¿Qué opinas, Robbie? ¿Crees que alguna vieja y triste viuda heredera echará esto de menos?
Recorrimos el túnel de vuelta al hotel con los brazos cargados de seda que se hinchaba y chillaba. Annalise se asomó a la planta de su habitación para comprobar que no había moros en la costa. Entramos rápidamente.
—Es un cuarto de baño para invitados. Puedes cambiarte ahí.
—¿Qué hago con mi…?
Pero ella ya me había empujado a un sitio lleno de relucientes grifos, porcelana blanca, montañas nevadas de toallas. Todo lo que tocaba parecía ensuciarse y las ropas que llevaba, las mejores que tenía con diferencia, se descamaban y crujían al quitármelas. Pero, al igual que en un sueño, decidí aprovechar aquella situación al máximo y metí mi ropa vieja en lo que parecía una cesta de la lavandería; descubrí unos grifos que hacían que el agua, tanto fría como caliente, brotara de bocas de delfines. Al poco tiempo estaba bañado en perfume y vapor. Mi cuerpo desnudo flotaba en el agua espumosa, muy bronceado en aquellos lugares donde había estado expuesto al sol, de un blanco alarmante en todos los demás, y sorprendentemente musculoso. Finalmente, salí y, tras asombrarme de aquella profusión de botones y enganches, me puse mi ropa nueva saltando de un pie a otro: después caminé por el sofocante pasillo hacia la puerta de la habitación de Annalise.
—¡Entra! No está cerrada… —La voz era débil. Dentro no encontré el dormitorio que esperaba, sino un salón soleado lleno de sillas doradas. No podía ver a Annalise—. Vaya, qué rápido, Robbie. —Su voz llegaba a través de un umbral con dos puertas—. Tendrás que esperarme, me temo… —Me asomé a lo que parecía un dormitorio, dentro del cual había una cama lo bastante grande como para que durmieran varias familias, y escuché el débil siseo de las tuberías un poco más allá. Me senté, me levanté, y estudié mi cambiado aspecto en uno de los espejos. Annalise había elegido bien… el traje me sentaba como un guante, sin duda. Pero todo estaba torcido. La camisa, los puños, los botones. Y tenía el pelo de punta y la cara enrojecida. Parecía un criado probándose la ropa de su señor.
Mientras intentaba averiguar cómo anudar la pajarita, alguien llamó a la puerta.
—¿Estás ahí dentro, Anna? —Una voz de mujer, con un acento extraño—. ¿Dónde has estado? Todo el mundo te busca… —Se giró el pomo. Alguien entró corriendo—. ¡Oh! —La chica se llevó la mano a la garganta mientras nos observábamos, y los gemelos y puños con los que había estado forcejeando cayeron al suelo—. Lo siento tantísimo… —Miró el número de la puerta—. Pero esta es la habitación de Anna Winters, ¿verdad? Entonces, ¿qué demonios…?
—No pasa nada, Sadie —entró flotando la voz de Annalise—. Es Robert… eh… Borrows. Es un viejo amigo de la familia.
Le ofrecí a Sadie la mano, con la vaga esperanza de que aquello fuera lo que se hacía en tales ocasiones. Ella me respondió con una encantadora reverencia.
—Maestro Borrows…
—Encantado de conocerla. Y debe llamarme Robbie. —Las frases salían con facilidad, aunque parecieran forzadas.
—Y yo soy la gran maestra Sarah Passington… ¿Te lo he dicho ya? Pero todos me llaman simplemente Sadie. Debes pensar que soy terriblemente grosera después de entrar así.
Estaba disfrutando cada vez más con aquello. Nadie me había llamado nunca maestro. Sonaba incluso mejor que ciudadano.
—La culpa es solo mía, Sadie. ¿Cómo podrías esperar encontrarme? —Me arriesgué a sonreír.
Sadie me devolvió la sonrisa.
—Robbie, es un placer dar por fin con alguien que conociera a Anna de pequeña. Siento como si la conociera de toda la vida, pero es la primera vez que ocurre. No es que sea reservada, pero…
Más allá de todas aquellas puertas, en el lejano baño, Annalise (o Anna Winters, como parecía hacerse llamar) canturreaba para sí una suave tonada que acompañaba al siseo de las tuberías y al sonido de los árboles y el tráfico, al distante bullicio de la Feria del Solsticio de Verano. Cálida y benigna, su presencia nos bañaba a Sadie y a mí.
