5

El día del solsticio de verano soplaba un viento caliente, igual que la noche anterior. Nadie había dormido y el tejado de hojalata intentaba levantar el viejo taller de suelo de hormigón en el que tenía lugar la reunión de la mañana. Chum-bum, mientras Blissenhawk y los representantes de varios grupos con los que habíamos establecido un cauteloso acuerdo se mantenían de pie en precarios cajones de embalaje sobre las objeciones, las críticas y los puntos del día. Sin duda, estarían teniendo lugar otras reuniones en otros almacenes y fábricas vacíos por todos los Easterlies para planificar las acciones del día siguiente. El viento soplaba del sur, caliente y fuerte como los abrasadores desiertos africanos de los que seguro provenía. Llevaba consigo el rugido de los tejados de cientos de otras ciudades de Francia, los Países Bajos y Sajonia, donde seguramente se producirían similares movimientos en pro del cambio.

Era un día realmente extraordinario. El sol era invisible, pero el cielo estaba blanco, en llamas, y relucientes ráfagas de arena me picoteaban la cara mientras Saúl y yo llevábamos la caja que contenía nuestra parte de las Doce Demandas de vuelta a la relativa seguridad del sótano de Lucy la Negra. En la esquina de Sheep Street, una puerta desencajada se dirigía a nosotros dando botes por la calle. Al soltar la caja para esquivarla, varios cientos de hojas volaron como nieve. Nos quedamos allí de pie, riéndonos, mientras las observábamos subir a los tejados por los blancos cielos y nos limpiábamos las lágrimas y la arena de la cara.

De vuelta a la casa de vecinos, acordamos que Maud (con su barriga dolorida y sus tobillos hinchados) se quedara en Ashington al día siguiente para cuidar de Lucy la Negra. Después me fui solo a explorar lo que estaba convencido sería el último día de la Edad. Ya se notaba un aire festivo en los Easterlies aquel solsticio de verano. Tras varias discusiones, las calles se cerraron en preparación de las fiestas callejeras del día siguiente. El aire agitaba los carteles de los pubs. Los niños saltaban y cantaban en medio del viento reluciente. En el puerto de los transbordadores no se realizaban los servicios habituales, pero un ciudadano al que le apestaba el aliento a licor me prestó alegremente su barca. La arrastramos por el lodo seco. Sumergí los remos, empujé y saludé al hombre con jovialidad. Aunque luché contra la sorprendente fuerza de la corriente y contra la presión del viento hasta conseguir que la barca se alejara de la orilla seca, Fin del Mundo parecía seguir retrocediendo. Me limpié la cara, me sacudí el polvo, y una capa de partículas brillantes pareció adherirse de nuevo a mí al instante. Las cumbres de las colinas de hielo de motor humeaban. Todo relucía cambiado, con su manta de espejos, mientras el viento caliente levantaba las crestas de aquellas dunas blancas y las lanzaba hacia Londres.

El gran auditorio de la exposición no era más que un esqueleto pálido, y el viento saqueaba los jardines silvestres. Me abrí paso con dificultad, golpeado por espalderas de las que colgaban latas que se bamboleaban, tintineaban y cortaban, hasta llegar a cañas, campanas de cristal y lechos de flores de un brillo bilioso. Un hilo delgado y negro de humo subía en largos ángulos rectos desde la chimenea de la casa de juguete de la maestra Summerton, pero no me respondió nadie cuando llamé a la puerta, con su hoja de aviso descolorida y agitada por el viento. Probé a girar el pomo, y el aire casi me empujó al interior; allí dentro el olor a tabaco de pipa flotaba en el ambiente, junto con aquel aroma terroso a abono que siempre asociaría con ella. Me agaché, busqué y la llamé, y me hizo gracia encontrar un palo de escoba apoyado en la esquina del fondo de la habitación. Le di unas cuantas pasadas experimentales, aunque estaba claro que solo se había empleado en tareas domésticas. Más allá de la habitación principal había un pequeño retrete interior y, subiendo las escaleras, donde los aguilones se estrechaban, estaba su dormitorio. Era austero. Yo esperaba… no sé lo que esperaba, pero la ventana de ojo de buey parecía absorber más luz de la clamorosa tormenta de la que admitía, y la cama era marrón como la sombra de un bosque. Las almohadas estaban fabricadas con sacos rellenos. El profundo aroma de las hojas. ¿De verdad dormía allí arriba? ¿Acaso necesitaba dormir? Y estaba el largo abrigo de piel que solía vestir, colgado en la penumbra como una piel mudada, mientras el fuego escupía y crujía. Y estaban las gafas, colocadas sobre una vieja caja naranja junto a la cama. Quizá era cierto que las necesitaba para leer…

