11

El ataúd de mi madre resplandecía. Era de madera buena, pagado con dinero del gremio; el mismo dinero que había pagado la lápida, recién grabada, que destacaba entre todas las demás de la sección del Gremio Menor de los Fabricantes de Herramientas del cementerio. El padre Francis hizo la señal de su gremio mientras bajaban el ataúd para introducirlo en la tierra húmeda y murmuró sobre la bienvenida que mi madre ya habría recibido en el cielo, donde estaría libre de las cargas y tareas de la mujer gremial… Libre para hacer todas aquellas cosas vagas y felices entre bellas casas y campos de trigo, aunque yo sabía que, sin todas las tareas comunes de la vida diaria, le parecerían vacías y sin sentido.

Lleno de aburrimiento infantil en aquella tediosa ocasión, inflé las mejillas y miré al cielo nublado y a las filas de casas. El vino himnario que había probado aquel día sabía rancio y amargo. Los sueños que me produjo no eran más que las frías, húmedas y mohosas páginas de Biblias sin leer. Y nada había cambiado. Nunca cambiaba nada en Bracebridge. Las chimeneas torcidas de la fábrica seguían echando humo. Un carro bajaba con estrépito por Withybrook Road y se mecía al ritmo de mis barriles vacíos. La tierra seguía latiendo. Beth luchaba contra el fuerte viento para mantener un sombrero negro prestado sobre la cabeza. Unas cuantas mujeres, sobre todo vecinas, lloraban, aunque las caras de los hombres parecían talladas en piedra; ni siquiera en aquel momento mostraban sus emociones. Un grupo de niños nos observaba al otro lado del murete, igual que yo había observado otros funerales mientras me preguntaba qué se sentiría allí de pie frente a un agujero en el suelo. Todavía me lo preguntaba.

Los obreros ya estaban quitando los cimientos de la casa del gran maestro Harrat en Ulmester Road al otro lado de la colina, en la parte alta del pueblo; aunque era de construcción sólida, la explosión de gas la había destrozado sin remedio. Por lo que había escuchado, su muerte no había producido mucha más sorpresa que la de mi madre, ni tampoco se había sugerido ninguna conexión. La luz de gas doméstica era poco común en las casas de la gente de Bracebridge y solía considerarse tan poco hable que, de haberlo sabido el gran maestro, habría abandonado su idea de persuadirnos sobre los beneficios de algo tan extraño y nuevo como la electricidad. No encajaba en Yorkshire. Era de Londres, no estaba casado y, aunque dudaba que muchos en Bracebridge conocieran la palabra, un ligero deje afectado lo acompañaba como el olor a agua de colonia y ácido de baterías. En medio todo aquello, el hecho de que invitara a chicos jóvenes a su casa las tardes de los medio diadeturnos parecería algo trivial, si es que alguien lo sabía. Estaba muerto y eso era todo. Quizá lo estaban enterrando en la cripta lejana de la capilla de algún gran gremio en aquel mismo momento. No tenía ni idea. Y tampoco es que me importara mucho.

El padre Francis terminó sus palabras y la gente comenzó a alejarse camino al salón de Grove Street, que en realidad era un largo cobertizo, en el que habría una comilona de embutidos con refrescos de jengibre para los niños, jerez dulce para las mujeres y cerveza ale para los hombres. Me quedé de pie con los últimos dolientes, reacio a dejar que se acabara aquel momento vacío. Los tejos al otro extremo del cementerio se erguían altos y oscuros, como figuras observándome. Entonces, mientras los observaba, uno de ellos cambió y se convirtió en una figura pequeña y medio oculta por un sombrero de ala ancha y un abrigo. Se acercó sorteando estatuas.

—Sentí que debía venir —dijo la maestra Summerton—, pero sabía, sobre todo después de lo ocurrido, que no podían verme.

—Probablemente ya se les ha olvidado —dije—. O se les habrá olvidado después de unas cuantas copas en el salón.

