10

Llegaba cada día a Brickyard Row, miraba al cielo que hervía sobre nuestro aguilón delantero y deseaba que aquella casa perteneciera a otra familia; tenía que obligarme a entrar. Pasaba corriendo por delante del dormitorio de mi madre de camino a la cama; temía el agrio hedor a enfermedad y la palpitante oscuridad que se arremolinaba triunfante mientras el fuego jadeaba, mecía la tenue luz y nos convertía a todos en monstruos.

La nevisca bajó de las colinas cuando el invierno tuvo su enfrentamiento final con la primavera, y salpicó las ventanas de hielo. El viento arañaba la pizarra; se introducía por las fisuras y amenazaba con sus terribles dedos. Entonces llegó una noche vacía en la que Beth no estaba en casa, mi padre estaba fuera bebiendo y el viento de repente cesó de soplar, como helado de la impresión. El aire parecía casi en equilibro, casi en paz, y yo estaba sentado a la mesa de la cocina subiendo y bajando la caperuza de la lámpara de aceite para ver cómo se encendía y apagaba su círculo de luz. Los vecinos también estaban fuera, como solían hacer aquellos días: espantados por los sonidos y los rumores que emanaban de nuestra casa. Todo Bracebridge parecía hueco y vacío. Pero el aire seguía latiendo, absorbiendo y expulsando olas de luz y oscuridad, haciendo tintinear la porcelana buena en el aparador. CHUM BUM CHUM BUM. Entonces un ruido de arañazos me hizo levantar la mirada y vi algo grande y repulsivo salir de una estrecha grieta en el techo. Colgaba intentando trepar entre las vigas y después cayó con un golpe sordo sobre la mesa y se quedó allí quieto un instante, sin sentido. Un d ragopiojo. No un ejemplar especialmente grande comparado con las bestias que habitaban Mawdingly & Clawtson, pero nunca antes había visto uno tan de cerca. El caparazón azulado de la espalda llevaba lo que parecía una grumosa parodia de un sello gremial, pero el cuerpo que cubría era rosa y azul, como la carne venosa y casi transparente de un bebé humano. Le di la vuelta, como había visto hacer a los mercas con sus botas en la Planta Este. Chilló y dejó escapar débiles ruiditos secos mientras yo lo aplastaba repetidamente con la base de la lámpara. Después dejó escapar una asquerosa gota de icor. Recogí la porquería con hojas de periódico y la tiré al fuego, después fui hacia las escaleras.

La oscuridad parecía caer en enormes copos conforme ascendía. CHUM BUM CHUM BUM, y el resto de la tierra se detuvo en un largo momento de espera mientras yo abría la puerta del dormitorio de mamá y sentía una extraña resistencia, que era como la presión del tiempo en sí. Me di cuenta de que llevaba en la mano el cuchillo de trinchar de la familia. El mango era de piedracedro y su hoja eterizada se reducía a una curva de hoz tras años de afilarla; era una de aquellas preciadas piezas de pura artesanía gremial que todas las familias apreciaban. Lo sentí primero pesado y después ligero en la mano. Debía haber abierto el cajón de la cocina para cogerlo después de limpiarme de las manos la porquería del dragopiojo, aunque aquel movimiento, aquella decisión, parecía tan imposible como el hecho de que llevara el cuchillo en la mano.

La habitación de mi madre oscilaba. Un fuego apagado crujía en la rejilla y el carbón yacía esparcido mientras las llamas heridas temblaban. No daba calor, pero mi madre estaba en cuclillas frente a él con el largo y sucio camisón formando un charco alrededor de sus rodillas. Sentí un atisbo de esperanza, casi de alegría. ¡Estaba levantada! ¡Se estaba reponiendo! Entonces, al sentir mi presencia, giró su largo cuello hacia mí con un chasquido de articulaciones. Agarrado en la mano, como si fuera una ardilla agarrando una nuez, tenía una pepita de carbón. De los labios le colgaban algunas migajas que le ennegrecían la lengua y los dientes. Tenía la nariz aplastada y los ojos grandes y profundos, casi circulares, brillantes. En los hombros le habían salido espinas azuladas. Una manta de dragopiojos la rodeaba.

—Eres tú, ¿verdad, Robert? —Noté que le costaba reconocerme. La forma distinta de pronunciar mi nombre—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué me molestas? —Las membranas de la nariz destrozada se movieron—. ¿Y qué llevas?

