2
Einfell.
Allí estaba, la palabra con la que había soñado, escrita en el cartel de una estación de Somerset pintada en los cubos contra incendios y dibujada con flores blancas en el pequeño macizo de flores que se encontraba más abajo. Einfell. Pero yo casi seguía esperando que el andén de madera se disolviera. Y era un día cálido, Niana; un día soleado bastante distinto a este. Y había casas de piedra a lo largo de un camino de hierba, polvo en los setos, y los sonidos y olores del ganado. Einfell. Los pájaros cantaban.
Hasta una señal, y después hasta la siguiente. Con la extraña incomodidad que suele uno sentir en dichas ocasiones, me di cuenta de que una de las pocas personas que habían bajado del tren iba en mi misma dirección. La mujer estaba justo delante de mí, y sus andares de pato, la bufanda atada alrededor del pelo gris, los lunares estirados y desvaídos de su vestido, me parecían extrañamente familiares. Un cuerpo rechoncho en un camino iluminado por el sol, con una cara cálida y enrojecida que, finalmente, me sonrió.
—¿También va allí?
Hicimos el resto del camino juntos, primero charlando distraídamente sobre el viaje. Ella tenía una gran cesta de mimbre apoyada en la cadera, cubierta por un paño de guinga; yo me imaginé que llevaba comida, hasta que el paño se enganchó en una zarza. Debajo había tarros y paquetes de varios tipos de jabones y fluidos de limpieza.
—¿Cómo se llama? Espero que no le moleste la pregunta…
—En absoluto. Soy la maestra Mather. Mi marido… bueno, está allí…
Mientras caminábamos hacia las puertas de Einfell, la maestra Mather me contó cómo ella y el maestro Mather habían «reñido» (según sus propias palabras) por las largas horas de trabajo que él pasaba en Brandywood, Price y Harper, y por su obsesión con el trabajo. Algo estúpido, claro, pero son las cosas que pasan cuando eres joven. Ella se había ido a vivir con su hermana a Dudley, y estaba convencida de que él iría a buscarla al cabo de unos días o, al menos, de que enviaría un telégrafo. Pero era un hombre tímido, y pensaba que la marcha de ella significaba mucho más de lo que ella pretendía. Y ella había encontrado trabajo y, tras unos cuantos periodos, se había empezado a preocupar por lo que dirían los vecinos si ella volvía. Esas son las cargas que nosotros mismos nos echamos a los hombros, ¿eh? Y entonces, años después, había oído hablar de St. Blate. Pero aquí… bueno, aquí es diferente, ¿verdad?
—¿Suele venir a menudo a Einfell? —Todavía notaba la palabra extraña en los labios.
—Siempre que puedo. —Habíamos llegado a las puertas y ella sabía dónde estaba el timbre para llamar al portero—. Mi hermana y yo nos hemos mudado a Bristol para que yo pueda estar más cerca de él. No es que las cosas entre los dos sean como antes, pero la vida es como es y tienes que adaptarte a ella, ¿no?
No tuve más remedio que darle la razón. Entonces se abrió la puerta y me pararon, mientras dejaban seguir a la maestra Mather por el sendero de rododendros hacia el iluminado edificio de tejado plano.
—Aquí no se puede entrar con nada que contenga éter, señor —me dijo el portero, y yo le aseguré que no llevaba nada que encajara en esa descripción, hasta que leí la lista de cartón sobado.
—¿Y todos esos artículos de limpieza?
—La maestra Mather sabe leer los ingredientes del paquete.
Sin el alfiler de la corbata, la pluma, la navaja y los corchetes de mi collarín, y casi sintiéndome afortunado por conservar los zapatos, la chaqueta y la colonia, finalmente avancé hacia la entrada principal. Había árboles y zonas verdes. Olía a hierba recién cortada. Algunas figuras paseaban, demasiado lejos bajo aquel brillante sol como para saber si se trataba de Hijos de la Edad. Atravesé unas puertas batientes, me presenté ante la enfermera de la recepción y descubrí que me esperaban. Había muchas ventanas en los pasillos. La atmósfera era soleada. El lugar olía como un hotel excepcionalmente limpio.
Finalmente llegamos a una puerta numerada como todas las demás, y la enfermera se volvió hacia mí.