—No deberías ser tan cínico, Robert.

Observamos la salida del cementerio de los últimos dolientes, a través de la cancela de la iglesia. Ninguno de ellos parecía vernos a la maestra Summerton y a mí. Pensé que quizá los dos parecíamos tejos en aquel momento. Nos fuimos por el lado contrario, hacia la parte baja del pueblo y el mercado que, al ser sexto diadeturno, llenaba la plaza mayor. No hablamos durante largo rato y nos limitamos a pasear entre los puestos mientras los toldos ondeaban y el cielo corría. A pesar de que su abrigo parecía pesado, los pies de la maestra Summerton llevaban delicados zapatos que no debían de tener mucha más substancia que las zapatillas del gran maestro Harrat, aunque se mantenían bastante menos embarrados que las pesadas botas y zuecos que se amontonaban a nuestro alrededor. Llevaba bonitos guantes de piel de becerro, y las gafas reflejaban la luz del sol. Vestida de aquel modo en un día gris, nadie podría haber adivinado que no era una simple viejecita gremial. El éter puede ir en ambas direcciones… me pareció comprenderlo en aquel momento, mientras la maestra Summerton olisqueaba los puerros y apretaba el pan para ver si estaba fresco. Igual que la magiluz, puede ser brillante u oscuro. Puede construir buenos motores, transportar mensajes por los telégrafos y evitar que toda Inglaterra se derrumbe. O puede ser un dragopiojo; la picante y apestosa cardamina loca… el terrible troll que había venido a ocupar el dormitorio de mi madre. Puede ser todas esas cosas. La maestra Summerton me cogió de la mano y me arrastró entre cubos de botones de Dudley, montañas de azúcar traído desde las Islas Afortunadas y enrojecidos montones de manzanas de agua que venían por carretera desde Harmanthorpe. Admiramos los manojos secos de sauce cabruno y los farolillos chinos en una esquina, y el vendedor, con un gesto casi inaudito, le regaló un ramillete de flores para que se lo prendiera en la solapa. Disfruté de aquellos momentos, a pesar de todo lo que había ocurrido.

Caminamos en dirección al río y la maestra Summerton se apoyó en el rudo parapeto del puente que le había dado nombre al pueblo, mientras el viento barría Rainharrow y llegaba desde los Peninos, resoplando y retumbando en sus arcos, haciendo temblar las rápidas aguas, transportando hojas muertas y ramas, los aromas del carbón, y el lodo. Los pétalos secos del ramillete se agitaban y susurraban.

—Ojalá hubiera una frase mejor —dijo— que lo siento.

—No me importa. No importa. Nada importa.

—Di lo que quieras, Robert, pero no te hagas daño pensando eso de verdad.

Tragué saliva. El viento me quemaba los ojos. Entonces la maestra Summerton se dio la vuelta y me rodeó con sus brazos. Me oculte bajo el olor a piel de su abrigo, y ella me pareció más grande que nunca. Sentí calor y protección y, durante un instante, el día se disolvió. Estaba flotando, curado, en una Inglaterra distinta, cubierta por el silencio del mediodía, multitud de maravillas, torres blancas… Di un paso atrás, sorprendido de seguir allí, en aquel puente, con el viento y el río.

—Si entre todos hubiéramos podido hacer de esta tierra algo mejor de lo que es, Robert —dijo ella, sonriente—, teniendo en cuenta todas las Edades pasadas, ¿no crees que ya lo habríamos hecho?

Sacó una pipa de barro del bolsillo y la observé mientras intentaba encenderla de espaldas al viento, como había visto hacer a los hombres cuando volvían de las fábricas, pero gastando cerilla tras cerilla hasta que al fin consiguió iluminarla. Verla invertir tanto esfuerzo en una tarea como aquella me dejó un poco desilusionado. ¿Qué tipo de criatura era si no podía hacer algo tan simple? No era de extrañar que no hubiera podido salvar a mi madre.

