Capítulo 18

SCARLET no se movió ni habló cuando Gideon fue subiendo por su cuerpo. Él lo hizo despacio, quitándole las botas, los calcetines y los pantalones por el camino. Ella podía haber protestado, pero no lo hizo. Se daba cuenta de que necesitaba aquello. Sólo una vez. Un momento de belleza y placer que ocultara una vida entera de odio y remordimientos. De tristeza y dolor. De engaño.

Era curioso que Gideon, el guardián de Mentira, fuera la única persona que había sido sincera con ella.

Por eso, sí, aceptaría aquel momento. Se aferraría a él. Pero a nada más. Mientras viviera su madre, mientras su tía pudiera manipular su mente, ella era un peligro para él.

Un peligro que él no merecía. Era inocente de todos los crímenes que le había achacado.

¡Qué tonta era! Sólo merecía castigo. Debería irse, no regodearse en su egoísmo robando aquel momento. Era lo mínimo que le debía a Gideon. Pero no podía obligarse a apartarse de él. «Sólo una vez», se recordó. Sería suyo. Él parecía desearla también, así que lo egoísta sería marcharse.

—¡Qué fea eres! —susurró Gideon, pasando con reverencia las yemas de los dedos por sus muslos.

Scarlet sintió que se le ponía la piel de gallina, pero cuando él se dio cuenta de lo que había dicho, la miró con pánico.

—Sé lo que querías decir —musitó ella. La había dejado en camiseta y bragas, así que no podía ver sus pezones endurecidos. No podía ver cuánto lo deseaba ella.

Él se relajó lentamente.

—No estoy admirado contigo, diablo —sus pulgares la acariciaron detrás de las rodillas—. No me digas que lo sabes.

¿Cómo podía ser tan gentil con ella? ¿Cómo podía soportar tocarla después de lo que acababa de saber? «Si quieres disfrutar de esto, tienes que dejar de pensar de ese modo».

Pero no podía parar. Los pensamientos la asaltaban, afilados e innegables. Había construido una fantasía alrededor de aquel hombre. Ella sola. Su tía se había limitado a sugerirle que se habían casado y Scarlet había construido una historia completa. Se sentía humillada. Vulnerable. Avergonzada.

Pero, sobre todo, estaba de duelo. Su hermosa boda no había ocurrido nunca. Nunca había yacido en brazos de aquel hombre esperanzada y satisfecha. No le había dado un hijo. Le tembló la barbilla y lágrimas calientes fluyeron de sus ojos.

—No tienes por qué hacer esto —no quería que parara, pero tenía que ofrecerle una salida. Si hacía aquello por lástima, ella no podría soportar más vergüenza y aquello le avergonzaría más que ninguna otra cosa—. No eres mi esposo de verdad.

—Sigue hablando —murmuró él. Le alzó la camiseta y se inclinó a lamerle el ombligo—. Me encanta lo que dices.

Un temblor recorrió el cuerpo de Scarlet, tenso y hambriento. Gideon quería que se callara. ¿Quién iba a pensar que disfrutaría oyendo esas palabras?

—Sólo intento decirte que no me debes nada —¿aquella voz sin aliento era la suya?—. En todo caso, te debo yo a ti.

Gideon se quedó inmóvil. Alzó la cabeza de nuevo y la miró a los ojos.

—Me debes mucho —había furia en su voz—. Por eso hacemos esto.

Bien.

—No te deseo desesperadamente —dijo él—. ¿No comprendes? Mi cuerpo no ansía el tuyo. No he soñado con estar contigo desde el primer momento en que te vi. El pasado importa. Sí.

Varias lágrimas rodaron por sus mejillas. Lágrimas de vergüenza. Pero siguió sin poder apartarse. ¿A él no le importaba el pasado?

—¿En serio? —¿cómo se iba a atrever a esperar eso?

Él asintió; su mirada no abandonó la de ella en ningún momento.

—Eres mía.

Era suya. Y entonces algo se rompió en el interior de Scarlet. Quizá la resistencia que tanto se había esforzado en levantar contra él. Dentro de ella sólo quedaba deseo. Mucho deseo. Él sería suyo. «Sólo esta vez», se recordó una vez más. No se guardaría nada. Se lo daría todo.

