Capítulo 2
SCARLET despertó con un sobresalto. Pero, por otra parte, siempre era así. En cuanto terminaba el tiempo que necesitaba su demonio en el país de los sueños, su cerebro recuperaba la consciencia como si estuviera enganchado a un generador y acabaran de encender el interruptor.
Se sentó jadeante, sudando, mirando a su alrededor sin ver todavía. Los gritos que su demonio y ella habían arrancado a las víctimas empezaban a decaer, pero las imágenes que habían proyectado en sus mentes dormidas permanecían en la de ella. Llamas chispeantes, carne que se fundía, ceniza negra oscilando en la brisa.
El terror de esa noche había sido el fuego.
Cuando dormía, no podía controlar al demonio, que buscaba a cualquiera que pudiera encontrar y creaba todo el caos posible. Sí podía hacer sugerencias, impulsarlo a atacar a ciertas personas de cierto modo. Y él normalmente se apresuraba a hacerlo. Aunque ella no había hecho ninguna sugerencia últimamente.
Desde que la habían capturado los Señores del Submundo, funcionaba con piloto automático, pues sus pensamientos estaban ocupados con un guerrero en particular. El atractivo y frustrante Gideon de pelo azul.
¿Por qué no se acordaba de ella?
Como siempre que recordaba esa amnesia selectiva, se tensaron todos los músculos de su cuerpo. Apretó los puños y sintió una necesidad salvaje de matar a alguien, a quien fuera.
«La ira no es buena para los que te rodean. Cálmate. Piensa en otra cosa».
Obligó a su mente a volver a su demonio; la muerte y el caos eran un tema mucho más seguro que el de su esposo. Durante las horas que estaba despierta (que eran doce todos los días, aunque no siempre las mismas doce), era ella la que manejaba los hilos. Podía invocar la oscuridad y podía provocar los gritos. El demonio podía impulsarla y ella a menudo le hacía caso. Después de todo, era justo corresponder. Y normalmente, a Pesadilla le gustaba impulsarla: «Asústalo... hazlo gritar».
Pero en aquel momento, su demonio estaba extrañamente contento.
«Hemos salido de la mazmorra», dijo Pesadilla, que vio lo que los rodeaba antes que ella.
Ah. Allí estaba la razón.
Las llamas murieron por fin y Scarlet observó la zona. Frunció el ceño. ¿Dónde puñetas estaba?
Había pasado varias semanas encerrada en la mazmorra, rodeada de paredes de piedra y barrotes de hierro. De las otras celdas llegaban continuamente gemidos de dolor y un montón de aromas acres y fuertes impregnaban su olfato.
Ahora... decadencia. Papel estampado decoraba las paredes y en las ventanas colgaban cortinas de terciopelo oscuro. Había una araña de cristal violeta encima de la cama y sus luces tenían forma de racimo de uvas. Y la cama... La miró detenidamente. Era grande, con sábanas azules suaves y cuatro postes de madera tallada.
Lo mejor de todo era que el aire olía dulce, como a uvas mezcladas con manzanas y vainilla. Inhaló profundamente, saboreándolo. ¿Cómo había llegado allí sin darse cuenta?
Evidentemente, la habían transportado mientras dormía como una muerta. Algo que normalmente odiaba pero que esa vez no podía odiar, pues implicaba que la habían liberado, tal y como esperaba. Sí, esperaba. No quería permanecer en aquella fortaleza sólo para estar cerca de Gideon. No, gracias.
Aun así... mientras estaba perdida en los sueños de otros (y sí, a cualquier hora que entrara en la esfera de la oscuridad siempre había alguien durmiendo en alguna parte y el demonio se nutría de su terror), podía atacarla cualquiera y ella no podía defenderse. Cualquier podría hacerle algo y ella estaría impotente para detenerlos.
No era bueno que la trasladaran mientras estaba dormida.
Normalmente, se protegía de eso con sombras. Sólo tenía que mover un dedo mental antes de quedarse dormida y las sombras la envolvían haciendo imposible que nadie la viera. Pero cuando supo que estaba dentro de la casa de Gideon, dejó de invocar esas sombras.
Quizá, a cierto nivel, deseaba que el hecho de verla dormida reviviera su recuerdo. Quizá quería que volviera a desearla y le suplicara formar parte de su nueva vida. Lo cual era estúpido. El bastardo la había dejado para que se pudriera en el Tártaro y no debería quererlo.