—Así que supongo que tú sabrás cómo es Anna… —Sadie volvió a sonreír, pero con más melancolía. Llevaba el oscuro cabello peinado en rizos brillantes, tenía la piel blanca y unas proporcionadas cejas negras. Y, tras desaparecer la conmoción inicial de su presencia, me di cuenta de que llevaba lo que fácilmente podía ser el vestido más extravagante que había visto nunca. Incluso comparado con los diseños que había visto en el hotel, aquel vestido era bastante extraordinario. Blanco y dorado, medio arquitectura, medio tarta nupcial, parecía moverse hacia mí como un ser con vida propia; pero el escote se detenía en un punto tan alejado de sus hombros como para provocar, como hubiera dicho mi madre, un accidente de tráfico en Bracebridge.
—Parece —dije— que vas a alguna parte.
—Y tú también, Robbie. Quiero decir, supongo que Anna se habrá asegurado de invitarte al baile de esta noche, ¿no? —Sus ojos me recorrieron de arriba abajo—. Nunca nos vienen mal hombres nuevos…
—Iría si pudiera arreglar esto… —Levanté el extremo de mi pajarita y uno de los gemelos.
Pero Sadie estaba en su elemento y volaba sobre mí. Y yo también… la pajarita, la habitación, las visiones de Sadie reflejada en los espejos mientras se inclinaba sobre mí con su bello escote, las llamadas y preguntas ocasionales de Annalise (Anna), aquella habitación dorada y soleada. Todo se movía y encajaba. Finalmente, la puerta del dormitorio volvió a abrirse. Y allí, en el umbral, estaba Annalise con el cabello peinado de forma diferente, la cara en sombras y los ojos iluminados; llevaba aquel traje azul grisáceo que, a pesar de cubrirle los hombros de seda y perlas, era tan devastadoramente simple como complejo el de Sadie.
—¿Estamos listos?
La entrada del hotel estaba abarrotada. Unos chicos de uniforme llevaban de un lado a otro, carritos cargados de baúles y maletas. Los ascensores chirriaban y se abrían. Fuera, los perfiles de otros grandes hoteles de Londres parecían frágiles como conchas bajo el crepúsculo rosa, mientras Annalise, Sadie y yo avanzábamos por escalones de mármol a través de jardines iluminados. Al poco rato pude distinguir el olor del río. Pero no se trataba del Támesis que yo conocía aguas abajo, junto a Tidesmeet, ni siquiera el de más arriba, en Riverside. Allí, antes de que todos los vertidos de los Easterlies hicieran su contribución, el agua todavía fluía casi transparente. Las luces se extendían por el dique. Una luna azulada flotaba en el río; la música surgía de un salón de baile que brillaba sobre las aguas del embarcadero, como si fuera un enorme erizo marino. Como llevadas por la brisa, mujeres con espaldas desnudas, cuellos desnudos, brazos desnudos, hombros desnudos y pechos medio desnudos flotaban del brazo de sus carabinas y bailaban sobre los tablones de camino al salón.
Annalise me dio un golpecito en el hombro.
—Sabes bailar, ¿verdad, Robbie?
Me encogí de hombros, sonreí y abrí los brazos. Mis manos se apoyaron en su espalda, en la tela, en las perlas, y me debatí entre los impulsos encontrados de apretarla con más fuerza o apartarme. Nunca me había imaginado que bailar, no los saltos que dábamos en Caris Yard al compás de un violín chillón, sino el tipo de cosa que bailaban los de alta cuna en los cuadros, fuera de una intimidad tan vergonzosa.
—Suéltame un momento. Cuidado con mis dedos… —Annalise se deshizo de mi abrazo—. ¿Le enseñamos, Sadie…?
Juntaron sus brazos y dieron vueltas alrededor de los bancos del dique. Aquellas dos preciosas mujeres con sus susurrantes vestidos hacían una buena pareja; me intentaban enseñar aquel asunto de bailar brazo con brazo y pecho con pecho, con la luna naciente sobre el río.