—Has venido a echar un vistazo, ¿no?

Me di la vuelta.

—Solo estaba…

—Puedo ver lo que solo estabas haciendo —dijo la maestra Summerton sin moverse.

—Lo siento. —La pequeña habitación parecía girar a mi alrededor—. Tenía que haber esperado fuera.

—¿Con este tiempo? Lo entiendo… ¿Quién no sentiría curiosidad? Pero a veces vienen muchachos, visitantes indeseados. —Hizo un gesto—. Como te podrás imaginar, me molestan.

La seguí escaleras abajo. Comenzó a reavivar la estufa y después calentó agua en un hervidor.

—¿Sabes lo que pasará mañana?

Ella soltó una risilla seca y removió el líquido de la tetera.

—Claro. Es el solsticio de verano. —Parecía mucho más vieja de lo que la recordaba; me dio la humeante taza de juguete con su platillo de juguete. Todavía sin sombrero, se le veía el cráneo bajo el frágil cabello gris, y tenía la piel estirada y demacrada; un esqueleto marchito. Sorbí el líquido hirviente mientras ella me observaba con sus extraños ojos brillantes. El viento tronaba. La silla de mimbre crujía.

—La cosa es —dije— que se habla mucho de que esta Edad terminará mañana. No porque lo quieran los gremios, sino porque lo quiere la gente. Y ya sabes cómo comenzó todo aquí, con esta exposición. Así que lo que pensaba, lo que digo es que puede que ocurra algo aquí mañana, y puede que no sea muy seguro que te quedes…

—«Muy seguro», ¿eh? No creo que mi vida lo haya sido nunca.

—Pero ya sabes lo que digo.

—No me voy a ninguna parte mañana —dijo sorbiéndose la nariz—. Tendré que rescatar a muchas de mis plantas cuando haya mejorado el tiempo, al margen de todo lo demás. Una de mis camas frías ha salido volando. —Fuera, el viento emitió un aullido más alto de lo normal. A pesar del calor, la vista al otro lado de la ventana era blanca e invernal—. Así que creo que me quedaré aquí, si no te importa, Robert, cambie la Edad o no. —Su risa sonaba como una rama al romperse—. Pero sí, supongo que ya sé lo que quieres decir, y me conmueve que pensaras en mí cuando podrías estar haciendo tantas cosas. —Se levantó, cogió su pipa, y chupó el tapón de tabaco gastado—. Pero yo también tengo que trabajar. Tengo que vender mis preciosos frutos. ¿Por qué crees que el Gremio de los Recogedores me permite vivir aquí, en este lugar abandonado? No tienes ni idea, por ejemplo, de lo que me cuesta mantener el ritmo de vida al que se ha acostumbrado Annalise, Anna o como quiera que se llame ahora. Aunque supongo que sí que te haces una idea, puesto que has estado frecuentando las mismas compañías… —Golpeó unas cuantas latas en busca de tabaco—. Yo antes tenía ahorros, ¿sabes? Pero ya no. Todos se han desvanecido sin ni siquiera tocarlos. No sé qué le ha pasado a mi dinero. —Después de terminar el té, la seguí a los jardines. Nunca la había visto de aquel humor—. Mira este lugar. —Los lechos rastrillados estaban aplastados y se agitaban salvajes—. Todo mi trabajo. Todo mi esfuerzo…

—Sigue siendo bello.

—Y ahora me dirás que debería sentirme orgullosa.

—¿Es que no lo estás?

