7

Hubo más nieve en Nochebuena. Las nubes heladas se retorcían por el valle y los hombres se arrastraban temprano a casa, encorvados como negativos de fantasmas sobre el blanco rebosante, mientras que las chimeneas se bloqueaban y los patios se apilaban. Las tiendas cerraron, las carreteras y las vías se hicieron impracticables. Bracebridge se encontró aislado. Ni las sirenas de los turnos se molestaban en sonar. El único ruido que oía mientras temblaba de frío aquella noche en mi congelado ático y observaba cómo la ventana se llenaba de nieve era un siseo denso e interminable.

Anduve hasta la cocina la mañana de Navidad, agarrotado y frío, con los dedos azules y los dientes castañeteando, y vi que la estufa estaba apagada, aunque mi padre había dormido delante de ella, como hacía desde que mi madre enfermara. Se despertó entre gruñidos, agrio y enfadado, e intentó como pudo sacar agua del cubo congelado para amortiguar los excesos de la noche anterior en El Escudo de Bacton; finalmente se puso a encender el fuego mientras Beth apañaba un exiguo desayuno. Aun así, nos sentíamos agradecidos por tener un día libre.

Trepé por los montones de nieve y llegué a la panadería al final de la calle unas cuantas horas después; me quedé de pie junto al delicioso calor seco de la vieja estufa, con sus ladrillos suaves y redondos, mientras los vecinos charlaban y los niños más pequeños corrían fuera y, de vez en cuando, volvían llorando por algún accidente, casi irreconocibles bajo su costra de nieve. Yo solía encargarme de recoger el asado los días de fiesta y los diasinturnos y normalmente me gustaba; por una vez me sentía feliz de compartir el compañerismo que fomentaba la vida en Coney Mound. Pero aquel día, todos me dedicaron miradas y preguntas compasivas. Cuando las bandejas de las familias salieron del horno envueltas en un glorioso aroma, vi que habían añadido restos de carne, chirivía, salchichas y patatas de verdad a la nuestra. Me abrí paso a través de la nieve camino a casa con el metal caliente agarrado al pecho, igual que el centro de mi ira.

Beth puso un mantel nuevo sobre la mesa de la cocina y ramitas de acebo y bayas en el aparador. El fuego estaba ya ardiendo, aunque chisporroteaba y rabiaba a causa de su noche de abandono, y mi padre miraba el periódico del día anterior o del otro con las páginas dobladas en un cuadrado ordenado y exacto. Conté los sitios que había preparado Beth.

—¿Qué pasa con mamá?

—Bueno, supongo que ella…

Entonces un sonido atravesó el delgado techo. Un golpe seguido de algo arrastrándose por el suelo. Después una pausa. Después otro sonido de arrastre. Para nuestra vergüenza, los tres nos quedamos quietos mirándonos los unos a los otros mientras mi madre se golpeaba y arrastraba escaleras abajo. Finalmente surgió al pie de las escaleras, tambaleante y con los ojos azules ardiendo. Sus manos parecían más largas y más delgadas y se deslizaban por las paredes intentando mantener el equilibrio.

—Pensé que podía hacer un esfuerzo, por ser este día…

Demasiado tarde, mi padre y Beth corrieron hacia ella, la ayudaron a sentarse a la mesa y la acomodaron sobre almohadas, como si fuera una muñeca, delante del plato extra que yo acababa de colocar. Mientras mi padre afilaba el cuchillo familiar con mango de piedracedro dejando escapar chispas blancas y negras, miré abajo y me di cuenta de que mi madre estaba descalza, de que sus uñas tenían un color negro azulado y de que la Marca de la muñeca izquierda era ya tan solo una mancha. El cucharón tintineaba mientras Beth servía los trozos heterogéneos de los vegetales de otras familias y se oyó un fuerte siseo cuando mi padre abrió una botella de cerveza. Un delgado hilo de sangre salió del centro de la carne cuando la cortó.