Se levantó despacio y le crujieron los huesos. Y era alta, alta. Unos cuantos mechones de fino pelo se le adherían a la exagerada cúpula del cráneo. La carne de las costillas sobresalía a través del camisón abierto. Dentro, los órganos color gris verdoso se revolvían y palpitaban. Me llegó el olor a carbón caliente. Quería usar el cuchillo, pero no sabía cómo. Y hasta comprendía que eso era lo que mi madre hubiese querido; que lo peor que hubiera podido pasarle era que la criatura en la que se había convertido siguiera viva. Levanté la hoja y bailó con intención frente a las débiles llamas del fuego. En aquel instante habría hecho cualquier cosa para ponerle fin a aquello. Pero el aire se contrajo alrededor de mi corazón y lo estrujó con garras de invierno. Y la criatura inclinó la cabeza y puso en blanco aquellos ojos que supuraban éter. Alargó los brazos, se dobló hacia mí, y dejó caer la mandíbula para emitir un asqueroso eructo de fuego.

Me tambaleé hacia atrás y salí al rellano. Las delgadas puertas de la casa parecían romperse para mí, impulsadas por la misma fuerza que me movía, hasta que me encontré de pie, doblado, sin aliento y solo sobre los adoquines de Brickyard Row. Se oía el rastrillar de una pala en algún lugar, música, un perro ladrando. Los abedules alargaban sus extremidades por el espacio de tierra que se inclinaba bajo las estrellas hacia el pueblo y hacia el monótono rechinar de la fábrica de ladrillos. Inspiré una y otra vez mientras el aire a mi alrededor temblaba y humeaba. Sentí algo en la mano y me di cuenta de que todavía llevaba el cuchillo con mango de piedracedro. Lo tiré con fuerza por encima de los árboles, de los tejados y de todo el cuenco hirviente del valle, hacia la estrella roja que, baja y en el oeste, todavía relucía.

A la mañana siguiente, un furgón verde oscuro chapoteaba por el empinado camino que subía desde el pueblo hasta Coney Mound. Tenía altos laterales y tiraban de él dos enormes equinos con cara aplastada. Los niños más pequeños salieron de sus casas para correr junto a él, y yo lo observé desde la diminuta ventana de mi ático y vi cómo sus brillantes paneles se detenían en Brickyard Row. El hombre encorvado que llevaba las riendas miró a los niños y después al cielo amenazador. Al hacerlo, vi que era el maestro Tatlow. Frunció los labios en un silbido, comprobó un pedazo de papel que llevaba en el bolsillo y bajó del coche. Ató sus caballos y les dio unas palmaditas, después abrió el cerrojo de nuestra cancela y llamó con energía a nuestra puerta principal. Oí los pasos de mi padre por el crujiente pasillo, la forma en que se aclaraba la garganta cuando estaba nervioso y el suspiro de la puerta al abrirse sobre el felpudo de junco. Las palabras no eran claras, pero se cerró la puerta, sus voces rodaron y se movieron, y Beth se unió a ellos. A pesar de todo, parecía lo más normal del mundo.

Los niños de la calle todavía rodeaban el alto furgón verde. No llevaba marcas de ninguna compañía o gremio. Aquello en sí era poco normal. Sin duda, todas las cortinas de Brickyard Row estarían agitándose. Nuestros vecinos sacarían brillo con aire ausente a sus portales y ventanas para echar un vistazo. Comencé a ponerme la ropa muy despacio.

«Vamos. Llevas durmiendo toda la mañana».

Me detuve con un calcetín colgando del pie y el corazón súbitamente acelerado. Podría haber jurado que oía el ruido del tendedero y la voz de mi madre llamándome desde la cocina.

«Vamos a salir. Te vas a perder el desayuno».

Miré las inclinadas paredes de mi desván, casi esperando (deseando) que volviera aquella lejana mañana de cuarto diadeturno al filo del verano en la que habíamos visitado Redhouse. Pero las voces seguían llegando desde la planta baja.

La noche anterior, acurrucado en la cama después del regreso de Beth, había oído los jadeos de mi hermana mientras subía y bajaba las escaleras cargada de carbón, sábanas y cubos. Me parecía que toda la casa apestaba a humo. Y, allí tumbado bajo la débil oscuridad, podía oír el crujido de los muelles de la cama, el chasquido de las articulaciones, el sonido (AHHH, AHHHGGH, AHHH, AHHHGGH) de la respiración de algo terrible y de los arañazos y persecuciones que parecían haber llenado las paredes. Allí, entre mis viejos abrigos y mantas, lo único que me separaba de todo aquello era escayola y listones de madera.