—La conoce, ¿verdad?
Me encogí de hombros.
—La conocía.
—Quiero decir, antiguamente —dijo ella con cierto asco, como solía hacer la gente cuando se refería a la antigua Edad—. Yo no hablaría demasiado sobre eso en su lugar. Ella no es así. Es una santa, pero se impacienta. Solo le gusta mirar hacia el futuro. —La enfermera se alejó taconeando por el brillante pasillo.
Sin aliento y perdido, con el corazón golpeándome en el pecho, pensé en llamar, pero después abrí la puerta sin más.
—Ah, Robbie… —La luz del sol le daba en la espalda mientras se movía alrededor de su escritorio. Me ofreció la mano y llevaba el mismo uniforme que la enfermera. Había archivadores, un calendario, nada en su oficina que no fuera práctico. Ni siquiera una sola maceta—. Llegas un poco antes de lo que esperaba. Si no, habría…
Todavía tenía la mano extendida. La sentí ruda, cálida, desinteresada.
—Es un lugar impresionante.
—Es lo que dicen todos. —Como estaba a contraluz, no podía saber si sonreía, ni siquiera podía saber cómo llevaba el pelo—. Siéntate. —Volvió a su escritorio—. Hay un buen trecho desde Londres. ¿Te apetece un té? Creo que podríamos conseguir algo de comer.
—Estoy bien, gracias. El… eh… el nombre de la estación… me ha sorprendido.
—Estúpido, ¿verdad? Pero cuesta mucho dinero llevar un sitio como este. Tenemos un título oficial, pero a la gente de por aquí no parece importarle el nombre, y a veces hay que jugar con los prejuicios de la gente antes de poder cambiarlos. El arte de transigir… no es algo que se me dé bien, pero tengo que acostumbrarme. ¿Te ha enseñado todo la enfermera Walters?
—Me trajo directamente a verte.
—¿Ah, sí? Bueno, quizá después. —Anna casi parecía sorprendida. ¿Era aquella la primera grieta en su caparazón? ¿Que sus empleados se hubieran dado cuenta de que yo no era un visitante corriente?
—Para serte sincero, he venido a verte a ti, Anna. Me encontré a una mujer en el camino desde la estación. Ha sido una coincidencia realmente extraordinaria…
—¿Te refieres a la maestra Mather? Se te ha olvidado, Robbie. Fuiste tú quien me llevó a St. Blate. Me esforcé por volver a poneros en contacto. Funcionó muy bien.
—¿Qué hace él aquí?
—Solo las cosas normales de la vida… como todos. Lo mejor que puede.
La enfermera Walters llevaba razón sobre Anna. Todos mis planes, todas las cosas que había pensado decir y hacer… Me metí la mano lentamente en el bolsillo interior y saqué la tira de papel que había preparado el día anterior en uno de los grandes bancos que ocupaban el edificio reconstruido del Salón de los Orfebres. Me temblaba la mano al colocarlo sobre el escritorio, a medio camino de Anna. Se produjo una pausa. Había logrado adaptar un poco la vista a la luz que se le derramaba por la espalda desde los campos, y pude ver que no llevaba el pelo tan corto como me había parecido en un principio. Se lo había trenzado y lo llevaba enrollado en un moño prieto e impaciente. Le caían algunos mechones. Brillaban como plata, y su cara me recordaba a la de su madre, tal y como la había visto hacía tanto tiempo, aunque Anna era ya mucho mayor que Kate Durry en el momento de su muerte; una visión de cómo podría haber sido si la vida hubiera continuado, si Anna hubiera sido normal, y si hubiera vivido con sus padres en aquella casa de Park Road. Pero su padre era un trabajador del éter y el mío solo un fabricante de herramientas. Según los valores de Bracebridge, la distancia entre nosotros también hubiera sido insalvable.
