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Estaba tumbado boca arriba, mientras las estrellas se deslizaban entre los árboles y yo le pedía al tren que me llevara al sur. Las ruedas repicaban. El vagón crujía y se mecía. De vez en cuando, pedacitos de vapor llegaban volando desde el lejano motor. La paja que me hacía cosquillas en el cuello tenía un olor somnoliento y estival. Dentro de sus pernos y de sus bandas de hierro pintadas, las toscas cajas de madera de los cofres de éter parecían sorprendentemente limpias. Pero, mientras miraba la oscuridad gris, despatarrado en la paja con la cabeza inclinada hacia atrás, me quedé dormido con la misma facilidad de siempre.
El aire tenía una humedad transparente cuando me desperté. Me acerqué al borde del vagón, y observé un paisaje cubierto por capas de niebla y embadurnado con manchas de ganado. A veces pasábamos por estaciones, pero las señales iban demasiado rápido como para poder leerlas. Consulté el vago mapa mental que llevaba en la cabeza, y supuse que ya estaba en algún lugar de las Midlands. Las colinas eran más bajas; pendientes llanas que se doblaban las unas en las otras como miembros verdes. Las casas, por lo que podía saber por las pocas que veía, eran más achaparradas que las que yo conocía, los ladrillos de sus paredes eran de un rojo brillante que se filtraba entre la niebla. Algunas tenían techos de paja que sobresalían sobre las ventanas. Hasta los árboles eran distintos, con enormes robles bastante diferentes de las versiones atrofiadas que teníamos en Bracebridge, y muchos otros arbustos, algunos ya en flor, que no podía nombrar. Nada me resultaba del todo familiar, aunque tampoco del todo extraño, y amaba cada puente, valla y charco por no ser Bracebridge.
En algunos lugares de mi largo viaje, los viaductos proyectaban arrebatadoras sombras desde telarañas de hierro, y el tren traqueteaba por túneles donde los telégrafos agachados brillaban a través del ruido y el humo. Cuando el sol subía y el estruendo de las agujas se hacía más frecuente, entramos en el área de un pequeño pueblo. Había gente fuera, en los campos y los caminos, en carros, calesas y carretas. Estudié con más detenimiento el cofre de éter, la tosca madera, y las bandas y sujeciones de metal. Apoyé la oreja en la superficie, con la esperanza de oír algo que no fuera el constante avanzar de las vías. El cofre medía aproximadamente un metro y medio de alto, y más o menos lo mismo de fondo y de ancho. Un hombre adulto podría abarcarlo con las manos… Probablemente incluso levantarlo, porque tenía el vago recuerdo de haber escuchado que el éter no pesaba. Pero no tenía ni idea de por qué todos los cofres debían estar cubiertos de paja y colocados en vagones separados, cuando estaba claro que, físicamente, podrían haberse apilados juntos sin problemas. Los bultos grisáceos unidos a las juntas ceñidas que cerraban los laterales del cofre, que en un primer momento de oscuridad había tomado por candados, eran de hecho sellos de arcilla. Habían juntado unos puñados amorfos, habían rodeado con ellos las juntas y después los habían sellado. Los remolinos y figuras me recordaban a los diminutos sellos de cera que rodeaban los frascos de éter del gran maestro Harrat. Comencé a romper trocitos de arcilla con las uñas distraídamente hasta que me atravesó el impacto sombrío y repentino del poder de su hechizo protector y me encogí, mientras sentía cómo se me soltaba la vejiga y la orina me empapaba los pantalones. Acurrucado y tembloroso en la esquina más alejada del vagón, con las manos en torno a las rodillas, miré el cofre mientras se disipaban los restos de la niebla.
El día pasó y mi largo viaje con él. El paisaje cambió a llanuras más anchas y planas donde los campos lucían sus surcos. El aroma del aire se hizo más exuberante. Había enormes huertos de manzanos de agua con hojas mohosas. Sus ramas, levantadas y rígidas, todavía libres de sus hinchadas cargas, parecían negras avenidas de manipuladores atravesados por el sol. Estructuras altas y extrañas comenzaron a aparecer, con enormes brazos semejantes a velas que se movían sobre el cielo del atardecer. Todas estaban colocadas en montículos y, junto a ellas, había compuertas y estanques, algunos de los cuales brillaban con la luz lechosa de la tarde, mientras que otros proyectaban charcos de sombra como ráfagas de humo. Eran cubetas de decantación de éter, sin lugar a dudas, y las torres junto a ellas podrían ser molinos de viento que extraían éter de los menhires sobre los que se encontraban.