Mientras escuchaba el trajín de mi hermana me preguntaba si todavía le quedaría una chispa de esperanza o si trabajaba por puro hábito. Y me preguntaba hasta qué punto se le habría revelado la criatura en la que se había convertido mi madre. Entre toses y estremecimientos me sumergí en un sueño en el que mi madre, todavía con su delantal, todavía con su antiguo aspecto, estaba atada con cadenas y tuberías en la Planta de Motores de Mawdingly & Clawtson. Después oí la voz de mi padre, aquellos gritos suprimidos con los que hablaba cuando había estado bebiendo. Y Beth lloraba, dentro o fuera de mis sueños, y decía que se había acabado, que no podía seguir. Y oí el ruido de la caja de herramientas de mi padre, el estrépito musical de los tablones. El sonido del martillo.

Aquella mañana gris bajé la escalera y descubrí que habían tapado la puerta de mi madre con trozos mal clavados de tablones viejos; justo el tipo de trabajo del que mi padre se habría avergonzado en circunstancias normales. Dibujados toscamente sobre ellos con pintura marrón había círculos y garabatos protectores; la magra substancia de su herencia gremial. Tentáculos de humo se escapaban por los huecos. Se notaba el calor, el poder.

«¿Robert? ¿Eres tú? ¿Eres tú? ¿Eres…? ¿Tú…?».

Ecos menguantes de su voz; nada más. Casi sin dudar, me tambaleé escaleras abajo. Tres caras (mi padre, Beth y el maestro Tatlow) se volvieron hacia mí desde la sala cuando me arrastré sobre el último escalón.

—Este de aquí es el maestro Tatlow —comenzó mi padre, medio levantándose de la silla—. Él es…

—¡Crees que no sé quién es!

Me estudiaron un momento. El maestro Tatlow se había cortado al afeitarse y tenía un pequeño apósito manchado de sangre en uno de los mentones.

—Siempre es difícil. Siempre difícil. —Agitaba las rodillas con impaciencia—. He visto casos de ricos y pobres por media Yorkshire. Créame, maestro Borrows, es lo mejor. Los de su especie no se dan cuenta. Ahora ella es así… y no tiene ningún respeto por los gremios, créame… —Vi que a Beth le caía el cabello en mechones grasientos. Parecía haber dormido con la ropa puesta. La cara de mi padre estaba gris, vieja y helada. El maestro Tatlow sacó un grueso cuaderno—. Su esposa, el cliente, entiendo que trabajaba en el taller de pintura de la gran fábrica, ¿no? —Sí.

—Perdone que se lo pregunte. Pero ayuda a conocer estas cosas.

—Por supuesto.

El maestro Tatlow quitó una banda elástica y recorrió un fajo de páginas con el dedo mientras asentía para sí. Lamió su lápiz. Escribió una nota.

—Por supuesto, puede ocurrir casi en cualquier tipo de trabajo, aunque sé que eso no les consuela en estos momentos. Pero, por lo que dice y por lo que veo en el informe, me parece que este síndrome en concreto es más, ah, singular de lo que cabría esperar de un trabajo de pintura. ¿Podría decirme exactamente cómo se han manifestado los cambios del cliente?

—Lo mejor será —dijo mi padre; se pasó una mano por el pelo— que suba y lo compruebe usted mismo.

Algo se agitó arriba, se arrastró por el suelo y se dio contra los muebles. El maestro Tatlow miró por la ventana. Torció los labios.

—Me pregunto qué le habrá pasado a la policía. Me prometieron en el telegrama que estarían aquí a las nueve en punto. He viajado toda la noche con este furgón desde nuestros establos en Northallerton, así que cabría esperar que fueran capaces de recorrer unos cuantos metros. Espero que no les moleste ofrecerme una taza de té.

Beth se levantó para poner el hervidor. En la calle había empezado a llover y la lluvia salpicaba la ventana del salón. Miré por las escaleras. Arriba del todo una horrenda oscuridad, el hedor del humo, la sensación y el sonido de algo esperando impregnaban el rellano. Después, durante largo rato, hasta que chilló el hervidor, solo hubo silencio y el creciente sonido de la lluvia. Mi padre estaba desplomado y rígido en su silla. Podía ver los nerviosos cables de sus músculos, las venas nudosas y las marcas de manipulador en sus brazos de obrero. El maestro Tatlow abrió y cerró su libro, que tenía una C y una cruz doradas en la cubierta, y miró por la ventana. La cuchara tintineó en el plato cuando Beth le dio el té.