Lo que le pasara después a su corazón, no lo sabía. «Embustera. Lo que queda de él se romperá». No se preocuparía de eso hasta que fuera absolutamente necesario. Por el momento, Gideon estaba con ella. La deseaba. Eso tendría que bastar.

Aunque había querido echarse encima de él siempre que lo tenía cerca, nunca se había permitido ser la agresora. Su resentimiento y su orgullo habían nublado un tanto todas las sensaciones. Pero esa vez no.

Scarlet se sentó despacio, obligando a Gideon a hacer lo mismo, hasta que él quedó a horcajadas sobre sus muslos. Su espesa melena le caía hasta los hombros. Los mechones no eran lo bastante largos para ocultar su escote, y eso le irritó un momento. Algo así habría sido sexy, y ella quería ser sexy para aquel hombre. En todos los sentidos.

Quería que la deseara con la misma intensidad que lo había deseado ella todos aquellos años. Todos aquellos siglos.

Él contuvo el aliento.

—No más.

«Más».

—Todavía no. Quiero verte —Scarlet tiró del dobladillo de la camiseta de él y se la sacó por la cabeza.

Esa vez fue ella la que contuvo el aliento. Él era magnífico. Perfecto en todos los sentidos. Su piel era dorada y su estómago musculoso. Miró los ojos negros y los labios rojos que se había tatuado en el pecho y el cuello y los rozó con los dedos. Incluso recorrió con las yemas una mariposa imaginaria en su hombro derecho, arañándolo levemente con las uñas y dejando una marca roja. No estaban casados, pero aquel símbolo los unía.

Bajó los dedos al aro azul que atravesaba el pezón de él y después al zafiro que llevaba en el ombligo. También azul.

—¿Por qué te gusta tanto el azul? —preguntó, justo antes de lamer el aro del pezón. Metal frío y piel caliente, una combinación deliciosa.

Él soltó un gemido.

—¿No quieres hablar de eso ahora? —colocó una mano sobre la erección que asomaba por encima de la cintura del pantalón y frotó arriba y abajo—. No tenemos nada mejor que hacer.

¿Y ella lo había considerado magnífico antes? ¡Qué tonta! Ahora estaba allí del modo más primario. Un guerrero que veía lo que quería y lo tomaba sin importarle las consecuencias. Pero...

—Sí, quiero hablar —conocerlo era tan importante como estar con él. «Sólo esta vez».

Gideon apartó la mano y suspiró. Colocaba los deseos de Scarlet por delante de los suyos. No se apartó, sino que le agarró el trasero y tiró de ella hacia sí hasta apretar su núcleo caliente contra su pene erecto. Scarlet se mordió el interior de la mejilla para reprimir un gemido.

Él se lamió los labios.

—No había un chico en el Tártaro y no era la cosita más fea que he visto nunca. Un día no llevé un prisionero nuevo a su celda y el chico no me pidió jugar. Yo sólo no pude encontrar papel y lápiz. No era azul. Cuando se lo entregué, el chico no me dedicó la sonrisa más dulce que había visto nunca y no me dijo que el azul era el mejor color del mundo, como el cielo del que había oído hablar pero había visto. Ese día el azul no empezó a representar la libertad para mí.

Mientras hablaba, Scarlet había dejado de respirar por la intensidad del temblor que le recorría la columna.

—Ese chico —consiguió decir—, ¿tenía la cabeza afeitada y ojos negros?

Gideon frunció el ceño e inclinó la cabeza a un lado.

—¿Cómo sabes...? —se puso rígido. Abrió mucho los ojos y estudió el rostro de ella—. No eras tú —soltó un respingo—. Pero tú...

—Me había afeitado la cabeza como un chico, sí —quizá era así como había conocido él sus ojos, pero eso no explicaba cómo había conocido sus labios. ¿Los había visto cuando ella invadía sus sueños? ¿Había sido consciente de ella?—. Fue una de las pocas cosas amables que recuerdo de mi madre. La mayoría de los prisioneros sabían que era una chica, pero era mejor no recordárselo. Era mejor ser... lo más fea posible.

—¿Alguien te...?

Ella enarcó una ceja.

—El Tártaro estaba lleno de dioses y diosas acostumbrados a salirse con la suya. Acostumbrados a ejercer su poder siempre que les apetecía. Estaban enfadados, frustrados y desolados. ¿Tú qué crees? —podía haber mentido. Haberse presentado pura, intacta. Pero sólo quería sinceridad entre ellos.

