7

Marine Drive estaba vacía, y el sonido más alto del pueblo de Saltfleetby era el de la marea que bañaba la parte inferior de los pilares del muelle. Las tiendas de la calle mayor, que en verano hubieran desparramado por el exterior sus carruseles de venta de rocas, postales, novedades, cubos y palas, estaban cerradas y cubiertas de tablones. Pero probablemente siempre estaban así en invierno. ¿Había cambiado el mundo? ¿Era aquello la Nueva Edad? Pero hacía frío, los labios de Anna estaban azules, y ella temblaba; necesitábamos ropa de abrigo. Encontré una tienda frente a la que colgaba un cartel con las tijeras doradas del Gremio de los Sastres, desmonté con torpeza, y golpeé la puerta con ganas hasta que finalmente la cara de un hombre, somnolienta y cansada, nos miró a través del cristal.

—¿Saben qué hora es? —Nos hizo algunas preguntas reconfortantes en su sencillez mientras abría los cerrojos. Miró a Anna y a nuestras monturas—. En su lugar, yo no me quedaría mucho por aquí, ya saben cómo están las cosas.

—¿Cómo están?

Pero ya se había metido dentro y arrastraba los pies entre las perchas de su tienda. Nos buscó capas y jerséis abrigados, pantalones de montar para Anna, y botas para los dos. Estudió uno de los billetes de veinte libras de Sadie.

—¿No tienen nada más?

—No se preocupe por el cambio.

—¿No…? —se rio—. Pero lo aceptaré. Quizá pueda enmarcar esta maldita cosa, enseñársela a los niños…

Al salir del pueblo, me di cuenta de que los telégrafos estaban negros, no maginegros; simplemente, habían muerto.

El sol se desvaneció. Una densa niebla lo cubrió todo. Los unicornios eran monturas lentas e incómodas; estaban diseñados para las breves carreras de la caza. Tenía las piernas irritadas, me dolía la espalda y el trasero, y Anna estaba apoyada sobre el cuello de Luz de Estrellas.

Un chico corrió hacia nosotros a través de los setos en penumbra. Los unicornios se sorprendieron, pero estaban demasiado cansados para encabritarse.

—¿Lo han visto? ¿Lo han visto?

—¿El qué?

—¡El dragón! Estaba allí, en ese campo. —Lo señaló, con los ojos encendidos de asombro. Pero solo pude ver la niebla.

Nos detuvimos en los establos de un herrero sobre North Downs en la primera noche de nuestro viaje a Londres. El hombre de los establos sacudió la cabeza al ver el estado de nuestras monturas. Lo que necesitábamos eran sillas de montar. Solo había que ensanchar la cincha. Y no, no quería nuestro dinero… Ahora solo servía para limpiarse el culo. Y podíamos dormir gratis en el hueco bajo el tejado, sobre la paja. Aquella noche, más inconscientes por el cansancio que dormidos, me pareció oler a humo y escuchar gritos y chillidos. Los unicornios y las demás bestias del establo parecían nerviosos. Me acerqué más a Anna, pero estaba inmóvil e insustancial, casi ausente. Y entonces yo también me fui, arrastrado a la oscuridad, aunque todavía podía oír a las bestias de abajo gemir, susurrar, emitir jadeos inquietos, y después el ronroneo de una sierra, hasta que me desperté y vi que tanto yo como Anna estábamos cubiertos de polvo y escarcha.

En el patio embarrado, nuestras monturas ya estaban ensilladas. Luz de Estrellas intentaba morderle la mano al mozo de cuadras que lo sostenía y tenía llagas en los flancos. Al parecer, habían intentado ponerle una brida, pero las bestias no lo aceptaban. El regalo rojizo del gran maestro Porrett temblaba y sudaba como si acabara de correr más de veinte kilómetros. Tenía un muñón sangrante en la frente.

—Solo son caballos, ¿saben? —El dueño del establo parecía tan amable y despreocupado como el día anterior—. Las malditas cosas se caen solas. —Nos miró con una sonrisa feroz.