—¡Ah! Muy agradecido —hizo ruido al sorber.

—¿Papá? ¿Quieres uno? —Mi padre negó con la cabeza. Después Beth se dirigió a mí—. Es lo que hubiese querido mamá —dijo mientras se agachaba junto a mí al pie de las escaleras—. Que alguien como el maestro Tatlow viniera cuando las cosas se pusieran… así de mal. Necesita que la cuiden y no podemos hacerlo aquí. Yo no puedo…

—Mamá es un troll.

Sentí cómo se ponía rígida. Tenía llagas alrededor de los labios.

—No tienes por qué usar ese tipo de palabras en esta casa, Robert.

—Es la verdad… pero no tiene por qué ser malo. ¿Recuerdas a Blancaoro? Ella reunió a los cambiados, formó un ejército. Ella podría…

Levanté la mirada hacia Beth. No había comprensión en aquellos ojos dormidos y legañosos.

—Creo que deberías salir un rato, Robert —me dijo—. Ve a casa de Nan Callaghan. Llama a su puerta. Ella lo entenderá. Te dejará entrar…

Salí en estampida por la puerta de la cocina y pisoteé los charcos del callejón trasero. Más allá, en la calle, todo Bracebridge se había disuelto en sábanas grisáceas, mientras que el furgón verde del maestro Tatlow esperaba con sus paneles sin ventanas relucientes de lluvia. Los abedules de la colina se inclinaban y agitaban. Hasta el miembro más antiguo y fuerte de aquel esquelético bosquecillo, en el que tantas generaciones de Coney Mound habían clavado clavos y grabado sus nombres, se mecía como el mástil de un barco empujado por la tormenta mientras yo lo trepaba.

Las botas resbalaban por la corteza conforme intentaba subir, arriba y a lo largo, hasta alcanzar el holgado territorio en el que el suelo pantanoso que estaba justo bajo mí casi se perdía en la lluvia. Pero podía ver Brickyard Row y la ventana del dormitorio de mi madre con bastante claridad. No sé lo que esperaba, pero lo único que pude distinguir en un primer momento fue el viejo armario, lo que resultaba extraño teniendo en cuenta que debería haber estado en el otro lado de la habitación, que bloqueaba el espacio donde debería haber estado la puerta. Entonces llegaron las voces y el ruido de los cascos de los caballos, el rechinar de las ruedas. Otro furgón. Era más grande y pesado que el del maestro Tatlow, y muchos de los policías que iban en él habían tenido que bajarse para ayudar a empujarlo en la cuesta final de nuestra calle. Llevaban brillantes capas impermeables y gorras picudas. Al entrar en tropel por nuestra cancela principal parecían una bandada de paraguas en movimiento.

El árbol crujió bajo mi peso. Me agarré a lacerantes puñados de hojas. Era difícil imaginárselos a todos de pie dentro de nuestra casa, aplastados y chorreantes. Como una joya vislumbrada bajo el agua en una tormenta, la tranquilidad de aquel dormitorio familiar perdido, con su enorme y desplazado armario, parecía encajar perfectamente con todo lo ocurrido aquel día. Después el maestro Tatlow salió de nuevo al exterior, inclinado para protegerse de la lluvia, y abrió la parte de atrás de su furgón para sacar una extraña colección de palancas, aros y cadenas. La puerta principal volvió a cerrarse. El viento soplaba sobre mí. Cuando recuperé mi asidero en las ramas, vi que el armario que bloqueaba la puerta del dormitorio de mi madre estaba temblando. Después voló en pedazos en una explosión de fina madera y el dormitorio, con la rápida entrada de las muchas figuras de uniforme, quedó extinguido en su bullicio. La lluvia pareció espesarse. Me imaginé unos fuertes brazos levantando a mi madre, el peso de aquellas cadenas arrastrándose por el suelo. Mi árbol corcoveaba. Empecé a resbalarme, pero entonces vi de nuevo movimiento en la habitación.

