3

Al volver de la biblioteca el segundo diadeturno, me encontré a Anna sentada con el Tiempos Gremiales extendido frente a ella en la mesa de la cocina. El maestro mayor George Swalecliffe estaba en la portada. Aquellos primeros días Anna parecía contenta dedicándose a los rituales domésticos. Tenía delantales, y el betún de la hornilla se le había metido entre las uñas. Experimentaba preparando recetas de jamón y coles, poniendo paños en lejía, secando hierbas… Tenía igual número de éxitos que de fracasos, y las demás mujeres de la calle la dirigían y competían por la mejor forma de hacerlo todo. Con precaución, paso a paso, Anna estaba viajando de vuelta a la vida perdida de unos padres a los que nunca había conocido. Pero el nombre de George, los informes sobre el juicio que había comenzado el día anterior, la habían devuelto de golpe a Londres.

Algunos mechones se le habían escapado del moño que se había acostumbrado a llevar y le caían sobre la cara; tenía una quemadura en el pulgar de hacer pan el día anterior, aunque al final le había salido un bloque negro de una solidez mucho mayor que los ladrillos eterizados de los que estaba hecho Bracebridge. Se había arremangado la blusa gris y desgastada, y su estigma parecía un rubí húmedo; inflamado y en carne viva. Le di la vuelta al periódico y lo leí mientras comía. George había pronunciado un largo discurso ante el tribunal del que hasta aquel periódico había incluido un resumen. Lo llamaban el «arquitecto trastornado» pero, de algún modo, permitieron que sus ideas sobre los males de la Edad se filtraran. Aunque parecía algo bastante suave comparado con las columnas del Nuevo Amanecer, era extraordinario leer cómo se insinuaban tales cosas en el Tiempos Gremiales. Estaba claro que algo pasaba (casi deseaba estar de vuelta en Londres), pero todo me parecía forzado y equivocado. Sospechaba que los gremios estaban usando a George para fabricar una versión tan suavizada de las Doce Demandas que hasta ellos pudieran fingir aceptarla.

Por la tarde, mientras caminábamos por las calles y callejones de Coney Mound, Anna seguía preocupada.

—Me siento tan responsable de lo que le ha pasado a George —dijo al fin—. No ha sido algo reciente. Es… ¿qué es eso que dicen los hombres de las mujeres?

—¿Que tú lo incitaste?

Tratándose de Anna era una idea al azar. Pero asintió.

—Nos conocemos desde hace años y creo que lo primero que nos atrajo fue que ninguno de los dos éramos parte de la multitud. —Se rio. Tenía la cara medio escondida tras el collar subido del abrigo de espiga, que brillaba con su aliento—. Y el hecho de que no nos sintiéramos atraídos el uno por el otro, si entiendes a lo que me refiero. Era un cortejo extraño. Supongo que éramos como personas intentando bailar, que observaban a los demás hacerlo pero sin comprenderlo. Nunca fuimos así. La única vez que lo besé fue aquella vez que nos viste, en Walcote…

Caminábamos junto a las pequeñas tiendas donde habíamos encontrado el anuncio de nuestra casa. El cielo era de un azul puro. El frío era brutal, incluso bajo la luz del sol. Aparte del resplandor blanco de Rainharrow, la nieve se había mantenido alejada de Brownheath, pero se podía sentir su peso deseoso de caer, como un trueno mudo.

—Su sueño de una Edad mejor nunca fue mío, a pesar de que me divertía compartirlo. Y entonces llegó el Día de las Mariposas. Cuando lo encontré (cuando se supone que lo rescaté), los hombres que lo habían cogido parecieron echar a correr al oírme gritar su nombre. Creo que estaban tan avergonzados como George de lo que le estaban haciendo. Pero quizá fue suficiente para él que yo lo supiera. De todos modos, George estaba sangrando y llorando, así que lo llevé de vuelta a Kingsmeet. El noble hombre trabajador… No podía culparlos, de modo que se culpó a sí mismo y quizá me culpó a mí…

—Me llevó a Hallam Tower justo antes. Tendría que haberlo visto venir también, Anna.