Cruzamos el puente y caminamos por el otro lado del río junto al prado medio inundado. Los pájaros blancos, a los que allí en Bracebridge llamábamos gaviotas de tierra, volaban en círculos sobre las veloces aguas del Withy.

—¿Sabes? —dije—. Siempre he creído en los tuyos. Era Northallerton lo que no me parecía real. Pero ¿era mi madre de verdad una cambiante?

—No me gusta esa palabra, Robert. Dentro de nada me lo estarás llamando a mí. O bruja, o troll, o hada.

—Pero las hadas no existen… y tú estás aquí.

Ella sonrió, después frunció el ceño bajo aquellas relucientes lentes y unas arrugas marrones surgieron de las sombras y le cruzaron la cara.

—¿Sabes? A veces hasta lo dudo. Mira cómo los edificios surgen y caen aquí en Bracebridge, cómo los campos cultivados cambian anticipándose a las estaciones… y ¡escucha ese latido! ¡Tanta pasión, energía e industria! Mi vida es difusa, Robert. La fragilidad de la realidad siempre está conmigo. Me corre por la carne. En Redhouse soy como un perro viejo en una casa vieja, gruño y ladro a las sombras…

—Debe ser terrible.

—A veces, quizá. Pero, créeme, a pesar de todo, esta Edad es mejor para vivir que muchas otras. No me han lapidado, ni quemado (al menos, no todavía), y tengo mis pequeñas libertades…

Mientras andábamos bajo los árboles mecidos por el viento y el Withy corría junto a nosotros, la maestra Summerton me contó su vida. Había nacido, por lo que imaginaba, casi cien años antes, al inicio de aquella Edad, aunque seguía sin saber las circunstancias precisas. Se quitó las gafas y nos detuvimos junto a un viejo árbol. A la media luz de la vega, sus ojos parecían más brillantes que nunca. Los iris marrón claro parecían en llamas y las pupilas eran negras aberturas que no acababan nunca. Hasta me dejó tocarle la carne de la cara y los brazos. Tenía el tacto de la piel fina, del papel reseco.

—Ahora que soy vieja quizá no parezca tan rara. La gente que me ve solo se imagina que estoy muy vieja y marchita. Pero entonces era joven y mi aspecto no era muy distinto. De hecho, por lo que sé, siempre he sido así. Así que debió de sucederme antes de nacer o poco después. El Gremio de los Recogedores tiene un nombre en latín para mi condición, igual que para todo lo demás, y parece que el cambio que sufrí es muy común (aunque común no es la palabra más adecuada) entre los fabricantes de carbón de los bosques cerca de Gales, que alimentan los hornos de Dudley. No parece trabajo eterizado, ¿verdad? Ni siquiera trabajo gremial. Pero lo es, y un hechizo siempre puede volverse contra la persona que lo hace.

—Pero tú solo eras un bebé.

—Entonces quizá fuera mi madre. —Hizo una pausa—. En aquellos tiempos los gremios pagaban bien por alguien como yo, alguien nuevo lo bastante joven como para entrenarlo y usarlo. He oído que las familias estaban tan desesperadas como para… causar los accidentes. Pero no lo sé. Y al menos no me quemaron en la chimenea, ni me abandonaron en la nieve. Así que supongo que debería sentirme agradecida…

Los recuerdos de la maestra Summerton no eran de su familia y su hogar, sino que estaban llenos de la casa extraña en la que creció. Era básicamente una prisión y los pocos que pasaban por el camino en el que estaba no lo podrían haber sabido. Estaba, según descubrió más tarde, en las afueras arboladas de la gran ciudad de Oxford, y había sido construida para el estudio de los cambiantes en una Edad anterior. Tenía barrotes en las ventanas y cerrojos en las puertas, pasadizos ocultos, compuertas y mirillas hundidas en las paredes; llevaba mucho tiempo vacía cuando la maestra Summerton llegó, y sus primeros recuerdos eran el olor a humedad y el sordo murmullo de voces ocultas.