Había una figura alta que se mecía como el humo y se elevaba por encima de todo lo que intentaba retenerla. No supe nada más; pareció producirse un estruendo atronador que podía haber sido el lacerante viento, quizá un trueno de verdad, o la madera astillada del marco de la ventana del dormitorio al comenzar a sobresalir sometida a alguna presión interna. Entonces los cristales estallaron. Desde la altura de mi árbol estaba casi al mismo nivel y, durante un instante, me pareció que la forma que surgió entre remolinos de cristal y sábanas blancas volaba hacia mí. Tuve una visión momentánea no de un monstruo cambiado por el éter, sino de mi madre, con la cara sonriente y los brazos extendidos para abrazarme. Después la visión se nubló y la forma enredada cayó de la ventana, con las brillantes sábanas como una estela, para aterrizar desenredada en el escalón de piedra de la entrada con un sonoro chasquido. CHUM BUM CHUM BUM.

La lluvia cayó con más fuerza. Los gritos. Los forcejeos por abrir la puerta principal. Las carreras de la policía y la voz algo más tranquila del maestro Tatlow. Los riachuelos rosa pálido que se deslizaban por nuestro sendero y se arremolinaban para caer al desagüe. Los empujones y levantamientos indecisos. Los vecinos que acudían con los brazos cruzados, o llorando, o curiosos, o impasibles. Las cambiadas extremidades de mi madre que arrastraban por los bordes de la improvisada camilla, y los cuernos que sobresalían de ella. Son todas las cosas que vi y no vi conforme bajaba del árbol y avanzaba a trompicones entre la fétida maleza. Una bajada final y desde allí toda la parte baja del pueblo se extendía frente a mí bajo la reluciente lluvia, con Rainharrow al fondo; las piedras de su cima parecían haber captado de algún modo un burlón rayo de sol. El viento se recuperó, gris sobre gris; los espumosos bordes de la primavera se rompían contra los muros del invierno. Después oí otro sonido, un aullido angustiado que surgía del valle a mis pies, al que se le unió otro y después otro. Al ser medio diadeturno, las sirenas de los turnos sonaban a mediodía.

—¡Robert! —Con chalina, camisón y boquilla en su sitio, el gran maestro Harrat llenó el portal abierto de su casa mientras la lluvia caía con estrépito a mi alrededor—. ¡Entra! ¡Rápido, rápido! Con un día tan asqueroso, me preocupaba que decidieras no molestarte… —Me quedé de pie chorreando en el vestíbulo, respirando el floral aroma de los manguitos de gas, mezclado con el agua de colonia, la cera de suelos, el popurrí—. ¡Aquí tienes! —Una enorme toalla blanca y el gran maestro Harrat corriendo tras su estela—. Sécate… —Una suave calidez me envolvió—. Pareces absolutamente empapado. Deberías salir de inmediato de esa ropa. Estoy seguro de que encontraremos algo…

Pero mi mirada le hizo quedar en silencio y me quedé esperando en el salón, todavía goteando lluvia, mientras él traía las bandejas llenas de varias capas de pasteles que las siempre ausentes doncellas habían preparado. Después se sentó en la silla de siempre y yo me senté en el borde de la mía. El fuego crepitó. Pude vislumbrar mi imagen reflejada en el cristal de las mojadas ventanas, envuelto en aquella toalla blanca entre los destellos de la madera y el cobre. Me sorprendí a mí mismo cogiendo más dulces y pasteles con absurdas decoraciones que nunca, y metiéndomelos en la boca hasta que me dolieron las mejillas. Después llegó el momento de encender las lámparas, el chirrido de cada grifo de finos nudos intensificaba entre siseos el olor a flores marchitas del gas.

Otros grandes maestros Harrat y Roberts parecieron estirarse detrás de nosotros mientras andábamos por la casa (las sombras perdidas de todos los medio diadeturnos pasados), y la luz del largo taller tenía la textura de la lana mojada. Pero desistió de encender las lámparas allí, hizo tintinear sus bandejas y fardos de cable, y todo el lugar parecía más vacío de lo normal. Los escritorios donde solía llevar a cabo sus experimentos estaban limpios. ¿Qué había pasado con los cables y los ácidos, con aquellas luciérnagas de electricidad?