—Quizá debería haberle dicho lo que era… lo que soy. Y también a Sadie. Quizá hubiese supuesto una gran diferencia. Quiero decir, tú lo sabes, Robbie, y sigues aquí. Nunca me has traicionado…

Dejamos atrás las casas y seguimos paseando juntos sin rumbo al ritmo de los motores, en dirección a la subida de St. Wilfred. El cementerio tenía el aspecto desolado del invierno. Pero allí estaba la lápida, encima de la tumba de mi madre. A los gremios se les daba bien pagar por aquellas cosas inútiles. De todos modos, me conmovió verla allí entre los demás, porque nunca había ido cuando era más joven. Caminamos por la hierba muerta hacia otra lápida. «MAESTRO DEL ÉTER EDWARD DURRY 46-75». El padre de Anna, que solo tenía cinco años más que yo cuando murió el día en que se pararon los motores. Entre los muchos papeles y restos de aquel tiempo que yo estaba recogiendo, había encontrado una fotografía de él y de su esposa Kate en un viejo anuario gremial, de camino a algún baile. Atrapados en la luz del flash formaban una pareja de buen ver, sobre todo él… Casi se salía de su mejor traje, con una sonrisa grande y desvergonzada. Decidí que Anna se le parecía más a él que a su madre. Pero Anna estaba viva y, cuando se inclinó para tocar la piedra bajo la que su madre estaba enterrada, pude oler el perfume de su pelo a través del aire frío; a paja fresca y almendras.

—A veces venía a Bracebridge con Missy… días como este, justo cuando las chimeneas de las casas empezaban a echar humo —dijo Anna mientras paseábamos colina arriba entre las largas sombras de los monumentos—. Teníamos que ir a comprar jabón y harina, como todos, aunque sé que es lo que más te cuesta creer sobre nosotros… —Le brillaban los ojos. Tragó saliva—. Missy se ofreció a traerme, pero yo la alejaba de aquí en nuestras visitas del crepúsculo. Entonces no quería saber nada, Robbie, ni sobre mi madre, ni sobre mi padre, ni sobre nada que tuviera que ver con este sitio. Solo sentía la pérdida. —Se sorbió la nariz y miró al cielo, cada vez más pálido. Le temblaron los músculos de la mandíbula—. Rabia. Probablemente por eso fui tan difícil contigo cuando viniste con tu madre a Redhouse aquel verano. Sabía que formabas parte de un pasado que no me importaba, de una vida que me habían quitado por algún accidente en este estúpido pueblo…

El sol se ponía detrás de Rainharrow. Los últimos destellos de sus rayos se derramaron de forma increíble para iluminar los tejados de Coney Mound con sombras doradas y marrones. Durante un momento, justo cuando cerrábamos la cancela del cementerio de la iglesia, me pareció ver una figura de pie entre los lejanos tejos, pero al volver a mirar ya había caído la oscuridad. Había desaparecido.

Dejamos atrás el muro en el que los chicos jóvenes fumaban y por el que las chicas risueñas se paseaban en las noches de verano, en la mejor zona de Coney Mound, casi en el centro del pueblo, hasta llegar a una casa con las luces del porche apagadas; pero la chimenea echaba humo y las débiles luces de la cocina hacían brillar rastros de cristal y porcelana en el salón. Anna metió la barbilla en el abrigo y dejó escapar una exhalación larga y fría. 12 de Park Road, con un patio trasero decente en el que poder cultivar algo. Allí habían vivido sus padres.

CHUUM BUM. El día que los motores se pararon (el día que había cambiado mi vida y la de Anna para siempre, incluso antes de que hubiéramos empezado a vivirlas) era una vaga ausencia, una quietud en los interminables registros de la biblioteca, distinguible tan solo por algunas reuniones canceladas y los partidos de fútbol pospuestos, las reparaciones de los daños del ayuntamiento, los edificios inaugurados aproximadamente un año después para reemplazar a otros que se habían desvanecido de forma inexplicable. Beth llevaba razón, la gente odiaba escarbar en el pasado casi tanto como odiaba a la gente que era «fachendosa». Las pocas preguntas directas que hice sobre aquella época, incluso cuando me obligaba a quedarme hasta tarde en El Escudo de Bacton y me tragaba las resbaladizas pintas de Coxly’s, se encontraban con miradas vacías o una oscura hostilidad. Anna, a su manera tranquila, lo hizo mucho mejor.

