12
Mi vida en los días, turnos, estaciones y años siguientes siguió siendo totalmente corriente. Mi padre regresó a su trabajo en la Planta Este de Mawdingly & Clawtson y a su bebida, mientras que Beth consiguió suplicar un trabajo de ayudante en una escuela de Harmanthorpe, a pesar de haber suspendido los exámenes dos veces. Incluso creo que yo mismo empecé a ir de forma más regular a la escuela y, quizá, a pegar menos a mis compañeros, aunque tengo pocos recuerdos de haber aprendido algo o de haber hecho alguna amistad. Al parecer, la vida volvió a ser normal, aunque nuestros vecinos a ambos lados de Brickyard Row dejaron sus casas, y mi padre nunca volvió a dormir en el dormitorio principal, a pesar de que los dragopiojos desaparecieron de las paredes. En vez de ello, siguió en su silla, en su sitio delante de la chimenea de la cocina, y siguió gruñendo a cualquier cosa o persona que se interpusiera en sus pequeños caprichos; el cabello se le volvió gris y sus modales se hicieron cada vez más desagradables. El dormitorio permanecía cerrado y frío, la puerta hinchada siempre entreabierta sobre sus oxidadas bisagras, el destrozado armario todavía tirado en el rincón.
Así pasaron cinco años, con pocos incidentes dignos de mención más que los cambios que sufrió mi cuerpo al comenzar a crecer hacia la edad adulta y a forzar mi ropa usada. Al mirarme a mí mismo, al pasarme el dedo por la barriga y la barbilla, a veces recordaba el tintineo de las palabras de Annalise en los jardines de Redhouse y me sentía divertido y decepcionado, como si hubiera perdido algo que no podía explicar del todo. Pero estaba decidido a olvidar. Mis placeres de aquellos días provenían de mis vagabundeos por Kainharrow, por donde caminaba sin detenerme y solo sobre los helechos hasta quedar exhausto, o me dedicaba a cortar leña en el patio de atrás en las noches de invierno. A veces jugaba con la idea de seguir las vías del tren hasta Tatton Halt. Pero mis pasos siempre frenaban al llegar al final de Bracebridge. A mis pies se encontraban las fábricas humeantes y el latido que me llenaba la sangre. Ya había tenido suficientes sueños rotos, y sabía en el fondo de mi corazón que Redhouse estaría vacía.
Todavía tenía cuerpo de muchacho, lleno de energía rabiosa y de decepciones inexpresadas. Pero también en aquellos días, mucho después del momento en el que debía haber estado concentrado en los exámenes del gremio o fumando por las esquinas y ligando con chicas, todavía solía ser un caballero de la Edad de los Reyes que cabalgaba en mi imaginación sobre una bella montura de color blanco plateado, camino a tierras vírgenes que se extendían hasta el infinito. Incluso en aquel distante paisaje, seguía siendo una figura solitaria que rehuía los bailes cortesanos en favor de las sendas de los profundos bosques y las montañas escarpadas. Allí, colgado de un revuelo de hojas o de un rayo de luz de luna, vislumbraba al único ser que todavía me importaba. Mi madre, una presencia que siempre retrocedía, pero nunca se iba del todo. Una vez, por un capricho que no habría durado si lo hubiera pensado un poco, cogí el autocar de vapor a Flinton. Durante todo el camino, agitado y dolorido, me dije a mí mismo que el lugar no sería nada, solo un pueblo vecino de tres al cuarto famoso por su fealdad y su producción de carbón. Aun así, cuando bajé y vi sus norias de agua y escombreras, sentí el frío golpe de la decepción. Aquello no era Einfell.
Pasaron otros veranos y otros inviernos. Escuché, como se suelen descubrir tales historias cuando te haces mayor, que en un medio diadeturno en los años setenta de aquella Edad había ocurrido lo impensable y los motores de éter de Bracebridge habían dejado de latir. Varios edificios se habían derrumbado tras el suceso, pero los habían reconstruido hacía tiempo. La ocasión ya parecía casi mítica. No es que me importara. Tampoco quería saberlo. Había algo en aquel pueblo, hasta en sus rumores y sueños, que me daba asco y, aunque seguramente seguía existiendo la suposición de que me haría fabricante de herramientas, mi padre tardó en llevarme a Mawdingly & Clawtson. Era comprensible que se sintiera desilusionado con los escasos misterios de su gremio menor. Pero llegó un quinto diadeturno en el que no pudo seguir retrasando aquel deber, aunque ambos parecíamos rezagarnos todo el camino de ida a las puertas traseras de la Planta Este. Era una calurosa mañana de verano. El aire sabía a polvo, a ceniza y a metal, incluso antes de que tocara la sirena y las máquinas comenzaran a moverse. Ya no tenía ninguna posibilidad de tropezarme con el pobre gran maestro Harrat, pero pronto me aburrí de estar de pie junto a mi padre y me descubrí observando los pasillos humeantes y soleados, y esperando a tener que volver a reanudar mis relaciones con el vil Stropcock. Pero el maestro superior que me recibió era una criatura más gorda llamada Chadderton, que resultaba amigable, aunque de la forma poco convincente de aquellos que buscan la aprobación de los demás. Chadderton me llevó a la desierta cantina de los trabajadores en vez de a la oficina superior con el manipulador de cobre, y ojeó horarios mientras se limpiaba las uñas. Al parecer Stropcock se había ido. No solo de la Planta Este, sino de Mawdingly & Clawtson y de Bracebridge.