Bueno, he terminado con todo eso por ahora, Robert —me dijo con una alegría forzada—. Ayer, toda la noche, estuve aquí dentro trabajando. Pero nada parecía salir bien… —hizo una pausa—. Pensamientos extraños, problemas extraños (y reales, obstáculos que nunca había considerado antes) me asaltaron de repente. No podía hacer que funcionara nada y, finalmente, me di cuenta de por qué, y la razón era la más obvia que se pueda imaginar. —Una sonrisa le arrugó la cara—. La idea es imposible, ¿sabes, Robert? Nunca habrá luz eléctrica, al menos no en Inglaterra… Ese era el mensaje del experimento que realizamos aquí el pasado medio diadeturno. Lo único que tenemos es el éter… —Dejó la frase en el aire y siguió mirándome. Una lucha interior se desarrollaba en su garganta y su mandíbula. Finalmente, me hizo la pregunta que llevaba muchos periodos sin preguntarme, aunque yo hubiera notado muchas veces que estaba a punto de hacerla—. ¿Y cómo está tu madre últimamente?

—Ha muerto esta mañana. Se tiró por la ventana cuando el hombre de los trolls vino a por ella.

Se hizo el silencio entre nosotros y solo quedó el susurro de la lluvia.

—¡Qué desorden, Robert! —El gran maestro Harrat comenzó a mover cosas y a apartarlas. Los tapones y los tarros tintineaban y nublaban el aire con sus abigarrados aromas—. Pero quizá algo le resulte útil a mi gremio. Parece una pena dejarlo aquí cogiendo polvo… —Giró el dial de su caja fuerte de la pared y sacó los frascos de éter—. ¿Y qué voy a hacer con esto, Robert? ¿Eh? Esta maldita cosa que rige nuestras vidas. —Puso la bandeja en un banco vacío. Su sombra creció de forma increíble, la cara le palideció—. El éter lo es todo, Robert. El éter no es nada…

Con un sollozo y un manotazo tiró la bandeja al suelo. Los preciados frascos se rompieron y sus sorprendidos contenidos se desparramaron entre los fragmentos con un espesor almibarado, para explorar el polvoriento suelo con dedos brillantes. Me pregunté cuántos motores podría controlar y alimentar aquello, mientras el gran maestro se quedaba allí de pie, ridículo con sus zapatillas de casa entre el ardiente charco, con salpicaduras de la sustancia en los pantalones, gotas en la cara y las manos. Miró a su alrededor y sus facciones, iluminadas desde abajo, se retorcieron de asco. Con un gruñido, se lanzó sobre una de las damajuanas de ácido cercanas. Se tambaleó un momento, como si se estuviera pensando la idea de caerse o no. Después lo hizo y un charco humeante cayó de su boca para mezclarse con el éter. La escena crecía de forma extraordinaria conforme el gran maestro Harrat tiraba sus preciados productos químicos, uno tras otro, hasta que formaron una abundante espuma. Tentáculos de humo y gas se retorcían por el taller.

—Fue un trabajo que me encargaron… —Comenzó a hablar sin preámbulos y a dar vueltas por la habitación repleta, mientras sus pies dibujaban senderos de magibrillo—. Pero debes entenderlo, Robert —me dijo—, fue un trabajo que me encargaron cuando estaba en mi primer puesto de dirección en Mawdingly & Clawtson. Vino a verme un maestro gremial. Estaba esperando dentro de la casa una noche, de pie en el vestíbulo, aunque las doncellas negaron haberlo dejado entrar. Así que supe al instante que tenía poder. Era como si, incluso antes de realizar el hechizo, el poder de aquella cosa lo impregnara. Y tenía una cara… una cara que, por alguna razón, no puedo recordar del todo, Robert, aunque estuviera de pie cerca de mí y pudiera oler la lluvia de su preciosa capa. Pronunció las palabras de mi gremio, Robert, palabras secretas de orden, y supe que era uno de los hombres que me dirigen como la luna a las mareas. Y, por supuesto, me sentí encantado, emocionado. Por supuesto que lo estaba, ¿quién no lo estaría? Aunque no pueda recordar bien su cara, aunque su capa fuera negra y todavía pudiera oler la lluvia, como si la misma tormenta lo hubiera traído. Nos sentamos y hablamos, Robert, y él me explicó con una voz tranquila cuál era el problema y lo que quería de mí, y sacó planos y fotografías que casi no podía creerme, y los desplegó sobre la mesa, y los sujetamos con perros de porcelana.