Preguntando a los vecinos, descubrió la vieja casa de los Stropcock, que no estaba muy lejos de la de sus padres en Park Road; una vivienda estrecha, aunque con ventanas a ambos lados de la puerta, que los Fabricantes de Herramientas (que todavía eran dueños de la casa) les habían entregado en usufructo. Sí, habían dejado el pueblo, él había recibido un ascenso que, ya que lo pensaban, había llegado con una rapidez sorprendente, teniendo en cuenta cómo solían trabajar los gremios menores. Pero nadie parecía saber realmente adonde habían ido. Ni tampoco le importaba mucho a nadie. Pero había sido sin duda en la primavera del 86, poco después de que mi madre y el gran maestro Harrat murieran. Y habían perdido un bebé poco antes; la tumba del pequeño Frederick Stropcock estaba allí arriba, a la sombra de la iglesia de St. Wilfred, aunque los enredos de ortigas nos decían con más claridad que todos los registros del mundo que los Stropcock, los Bowdly-Smart, nunca visitaban Bracebridge.

—A alguien como Stropcock le encantaría volver aquí para restregárselo a todos —dije una tarde después del té, de pie junto al fregadero mientras frotaba las sartenes con un viejo trozo de viruta—. ¿Te he dicho que una vez lo vi en la casa gremial del gran maestro Harrat? Fue a través de una puerta, el día de Nochebuena. Comía con ellos…

Desde la ventana de nuestra cocina se veía la mitad del valle. Las cubetas de decantación brillaban, y las luces de un tren acababan de salir del valle como una serpiente. Detrás de mí podía oír a Anna moverse por la abarrotada habitación, el tintineo de la rejilla, el traqueteo del tendedero mientras colgaba la ropa limpia. Las altas mujeres gremiales que había conocido en Londres se hubieran horrorizado de ver su transformación. Pero éramos felices jugando a vivir aquella vida o fingiendo que jugábamos.

CHUUM BUM. El sonido de los motores de éter había cambiado. Ya estaba seguro. El primer latido era demasiado lento, el segundo demasiado rápido y la pausa entre cada subida y bajada era un instante demasiado larga. Examiné las caras en la calle, aquella gente ocupada, congelada para siempre en aquella Edad. Observé a los limpiaventanas que silbaban, a los barrenderos que antes no existían, a los hombres subidos a escaleras que restregaban los ladrillos y desatascaban las alcantarillas. Todo Bracebridge se miraba los hombros, se quitaba las motas extraviadas de hielo de motor como si se tratara de caspa. Habían reemplazado la casa del gran maestro Harrat en Ulmester Street, pero la casa nueva estaba envuelta en andamios. Los constructores silbaban con sus carretillas de polvo reluciente, que parecía demasiado bello como para tirarlo en un contenedor; quizá lo llevaran hasta Fin del Mundo. Yo pensaba que cuando un pueblo del éter como Bracebridge llegaba a su fin, el proceso de su incrustación era preciso y gradual, que subía como una ola de agua. Pero aquellas chispas blancas no tenían por qué obedecer a la lógica; era una efusión de magia.

Migré desde la biblioteca pública a los Salones de los Gremios Menores, que los Fabricantes de Herramientas compartían con los Trabajadores Ferrosos y los Prensistas. El edificio era muy parecido, salvo que los gremiales que descansaban allí podían fumar, y las sillas eran de cuero viejo y más cómodas. El encargado me recibió como si fuera el hijo pródigo de los Fabricantes de Herramientas que decía ser. Era un muchacho que había conocido en la escuela y que ya tenía cinco hijos y otro de camino. Por supuesto que telegrafiaría los formularios necesarios para confirmar mi pertenencia, pero en Bracebridge todos me conocían, así que no había prisa. Los relojes hacían tictac. Los hombres roncaban. El polvo se elevaba y caía. Todo al mismo ritmo roto. Había libros de hechizos. Manuales para maquinaria muerta hacía tiempo. Las viejas páginas me echaban su aliento a grapas oxidadas.

Stropcock había empezado aquella nueva vida en Londres y se había llevado la calcedonia con él como alguna especie de prueba, de seguro… como un talismán. Y yo ya estaba muy seguro de que estaba metido en algo que tenía que ver con el día en que se habían parado los motores, algo que todavía estaba sucediendo en Bracebridge… algún tipo de fraude o engaño que estaba relacionado con los degradados procesos del éter. Pero ¿el qué? Y, ¿cómo? Mientras parpadeaba para intentar despertarme frente a una lista de reglas antiguas, me di cuenta de que aquellas páginas interminables estaban drogadas. Eran como los mismos gremios, estaban diseñadas para atraerte y dormirte con promesas de pequeñas glorias, hasta que te despertabas de la vida, todavía confuso.

