9

«ARQUITECTO LOCO DERRIBA IGLESIA». A la mañana siguiente, los periódicos estaban llenos de las hazañas de George. Los vendedores gritaban su nombre por encima del clamor de los tranvías, y los tenderos recogían los cristales de los disturbios menores de la noche anterior. Pero el cielo de Londres estaba tan pesado y cargado de humo como siempre; mientras caminaba a través de Northcentral y del glorioso Westminster Great Park hacia Kingsmeet, la ciudad no había cambiado.

Al acercarme a los apartamentos de enlucido granuloso de Stoneleigh, vi que salía de ellos la misma mujer que me había dicho que girara en la esquina para ir al instituto junto a la iglesia en la víspera del Día de las Mariposas. Con un gesto ausente me dejó entrar, así que subí las escaleras entre el olor a la cena de la noche anterior y el sonido de alguien que practicaba (mal) escalas en un piano desafinado. La habitación de Anna, como ya sabía desde hacía muchos periodos, era la tercera de la izquierda del segundo piso. Sentí el corazón ligero y después pesado al levantar la mano para golpear en la pintura marrón.

—Entra, Robbie —dijo ella justo antes de que llamara.

Anna estaba en su famosa habitación vacía, sentada en la cama junto a una gran maleta de piel gastada; comparada con la habitación que yo acababa de dejar en Ashington, no parecía especialmente inhóspita. Había un pequeño tocador. Un lavabo y unos quemadores. Un armario del que había sacado toda la ropa para ponerla en la maleta.

—No sé cómo puedes soportar el sonido de ese piano —dije.

—Mira, eso es algo que no echaré de menos. —Se rio con una risa casi de Anna. Llevaba una rebeca de lana gris. Las mangas le estaban un poco largas y le había dado una vuelta a los puños, aunque seguían cubriéndole las muñecas. Tenía expresión serena pero el pelo, por primera vez, parecía necesitar un cepillado.

—¿De verdad piensas irte?

—Después de lo que pasó anoche, no creo que sea cuestión de pensarlo o no. Mira… —Me enseñó una carta que había aplastado con la mano—. Puedes leerla, si quieres.

Me la llevé junto a la ventana. El amarillento papel barato, escrito a máquina de forma irregular, tenía agujeros en los punto y seguidos. El membrete, estampado con sello de goma, era de la Suboficina de Londres Occidental del Gremio de los Recogedores. Podría haber sido un recordatorio sobre un libro de la biblioteca; mencionaba «discrepancias» e «irregularidades menores». Y, ¿no le importaría llamar a sus oficinas en cuanto le fuera posible? Al menos no era de St. Blate.

—No suena muy urgente —dije.

—Me gusta ese signo de interrogación… como si pudiera decir que no y seguir con mi vida. Pero ya sabes cómo son esas organizaciones. Cuanto más amables se ponen, más sabes que te tienen cogido. —Supuse que no quería que le devolviera la carta, así que la dejé en el tocador vacío, junto a una marca en la que algún líquido derramado había producido burbujas en el barniz.

—Bueno, ¡no es por lo de anoche! Ni siquiera el Gremio de los Recogedores es tan rápido. No, llevan husmeando por aquí desde hace siglos. Hay un tipo en particular llamado Spearjohn que ha venido aquí varias veces, pero siempre he conseguido estar fuera o, al menos, fingir estarlo. No estará ahí afuera, ¿verdad? —negué con la cabeza. No había nadie en la calle, salvo un niño jugando al hula-hoop—. Pero después de los gritos de George, y de lo que Sadie vio y todos oyeron, no se rendirán, ¿no?

—George no te traicionará, Anna… una vez que recupere la sensatez. Y no creo que Sadie…

—No son ellos los que me preocupan. Son los susurros, los rumores. Oh, Anna. Siempre fue un poco rarita. Ya viste cómo se apartaba de la gente cuando George comenzó a gritar.

Me senté al otro lado de su maleta. Aquel piano seguía dando tumbos por las escalas. Pensé durante un momento, en un relámpago tan brillante que me hizo parpadear, en aquel día en Redhouse, en las mágicas notas que ella había extraído de aquella máquina incrustada de hielo de motor.

—Lo siento tanto, Anna.