Y encendimos las lámparas y hablamos, y él era educado y decente, como siempre lo son los hombres de tanto poder. Y me sentía feliz de que confiara en mí… —El ácido humeaba alrededor del gran maestro Harrat. El cristal crujía bajo sus zapatillas. Era un carnoso negativo; oscuridad y luz a la vez—. Por supuesto, comprendí que no tenía por qué darme su nombre, ni siquiera mencionar de qué gremio en concreto venía. Pero lo cierto es que ya estaba demasiado absorto en los detalles de cómo podríamos usar el poder de aquella calcedonia como para que me importaran los modales. Incluso antes de abrir la caja ya lo veía todo claro, el diseño que él quería y cómo aquella piedra reluciente podría cambiar Bracebridge y quizá toda Inglaterra. Mis manos bailaban sobre los planos. Casi se dibujaban solos y, a pesar de ello, estaba muy orgulloso. Después de todo, ¿qué podía tener de malo mejorar la extracción del éter? ¿Qué tiene de malo hacer las cosas lo mejor posible? ¿No es eso lo que todos los gremiales, todos nosotros, le debemos a los accionistas de Mawdingly & Clawtson? ¿Cómo iba a saber que los motores se detendrían y que la cosa reaccionaría? —Las palabras del gran maestro quedaron amortiguadas por los sollozos. La cara le brillaba de éter y lágrimas—. Pero parte de mí siempre supo que estaba mal. Parte de mí lo sabía y el resto de mí no. Era como un secreto que me ocultaba a mí mismo. Supongo que podría haber preguntado, podría haber objetado, podría haberme quejado. Pero ¿a quién? Y, ¿para qué? Nunca hubo una necesidad real… y no tenía ni idea de que las cosas sucederían como sucedieron, y que después seguirían volviendo a nosotros de esta forma después de tanto tiempo… Debes entenderlo, Robert. Debes perdonarme…

El gran maestro Harrat emitió un sollozo balbuciente y se abalanzó sobre mí, una figura de blanco ardiente. Me tambaleé hacia atrás. Sentí el contacto de sus manos en el pecho y en los hombros, y me aparté. Pero él siguió avanzando, tropezando con los estantes. Se detuvo un momento entre la niebla del centro de su taller, en equilibrio como alguien al borde de un precipicio, hasta que sus pies cedieron y cayó hacia delante, patinó sobre las manos, y después cabeza y barriga aterrizaron en los brillantes charcos de éter y ácido.

Dejó escapar un suspiro balbuciente y luchó por levantarse. Pero las palmas de las manos echaban humo, la cara se le derretía. La lluvia se derramaba por los tragaluces, magiluminada y reluciente mientras el gran maestro aullaba y se retorcía en la espuma. Vi el muñón de un brazo cubierto de copos de cristal eterizado. Vi la carne despellejada de su pecho como un dibujo de anatomía.

Se estaba hundiendo, muriendo. Los huesos, blancos y prístinos, todavía se agarraban y movían mientras la carne se disolvía a su alrededor.

Más por el tacto que por la vista, me tambaleé hasta el extremo de la habitación. Brumosos tentáculos de luz se elevaban desde el suelo. Copos de cristal eterizado se me enganchaban en los pies. Me quemaban las manos, los ojos. La tormenta seguía. Con los dedos resbaladizos por la sangre, giré los grifos de los manguitos de gas del taller. Me tambaleé hasta la cocina, subí y bajé escaleras, me caí por las habitaciones, arrastré sábanas, rompí adornos y giré más grifos del gas. Estaba sollozando, aturdido, medio envenenado, pero la oscuridad parecía alentarme a seguir. Finalmente, jadeante, vi las marcas de barro que habían dejado mis botas en el vestíbulo al entrar. Tiré de la puerta y unas enormes manos parecieron volver a cerrarla cuando me introduje en la noche.

Ulmester Street estaba vacía, barrida por la lluvia y la oscuridad, sin miradas curiosas en las ventanas que me vieran descender hacia la parte baja del pueblo con la ropa brillante y desgarrada por el ácido. Después, como una intensificación de la tormenta, detrás de mí se produjo un estruendo grave y profundo; me detuve, miré hacia la cima de la colina, y vi una intensa luz que parpadeaba sobre los tejados y helaba el agitado movimiento de las nubes. Todo lo que el gran maestro Harrat representaba (el susurro de las lámparas de gas, el reflejo del fuego en valiosos espejos, el magibrillo del éter, aquellos penosos gusanos de electricidad) me quemó los ojos en una enorme oleada, seguida de crujidos, rugidos y la caída de la mampostería.