—Ahora tú, Robbie… prueba otra vez… pon la mano aquí. —Sadie me colocó los brazos alrededor de Annalise—. No, un poco más alto…
Lentamente, primero tambaleante como un caballo herido, avancé bailando un vals sobre el Támesis hacia la música del salón. Primero bailé con Annalise, después con Sadie y, durante un encantador momento, me encontré de algún modo bailando con las dos. Los espectadores reían y nos animaban. Había aplausos dispersos, sugerencias a gritos. Probablemente pensaran que yo era una especie de pariente tonto llegado de las frías y brumosas profundidades del norte o el oeste y arrastrado hasta allí por aquellas dos brillantes primas. Pero, a pesar de mi obvia torpeza, nunca me sentí fuera de lugar.
Los pilares dominaban el salón de baile. Los candelabros goteaban colgados del techo. La banda tocaba algo más rápido y el ritmo era distinto, pero podría haber bailado cualquier cosa aquella noche. Algo había encajado dentro de mí… una confianza ridícula, la sensación de «saber». Annalise y yo éramos parte de la música mientras dábamos vueltas sobre la pista de baile y los vestidos cambiaban de color al girar; del rosa al verde y al azul. Palpitaban como anémonas en un estanque de piedra, y los hombres corríamos oscuros y elegantes a su alrededor, nos atraían y repelían hasta que, al hacerse más lenta la melodía, nos volvían a capturar sin aliento y risueños dentro de aquella fronda de miriñaques. Yo formaba parte de ello. Formaba parte de todo. Y los ojos de Annalise brillaban. La espalda y los hombros bajo la substancia de seda y perlas del vestido que llevaba eran delgados, húmedos y cálidos. Entonces la música tomó un ritmo nuevo y la pista de baile pareció moverse con él y lanzarme dando vueltas.
Me gustaría poder explicar mejor cómo me sentía aquella noche con Annalise. Pero en la vida hay algunos preciados momentos en los que la felicidad pasa junto a ti con tal facilidad que casi ni la notas, ni siquiera te crees que pueda acabar. Estaba encantado. Parecía como si la gran pirámide terrenal bajo la que había estado luchando fuese de repente tan ligera como el éter. Y, por supuesto, también estaba enamorado. Enamorado de la luna, de la noche y de todas las demás cosas ridículas de las que habla la gente en las canciones y los poemas, y que yo siempre había imaginado que no era más que una estúpida convención literaria de los gremios superiores. Y también estaba enamorado de Sadie, por la forma en que se reía con mis chistes malos, por la profunda marea de su pecho, y por el aroma oscuro y dulce de su sudor mientras bailábamos melodía tras melodía y ella se apretaba contra mí. Y estaba enamorado de la gente que se unía a nosotros y que me había aceptado con tanta rapidez que supe al instante que eran mis amigos. Aquellas criaturas extrañas y complejas de los gremios superiores eran elegantes y tímidas como pájaros, e igual de proclives a la música y la risa. Tocaban mis manos ásperas y me preguntaban si había navegado mucho en Folkestone aquel verano. Oían que venía del norte, de Yorkshire, y se preguntaban si conocía a tal-y-tal que tenía una finca por allí. Me servían el vino, lamentaban que no conociera a nadie, y comprendían lo extraño y difícil que podía ser Londres, especialmente con el terrible alboroto de la temporada de verano. Y después estaba Annalise, Annalise que se había convertido en Anna, con su vestido azul amanecer, Annalise con los ojos brillantes, Annalise con el pelo dorado rojizo. Cada poema, cada melodía, cada destello de luz de estrellas, era cierto. Me lo creía todo. Creía en todo.
Había mesas cargadas de comida increíble, que la mayoría de la gente ni siquiera miraba. Yo puse un plato delante de todos aquellos camareros armados con pinzas, después me retiré al exterior del balcón que rodeaba el salón de baile y me atiborré de puñados aceitosos de incomprensibles sabores. Feliz, lleno, mareado y un poco enfermo, me apoyé en la barandilla y dejé que el aire nocturno me refrescara.
—Eres un poco misterioso, ¿no, Robbie? —Sadie apoyó los hombros en la barandilla junto a mí—. Llegas aquí —siguió—, apareces de repente. No me sorprendería que desaparecieras de la misma forma al terminar esta noche de solsticio… —Me miró los pies—. Al menos no llevas zapatos de cristal. —La cabeza me flotaba. Realmente no sabía por dónde empezar—. Pero dime, Robbie, ¿cómo conociste exactamente a Anna? Ella es un poco como tú… un misterio… Aunque no podría decirte del todo por qué, ya que he estado con ella todo el tiempo que pasamos en St. Jude. Tendrás que contarme cómo vivía Anna en el frío y gris Brownheath, con aquella horrible tía solterona.