Después me enseñó las otras plantas, niveles y depósitos en compañía de otro muchacho de mi escuela que sufría de un permanente goteo nasal. El taller de pintura parecía más pequeño. Las chicas se parecían más a las criaturas llenas de granos y caprichos con las que flirteaban los chicos de mi edad; ya no eran las princesas de mi imaginación infantil. Todo lo demás era incomprensiblemente rápido y ruidoso. Me dejaron solo un momento en el patio después de que mi futuro colega, con la gota de rocío colgando y entre bastante hilaridad contenida, hubiera sido enviado en busca de un destornillador para zurdos. Respiré hondo lujo la calurosa luz del sol e intenté con todas mis fuerzas no creer en la vida a la que parecía estar dirigiéndome sin remedio. Pero aquel patio en concreto me resultaba familiar y, al darme la vuelta, vi una larga pared encalada en el extremo opuesto y comprendí el por qué. No había cambiado mucho desde mi visión. La vieja cancela de hierro tenía una cadena soldada sin costura además del pesado candado. Una sorpresa extraña y vacía embotó y después aceleró los latidos de mi corazón al caminar hacia ella. El arco del interior estaba bloqueado y los ladrillos vistos, más bastos y nuevos que el resto de la pared, rezumaban mortero como si fuera el relleno de un bizcocho. Intenté deslizar la mano entre las barras de la cancela para tocarlos, pero estaban justo un par de centímetros fuera de mi alcance. De repente, sentí que alguien me observaba. Me di la vuelta mientras me frotaba los nudillos arañados. Pero no había nada más que ventanas negras lapadas, desagües rotos, grafiti de los gremios, pintura descascarillada. CHUM HUM CHUM BUM. El suelo temblaba bajo mis pies. Parte de mí quería que pasara algo más, pero me sentí más bien aliviado cuando el muchacho mocoso volvió con la cara roja y las manos vacías del almacén de herramientas.
En los siguientes periodos, empecé a frecuentar el puente de hierro a la vuelta de Wirhybrook Road, por el que pasaba la vía férrea principal al sur de Bracebridge; bajaba por los temblorosos cables y contrafuertes hasta que solo quedaba el aire rugiente y expectante debajo, y esperaba, esperaba. En equilibrio por encima de los veloces trenes, sentía como si cada ruidoso vagón tirara de mí. Sabía que al final saltaría, así que observaba día tras día mi vida con curiosidad de extraño; me preguntaba en qué preciso momento daría el salto final y dónde me llevaría aquel salto.
Finalmente ocurrió en una primaveral noche de segundo diadeturno a finales de marzo del año 90, en la que las vías brillaban con claridad bajo las estrellas sin luna y relucían, y se entremezclaban como las aguas de un río. Estaba sentado con los pies colgando sobre el parapeto, vestido como siempre con mi destrozada ropa de segunda mano, ya no del todo un chico, ni siquiera un joven, sino casi un hombre… significará lo que significara. No me había llevado nada conmigo, aunque parecía que siempre había sabido que debía ser así. El aire era cálido y el pueblo detrás de mí emitía un brillo firme y decidido, apilado tejado sobre tejado desde Coney Mound hasta la penumbra nerviosa y cambiante de Rainharrow. Puse las manos en los pilares lubricados y atados que lucían, bajo la porquería, los grabados de los hechizos gremiales, y pude sentir el débil temblor que siempre atravesaba aquella fina estructura en los momentos tranquilos entre trenes.
Si cabe, Bracebridge me parecía tener mejor aspecto que nunca al mirar atrás.
Las luces, el humo, las chimeneas; de repente todo se entrelazaba y se convertía en otra cosa, algo más, una visión fantasmal, perdida y ardiente a la luz de las estrellas. Quizá fuera eso lo que finalmente me decidió cuando escuché el traqueteo del tren que se acercaba; la sensación de que podría quedarme allí para siempre, en aquel limbo de espera, y soñar con tierras perdidas, tocar piedras antiguas, visitar lugares antiguos. Al poco rato, el rugido del motor llenó el aire mientras las expectantes vías brillaban. El tren pasó por debajo, el caliente resplandor de su caldera y el brumoso calor del humo siguieron al primero de muchos vagones abiertos de éter. La paja que se amontonaba alrededor de los cofres parecía suave como vellón, y yo medí el eterno momento de mi salto a partir del vaivén de los golpes de las ruedas contra los raíles, a partir del pulso de mi respiración y, por última vez antes de soltarme y dejar que me llevara el aire, a partir del ritmo que impregnaba todo Bracebridge. CHUM BUM CHUM BUM.
Y eché a volar.