—¿Sabéis qué? —dijo mi madre—. Me estaba preguntando si realmente necesitamos comprarle un abrigo nuevo a Robert, porque estoy segura de que la maestra Groves me dijo el verano pasado que tenía uno de sobra que sus hijos prácticamente no habían usado… —Su voz era aguda y rápida, como el sonido de afilar el cuchillo—. He tenido tanto tiempo para pensar —siguió—. Es sorprendente las cosas que uno recuerda… ¿Recordáis hace un par de años cuando pregunté…? No es que quiera deciros cómo vivir vuestras vidas…

Mi madre no había comido y la mano le temblaba rítmicamente mientras intentaba beber un vaso de agua descongelada. Después comenzó a toser cubriéndose la boca con sus manos de sapo y de los dedos le colgaron largos hilos de mocos. Aquella criatura frágil y desagradable que, al espesarse la luz hacia el temprano amanecer, parecía proyectar su propio brillo oscuro desde las cinchas de una piel tan traslúcida como el cristal ahumado, ya no era mi madre y yo la odiaba por ello. Quería destrozar algo para demostrar mi rabia, tirar la mesa de una patada, romper muebles, derribar a zarpazos las falsas paredes del mundo.

Salí lo antes posible. La nieve parecía gris y ensordecedora, amontonada bajo un ciclo cada vez más oscuro. Y Bracebridge estaba mortalmente silencioso, silencioso como un funeral, el silencio de la Navidad; los bordes recogidos y suavizados, las casas con cejas de anciano, los árboles y los arbustos inclinados bajo enormes orugas de nieve. Seguí arrastrando los pies con las manos en los bolsillos y la respiración humeante, y recorrí de forma inconsciente la ruta hacia la parte baja del pueblo que mi madre y yo habíamos tomado hacía unos pocos (demasiados) periodos. Allí estaba St. Wilfred, todavía grande, rechoncha y fea, con sus contrafuertes hundidos en la tierra como garras, con las tumbas en fila a través de un revuelto mar blanco azulado; ordenados cadáveres en paciente cola para la resurrección, solo distinguibles por la fechas de sus nacimientos y muertes, o por la pertenencia a uno u otro gremio. La calle mayor estaba vacía. Mucho más allá, bajando la colina en la que la nieve se aglutinaba en olas más profundas bajo la airada mirada blanca de Rainharrow, no se veía el bullicio y el ruido habituales. La cancela que daba al corral de las bestias de mina estaba cerrada con candado y cadena, y los grandes animales estaban tumbados, oscuros y quietos en sus lechos de paja.

La entrada principal de Mawdingly & Clawtson estaba en penumbra y vacía pero, más allá, donde Withybrook Road daba la vuelta hacia el norte, había otra entrada que, incluso aquel día, permanecía sucia de nieve derretida y carbón caído, brillante a la luz de los faroles, reluciente al magibrillo de las cubetas de decantación tristemente hundidas por la prístina nieve. En algún lugar aullaban los perversabuesos. Sentía el corazón oprimido. Me temblaban las piernas. Podía sentirlo subir por el suelo, a través de todo, CHUM BUM CHUM BUM, aquel interminable y sordo golpeteo.

Tomé un camino distinto para volver a casa, pasé por la orilla del Withy detrás de los patios, después subí por las calles al borde de la parte alta del pueblo, donde los miembros de los mejores gremios menores y de los gremios ordinarios vivían en sus sólidas casas construidas con gruesas hiladas de ladrillos de verdad. A través de las ventanas pude ver a los niños jugar junto al fuego de la chimenea, familias unidas alrededor de pianos. Al llegar a High Street observé las grandes casas de los gremios que se hallaban más allá de las vías del tren suavizadas por la nieve y cuyas ventanas relucían. Casi sin saber lo que hacía y entrecerrando los ojos para poder leer los carteles, encontré la casa del Gran Gremio Fusionado de los Intelectuales y tiré de la helada cadena de una campana de cobre que casi me arrancó la carne de las manos.

Un hombre con un pecho bulboso me miró ceñudo conforme la encendida casa se alzaba en el cielo invernal. Era un mayordomo; un tipo de criatura de la que yo poco sabía.

—He venido a ver a alguien. Se llama gran maestro Harrat.

Pude ver los cálculos que aquel hombre realizaba reflejados en su cara. ¿Dejaría entrar a aquel sucio golfillo o lo enviaría de una patada a la nieve?

—Si hace el favor de esperar en el vestíbulo. Límpiese los zapatos primero…

Entré dejando tras de mí un rastro de nieve embarrizada y me quedé mirando incrédulo a mi alrededor mientras el mayordomo flotaba por el parqué de un vestíbulo que resplandecía con luces suaves e increíbles adornos.

—¡Robert! ¡Y precisamente hoy! —El gran maestro Harrat salió presuroso de un umbral con los brazos extendidos como si fuera a abrazarme. Chaleco y cara igualmente rojizos—. ¡Qué sorpresa tan agradable!