Beth me invitó a la escuela benéfica una mañana. No se parecía en nada al viejo maestro Hinkton, y tenía la peregrina idea de que el objetivo de su gremio era la educación. Me había sugerido que sería útil que la clase escuchara a alguien que había vivido en otra parte de Inglaterra. Era temprano y el lugar desprendía vaho. Las manos salían disparadas para preguntar. ¿Había estado en lo alto de Hallam Tower? ¿Se podía tocar la llama? ¿Era verdad que las grandes casas gremiales flotaban? ¿De qué estaban hechas en realidad las aceras de Londres? Bajo la mirada severa pero indulgente de Beth, la atmósfera era muy distinta de lo que yo recordaba, aunque el lugar oliera igual. Intenté hablar de los Easterlies, de los Westerlies, de los transbordadores y de los tranvías (hasta de Fin del Mundo), pero estaba claro que no querían oír hablar de la ciudad real. Eran casi como yo a su edad. Londres seguía siendo un sueño, y lo último que deseaban era que un tipo de aspecto corriente que había vivido en Coney Mound se lo explicara. Así que, en vez de eso, mencioné a Blancaoro, unicornios, peces de los deseos y dragones… dragones rojos y verdes que volaban sobre las legendarias Kite Hills. Y bailes, sí, había grandes y maravillosos bailes en salones que flotaban sobre el río y brillaban como conchas nacaradas. Beth me miraba desde su escritorio, dividida entre la diversión y la desaprobación. Detrás de ella podía ver la vieja caja cicatrizada con el cierre de muelle que usaría para demostrarles el poder del éter.

—Parece que les ha gustado —le dije más tarde cuando salíamos.

—¡Me costará al menos dos periodos contarles cómo es Londres de verdad!

—Pero necesitan soñar un poco, ¿no? Eres una buena profesora, Beth. ¿Entiendes que…?

Ella asintió. Aquella mañana la niebla había caído sobre el centro del pueblo. Azulada, cubierta de un brillo frío y casi limpia, era muy diferente dé las nieblas de Londres.

—¿Qué ha pasado con Hinkton?

—Murió.

—Supongo que el hombre de los trolls sigue viniendo, ¿no?

—Sí, pero ya no es el maestro Tatlow, si es lo que estás pensando.

—También ha muerto, ¿no?

—Es lo que pasa con la gente. Si te quedas en un mismo sitio lo suficiente como para verlo.

Pero sus pullas y comentarios empezaban a perder sarcasmo. Había oído cotilleos sobre Beth; decían que tenía un amigo en Harmanthorpe. Un colega maestro de escuela, que había ido con ella y con su padre a Skegness. Según todas las versiones, habían compartido la misma habitación de hotel. Me alegraba pensar que tenía a alguien, aunque me entristecía comprobar que no se decidía a contármelo.

—¿Has oído hablar del día en el que los motores se pararon?

—Sí, pero era demasiado pequeña para recordarlo, Robert. ¿Qué hay que saber?

—Pero sabes que fue entonces cuando mamá se hizo la cicatriz que tenía en la palma de la mano, ¿no? Sabes que por eso murió…

Beth redujo el ritmo de sus pasos.

—Aquí se producen accidentes. El padre de uno de mis alumnos se rompió la pierna el periodo pasado. Probablemente nunca vuelva a andar. ¿Por qué quieres desenterrar lo demás?

Las vallas de las cubetas de decantación exhalaban un brillo arco iris en la niebla, pero en su lustrosa superficie había una espumilla de algas, y las ortigas locas ya no florecían junto al muro de hormigón del fondo.

—Beth —dije—, te pregunto estas cosas simplemente porque me gustaría saberlas.

Ella resopló.

—¡Hasta mis niños se hubieran inventado una razón mejor! Y, por favor, no sigas empeñado en pinchar a papá sobre estas cosas cada vez que lo ves. No ha vuelto a ser el mismo desde que murió mamá. Pero al menos ha encontrado un… equilibrio.