—No es mío, así que no puedo sentirme orgullosa, ¿no? —Todavía llevaba la cabeza al descubierto, y un delantal de tela de saco que se reía a su alrededor—. No tengo nada mío.

—¿Conoces al amigo de Anna, el maestro mayor George Swalecliffe?

—¿Cómo iba Anna a compartirme con alguien con semejante nombre? De todos modos, supongo que pensaría que soy esa horrible tía suya, si es que no se supone que ya está muerta.

—George es un hombre amable y honrado. No es como los demás.

—¿Y Anna sí?

Sacudí la cabeza. Pensé, o intenté no pensar que sus ojos eran reumáticos y marrones, como los de un perro.

—Anna es única. Y George ve algo de eso en ella. Y él también ve la necesidad del cambio. Siente una profunda compasión por los oprimidos…

Otra risa amarga.

—Bueno, quizá debería venir a conocerme. —Llegamos a una avenida de rosas. Los arbustos se inclinaban y arañaban ante los gemidos del viento—. Todo esto del cambio —dijo—, ¿qué diferencia puede suponer para mí? —Sacó de un bolsillo un par de tijeras que parecían las mismas que había llevado el día que le abrió la puerta de Redhouse a mi madre. La observé coger las agitadas ramas y comenzar a cortar… Aquella criatura extraña, con manos como ramitas, con la ropa girando y humeando a su alrededor para revelar una borrosa visión de una cruz y una C en su diminuto pecho—. Deberías olvidarte de mí, Robert, no importa lo que pase mañana. Y también deberías olvidarte de Anna, o de lo que sea que hace que te aferres a ella. Anna podría haber sido muchas cosas… Quizá podría haber sido la criatura asombrosa que anhelas y que, obviamente, yo no soy. Pero no lo es. —El viento cesó un instante. En un relámpago súbito y rasgado de luz, el río, Londres, la gran estructura ruinosa de Fin del Mundo, las colinas blancas… todo se dejó ver—. Mira este lugar… —hizo un gesto con las tijeras de podar—. Puedes ver a quién pertenece este mundo, y está claro que no es a los de mi especie, con revolución o sin ella. En aquella casa de Oxford, cuando era joven y no sabía nada, solía soñar que había muchos otros como yo esperándome en el mundo exterior. Como yo… pero infinitamente más poderosos. Estaba segura de que un día, quizá el siguiente, las puertas se abrirían de par en par y yo saldría a trompicones, y el mundo sería mucho más de lo que me había imaginado. Los árboles, las mismas nubes, cambiarían de forma a mi antojo. «Y la gente se inclinaría ante mí. Eso también lo creía, incluso mientras deliraba y roía…». Pero de mi supuesta especie solo he visto criaturas como el pobre señor Snaith, que tontean y se visten para los humanos como monos amaestrados, y las tristes monstruosidades de sitios como St. Blate, que ni siquiera recuerdan sus nombres. En fin, supongo que todos necesitamos nuestras historias… —un chasquido de las tijeras—. Ten esto. —Me dio una rosa; era de un rojo profundo, con pétalos aterciopelados—. Y prométeme que tendrás cuidado mañana.

Le dije adiós y me coloqué la flor en el ojal. El viento chillaba a través de las ventanas vacías de Fin del Mundo y empujaba mi pequeña barca hacia la orilla norte. El Támesis estaba cubierto del mismo polvo reluciente de hielo de motor que se arremolinaba en los tejados y proyectaba sombras increíbles, como alfombras de colores, y convertía a la gente en extraños arlequines. Recuperé el aliento en el viaducto sobre el apartadero de Stepney. Los caminos y los campos de abajo estaban vacíos y silenciosos; el solsticio de verano parecía haber acabado. Pensé en aquel día en el que había estado de pie en un puente mucho más pequeño, calculando el momento en el que podría saltar. Y allí estaba, en la víspera del cambio por el que llevaba trabajando la mayor parte de mi vida adulta, y todavía pensando en saltar a lomos de un tren.