—Lo siento…

—¡No, no, no, Robert! Estoy encantado de que te hayas molestado en venir hasta aquí. Disfruté mucho con nuestra pequeña charla aquella… ¿Cuándo fue?… Aquella mañana no hace mucho tiempo. El tiempo vuela… —Me llevó a un sofá con forma de concha. Desde allí pude ver el gran umbral por el que había salido, que daba a una habitación aún más grande en la que muchas caras (delgadas y gruesas, viejas y jóvenes, tan variadas y animadas como la escena de grupo de un cuadro) estaban alineadas delante de un paisaje de bandejas plateadas, botellas de cristal tallado, arreglos medio destrozados de confituras y flores. Antes de que se sentara y perdiera en la melé supe con certeza que uno de ellos tenía el rostro amargado e inconfundible del maestro superior Stropcock.

—Nos reunimos aquí las tardes de fiesta por tradición. Los miembros del gremio y unos cuantos amigos escogidos, aunque este año, con el tiempo como está, hay algunos sitios vacíos. Pero… —El gran maestro Harrat se frotó las manos. La conversación de la sala contigua bullía como la lluvia—. ¿Cómo van las cosas por casa, Robert?

Primero lo miré sin expresión, encaramado en aquel resbaladizo sofá de seda. Después de los vagabundeos del día, aquel lugar era simplemente demasiado para mí. Pero las cejas del gran maestro Harrat todavía estaban medio alzadas, en espera de alguna respuesta a su pregunta, simple en apariencia. Sus mejillas húmedas casi temblaban. Las cosas en casa… ¿Qué se suponía que debía decir? ¿Que mi madre se estaba convirtiendo en una cambiante? Una burbuja de oscura angustia comenzó a formarse y creció conforme aquella idea antes no pensada amenazaba con tragarme. Luché contra ella. Mis ojos permanecieron secos. Le sostuve la mirada hasta que la desvió.

—Todo va bien —dije.

—Me alegra oírlo, Robert. Y te diré una cosa, eres un muchacho brillante y realmente admiro tu valor al venir aquí. Y, además, precisamente hoy. Me gustaría que volviéramos a encontrarnos de nuevo cuando tenga más tiempo. Vivo cerca, en Ulmester Street. Está al doblar la esquina. —Se levantó y rebuscó en los bolsillos—. Aquí está mi tarjeta… —Cogí la suave cuña. La tinta no se emborronaba. Estaba decorada con los símbolos de su gremio—. Quizá el próximo periodo… la larde del medio diadeturno. ¿Qué te parece? Podríamos conocernos mejor, sería nuestro secreto. —Sin saber qué más decir o hacer, asentí—. Y antes de que te vayas, Robert. Antes de que te vayas… —El gran maestro Harrat infló las mejillas. Se levantó y fue hasta un recipiente alto con flores entrelazadas y dragones de Catay pintados, levantó la tapa y sacó algo del interior—. Coge esto. ¡No es nada! Solo chocolate. Y nos veremos, ¿vale? Como hemos dicho. ¿Quedamos en eso…?

El mayordomo salió de nuevo y me condujo al exterior con una pesada esfera en una mano y la tarjeta del gran maestro Harrat en la otra. Abrí el papel dorado y comencé a comerme la chocolatina de dentro antes de darme cuenta de que tenía grabados de costas, ríos, montañas. Pero, para entonces, estaba demasiado hambriento como para que me importara. Me había comido todo el mundo y me sentía exaltado y saciado cuando llegué a Brickyard Row. Junto a las demás casas, la nuestra parecía oscura y vacía. Me abrí paso a patadas por el callejón para entrar por la puerta de atrás, la abrí con los empujones y tirones de siempre. La lámpara estaba tapada y las losetas sueltas hacían ruido bajo los pies. La única luz de la cocina provenía de la estufa. Mi padre estaba medio dormido junto a una larga fila de botellas de cerveza.

—¿Dónde demonios has estado todo este tiempo?

—Fuera. En ningún sitio.

—¿Qué forma de hablar es esa? No te atrevas… —Pero estaba demasiado cansado y borracho como para molestarse en abandonar el calor de su silla. Me arranqué las botas y subí las escaleras. La noche se espesó al pasar por delante del dormitorio de mi madre. Podía escucharla respirar (ahhh, ahhh; un sonido rítmico como de perpetua sorpresa) y podía sentirla escuchar, aunque no me hubiera llamado. Se me tensó el estómago y, en vez de salir corriendo a mi cama como solía hacer, me descubrí empujando la puerta resollante.