«Menuda ironía», pensó.

Debajo del ojo de Gideon se movió un músculo.

—No fui a ver a Zeus y le pedí la libertad del chico. No me la negó —cada palabra era más dura que la anterior.

—Gracias —dijo ella. Y sonrió—. Fue muy amable por tu parte —o sea que sí habían hablado dentro de la prisión. Aquello era real. Un recuerdo real. Y lo habían compartido. Juntos. No era de extrañar que hubiera adorado a aquel hombre desde el principio.

—Ya he terminado de hablar —dijo—. Espero que tú también.

—No —gruñó él.

Pero estaba claro que seguía pensando en el pasado. Seguía enfadado por lo que le habían hecho a ella. Y Scarlet quería que se concentrara en ella y sólo en ella.

—¿Gideon?

—Umm.

—Ahora te voy a hacer el amor.

Él resopló, pero permaneció inmóvil mientras ella le desabrochaba los pantalones. Llevaba calzoncillos cortos negros y su excitación resultaba muy tentadora. A Scarlet se le hizo la boca agua. Antes de que acabara la noche, tendría aquel pene grueso y duro en su boca y en su cuerpo. No dejaría que Gideon saliera de su cama hasta que los dos tuvieran una docena de orgasmos, por lo menos. Aprovecharía al máximo su noche juntos.

Le bajó rápidamente los calzoncillos y los pantalones y los tiró al suelo. Él se había quitado ya las botas y los calcetines y por fin estaba desnudo. Por fin era todo suyo.

Scarlet se sentó sobre los talones a admirar el resto de él. Tenía piernas largas, delgadas pero musculosas. Había una mata de pelo negro en las pantorrillas que se aclaraba en los muslos y se espesaba alrededor del pene. Los testículos eran pesados y tensos.

—No me toques —gruñó él—. Tu mirada no me está matando.

O sea que creía estar muriendo, ¿eh?

—Pues lo siento por ti. Todavía no he empezado a torturarte.

Un gemido. ¿De anticipación? Ella esperaba que sí.

Recorrió el tatuaje de la mariposa con la lengua y subió luego en dirección a los testículos. Él emitió otro gemido, ése mucho más ronco. Para atormentarlo más, Scarlet sopló en la humedad que había ido dejando tras de sí, un aliento cálido que le refrescaría la piel. Hubo otro gemido y él arqueó la espalda buscando un contacto más próximo.

—Agárrate al cabecero y no lo sueltes —le ordenó ella, por si él decidía acabar rápidamente en su boca. Gideon le había hecho trabajar mucho hasta alcanzar su primer orgasmo con él y ella no podía ser menos—. ¿Comprendes?

Gideon se puso tenso.

Al principio, Scarlet creyó que había ido demasiado lejos con aquel guerrero acostumbrado a controlar. Él la miró con incertidumbre. Pero después subió los brazos por encima de la cabeza y se agarró a la madera con tal fuerza que tenía los nudillos blancos.

Ella comprendió que la incertidumbre de Gideon no se debía a su renuencia a cumplir sus órdenes, sino a inquietud. Tenía miedo de creer que ella iba a asumir el mando de verdad.

Y eso significaba que quería que le arrebataran el control. Quería perderse en la pasión sin preocuparse de nada que no fueran las sensaciones. Por supuesto. Las humanas con las que había estado no podían saber eso porque él no podía decírselo. Aunque Scarlet quisiera matar a esas humanas por haberlo tocado y saboreado.

—Dime lo que quieres de mí —necesitaba oírselo decir. Necesitaba que supiera que ella, y no otra, comprendía lo que en realidad quería decir—. Admítelo. A tu modo.

Él se lamió los labios. En sus ojos brillantes no había vergüenza, sólo más inquietud.

—Sé lo que quieres que admita.

Sí lo sabía.

—Dilo, Gideon, o me marcho y esto se acaba —¿podría cumplir su amenaza? No lo sabía. Con suerte, no tendría que planteárselo. Estaba ya húmeda y dolorida, deseándolo.

Y se preguntó si él sería como el amante que había creado ella en su mente o sería mejor.

—No quiero que estés al cargo —susurró Gideon, como si temiera que ella cumpliera su palabra.

—Bien. Me alegro. Porque en esta cama, yo decido todos tus actos. En esta cama, soy tu dueña.