Ella resopló ligeramente por la nariz. No quería mi lástima. Incluso en aquella situación, aquel día, mientras alejaba su mirada de la mía para recorrer el hueco entre la fina alfombra y el zócalo polvoriento, todavía ardía en sus ojos aquel fuego verde.

—Ahora lo entiendo mejor. Todas las cosas que me contó Missy, pero que decía que esperaba que nunca tuviera que aprender. Como ha sido siempre para los míos. Para cualquiera que estuviese… cambiado. Intentas vivir una vida normal. Quizá incluso llegues a pensar que todos somos iguales o que no importa cómo seas. Pero ocurren pequeños detalles. Con Sadie, en St. Jude, hubo un incidente, casi un accidente. Estaba haciendo el tonto como solía hacer mientras practicábamos tiro al arco, y se le clavó una flecha en el hombro. Hubo mucha sangre, pero creo que impedí que sucediera algo peor. Me miró de forma extraña durante un tiempo después de aquello. Y después se le olvidó o creyó que se le olvidaba. Pero estas cosas se suman unas a otras. Sadie ha empezado a mirarme otra vez de la misma forma. Es decir, mira al pobre George. ¿Qué le he hecho?

—Está en todos los periódicos.

—¿Sí? Bien por él. Eso es justo lo que quería, ¿no?

—Creo que quería cambiar el mundo.

—Bueno. ¿No es lo que queremos todos?

—El tono de la prensa no es demasiado malo. Hasta en el Tiempos Gremiales. Es como si todo Londres comprendiera cómo se sentía… su frustración. Habrá un juicio de verdad en Newgate, en público. Nadie resultó herido cuando cayó la capilla y el lugar estaba abandonado así que, ¿qué pueden hacerle? ¿Echarlo de un gremio al que desprecia?

Los ojos de Anna volvieron a mí.

—¿Qué te ha pasado aquí? —dijo mientras me tocaba la garganta.

Tragué saliva y sentí nuevamente dolor en el lugar donde Stropcock había hundido los dedos. Podía sentir cómo el pasado surgía entre nosotros como el débil olor a naftalina de su maleta; estaba en los ojos de Anna, en el recuerdo de aquel cristal extraño.

—¿Conoces a una pareja llamada Bowdly-Smart? —Ella pensó un momento y después asintió—. Ayer noche estuve en una reunión, en una especie de sesión espiritista en su casa antes de que Sadie me encontrara. Estuve allí con… con el señor Snaith. También sabes de quién se trata, supongo.

—Sé lo que es —dijo sin cambiar de mirada—. O lo que afirma ser. Pero, Robbie, ¿por qué demonios…?

Allí sentados en aquella pequeña habitación, con la maleta entre ambos, le expliqué a Anna cómo había reconocido a los Stropcock en Walcote House. Era una historia enredada, con vistazos, confusiones, recuerdos, callejones sin salida. Antes de darme cuenta, estaba hablando sobre mi madre y sobre Bracebridge, sobre las visitas todos los medio diadeturnos al gran maestro Harrat… Cosas que no le había contado a nadie, ni siquiera a la maestra Summerton, que me llevaron paso a paso, caída tras caída y visión tras visión de vuelta a aquella calcedonia que había descubierto en el desván de Stropcock.

Finalmente, no tanto cuando ya había acabado sino cuando ya no podía más, me quedé en silencio. Hasta el piano había detenido su golpeteo interminable.

—Entonces… —dijo al fin Anna—. ¿Vas a volver a Bracebridge?

Ni siquiera lo había pensado, pero asentí. Después de todo lo que había ocurrido, era lo único que tenía algún sentido.

—¿Y qué hay de ti, Anna?

—Quizá vaya contigo…

La tarde siguiente, Anna y yo cogimos el transbordador hasta Fin del Mundo. Llovía con fuerza. Las colinas de hielo de motor se consumían en charcos de arco iris. Las latas tintineaban sus advertencias. Las últimas plantas pesadas se inclinaban sobre sus tallos.

—Ya ha pasado, ¿no? —Suspiró la maestra Summerton, pequeña, oscura y cansada, cuando llegamos al estrépito de su porche y sacudí nuestro paraguas—. Ese gremial de la capilla que está en todos los periódicos… Me pareció recordar el nombre. —Ella y Anna se abrazaron y, mientras las observaba, pensé en las fuertes alas de consuelo que una vez batieron alrededor de mi madre en Redhouse, y en cuanto había encogido desde entonces la maestra Summerton. Finalmente, se retiró y se entretuvo con la pipa, que pronto añadió su humo a la niebla de vapor de la habitación y tapó aún más la luz de las ventanas mojadas—. Supongo que será mejor que me lo contéis.