Me pasó una cosa muy extraña mientras Sadie decía aquellas palabras y yo miraba el reflejo de la luna en el agua. Podía ver a aquella tía y la casa donde Anna había vivido. No se le parecía en nada a Redhouse, era oscura, laberíntica y de ventanas pequeñas. Allí estaba, construida en una zona de humedales, junto a una cascada. La tía era anciana, encorvada y maloliente. Vagaba por la casa haciendo crujir los suelos y toleraba amargamente a la chica que había ido a vivir con ella después de la muerte de sus padres en un trágico accidente de barca. Yo mismo había estado allí, un Robert Borrows distinto; salía de un carruaje vestido con mi mejor traje de marinero y levantaba la vista para observar las paredes grises torcidas. Podía oír la cascada, oler los desagües atrancados y las terrazas con goteras, y ver a la tía en persona, que golpeaba el suelo con su bastón mientras se arrastraba por la casa bajo su viejo chal. A pesar de toda su juventud y resplandor, había algo en Annalise que hacía que todo aquel lugar frío y sin amor pareciera creíble… Mientras le contaba a Sadie cómo había estado sentado con Anna Winters en una sala verde y sin decorar que apestaba a bolas de alcanfor, las palabras brotaban sin problemas. Era más un recuerdo que una visión, sentía aquella vieja casa oscura como si la conociera desde hace tiempo.
—Entonces es todo cierto, ¿no? —murmuró Sadie cuando volvimos a girar en espiral, dibujando formas tan complejas como el mecanismo de un reloj, sobre la brillante pista de baile—. Todas esas historias que Anna me ha contado a lo largo de los años… —Se notaba que se sentía segura de su cuerpo; tenía una corporeidad regordeta muy distinta a la ligereza aérea de Anna, decidí con aire de nuevo experto. En cierto momento todas las luces se apagaron, se abrieron todas las puertas y, mientras nos arrastraban a la oscuridad del exterior, me di cuenta de que muchos de los trajes de noche estaban tejidos con éter. Todos comenzaron a brillar y formaron una escena preciosa. Me sentía como si flotara muy por encima de todo en aquella noche llena de estrellas, como si mirara desde arriba la sala de baile que era ya casi invisible en la oscuridad, de modo que las formas relucientes de las mujeres que bailaban flotaban sobre el río sin ninguna ayuda.
Al final, la noche se desvaneció. Cansado y con los pies doloridos, pasé junto a la gente que vomitaba en el río apoyada en la barandilla, y junto a las parejas que se apretaban entre risas en los rincones escondidos. El contingente de más edad y más formal ya había marchado camino a la cama, y el aire dentro del salón de baile olía un poco a lo mismo que la manga del vestido que había olisqueado en el hotel; a sudor y vino, humo rancio y perfume. La banda terminó la última canción con una disonancia irónica. Lazos y gotas de vino, comida aplastada y colillas de cigarrillos manchaban la pista de baile. Un hombre alto, joven y entusiasta con un flojo bigote rubio me cogió la mano y se presentó como maestro mayor como-se-llame. Me observó durante un par de segundos, parpadeó confuso y después se alejó.
Sadie se rio.
—Esta noche eres popular, Robbie. Pero lo cierto es que nadie sabe quién eres realmente. Podrías ser un ladrón, un asesino…
Puedo serlo, si es lo que quieres —reprimí un eructo—. Si realmente quieres oír…
—Aquí estáis los dos. —Era Annalise, todavía totalmente perfecta.
—Creo que Robbie estaba a punto de contarme todos vuestros secretos. No deberías creerte ni una palabra de lo que te diga nadie después de medianoche. Especialmente si se trata de Robbie.