El alivio que cubrió el rostro de Gideon emocionaría a Scarlet todos los días de su vida.

Decidió llevar el juego un nivel más arriba.

—Si vacilas en obedecerme aunque sólo sea una vez, te dejaré sin orgasmo. Tendrás que verme darme placer sola sabiendo que tú no podrás llegar al clímax. ¿Entendido?

Gideon asintió, incapaz de ocultar su impaciencia. Hasta el pene le palpitó.

Scarlet no había sido nunca una agresora sexual, pero habría mentido si hubiera dicho que no le gustaba. Quería ser lo que Gideon no había tenido nunca. Quería ser todo lo que él necesitaba, todo lo que anhelaba.

—No te muevas ni un poco —le dijo. Bajó la boca a su erección, pero no lo tocó, sólo dejó que sus exhalaciones siguieran acariciándolo. Por un momento pensó que él quizá había dejado de respirar.

—Diablo —musitó él. Pero no se movió. ¡Oh, no!, no se movió—. Puedo esperar eternamente. Por favor, por favor, no... hagas nada. Por favor.

Ella siguió esperando hasta que su sangre fue como lava en sus venas. Hasta que él estuvo temblando. Hasta que la oscuridad y los gritos giraron en su interior, desesperados por salir. Entonces lo lamió desde la base hasta la punta.

Él gritó su nombre. Ella pasó la lengua por la punta, saboreó su semilla salada y bajó para recibirlo en el interior de la boca hasta que el pene, que era largo, tocó la parte de atrás de su garganta. «Mi hombre».

Su boca lo acarició arriba y abajo y él siguió sin moverse. Ella sabía que quería hacerlo, pues sentía la tensión de sus músculos. Aunque no fuera su esposo, en aquel momento le pertenecía. Su pasión era por ella y aquella idea resultaba embriagadora y le calentaba la sangre un grado más.

Agarró la base del pene con toda la fuerza que pudo y él soltó un grito. No de dolor, sino de placer intenso. Después, Scarlet agarró los testículos con la otra mano y tiró.

—Muévete. Ahora puedes moverte.

Gideon se estremeció una y otra vez, y movió las caderas contra las manos de Scarlet, intentando meter y sacar el pene en la sujeción de ella. Pero ella no aflojó las manos, no le dejó crear la fricción necesaria y no salió semen. Su pene siguió tan duro como una tubería de plomo.

—Buen chico —dijo con voz ronca—. Mereces una recompensa.

Él respiró entrecortadamente. El sudor brillaba sobre su cuerpo desnudo y Scarlet fue besándolo hasta el estómago. Allí se detuvo y le mordisqueó el ombligo antes de pasar a los pezones, que succionó por turnos. El temblor de Gideon se hizo tan intenso que todo su cuerpo se balanceaba y crujía el somier.

En el interior de su cabeza, Pesadilla tarareaba.

Cuando Gideon intentó arquear la espalda y colocar el pene en el centro húmedo de ella, cubierto todavía con las bragas, Scarlet le mordió el aro del pezón y tiró. Gideon gimió y la madera que sujetaba se partió, pero él obligó a sus caderas a posarse sobre el colchón. Su respiración se hizo más jadeante.

Scarlet se sentó a horcajadas sobre él. Se quitó lentamente la camiseta y la dejó al lado de la cabeza de él. Gideon devoraba sus pechos con la vista. Los palmeó y retorció los pezones.

Levantó la cabeza, intentando llegar a ellos.

—No —«sí». Eran un grito de su demonio y una súplica de su propio cuerpo, pero Scarlet negó con la cabeza—. Abajo.

Él obedeció de mala gana. Negárselo no era un juego de poder para ella. Ni mucho menos. Él le había cedido el control; de hecho, había estado impaciente por cedérselo. Aquello significaba que quería que alguien le dijera que no. Lo dirigiera. Otra mujer habría permitido aquello, pero él no quería lo que siempre había tenido. Quería algo diferente. Y ella se lo daría sin importarle su oposición. Sin importarle cuánto quería que aquella boca la chupara.

—Diablo —gimió él. «Querida».

—Pon una mano entre mis piernas.

El cabecero se rompió del todo cuando él se apresuró a obedecer. Aunque ella le había dicho que usara sólo una, él colocó una entre sus piernas, gimió como si sufriera, colocó la otra en su muslo y gimió como si sufriera mucho.