—¿Dónde has estado? He oído algo…

—Solo fuera dando una vuelta.

—Hueles a chocolate.

La envoltura dorada todavía me crujía en el bolsillo.

—Una cosa que encontré.

Me quedé allí de pie mirando la cama. A pesar de la quietud de la noche, el fuego ardía sin fuerzas en la rejilla, como si el viento lo soplara y llenara la habitación con una niebla de hollín. Todo era demasiado ancho, demasiado oscuro y el aire apestaba a orinales, humo de carbón y agua de rosas. Pero ella se había esforzado para tener buen aspecto, con sábanas limpias dobladas a su alrededor y almohadas apiladas en la espalda.

—Siento lo del almuerzo, Robert. Que me pusiera tan…

—No tienes por qué…

—Solo quería que fuera un día especial. Sé que las cosas han sido duras para todos últimamente. Decepcionantes.

—De verdad. No pasa nada.

—Y también hueles a habitaciones calientes, Robert. —Movió las aletas de la nariz—. Y a buena comida, fruta, chimenea, buena compañía… Es casi como el verano. Ven aquí. —Caminé despacio alrededor de la cama intentando controlar el pánico—. Ya no vienes a verme como antes… —Sacó los pálidos brazos del interior de las mantas y sentí las garras de sus dedos acariciarme la nuca. Su presión era irresistible. Me incliné y velos de humo sucio parecieron caer a mi alrededor—. Ahora eres un extraño, Robert. —Su voz se debilitó hasta ser menos que un susurro mientras me acercaba a ella. «No dejes que acabe así…». Ella apestaba a mantas empapadas en sudor, a pelo sin lavar… y estaba caliente, caliente.

Me soltó y me pidió que me sentara en el colchón, me preguntó por lo que empezaba a llamar la «vida de abajo»: cómo le iba a papá; si pensaba que Beth podía con todo tan bien como decía. Mientras intentábamos consolarnos mutuamente y yo no dejaba de mirar el latido de la enorme vena que le sobresalía de la frente en vez de enfrentarme a sus ojos cambiados, la conversación era sencilla y predecible. Podría haber dicho sus palabras antes que ella. Mi madre no necesitaba respuestas.

Tiré de los puntos sueltos de la sábana. Un material antes bueno, probablemente regalo de boda, que estaba casi transparente después de lavarlo tantas veces en la bañera de zinc. Y, al mirar impotente hacia bajo, pude ver que los dedos de mamá estaban manchados de negro. Miré al fuego, al cubo que Beth había llenado del carbón barato y arenoso con el que nos apañábamos en Coney Mound. Unos cuantos trozos habían caído en la chimenea, mientras que otros yacían desconchados y desperdigados por la andrajosa alfombra de la cama. Oí unos arañazos en las paredes, en la esquina y miré esperando ver una rata o un ratón. Pero la cosa que se desvaneció en el interior de una grieta bajo el zócalo tenía muchas patas. Había engordado en la locura del éter hasta sobrepasar el tamaño de cualquier insecto normal, era largo y de un negro brillante: un dragopiojo.

—Aquel día… —me escuché decir.

—¿Qué día? —Mi madre levantó el dorso de la mano para restregarse una mancha imaginaria de la cara—. ¿Te refieres al solsticio de verano? Recuerdo que hacía mucho calor y que bajamos temprano a una feria junto a la vega del río para ver a aquel pobre y viejo dragón. Estabas tan…

—¡Este mismo día del año pasado, cuando nos montamos en aquel tren, madre! Vi a un hombre salir de una de las casas gremiales aquel cuarto diadeturno. Tú levantaste la mirada y… Y me lo encontré cuando estuve en Mawdingly & Clawtson aquel medio diadeturno. Se llama gran maestro Harrat y está en uno de los grandes gremios. Insiste… bueno, me ha preguntado cómo estabas. Parece conocerte.

Mi madre cerró los ojos largo rato antes de negar finalmente con la cabeza.

—No, Robert. No tengo ni idea de a quién te refieres.

El fuego escupió unas cuantas chispas enfadadas. Empezaron a picarme los ojos.

—Pero ¿no podríamos…?

—¿No podríamos qué, Robert? —Parecía distante y enfadada, más distinta que nunca a la persona que yo creía conocer—. ¿Llamar al hombre de los trolls pura que me lleve a ese espantoso asilo? ¿Venderme como espécimen vivo a algún gremio?