El ritmo del tren se hizo menos regular conforme se dividían los raíles. La noche se acercaba, y los aromas del aire cambiaron de nuevo. Se oían otros trenes cerca, las negras cabezas de sus motores pasaban sobre mí. ¿Qué pasaría cuando el tren se detuviera finalmente? ¿Qué excusa podría dar cuando me descubrieran? Pero los vagones siguieron adelante y el cielo se llenó de tinieblas; la oscuridad del hollín se cernía sobre un cielo sin estrellas, sin luna. Volví a asomarme al exterior del vagón. En un principio solo pude ver paredes, techos, casas… trozos de una escena tan tenue y desolada que casi temía que el viaje hubiera vuelto sobre sí mismo para llevarme de regreso a Bracebridge. Pero más allá, ardiente frente a los oscuros bordes del cielo, se veían halos de una luz imposible. Aquello tenía que ser Londres, sin duda. Hasta un patán como yo sabía que no había ninguna otra ciudad en toda Inglaterra con tan desafiante tamaño, belleza y fealdad. Los vagones saltaron, después se pararon por completo de un solo frenazo cataclísmico. Habíamos parado en un mar de vías iluminadas por lámparas de gas. Me agaché cuando escuché el crujir de unas botas.
—… seguro de que he oído algo en los vagones hace unas horas. Creo que deberíamos… —Las botas se detuvieron. Oí el ruido de los labios del hombre al escupir.
—No podemos registrar todos los putos vagones, ¿verdad? —dijo otra voz más aguda.
Estaban pasando justo por debajo de mi vagón. Podía oler a sudor, a tabaco.
—Siempre podemos sacar a los muchachos, ¿eh? Dejar a esos cabrones que olisqueen un poco…
Me arriesgué a mirar afuera cuando el crujido de sus botas se alejó por la vía. El fogonero era largo y delgado, y el maestro del vapor, bajo y gordo. Me revolví entre la paja para llegar al otro extremo del vagón, medio caí, medio salté a las vías, y dejé que el impulso del salto me llevara sobre ellas hasta la bajada de un terraplén, entregado al dictado de la gravedad hasta que me encontré abriéndome paso entre basura de muchas edades de antigüedad y punzantes matas de ortigas locas; llegué a una valla mientras el áspero aullido-ladrido de los perversabuesos soltados del tren se acercaba cada vez más. Tenía las bestias casi en los talones cuando cerré los dedos sobre unas cadenas oxidadas y comencé a trepar. Llegué al otro lado y caí hasta golpear el suelo y echar de nuevo a correr.
La oscura tierra se elevaba y caía en pequeños y difíciles incrementos, depresiones que se convertían en colinas, hondonadas que me tiraban al barro. Poco a poco me di cuenta de que había luces cubriendo la oscuridad más adelante. El suelo sucio se hizo más firme, mientras que el aire, que en ocasiones parecía tan fuerte que casi no podía respirar, se volvió brumoso y cargado de humo. Había entrado en una zona con algún tipo de edificios y callejones. Era un laberinto escarpado pero, por instinto, cansado del barro, todavía asustado de los perversabuesos, aturdido y dolorido por la quemadura de las ortigas locas, cogí los caminos que subían. La mayor parte de Bracebridge, hasta la más pobre, estaba construida de ladrillo, pero muchos de aquellos edificios eran de madera, zarzos y barro… reforzados, rehechos y reparados conforme empezaban a tener fugas, a hundirse o a derrumbarse. Las ventanas consistían, principalmente, en contraventanas o papel encerado, y las fachadas se apoyaban unas en otras, como si juntaran las frentes en medio de un pensamiento senil. Prevalecía una abrumadora sensación de podredumbre, humedad y edad encerradas.
También la gente era distinta, al menos la poca que vi. Las caras flotaban en las ventanas. Las voces se llamaban. Sentí que me observaban, que me seguían, que se abría constantemente un espacio delante y detrás de mí conforme me tambaleaba subiendo escalones y vadeaba apestosos riachuelos de alcantarillas abiertas. Pasé entre cortinas de ropa mojada. Estoy seguro de que una vez noté una mano en el brazo. Se oyeron risas entusiasmadas. Pero me soltaron cuando empecé a correr.
Finalmente me encontré agachado y sin aliento en una especie de plaza. Los edificios que la rodeaban eran desiguales y relucían con puntos de luz. De ellos surgían sonidos y olores a vida que hacían bullir la noche, que se mezclaban y elevaban; voces que gritaban y cubos que se golpeaban, grasa quemada, pescado frito y malos desagües. Allí vivía gente, igual que en todas partes. Picado por la soledad, caminé hasta una vieja bomba de agua que goteaba sobre la acera. Accioné la palanca y enterré cara y manos en las gotas de aquella agua de extraño sabor. Empapado y mareado, volví a mirar la plaza y las paredes arrugadas como dientes rotos en el flujo y reflujo de sus pálidas luces. Entonces una sombra de apariencia humana vino hacia mí y raspó la acera con una bota. Algo me golpeó el hombro. Aullé. La sombra se movió. Otra cosa me golpeó la espalda. Algo afilado me rajó una mejilla.