Entonces el viento gimió y la larga caldera negra grisácea de un gran expreso rugió a mis pies, con los vagones traqueteando aguja tras aguja para entrar en el apartadero. Eran rápidos, con librea azul. Cuando se abrieron las puertas y salieron las rampas, salió una manada de caballos quejumbrosos, enormes, negros y casi tan bellos como los unicornios de Sadie. Parecía un día lleno de visiones extrañas.

Las fuentes de Westminster Great Park chapoteaban formando arco iris húmedos en el pavimento. Los pertilos se sacudían las hojas. Las puertas giratorias de los vestíbulos de los grandes hoteles daban vueltas vacías. Los edificios se hicieron algo más pequeños cuando llegué a Kingsmeet, al borde de los Westerlies, aunque seguían siendo grandiosos. Solo los timbres numerados y el toque ligeramente silvestre de sus jardines delanteros traicionaban el hecho de que aquellos pisos eran primos lejanos de las casas de vecinos de los Easterlies. Pero yo sabía que las distinciones sociales estaban tan arraigadas allí como en el resto de Inglaterra. Allí, por calles en las que las ventanas dejaban vislumbrar habitaciones demasiado llenas o demasiado desprovistas de muebles, vivían los no del todo ricos, los que estaban en proceso de ascender o de caer. Los casi ricos de Kingsmeet se aferraban a los faldones de Northcentral y, a veces, hasta visitaban sus mansiones; llegaban en carruajes alquilados casi tan magníficos como los que poseían sus anfitriones, y regresaban a casa a pie, por ahorrar. También allí, en las habitaciones superiores, entre desafortunadas confluencias de tuberías, vivían los artistas e intelectuales que solían animar los salones de las grandes maestras de los gremios al atardecer. En un pequeño estudio de Stoneleigh Road y con un alquiler con el que se podría haber pagado la mitad de los apartamentos de Thripp durante un año, vivía Anna Winters, maestra gremial sin gremio. Y cerca, doblando la esquina y pasando una tienda de bicicletas, vivía el maestro mayor George Swalecliffe.

Levanté la mirada para observar la fachada de enlucido granuloso y la ventana del tercer piso, la de la habitación de Anna. Ya había llegado hasta allí más de una vez, pero había llegado el momento de avanzar… el momento del cambio. Aun así, cuando abrí la puerta de madera verde y tiré del timbre junto a su nombre, no tenía ni idea de lo que hacer, ni de lo que le diría. Uno de los tablones azules sueltos de la puerta principal temblaba agitado por aquel viento terroso. Después la puerta se abrió y una vecina se asomó para mirarme. Tenía un chai viejo con aspecto caro en el cuello, y zapatillas con agujeros en los dedos gordos.

—¿No serás ese gremial…?

—¿Qué gremial?

—Bueno… —apartó la idea con un gesto—. Solo alguien que ha estado preguntando por Anna. De todos modos, no está. Podrías probar en el instituto que hay al doblar la esquina, supongo…

El instituto era una ampliación barata de una fea iglesia. Anuncios de recitales amateur cancelados y partidas de whist colgaban en el tablón de anuncios principal, y el calor y la oscuridad del interior eran agobiantes. Durante un momento casi no pude ver, pero finalmente distinguí que estaban clavando y pintando pancartas. Y George estaba en todas partes, animando y supervisando a una extraña mezcla de viudas gremiales, maestros mayores retirados y sus hijas e hijos de voces sibilantes. Me dio un semi-abrazo encantado cuando me vio, y al instante me puso a lijar los bordes astillados de una pila de cuadrados de contrachapado. Miré a mi alrededor a través de la atareada penumbra, en busca de Anna. Todavía no sabía si sentirme animado o desanimado al pensar que aquella gente, que solía levantar el dedo meñique cuando bebía té aunque lo sirvieran en tazas con el esmalte desconchado, también quería que Inglaterra cambiara. ¿Qué Nueva Edad íbamos a poder compartir? ¿La visión de George de telas teñidas a mano, aparadores bien hechos, bailes folklóricos en la plaza del pueblo? Pero allí estaba ella, en una esquina junto al rudimentario escenario, cosiendo las tiras de banderas de colores que fluían sobre su regazo. Incluso en aquel lugar somnoliento, con las puertas sacudidas por el viento y las personas tropezando unas con otras para parecer ocupadas, una luz diferente caía sobre ella desde las vidrieras a su espalda. Remota, fría, heráldica. La aguja subía y bajaba. El hilo brillaba, y tanto él como su pelo eran del mismo color que el oro de la tela. Sentí un placentero dolor en el corazón mientras lijaba la áspera madera. Podría haber estado realizando aquella tarea encantadoramente inútil y observándola durante una Edad entera. «Esta es la Anna Winters de verdad», pensé. Es la cara que vislumbras en un tren que pasa. La voz que oyes en una habitación contigua, pero que nunca conoces. Es todas esas cosas misteriosas, y el misterio permanece aunque estés cerca de ella, o aunque la mires escondido tras los cubos de basura junto a la ventana de su habitación.