—Fuera lo que fuera —dije—, pasara lo que pasara, debe haber sucedido en aquel sitio. En Mawdingly & Clawtson. Deberían pagar por ello. O podrías escapar con la maestra Summerton y vivir con ella y aquella chica, Annalise. No nene por qué ser así, ¿verdad? Podrías…

Ella suspiró. Yo notaba que estábamos en un camino gastado, recorrido hacía tiempo, endurecido y árido.

—¿Y qué pasa con el trabajo de tu padre, Robert? Siendo como es, si empezamos a protestar y quejarnos, ¿no crees que tendrán la excusa perfecta para deshacerse de él? Él sin trabajo, yo aquí encerrada, Beth atada y tú, Robert, francamente, demasiado joven para hacer otra cosa que no sea sacar conclusiones estúpidas. ¿Cómo crees que sería eso? ¿Dónde crees que nos dejaría? Ojalá nunca te hubiera llevado a ver a Annalise y a Missy en Redhouse. —Me encogí, herido por su súbita rabia—. Las cosas no pueden cambiarse —dijo—. Todo es como es. Lo siento, Robert. Soy como tú. Todos lo somos. Todos deseamos que fuera distinto. Y desearía no haber visto nunca aquel maldito grillete y la piedra… Pero, por favor, déjalo estar, hazlo por mí. —Su voz sonaba todavía ronca aunque intentaba suavizarla. Era como si la asquerosidad de aquel aire se le hubiera metido dentro—. Y las cosas son tan extrañas ahora. Me odio a mí misma. Odio esta habitación. Estar tirada todo el día en este colchón, en esta cama. Así que sé lo que sientes por mí, Robert. Esto es… —Sacudió la cabeza ante la imposibilidad de encontrar la palabra adecuada y oí huesos partirse y crujir al hacerlo… Como si ella, como todo lo demás allí, estuviera hecha con débil magia de fabricación barata. El movimiento rítmico continuó. Mucho antes de que ella hubiera cesado, a mi me rechinaron los dientes, cerré los puños, contraje el esfínter y deseé que cesara—. Y recuerdo cuando era joven, Robert. ¡Cómo me gustaba mi cama y los sueños que me traía! A veces puedo ver este valle antes de que le robaran la magia a sus piedras. Quizá los estúpidos de Flinton tuvieran razón, después de todo. Quizá Einfell no estuviera tan lejos de aquí. Casi puedo verlo ahora, Robert, aquellos príncipes de ensueño atravesando estas mismas paredes, sonriendo y bailando. Blancaoro acompañada por unicornios y todas las frágiles bestias del aire. Todavía puedo oír su terrible risa resonar entre los árboles… —Ladeó la cabeza como un pájaro horrible. Inspiró lentamente y el sonido era rasposo y burbujeante—. Es como si todo ese otro mundo me rodeara, Robert. Y solo me separa el más fino velo de aire malvado. Puedo oler la luz del sol, casi tocarla… —Sus dedos se contrajeron sobre la colcha. Se soltaban, se volvían a tensar, se soltaban, se tensaban en un ritmo que yo ya conocía. Podía ver los tendones deslizarse como cuerdas bajo la carne casi transparente—. Sí, amaba mi cama, Robert, cuando era una niña —dijo finalmente—. Y mis sueños. Mi único deseo era quedarme en la cama para siempre. ¿Te lo puedes creer? Realmente nunca quise que empezara mi vida. Pero siempre estaba ocupada, Robert, nunca había bastante tiempo, siempre estaban las vacas o los pollos. Amaba mi cama cuando era niña porque nunca pasaba en ella el tiempo suficiente. Era una cosa vieja y grande, de buena madera sólida, todo un territorio propio con valles blancos y picos de montañas. Cuando crezca, pensaba, cuando crezca y sea lo bastante alta seré capaz de apretar la cabeza contra el cabecero y sacar los pies al aire por el otro, seré capaz de reclamarlo todo. Lo curioso es que puedo hacerlo ahora. Pero aquí, en esta cama, y solo recientemente. ¿Quieres verlo, Robert? ¿Quieres ver hasta dónde puedo estirarme?

Mientras yo retrocedía y casi caía al suelo, mi madre comenzó a empujar las almohadas y mantas que Beth había colocado tan bien. Empecé a oír crujidos y chasquidos conforme los huesos se deslizaban y movían, y su cuerpo comenzaba a alargarse derramando las sábanas que la cubrían como leche que cayera de una pizarra.