—No sé si habrás escuchado las teorías, Robert. Que un bebé cambiado como yo comienza a hablar el verdadero lenguaje del éter si se le deja solo…

Las matronas que la atendieron estaban almidonadas y llevaban guantes, incluso máscaras, por miedo a que ella les pudiera causar algún daño impreciso… aunque, conforme la maestra Summerton creció, pasaría periodos enteros sin ver a nadie. La comida aparecía cada mañana sobre la mesa. Las sábanas se cambiaban solas. Lo extraño era que, desde su perspectiva, eran los seres humanos los que poseían la magia.

—Pero yo también era una cosa extraña y salvaje —siguió hablando—, porque el poco poder que tengo es como una locura. Me golpean sin descanso los vientos de lo imposible… pensamientos, ideas, sensaciones. Las cosas más pequeñas me fascinan hasta el punto de la obsesión, mientras que los asuntos ordinarios de la vida a veces me resultan débiles como el humo… —Hizo una pausa y vació el contenido de la cazoleta muerta de su pipa dándole golpecitos y pasando sus esqueléticos dedos por el marfil manchado. Todavía estaba sin gafas y los ojos, al mirarme, eran como el brillo de la luz del sol sobre los campos de invierno—. ¿Cómo puedo hacerte comprender, Robert?

Pero lo sentía. Lo entendía. Mientras andábamos junto al Withy, podía oír las voces ahogadas dentro de las paredes de aquella casa-prisión en Oxford con más claridad que la corriente del río. Por la noche, la maestra Summerton roía la madera de su cama, se sentaba sobre sus piernas y se mecía entre gemidos y aullidos. Comía con los dedos aunque le hubieran dicho repetidas veces que no lo hiciera, prefería cualquier cosa cruda y sangrienta, y aprendía a repetir las obscenidades que las matronas murmuraban detrás de sus máscaras.

Debía haber sido una vida extraña, imposible. Mientras los hombres de los gremios la estudiaban a través de sus mirillas, ella sentía sus recuerdos y pensamientos, y oía las campanas y el bullicio de la ciudad de los capiteles en la hondonada del bosque bajo ellos. A veces oía los trenes correr hacia el norte, los gritos de los carreteros y el traqueteo de los carros, aunque poco sabía lo que significaban, aparte de que aquello era la vida real y que, por alguna extraña razón, ella estaba aislada de lodo. Durante un tiempo, incluso después de aprender a hablar, insistieron en el silencio con la esperanza de que todavía pudiera pronunciar algún hechizo nuevo para ellos. Pero si ella pronunciaba los pensamientos ocultos de la gente, le pegaban. Si movía algo sin tocarlo, le quemaban los dedos en el cristal de una lámpara. Y, además, la sondaban y pinchaban. Había un hombre que solía tararear mientras la sangraba con sanguijuelas. Otros le enseñaban cartas dentro de sobres y le decían que leyera el contenido, la ataban a una silla delante de plumas y pesos dentro de tarros, y le ordenaban que los moviera mientras discutían si sus poderes aumentarían si le quitaban la vista. Tras haber recibido castigos por realizar tareas similares de forma espontánea, nunca sabía bien qué era lo que querían en realidad.

La maestra Summerton caminó en silencio durante un rato, como si aquello fuera el final de la historia. Los rancios ecos de aquella terrible casa-prisión de Oxford se desvanecieron. Los árboles dejaron de golpear los barrotes de las ventanas y el aire volvía a oler a hollín, barro, retretes y troncos de col. En algún momento nos habíamos dado la vuelta. Más allá del puente, Bracebridge esperaba de nuevo, gris a la luz grisácea.

—¿Escapaste? —pregunté.