Ella levantó la vista, puso cara de exasperación y después me llamó.

—¿Me ayudas con esto, Robbie?

La tela de la bandera tejida era delicada, pero resbaladiza. Flotaba sobre las cálidas corrientes que recorrían el salón cada vez que alguien abría las puertas.

—Sujeta esto mientras lo ato… —El diseño era complejo y resultaba difícil distinguirlo entre los pliegues—. Es muy difícil trabajar con este material, aunque casi lo tengo acabado.

—¿Lo has hecho todo tú?

Asintió brevemente, tanto con sorna como con complicidad. «Claro que sí, Robbie». Después de todo, ella era Anna Winters, y sus manos podían hacer cualquier cosa, desde tocar el piano hasta bailar o hacer aquello, pero sin presumir de nada. En el exterior, la tarde arenosa seguía soplando. Pero ella y yo éramos el centro más allá de la tormenta. Las elegantes manos de Anna irradiaban tranquilidad y la extendían por la maravillosa tela.

—Has estado con Missy, ¿verdad?

La miré con un poco más de cautela.

—¿Cómo lo sabes?

—Esa flor. —Me rozó la solapa con el dedo y vi que la rosa de la maestra Summerton estaba cubierta por un reluciente rocío de hielo de motor—. Pero me alegro de que fueras a verla hoy. Allí está muy sola, aunque sé que me odiaría por decirlo. Y yo debería ir más a menudo. Me siento culpable por no hacerlo. —Bajó la voz cuando George se acercó para ver cómo nos iba—. Pero comprenderás que es duro.

Acunada por la tranquila luz, Anna siguió trabajando. La tela se me resbalaba entre los dedos. La aguja subía y bajaba.

—Creo que lo hago —dije al fin.

—¿El qué? —Ella me miró, unos pequeños pendientes de plata le colgaban de los lóbulos de las orejas.

—Comprender por qué vives así.

Ella sonrió, asintió y siguió trabajando. Anna Winters, que estaba allí simplemente porque aquello era lo que hacía la gente de su clase en Kingsmeet, y porque quería apoyar a su amigo George y, quizá, incluso a mí y a todo el resto de ciudadanos que habían luchado tanto por el cambio en los Easterlies. Ni creía en la Nueva Edad ni dejaba de creer. Era Anna Winters y se alimentaba de los sentimientos de la gente, de hacerla feliz, como hacía conmigo en aquellos momentos. La aguja se hundía y se elevaba. La pancarta se desenrolló sobre su regazo y cayó en una cascada de bellos estanques; y el movimiento que se desencadenó al hacerlo era tan calmante que sentía como si me recompusieran, como si me arreglaran, como si estuviera completo.

—¿Qué crees que pasará? —pregunté.

Dejó de coser.

—No lo sé. —Me miró. Sus ojos verdes se oscurecieron y después volvieron a encenderse. «Todo esto del cambio, ¿qué diferencia puede suponer para mí?». Recordé las palabras de la maestra Summerton. Pero Anna parecía completamente maravillosa, serena y tranquila—. ¿Y tú?

Sacudí la cabeza.