—Volver aquí me hizo darme cuenta de que quizá lo que deseaba dejar atrás no era tan malo. —Lo había dicho de corazón, pero Beth me miró con aquellos ojos que decían «¿y ahora qué quieres?». Me lancé—. Mamá tenía una amiga, en realidad era una pareja. Papá también debía conocerlos, aunque lo niega. Se llamaban Durry. Él era el maestro superior de la Planta Central. Era el que controlaba aquella zona, y murió por las heridas que sufrió el día que se pararon los motores, junto con siete personas más. Y su esposa… bueno, al final ella también murió. Y mamá quedó herida. Tienes que saber algo sobre todo esto, Beth.

—¿Qué quieres que te diga?

—La verdad no estaría mal.

—La verdad es que creo que deberías irte de Bracebridge antes de que lleguen las nieves. —Desvió la mirada un instante a Rainharrow, que había surgido brevemente entre las nubes y brillaba por encima de los tejados de Mawdingly & Clawtson—. Y esa chica, esa mujer… Anna. No es de Londres, ¿verdad? Ni tampoco de Flinton. Parece una persona muy dulce y no tengo nada contra ella, pero hay algo extraño. Y estoy segura de que no es tu esposa. Así que no vengas aquí hablando sobre la verdad, Robert Borrows. —Pensó en decir algo más, pero en ese momento el ayuntamiento dejó escapar una campanada sorda—. Tengo una clase, tengo que irme…

Observé a mi hermana alejarse entre la niebla al ritmo de los motores de éter.

En aquellos días de diciembre, las noches llegaban lentas y tempranas. Las colinas se desvanecieron como humo, gris sobre morado sobre gris. Los carteles de los gremios oscilaban y crujían. Las farolas luchaban contra el viento. Anna y yo estábamos en la calle paseando, como solíamos hacer; pero aquella vez, en la larga, anónima y segura hora nocturna en la que ella y la maestra Summerton bajaban al pueblo, estábamos decididos a subir a la cumbre de Rainharrow.

—¡Hola, maestra Borrows!

Anna levantó una mano y sonrió a través de la penumbra a una vecina que recogía la colada antes de que se helara, una mujer con tres hijas y sin marido, que se dejaba los ojos poniéndole encaje a elegantes camisetas de señora. Cuando llegué a casa aquel día, flotaba por todo Tuttsbury Rise un dulce y delicioso olor a pan; un pan que crujía al cortarlo y que todavía no había dejado de echar humo cuando nos lo comimos casi entero. Anna se estaba haciendo famosa por la calidad de su pan. Aquella mañana me habían dicho por encima de la valla que podía hacer que subiera la levadura como ninguna otra persona de Coney Mound. Hasta me había encontrado con alguien que juraba conocer a Anna de Flinton. La vida de Anna, de la maestra Borrows, florecía fuera de nuestro control. Empezaba a comprender cómo debía haber vivido en Londres y en St. Jude. Incluso para mí, con cada ráfaga de viento, era y al mismo tiempo no era la maestra Borrows.

Anna caminaba delante de mí siguiendo el latido de la noche, con aquella forma de caminar suya, lenta, ligeramente agachada y a largos pasos, con la falda larga y plisada de tweed que le habían dado para reemplazar («Oh, santo cielo, no puedes llevar eso») los atuendos más ligeros que llevaba con ella. Anna, la maestra Borrows, canturreaba para sí mientras se vestía, siempre parecía sorprenderla el silbido del hervidor, dejaba un ribete de polvo para los dientes cada mañana en el cuenco de la trascocina. Le gustaba el queso duro y ceroso, y soplaba el té antes de beberlo, aunque estuviera frío. Me había acostumbrado a la agradable imagen de su ropa interior mojada tendida en la cocina, porque allí esas cosas no se colgaban en el patio, y supongo que ella también se habría acostumbrado a la mía. Hacíamos nuestras propias cosas, las cosas silenciosas, las embarazosas, en los momentos y espacios que nos concedíamos tácitamente, pero la casa era tan pequeña que a menudo nos chocábamos de espaldas, nos rozábamos con los codos e incluso, de vez en cuando, nos impacientábamos el uno con el otro. Su pelo tenía un aroma parecido al del maíz, que iba y venía según la frecuencia con la que se lo lavara. Aquella tarde, sentado en los Salones de los Gremios Menores intentando ensayar el hechizo que hacía que un diente de rueda mantuviera su filo, había encontrado un cabello suyo en mi hombro. Lo había cogido y lo había sostenido en el aire bajo un rayo de sol. Lo observé temblar en mi mano al ritmo de los motores.