—Esto es… —Anna cogió el cheque y se lo llevó cerca de los ojos para estudiar la cantidad—. Totalmente inesperado. E increíblemente generoso…
Sabía que Anna tenía su propio dinero, una cierta riqueza, aunque probablemente odiara la palabra. Tenía su origen en el largo tiempo que la maestra Summerton había vivido en Redhouse, lo que le había otorgado derechos sobre aquellos terrenos que, en un proceso legal histórico en el que George y Sadie habían tenido mucho que ver, le habían correspondido a Anna tras la muerte de Missy. Ahora los Hijos de la Edad podían tener propiedades. Y, de todos modos, Anna siempre había sido normal a efectos oficiales. Seguramente tuvo que volver a Redhouse, aunque había vendido cada acre y, mientras estudiaba mi cheque, yo me preguntaba si debería mencionar la supervivencia de nuestra fuente. Pero aquello era el pasado. Anna tenía un reloj prendido en la blusa. Tic, tac, tic, tac, hacía su mecanismo.
—Creo —dije— que tú le darás mejor uso que yo.
Lentamente, Anna volvió a dejar el cheque en el escritorio. Sus manos tenían el aspecto arrugado de quien ha pasado demasiado tiempo metiéndolas en cubos de fregar.
—Quizá podamos. Y siempre buscamos donaciones. Pero es una cantidad enorme. Es solo que… —tic, tac, tic, tac—. En mi experiencia, los regalos no solicitados siempre vienen con algún tipo de condición.
—Es la mayor parte de lo que tengo.
—Realmente es de una generosidad increíble. Aunque supongo que tus cuentas deben estar reponiéndose mientras hablamos.
Ella llevaba razón, pero eso no era lo importante; también le habría dado todo lo demás. Se lo habría dado todo. Y en el exterior, la gloriosa tarde de primavera relucía sobre los árboles y los campos. Aquellas tierras debían de ocupar varios kilómetros, y había lugares a lo lejos en los que las arboledas se convertían en bosque profundo. No me hacía falta imaginación, nada de imaginación, para poder ver a Anna moverse a través de ellos durante el crepúsculo; y también por aquellos pasillos, con un farol, seguida de multitud de criaturas bellas y extrañas envueltas en alas de luz.
Me aclaré la garganta.
—Sabes, Anna, Blancaoro nunca fue una figura histórica. He pagado a personas muy sabias para que investigaran todos los registros. Sí que hubo algunas rebeliones y estallidos bélicos en la primera Edad, pero no hubo ninguna figura principal, ninguna marcha. El trozo de piedra quemada de aquella plaza de Clerkenwell solo lleva allí los últimos doscientos años. Y no hay ninguna tumba, ella nunca reunió a sus fuerzas antes de descender sobre Londres desde Kite Hills.
—¿Por qué me cuentas esto? —Miró de nuevo el cheque, sus ojos eran una niebla esmeralda subrayada por toda una vida de ceños fruncidos o sonrisas y, quizá, hasta de unas cuantas carcajadas. Quizá por miedo a que malinterpretara su gesto de dejarlo allí, movió la mano izquierda hacia el cheque.
Justo cuando le puso los dedos encima, la cogí del brazo.
—¡Te quiero, Anna!
Nos quedamos en silencio. Todavía le sostenía el brazo. Tic, tac, tic, tac. Mis dedos apretaron la piel cálida y suave, y esperé a que ocurriera algo, a que me rechazara o a que se acercara a mí… a que el mundo cambiara.
—¿Tengo que llamar a alguien para que me ayude? —me preguntó finalmente.
—No. —La solté, me eché hacia atrás en la silla. Tenía el corazón acelerado. Todavía podía sentir la forma de sus huesos en los dedos.
Suspiró y se restregó el brazo.
—Imaginé que podríamos llegar a esto. —La miré. «Te quiero». Todavía lo pensaba, lo gritaba desde mi cabeza—. Ya no soy lo que era, Robbie. Mira… —De nuevo, pero esta vez con más cuidado, alargó el brazo izquierdo. Todavía llevaba las marcas rojas de mis dedos pero, más abajo, en la muñeca, estaba el estigma, la cicatriz, la Marca—. Ya no tengo que hacerla aparecer. Esto es lo que soy… esta cosa ya no desaparecerá. Soy normal. Diría que soy como tú, Robbie, pero no creo que tú nunca hayas sido normal. Tuvo que ser aquella última noche en Walcote House, tocar aquel manipulador y enviar el mensaje. Usó casi todo lo que llevaba dentro… Y el resto se ha ido escapando desde entonces. Y, para serte sincera, me alegro. ¿Quién no?