En nuestro segundo día de viaje la niebla era todavía más espesa, cargada de olor a quemado, y vislumbramos llamas y destrucción. Pero nadie sabía del todo lo que estaba pasando en Londres, aparte de que los trenes no funcionaban y que los telégrafos estaban muertos. Las sillas nos ayudaban a mantenernos derechos, pero el temblor de mi montura empeoró conforme avanzaba la mañana, y el muñón de la frente no dejaba de sangrar. Goteaba sobre el suelo y me salpicaba. El unicornio sufría, medio ciego. Intenté bajarme para guiarlo, pero al llegar la tarde noche el animal se detuvo en seco, vomitó un torrente de bilis, se arrodilló, y murió. Tuvimos que dejarlo en el sitio; no era el primer cadáver que veíamos en la carretera.

Yo seguí caminando. Anna siguió montando. Acampamos a la intemperie nuestra segunda noche, bajo la oscuridad al borde de un campo. No había luces y el único ruido era el de la nieve al caer. Finalmente conseguimos deshacer la compleja fijación de la silla de Luz de Estrellas y dejamos a la bestia a sus anchas. Después encontré algunos palos, preparé una zona con piedras más seca, e intenté prenderles fuego con una caja de pedernal.

—Déjame a mí. —Anna se inclinó bajo el montón de tela de su capa. Dijo algo, después otra cosa. La cajita barata, casi sin eterizar, siguió con su tictac impasible.

Después de media hora de murmullos y respiraciones, consiguió hacer que el fuego se encendiera; pero aquello solo logró que su cara pareciese terriblemente hundida, ya que daba poco calor y las llamas bailaban como locas entre las ramas, diciéndole a todo el mundo dónde nos encontrábamos. Casi me sentí aliviado cuando se apagó.

Anna se tumbó bajo un árbol y yo me apoyé en ella. Los dos estábamos mojados. Podía oír cómo le rechinaban los dientes.

—¿De verdad crees que esta es la Nueva Edad?

—Tenemos que llegar a Londres.

Ella se rio, después tosió.

—¿Por qué iba a ser Londres distinto?

Una última ascua parpadeó sobre una ramita.

—¿Puedes acercarte un poco más? —le pregunté—. ¿Para darnos un poco más de calor?

—Ya estoy cerca.

Pero no lo estaba.

La noche se derramó a nuestro alrededor mientras la nieve caía y se fundía. Y en algún lugar, claro pero distante, como el pasaje de un tren más allá del horizonte, me pareció escuchar el batir de unas alas gigantescas.

«¿Qué es exactamente lo que quieres, Robbie? Sadie tenía razón al decir que no era a mí…».

«Pero Anna, aquella noche en Bracebridge, cuando me dejaste acostarme junto a ti con la mano apoyada en tu mejilla…».

«Estaba dormida. No me acuerdo. ¿Y ahora qué?».

«Sigo sin saberlo».

Por la mañana volvimos a tener niebla. Pero era más dispersa, y el hielo que colgaba de las ramas se había vuelto a helar formando bellas joyas. La enorme figura negra del unicornio se nos acercó bordeando los senderos relucientes, con el cuerno brillante. Anna seguía dormida, con la cara recogida entre las manos, al parecer tranquila…

«¿Qué es lo que quieres en realidad, Robbie?».

Todavía podía oír su voz, surgida de entre mis sueños. Durante largo rato, mientras el mundo brillaba, dejé a Anna dormida y el unicornio se quedó de guardián.

Otra mañana. Un olor a podrido y a humo.

El Támesis seguía helado. Mareados por el hambre y el cansancio, nos habíamos desviado demasiado hacia el este y apenas rozábamos las afueras del sur de Londres. ¿De verdad habían salido los niños corriendo tras nosotros y cantando que Anna era Blancaoro, que había vuelto en su unicornio para rescatar la ciudad? No lo sé. Luz de Estrellas sufría y las correas de la cincha se le habían clavado en la carne (aunque dudo que Anna hubiera podido llegar tan lejos sin la silla). La ayudé a bajar. Estábamos al lado de la escarpada pendiente que bajaba hasta el río. El hielo parecía lo bastante sólido, pero tenía un brillo acuoso. Puede que nos soportara a nosotros, pero probablemente no aceptaría el enorme peso del unicornio. Corté las hebillas y espanté a Luz de Estrellas para que se internara en la niebla.