—Mirad… —grazné, y abrí los brazos mientras los enormes edificios iniciaban una antigua y torpe danza a mi alrededor—. Soy nuevo aquí. ¿Es esto Londres? No sé qué… —Me golpeó una piedras más grande—. Solo intentaba…
Y otra. Las botas arañaban el suelo.
—¿De quién crees que es este agua, ciudadano?
—¿Qué?
—Digo que la devuelvas…
Todo se nubló cuando otra piedra me golpeó la cabeza. Después vi una figura sobre mí. Unos brazos me rodearon el cuello y un objeto duro, un puño u otra piedra, se me estrelló en la cabeza.
Estaba tumbado en alguna parte con los ojos pegados y costrosos, algo áspero sobre mí y algo angular debajo. Bracebridge se erguía sobre mí, monstruoso y cambiado. Veía temblar las luces por el rabillo del ojo mientras los edificios bailaban. Por todas partes oía voces, golpes. Estaba de vuelta en el ático y mi madre levantaba la polea del tendedero de la cocina. Después se dirigía a las escaleras, subía y se inclinaba sobre mí, me sacudía, me gritaba de pie entre el apestoso humo, me chillaba que era demasiado tarde…
Agua de la misma bomba de la que había intentado beber; de algún modo el sabor a barro era reconocible al instante, me salpicaba la cara. Me arrastraron hasta quedar sentado. Un chico… no, un joven delgado, estaba en cuclillas delante de mí con una taza de latón en la mano, y la luz de una vela y la sucia bruma azul de un espacio más amplio se extendían a su espalda.
—¿Cómo te llamas?
—Robert Borrows.
Él inclinó la cabeza.
—¿Me lo repites, ciudadano? —Su acento era extraño.
—Robert Borrows. Soy de Bracebridge.
—¿Dónde está eso?
—En Brownheath. Al norte. ¿Me estás diciendo que nunca has oído hablar de él?
—¿Debería? Es un sitio estupendo y especial, ¿eh? Así que te llamas Robbie, ¿no? Yo soy Saúl por cierto.
Estudié la cara de Saúl-por-cierto en aquella habitación de extraña luz. Era tostada, angular y huesuda. Los ojos eran de un azul pálido encendido. Llevaba ropa hecha jirones, pero tenía un aspecto elegante, con toques de color y cintas que reflejaban la luz de la vela y la otra iluminación desconocida que llegaba desde atrás. Eran el tipo de cosas que habría llevado un gran maestro hacía mucho tiempo, antes de tirarlas.
—Esto es Londres, ¿no?
Él se rio. Su voz tenía un tono ronco y flemático.
—Estás perdido de verdad, ¿verdad, ciudadano? Pobre cabrón. Robbie de… ¿de dónde dijiste? ¿Broombridge?
No me molesté en corregirlo. Ya no me importaba cómo llamaran a Bracebridge. Y me gustaba bastante el sonido de mi nuevo nombre, ligeramente distinto. Robbie…
—¿Por qué me pegaste?
Saúl se rio otra vez. Se metió la mano en el bolsillo para sacar un cigarrillo doblado.
—¿Por qué te bebiste el agua de la bomba? No es que me pertenezca a mí, claro. Todo el mundo tiene claro que el agua no puede pertenecer a una sola persona. Viene del cielo, ¿no?, igual que el grano viene de la tierra. Pero, tal y como son las cosas en los patios en esta Edad, está tan claro como tu falta de sesos que no es tuya para bebértela… —Saúl se inclinó sobre la vela en su tarro de mermelada y sopló una nube de humo, mientras yo intentaba sin éxito seguir su razonamiento. A la luz de la vela, me di cuenta de que tenía una cicatriz arrugada en la muñeca izquierda y me sentí algo aliviado. A su alrededor, pinchados en las vigas, en las paredes y en las fortuitas erupciones de muebles, había cientos de trocitos de papel—. Y, para empezar, ¿por qué has venido a los Easterlies?
—Creía que me habías dicho que esto era Londres.
—¿Yo? —se rio—. Yo no lo he dicho.
—Pero ¿lo es?
—¿Por qué no vienes y echas un vistazo?
Saúl me ayudó a ponerme en pie. La cabeza me empezó a dar vueltas al arrastrarme por el suelo de un espacio alargado, recorrido por vigas, y lleno incluso en sus agujeros más oscuros de ruinas polvorientas, hasta llegar a una enorme abertura desmoronada en los ladrillos, más grande que cualquier umbral.
Me quedé frente al borde tambaleándome.
—¿Y bien? —me preguntó Saúl—. ¿Es esto lo que querías?
Debajo, las vistas, los sonidos. Y las luces, luces por todas partes.