—Pero eso significa…
—No significa nada más que lo que ves aquí. No significa que pueda amar. La única persona a la que he amado ha sido a Missy, y se fue para siempre. Por supuesto, a veces observo a las parejas que vienen a nuestra estación y caminan por estos caminos el diasinturno… creen que es romántico por culpa de ese maldito nombre. Pero yo no era así. Nunca fui así. Ni lo soy. Siento no poder dejártelo más claro. Por supuesto, y por el contrario de lo que pueda haberte dicho la enfermera Walters, sí que pienso en el pasado. Pero intento no empacharme demasiado.
«Empacharme». ¿Habría dicho la antigua Anna algo tan mundano? Pero no lo sabía. En vez de ello, dije:
—Los niños de los Easterlies cantan sobre Missy cuando saltan a la comba. Aunque es algo sobre que está «aquí cerca» y quiere «chuparles los huesos». ¿Crees que le importaría?
En ese momento podía verla con claridad, mi Anna, Annalise, con la luz del sol a su alrededor. «Te quiero, Anna». Pero no me escuchó. Simplemente, sonrió.
—No mucho. Y no es tan malo estar en la imaginación de los niños, ¿no?
Le devolví la sonrisa.
«Y he pensado en lo que podría hacer, Anna. Lo llevo planeando tanto tiempo, mucho mejor y más minuciosamente que este gesto estúpido de darte mi riqueza. He abierto un frasco de éter y lo he vertido en una copa de plata, para después observarlo toda la noche y obligarme a… te quiero, Anna. Te quiero más de lo que nunca podría querer nada ni a nadie. Pero quizá no sea suficiente…».
—Las cosas no están tan mal —la oí comentar—. Quiero decir, mírate. Mira esta Edad. Y aquí, lo que me ha pasado a mí. La pérdida de lo que fui es un faro en la oscuridad del futuro. Significa que muchos de los procesos físicos que hacen cambiar a la gente quizá puedan invertirse. Es algo que estamos estudiando. Por eso tenemos totalmente prohibido el éter.
«Te harán una estatua cuando mueras, Anna, por lo que has hecho aquí, en Einfell, y por lo que hiciste para crear esta Edad. Y lo odiarás».
—¿Y no os piden a veces los gremios…?
—Siempre nos negamos. Se acabaron esos horribles furgones de color verde oscuro, ¿eh? Sí, ya sé que todavía hay fantasmas y vagabundos por ahí. Probablemente siempre los habrá.
—Hay una Hija de la Edad que vive en ese puente que nunca acabaron en Ropewalk Reach, más allá de los vertederos de los Easterlies.
—Revolverá en la basura en busca de éter, que es lo peor que puede hacer. O habrá gente como tú que se lo lleve a cambio de los pocos trucos que sepa hacer.
—O dinero.
—Bueno, eso es casi igual de malo. Pero aquí en Einfell estamos abiertos a todos. La próxima vez que veas a Niana deberías decírselo. Aceptamos a todos y les dejamos irse de nuevo si es lo que desean. Como el… —Solo una ligera vacilación—. Edward Durry. A veces viene y va.
—La has llamado Niana, Anna. Debes haber…
—He oído hablar de ella, eso es todo, Robbie. No necesito leerte la mente para saber lo que piensas. Nunca he tenido que hacerlo. Siempre lo has llevado escrito en la cara. Y en esta Edad de la Luz hay historias y rumores, como siempre. Simplemente me aseguro de escucharlos para separar la paja del grano, aunque a menudo sean desagradables.
Grano. Aquella idea casi me tira de espaldas. El aroma de los campos de maíz. La luz de la nieve a través de la ventana. La mejilla de Anna acurrucada en mi mano. Ahora lo sé. Fue entonces, allí.
Se levantó.
—Y lo siento. De verdad… —Esta vez no me ofreció la mano. También me levanté. Seca, más sencilla y bella que cualquier magia, la luz del día flotaba a su alrededor.
—Bueno… adiós.
Y me encontré delante de la puerta. Casi pareció abrirse sola.
—Ah, Robbie.
Me di la vuelta rápidamente.
—¿Sí?
—Este cheque… supongo que podemos quedárnoslo, ¿no? Quiero decir, realmente necesitamos el dinero.
—Claro. Quédatelo todo.
Y salí al pasillo. La puerta se había cerrado.