—Fíjate, yo esperaba que desapareciera con la primera campanada de las doce. Miré a las mujeres que se abanicaban y hacían bailar sus zapatos en la punta de los dedos mientras descansaban los pies, a los hombres con las corbatas torcidas y las camisas desabrochadas. En aquel momento parecían corrientes, solo cuerpos que se encontraban por casualidad encerrados en ropas caras, aunque manchadas, por culpa de que algunas costureras habrían perdido la vista, Sadie se sentó en el entresuelo frente al piano abandonado por la banda. Aporreó las teclas casi sin concierto.
—¡Vamos, Anna! —Se oía decir por todas partes—. Tú lo haces mejor que ninguno de nosotros…
Hubo un murmullo general de asentimiento mientras Anna Winters subía al podio y se sujetaba el vestido. Al principio me pareció que estudiaba las teclas con desconcierto y me pregunté si realmente podía tocar o si aquello también era parte de su charada. Pero seguro que aquella amargada tía suya la había animado a estudiar música; todavía podía oír el eco de las escalas que tenía que practicar por los húmedos pasillos. Entonces surgió un acorde de espeluznante serenidad y después otro; frías notas desperdigadas que me daban escalofríos en la espalda. La gente se calló. Las notas parecían dudar y tartamudear, nunca llegaban a convertirse en la melodía que esperabas; siempre eran bellas, pero al límite de la confusión y el silencio. Pero, claro, Annalise podía tocar…, ¿en que estaría pensando yo? Incluso años atrás había tocado para mí en aquel piano helado de una de las habitaciones de Redhouse; aquel recuerdo pareció temblar y romperse durante un instante frente a la vivida sensación de una tía inexistente con una casa junto a una cascada.
De pie y solo, rodeado de la multitud de jóvenes que empezaba a acercarse a Annalise, me sentí retroceder. De todos modos, ¿a qué juego secreto había estado jugando? ¿Y quién era aquella gente? ¿Qué sabía de ellos y qué me importaba? Por supuesto, era fácil envidiar su compostura y sus suaves acentos, pero aquella era la trampa de la que Saúl me había advertido y que los gremios preparaban para todos nosotros; nos ofrecían breves y brillantes vistazos a través de las puertas de las casas gremiales y de los escaparates de un mundo que, por su misma naturaleza, nunca podría pertenecer más que a unos pocos parásitos que se alimentaban de la sangre y el sudor de muchos. Apreté los puños, me di la vuelta hacia el salón de baile vacío y me dirigí al exterior en dirección este por el dique.
La luz de la mañana ya estaba comenzando a nublar el horizonte. El aire era punzante y soplaba desde el mar, más sal que agua dulce. Una pequeña ceremonia estaba teniendo lugar; dos gremiales, bien vestidos con sus trajes verde oscuro del Gremio de los Herreros, intercambiaban sus porras. Miré por la barandilla y vi lo delgados que eran los puntales del dique; un logro imposible de la ingeniería. El éter lo era todo. Agotaba todos los sueños.
—¡Robbie, espera!
Me di la vuelta. Annalise corría desde el salón de baile. El vestido tenía el mismo color-sin-color de la niebla creciente y ella parecía ser igual de insustancial.
—No quería que te fueras sin que habláramos.
—Bueno… —me encogí de hombros—. Aquí estoy.
—Y me lo preguntaste, ¿verdad? Realmente querías saber qué es de mi vida.
—Hay tanto que no me contaste, Annalise… Anna. Tu nombre, para empezar. Lo de aquella vieja casa. Tu tía. Pero daba igual, porque yo parecía saberlo todo. ¿No es extraño?
—Tengo que protegerme.
—¿De qué?
—De la verdad. Al menos, de cierto tipo de verdad. ¿Qué crees que diría la gente de ese salón de baile si supieran lo que soy…? —Hizo una pausa. Al tragar saliva se le formó un pozo oscuro en la garganta, un pozo que yo ansiaba tocar. Londres se agazapaba detrás de mí, gris entre la niebla. Y el río seguía avanzando, el agua egoísta reía y se regodeaba bajo nosotros. Sentí la ridícula urgencia de alejarme de Annalise, de seguir con mi vida, de cambiar el mundo y encontrar mi destino. Pero, al mismo tiempo, me dolía el corazón… si es que esa enfermedad existía realmente. Pensé en aquel día en Redhouse, de nosotros dos cuando niños vagando por sus pasillos relucientes. Pero en aquel momento parecía estar vagando por una mansión distinta; una en la que no importaban las veces que pasara por los mismos pasillos y esquinas, siempre estaba perdido.