—Mira, Anna…

—Vas a decirme que tenga cuidado, ¿verdad? Parece que es lo que dice todo el mundo estos días. —Sonreí—. Pero eres tú el que me preocupa —dijo ella—. Y George. Y toda la gente como tú y como él… lo que en estos momentos es como decir la mayor parte de Londres. La esperanza es algo muy frágil y puede hacerte daño al romperse. —La aguja se dio una zambullida final. Anna cogió el hilo y tiró de él con los dientes. El hilo se le hundió por un instante en el labio inferior, y yo deseé poder borrar la marca con una caricia—. Bueno. —Se levantó. La tela susurró a su alrededor—. Ha llegado el momento. Coge este extremo, ¿vale?

La tela se abrió entre Anna y yo conforme nos alejábamos por el pequeño salón de Kingsmeet. Hubo aplausos dispersos y «ooohs» y «aaahs», como si fueran fuegos artificiales, al desplegar la larga pancarta azul marino, con sus parches de color rojizo y sus hilos dorados y plateados. Brilló y tembló con la corriente, como las cometas de Kite Hills, lista para despegar hacia la Nueva Edad. Esperaba algún dibujo o eslogan, pero la pancarta de Anna ondeaba en oro y remolinos abstractos. Si la mirabas por un lado, parecía un cielo nocturno por el que cruzaba un cometa. Si la mirabas por el otro, parecían los pliegues de lejanas montañas, los hechizos de algún gremio arcano, las caras de los niños. Los colores, provocativos y relucientes, invitaban a ver lo que se quisiera ver en ellos. Me di cuenta de que, desde su perspectiva única, Anna había logrado captar con ingenio el corazón y el espíritu del próximo solsticio de verano.

Me fui un poco más tarde y caminé de vuelta a casa a través de Londres. El sol estaba más bajo. Los vientos formaban remolinos negros y naranjas, y golpeaban los muros de los patios. Algo ocurriría al día siguiente. Ya no cabía lugar a dudas. Pero ¿cómo? Y, ¿qué? Un hilo de sudor me heló la espalda. Ya había salido de Doxy Street y estaba cerca de Ashington; caminaba junto a una fila de tiendas de pollos y queso con las fachadas arqueadas. Estaban cerradas, probablemente llevarían cerradas todo el día, y no había ni personas ni tráfico en la calle. Por primera vez desde que llegara a Londres estaba totalmente solo. Las sombras trepaban desde los aleros mientras el sol se hundía cada vez más en su escondite. Alargaban dedos ahumados para tirarme de la ropa, y después escapaban entre chillidos dementes de placer. Al tomar un atajo por un callejón lateral, tuve que resistir el estúpido impulso de mirar atrás o de huir. El viento había tirado los cubos de basura y los empujaba de un lado a otro derramando sus contenidos en sucios montones. Me estaba abriendo paso entre ellos cuando noté que algo me había seguido hasta el callejón. Me di la vuelta para enfrentarme a él y vi, con una extraña sensación de triunfo, que en verdad había una figura de pie entre las latas derramadas de grasa rancia. Era un gremial. Con traje oscuro. Con capa oscura. No llevaba sombrero ni capucha, pero me resultaba difícil distinguir su cara, a pesar de que sabía que me miraba, que sus ojos eran alegres, cómplices y depredadores. Se quedó allí de pie, en la calurosa oscuridad de las sombras de aquel apestoso callejón; irradiaba la autocomplacencia enferma y agotadora de saber todo lo que yo nunca sabría.

—¿Quién eres? —intenté gritar, aunque salió tan solo un susurro—. ¿Qué quieres? —Caminé dando tumbos alrededor de los cubos, que seguían rodando y tintineando, para acercarme a él; a pesar de mi miedo, no me preocupaba nada más que la necesidad de saber—. ¿Por qué haces esto? Dímelo. Dime…

Entonces el viento arremetió con más fuerza todavía y me resbalé en los restos de cartón podrido. Cuando recuperé el equilibrio y escarbé las paredes para levantarme, lo único que quedaba del oscuro gremial era un remolino de hielo de motor y basura de Londres.