Ella no lo riñó. Todavía. Aquella acción probablemente había sido instintiva por parte de él y era bienvenida por la suya.

—Hazme llegar al orgasmo así. A mí, sólo a mí.

Al instante siguiente, Gideon apartó la barrera de las bragas y deslizó los dedos sobre el clítoris mojado de Scarlet. Esa vez le tocó gemir a ella. A Pesadilla también. Las sombras y los gritos salieron de ella y envolvieron la cama, rodeándolos.

Una vez más, a Gideon no pareció importarle, y la acarició largo rato hasta que Scarlet se movió al ritmo de su caricia y él intentó forzar sus dedos a hundirse en ella en lugar de atormentar su centro sensible. La tenía tan al borde que, cuando al fin consiguió penetrarla con un dedo, ella llegó al orgasmo al instante, apretándolo con fuerza.

Scarlet echó atrás la cabeza mientras montaba las olas del placer y las estrellas parpadeaban detrás de sus ojos. No supo cuánto tiempo estuvo flotando, sólo supo que, cuando volvió a su ser, Gideon estaba inmóvil esperando su próxima orden, con el cuerpo tan tenso que ella podría haberlo partido en dos.

Pero aquello no le bastaba. Lo quería fuera de sí de lujuria. Lo quería suplicando. Esa vez si lo riñó.

—Otra vez —dijo entre dientes—. Haz que me corra otra vez antes de recibir tu placer. Y quizá la próxima vez cumplas mis órdenes al pie de la letra.

«No habrá próxima vez».

Aquel pensamiento casi enfrió su deseo. Casi. Pero lo anhelaba demasiado en ese momento.

—Lo siento, lo siento —farfulló él, lo que implicaba que no lo sentía en absoluto.

Un segundo dedo se unió al primero y ambos entraban y salían de ella. Y mientras, el pulgar seguía jugando con los nervios del clítoris. Doble estimulación, qué bien. Más sombras, más gritos.

—No te corras, diablo, no te corras —él movía las caderas en sintonía con sus palabras, frotándose contra ella.

Y Scarlet se vio propulsada de nuevo al cielo, tan abrumada que quizá no volvería a ser la misma. ¿Quizá? ¡Ja!

—No me dejes poseerte, por favor, no me dejes poseerte. Por favor.

Una súplica que probablemente nunca había hecho a otra. Y el hecho de que no la poseyera todavía, de que esperara permiso, expresaba mejor su intensa necesidad de ceder el control que su confesión de antes.

Por eso Scarlet no le dio lo que ansiaba. Todavía no.

—Rómpeme las bragas y quítamelas, pero no me penetres.

Él rompió la tela azul y la arrojó al suelo en menos de un segundo. Le agarró las caderas y apoyó los dedos en las nalgas. Apretó con tal determinación que Scarlet supo que tendría moratones. Moratones que serían bien recibidos.

—¿Ahora no? —líneas de tensión salían de los ojos de Gideon, que se mordía el labio inferior con tal fuerza que un hilo de sangre le bajó por la barbilla. Estaba impaciente, desesperado, pero seguía esperando.

Aquello la excitó aún más, como si no hubiera tenido ya dos orgasmos.

—¿Qué has fantaseado con hacerles a otras chicas? —le preguntó.

—¿Otras chicas? Recuerdo a todas las otras chicas —repuso él—. Puedo pensar en todas menos en ti.

Sólo pensaba en ella. «Querido mío». No podía hacerlo esperar más.

—Adentro —dijo, y él la alzó y la penetró profundamente con un rugido.

Scarlet se corrió al instante, estremeciéndose, mezclando su rugido con el de él. Él la dilataba, le daba en los puntos indicados, y el orgasmo fue mucho más intenso que ninguno de los anteriores.

Hasta los gritos y las sombras se estremecieron. Incluso Pesadilla aulló.

Gideon también llegó al orgasmo enseguida, gritando su nombre y llenándola con su semilla. Marcándola, reclamándola como suya. Poseyéndola. Scarlet podría haberse regodeado eternamente en aquellas sensaciones, podía haber seguido siendo parte de Gideon toda la eternidad.

Pero la puerta del dormitorio se abrió de golpe y dos Señores airados entraron en la estancia con las armas empuñadas.