Me miré a mí mismo, los zapatos de piel, los pantalones cosidos con luciseda, los botones y el bello lino de mi camisa.
—Y ahora he perdido mi mejor traje en el hotel al que me arrastraste…
Annalise sonrió y pareció acercarse un milímetro más a mí a través de la niebla, sin llegar a moverse físicamente. Era como una suave hoguera cuyo calor parecía desprenderse de su carne. Y parecía tan femenina bajo aquella luz gris. El hueco de su cuello. El suave vello de su mejilla. Una gaviota se elevó en el aire y batió con sus alas las primeras corrientes del aire de la mañana. Nuestros ojos la siguieron mientras nos preguntábamos qué decir después. Yo también pensaba en Saúl y en Maud, y en las muchas historias del día que esperarían contarme a mi regreso al Gallinero de Caris, historias de la vida cotidiana a las que no podría contribuir con nada. Después de todo, ¿quién me creería, incluso aunque vistiera aquella ropa ridícula? Sí, había subido mucho para llegar hasta allí, de pie sobre aquel paseo marítimo iluminado por el alba en el exterior del gigantesco erizo de mar que, en realidad, era un salón de baile, con una mujer encantadora; pero sabía lo bastante como para comprender que mi subida había sido totalmente ilusoria.
Annalise, ¿alguna vez has pensado en lo que pasó en Bracebridge? Hubo un momento en el que las máquinas dejaron de latir y creo que podría tener algo que ver con nosotros dos… —«Nosotros dos…», «Bracebridge…». Las palabras parecían volver a mí como un eco. Mi intención era que fuesen una especie de regalo, un conocimiento que podría llevarnos al principio de la comprensión pero, mientras hablaba, me quedó claro que cometía un error—. Lo siento… —A pesar de todo, continué—. Pero he visto cosas, Annalise. He tenido, no sé, esas visiones, esos sueños…
Toda su presencia, especialmente sus ojos, pareció encogerse y oscurecerse. Era como si Annalise fuera puro éter, una magillama a punto de extinguirse bajo la creciente luz del sol.
—¿Qué te hace pensar que vengo de Bracebridge, Robbie? —siseó con calma—. Esta es mi vida. Aquí…
La había perdido por completo. Tenía los ojos tan negros como la gaviota y resoplaba con rabia animal. En aquel momento me resultó extraña y terrible, una criatura salvaje oculta bajo un vestido que giraba como si todo lo que quedaba de la noche se le hubiera metido dentro. Chispas rosáceas jugaban sobre el agua mientras el borde del sol se elevaba en el horizonte, y fragmentos de aquel sol se reflejaron en el rabillo del ojo de Annalise y después le bajaron por la mejilla. Durante un instante, aquella lágrima fue el único rastro de humanidad. Después, se recompuso, volvió a condensarse. Era una mujer joven y preciosa con un traje de noche de seda.
—Soy Anna Winters. ¿Es que no lo ves?
Y entonces me di cuenta de la verdad… de que Anna se creía sus propias y elaboradas mentiras.
—¿Qué es? —murmuré tras dar un paso atrás conmocionado, asqueado—. ¿Qué eres?
Unos segundos después oí voces y un grupo de figuras salió entre los pilares del umbral del salón de baile y se adentró en el muelle. Cosas jóvenes y brillantes, con corbatas y botellas a rastras. La llamaban con necesidad casi desesperada.
—¿Dónde está Anna?
—Anna…
—Oye, ¿puedes verla…?
—¡Está allí…!
—Tengo que irme.
Sacó un pañuelo de algún bolsillo oculto en el vestido, se limpió los ojos y se sonó ligeramente la nariz; después me dedicó esa especie de sonrisa valiente propia de las chicas de su clase, que servía tanto para burlarse de la situación como para reconocerla. Era de nuevo como sus amigos, solo que mejor, más real, más bella. Anna. Annalise. Era yo, no ella, el que resultaba extraño allí. Así que la despedí con la mano y disfruté de mi propio momentito de misterio al darme la vuelta y bajar andando por el paseo marítimo. Todos los edificios de Londres estaban todavía cubiertos por una sombra efervescente. Pero, al dirigirme a ellos, comenzaron a brillar y a reflejar la primera luz de la mañana.