Pensé en quedarme allí, en Bracebridge, durante las nevadas y trabajar en Mawdingly & Clawtson, como había hecho mi padre. Estudiaría aquellos manuales. Aprendería a cantar los hechizos y las marcas de manipulador me cubrirían los brazos como enredaderas. Llevaría la paga a casa cada décimo diadeturno para reponer nuestros escasos fondos. Y lenta, lentamente, periodo tras periodo, mes tras mes de aquel invierno, descubriría la verdad sobre lo que había pasado allí… Más allá de los patios, más allá de la larga fila de camiones de éter que, casi seguro, estaban vacíos, el suelo comenzó a subir y a volverse más agreste. Una delgada luna delineaba el vago sendero que poca gente seguía en el invierno. Anna avanzaba delante y expulsaba el aliento en pequeñas nubes. La maestra Borrows, Anna Winters, Annalise, Anna, que podía ser cualquier cosa, que podía hacer cualquier cosa, vivir en cualquier parte, que podía cocer el pan que los ángeles comían en el cielo y detener la caída de una iglesia… El juicio de George se había hundido en las páginas posteriores del Correo de West Yorkshire. Lo habían encarcelado según lo dispuesto por su gremio, lo que significaba un conjunto de habitaciones en algún bonito salón gremial campestre en el que podría seguir diseñando la casa perfecta para el trabajador perfecto.

Más adelante, entre las zarzas de Rainharrow que mi madre había explorado en busca de flores, el aire frío relucía. Frondas blancas, bellas en su complejidad, bordaban los helechos muertos. Las piedras de sarsen resplandecían, heladas pero sin helar a la luz de la luna. Toda la cima de aquella colina brillaba como un faro, no con nieve, sino con hielo de motor. Anna miraba al sur a través de las oscuras colinas de Brownheath. Scarside, Fareden y Hallowfell. En algún lugar allá abajo, oculto en la oscuridad, estaba el valle de Redhouse. Allí también se desvanecía el éter. Y estaba seguro de que la piedra de calcedonia había estado envuelta en un experimento que tenía que ver con su producción, y que había sido supervisado por el gran maestro Harrat. Y por encima de él había otra causa, una presencia mucho más poderosa para los gremios. Era el poder de aquel alto y oscuro maestro gremial lo que Stropcock había explotado, primero a través del mismo Harrat y después, en Londres, él solo…

Fui hasta donde Anna estaba, entre las mandíbulas blancas de las piedras.

—Esto explica tantas cosas —le dije mientras respirábamos la oscuridad—. No solo aquí y ahora, sino la razón del experimento con la piedra. La substancia ya se estaba agotando incluso entonces. Estaban desesperados por conseguir más éter. Pero necesito entrar en Mawdingly & Clawtson para descubrir toda la verdad. Lo demás es solo…

Pero Anna parecía distraída. Se volvió para mirarme a través de la luz de luna, y me dedicó lo que yo ya conocía como una de sus sonrisas.

—Esta mañana estaba hablando con la maestra Wartington. Me dijo que parecía que las Pruebas se celebrarían antes. Han visto al hombre de los trolls en el centro del pueblo. Estaba preguntando por una mujer del sur, aunque esa persona es de un gremio muy superior al que tengo yo ahora, y obviamente no está casada.

—No quiere decir que…

Pero para Anna, en aquel momento, sí que lo quería decir. Pude ver que sentía que todas las cosas que habían pasado en Londres también empezaban a pasar allí, solo que más rápido. Los codazos, las preguntas. La gente tenía sus dudas sobre mí, pero también se habían dicho cosas sobre Anna, aunque todos estaban de acuerdo en que era maravillosa. No servía de nada fingir. Y yo estaba allí de pie en aquel lugar extraño, envuelto en mis peroratas sobre cambiar el mundo, como George.

—Bueno —dije—. ¿Qué hacemos?

—Todavía tenemos un par de días. —Los motores también se oían allá arriba, más tenues pero, de algún modo, más profundos. CHUUM BUM. Enorme, oscura y brillante, Rainharrow parecía exhalar también—. Mañana por la noche hay un baile en Mawdingly & Clawtson. Creo que deberíamos ir, Robbie… incluso es en la Planta Este…