Ella se detuvo, se volvió hacia mí, y se apartó el abrigo. Comenzó a desabrocharse los botones y cuerdas de su blusón. Era un gesto extraño y retrocedí sin querer, con la piel helada de miedo. Después de todo, ¿qué era ella? Allí estaba yo, en la oscura orilla de un río crecido con una criatura que… pero entonces lo vi. Tenía un tatuaje engalanado en la nudosa y aplastada piel de su delgado pecho. Una cruz y una C emitían luz en el crepúsculo.

—Nunca escapé —respondió ella mientras se volvía a abrochar los botones—. Inglaterra es como es, Robert, y los gremios me controlan igual que te controlan a ti y a tu padre… y a tu pobre, pobre madre. Bueno, ahora me he librado de mis labores diarias tras lo que podríamos llamar toda una vida de servicio. El Gremio de los Recogedores no nos encierra a todos en sitios como Northallerton. De hecho, se han olvidado de que estoy aquí, en Redhouse, y no es muy probable que un viejo tonto como Tatlow me vuelva a encontrar…

A pesar de todo, todavía estaba lleno de preguntas. Me la imaginé regresando a Redhouse. Incluso después de todo lo que había oído y visto, el lugar que me imaginaba en aquella triste tarde de invierno estaba lleno de alegría y luz. Y Annalise estaría allí. La podía ver con el mismo vestido, aunque más limpio, más blanco…

—Me temo que Annalise ha tenido que dejar Redhouse, Robert. Ya no está conmigo. Ella… bueno, tenía que comenzar su vida. Las cosas no podían seguir así para siempre, viviendo con una vieja como yo, y escondida. Solo espero haberle dado la vida que quería. Por supuesto, la echo de menos, y está claro que vosotros dos os llevabais muy bien. Las cosas han sido difíciles para ella. ¿Te contó algo sobre el comienzo de su vida? ¿Y ha pasado algo más? ¿Qué has sabido? —De repente, dejamos de andar. Las gafas de la maestra Summerton se llenaron de las negras corrientes del río. Estiró el cuello hacia delante. El cuerpo pareció alargársele. Comenzó a arrugarse, a cambiar, a extenderse. Vi, sin desearlo, el espectáculo de la muerte del gran maestro Harrat, oí las chispas y crujidos de su casa al explotar.

—Lo que pasó es que…

—¡No! ¡No lo digas! —Se encogió hasta ser ella de nuevo; parecía apartarme, casi físicamente—. Ha llegado el momento de olvidar y seguir adelante. Los dos hemos pasado ya suficientes miedos y decepciones…

Su mano de carbón me acarició el hombro, y todas las visiones y preguntas parecieron desaparecer de mi mente. La maestra Summerton llevaba razón. Annalise se había ido de Redhouse. Mi madre estaba muerta, y también el gran maestro Harrat. Todavía sentía que todos aquellos sucesos estaban unidos de algún modo, pero tales misterios no parecían más que sombras del pasado, y yo todavía creía que el futuro era algo muy distinto; todavía por moldear, por cambiar. Caminamos el resto del trayecto de vuelta a Bracebridge por la orilla. Los barqueros de los muelles al otro lado del río dejaron de enrollar sus cuerdas y de atar sus hechizos de viento para observarnos pasar; aquel muchacho y una elegante mujercita con un abrigo largo. Pensé que quizá la tomaban por mi madre.

—Algún día te contaré más —me dijo ella mientras subíamos los escalones de ladrillo junto al mercado desierto—. Pero yo también tendré que dejar Redhouse y Bracebridge pronto. Y tú debes vivir tu propia vida. Si lo haces, quizá nuestros caminos vuelvan a cruzarse…

Observé a la maestra Summerton esquivar la basura del mercado. Miró atrás junto al portal iluminado de una tienda y levantó la mano para una despedida final; después torció por una calle lateral y se convirtió en una ráfaga de sombras. El viento seguía soplando y desgarraba las nubes, mientras yo regresaba a Coney Mound. Reduje la marcha y miré al cielo. Por una vez, hasta la cara de la luna me pareció sonreír, pero la estrella roja del oeste había desaparecido.