La maestra Summerton permaneció extrañamente absorta en pequeñas tareas mientras Anna le hablaba sobre el maestro mayor George, la Capilla de los Abogados y la carta del Gremio de los Recogedores. Después de la pipa, pasó al ritual de buscar el té, llenar el hervidor, encender la hornilla, el tintineo de las cucharas…

—Estoy segura de que no es tan malo como imaginas, Anna —dijo al fin—. Ese maestro mayor… Ya sabes que los gremios siempre se ocupan de los suyos. Hasta esa gran maestra cambiará de idea y te será fiel, si es tan amiga tuya como dices. Por supuesto, sé que es espantoso. Puede que tengas que cambiar de dirección y alterar un poco la historia de la vida que has estado viviendo. Pero no es el fin.

—Nunca me avisaste de que sería así, Missy —dijo Anna.

—Nunca te avisé simplemente porque no lo sabía. —Durante un momento se convirtió en un puñado de viejas ramitas. Después nos iluminó con un destello de aquellos ojos oscuros y brillantes—. Sigo sin saberlo. Y, de todos modos, sabía que nunca me escucharías.

Nos ofreció las tazas de té. En el pequeño tejado se oían crujidos y golpecitos.

Me aclaré la garganta.

—Anna y yo… hemos decidido volver a Bracebridge. Hay cosas, cosas que he descubierto aquí, en Londres. Todo tiene que ver con lo que le pasó a mi madre y lo que me dijiste…

—Missy, el caso es —dijo Anna tras dejar su taza— que estoy cansada de tantos años de engaños y evasivas. Hace unos días llegué a merodear por el exterior de las oficinas locales del Gremio de los Recogedores… me preguntaba qué pasaría si entrara sin más.

—¡Por favor, ni lo pienses! —La maestra Summerton sacudió su delgada cabeza—. Mírate, Anna. ¿Crees que si todo estuviera tan arruinado como dices podrías ir como vas, vestida con ese traje tan elegante, con esos bonitos zapatos, y hablando sobre hacer un viaje con Robert? Siento todo lo ocurrido y haré lo que pueda para ayudarte. Pero ahora quieres empezar a desenterrar el pasado. ¿Es eso lo mejor que puedes hacer después de todo lo que he sacrificado por ti?

—¡Pero esa es la cuestión! ¡Solo son trapos, Missy! —Los ojos de Anna recorrieron la habitación—. ¿Qué más da todo si no puedo llegar al fondo de lo sucedido?

—Te di la oportunidad de vivir una vida normal. No creo que ninguno de los tuyos haya tenido nunca una tan buena. Y puedes seguir teniéndola, a no ser que decidas tirarla a la basura. Eres extraordinaria, Anna. Extraordinaria en todos los sentidos. Mírate… eres preciosa, perfecta. Pero ¿cómo se te ocurre que tú y Robert podéis desenterrar algún misterio que le dé sentido a tu vida? El mundo no tiene respuestas, Anna. Nunca las ha tenido. Cuanto más avances en tu camino, más decepcionada te sentirás y más estarás en peligro. No importa lo que Robert crea haber averiguado sobre su madre en Bracebridge, seguro que será peligroso si se acerca a la verdad. Allí la gente murió y sufrió. Y los dos sois todavía jóvenes y estáis vivos. ¿No es suficiente? Si vas allí no estarás más segura que aquí; de hecho, estarás mucho menos segura. Te puedo ayudar a esconderte del Gremio de los Recogedores, Anna… Puedo ayudarte a reconstruir lo que has perdido y puedo darte el dinero que me queda. Pero no puedo hacer nada si insistes en revolver el pasado. ¿Crees que a los gremios les gustará que escarbes sus viejos secretos? ¿Crees que ese Stropcock es inofensivo? —Entonces se volvió hacia mí a través de los remolinos de su pipa—. No debí dejar que me vieras aquel día en el mercado. Te acabo de enviar en busca de cosas que nunca encontrarás.

—De todos modos, ya las estaba buscando.

—Pero nunca… —Volvió la mirada a Anna un instante; una ráfaga húmeda de viento sacudió la pequeña casa— por lo que piensas.