Debería querer su destrucción.
—Vaya, vaya. ¡Cómo me entristece que te hayas despertado por fin!
Al oír su voz ronca y profunda, Scarlet se puso tensa. Miró a su alrededor y, cuando lo vio, se le paró el corazón. Estaba en la puerta del dormitorio con los brazos musculosos caídos a los costados. Era un guerrero cuyo rostro malicioso prometía noches incomparables de placeres pecaminosos. Sus ojos brillaban de anticipación, contradiciendo su pose indolente.
Gideon. En otro tiempo su amado esposo y ahora un hombre que sólo merecía su desprecio.
Su corazón volvió a latir, con fuerza, y se le calentó la sangre... la misma reacción que había tenido la primera vez que lo vio, miles de años atrás.
«No es culpa mía, ni entonces ni ahora». No había ningún hombre más hermoso, mitad ángel, mitad demonio, y completamente viril. Ningún hombre que la tentara tanto, aunque una voz interior le advirtiera de los peligros que le esperaban si sucumbía a su atracción. Peligros que no podía evitar anhelar. Llevaba una camiseta negra que decía Sabes que me deseas, pantalones negros un poco anchos y una cadena de plata de cinturón. Llevaba tres piercings en la ceja derecha y uno en el labio. Un aro de plata a juego con el cinturón.
A Gideon siempre le había importado su aspecto y no le gustaba que se burlaran de eso. Algo que en otro tiempo divertía a Scarlet, pues mostraba un lado más blando de él. Una pizca de vulnerabilidad.
Ese día, sin embargo, no podía divertirse. Mientras él estaba allí con un aspecto tan comestible como una trufa de chocolate, ella seguramente se parecía a una rata de cloaca. Sólo había podido lavarse con el agua que le llevaban los Señores cada tarde, tenía la ropa arrugada y sucia y el pelo muy enredado.
—Tienes mucho que decir, ¿verdad? —murmuró él—. Entonces vamos por buen camino.
Scarlet sabía que él sólo podía decir mentiras, así que sabía muy bien lo que quería. Que hablara. «No le hagas caso. No dejes que sepa cómo te afecta». Enarcó una ceja y adoptó lo que esperaba fuera una expresión indiferente.
—¿Te acuerdas ya de mí? —bien. Su voz no transmitía ningún dolor.
Los ojos de él la miraron con dureza.
—Claro que sí.
O sea, no. No se acordaba. ¡Bastardo! Ella no permitió que cambiara su expresión, no le dejaría ver cómo la alteraba.
—¿Y por qué me has sacado de la fortaleza? —pasó un dedo despacio por la columna del cuello, entre los pechos, para ver si... Sí, él seguía sus movimientos con los ojos. ¿Alguna parte de él la encontraba todavía atractiva?—. Soy una mujer muy peligrosa.
—Nadie me ha advertido de eso —la voz de él era más ronca que de costumbre, entrecortada—. Y no te he traído aquí para hablar cómodamente, eso seguro.
No la había llevado allí porque la deseara, entonces, sino sólo para satisfacer su curiosidad. Ella dejó caer la mano sobre el regazo. No estaba decepcionada. Aquello era más de lo mismo y ya se había fortalecido contra la angustia incontables veces. Una vez más no supondría mucha diferencia.
—Eres un tonto si crees que un cambio de escenario me va a soltar la lengua.
Aunque él guardó silencio, un músculo se movió en su mandíbula. Estaba claramente alterado.
Ella sonrió con dulzura, dispuesta a disfrutar el momento. Y había algo satisfactorio en dejarlo en la oscuridad, en la duda, la misma duda que había tenido ella sobre el paradero de él durante miles de años.
Al recordar su preocupación, esa preocupación siempre presente, no pudo evitar que se desvaneciera su sonrisa, por falsa que fuera. Incluso tuvo que apretar la lengua contra el techo del paladar para evitar gritar de furia.
«Volveré a por ti», le había dicho él una noche. «Te liberaré, lo juro».
«No, no te vayas, no me dejes aquí». ¡Por todos los dioses, qué llorica era ella entonces! Pero estaba prisionera y él era su única luz.
«Te quiero demasiado para estar mucho tiempo sin ti, tesoro. Ya lo sabes. Pero tengo que hacer esto. Por los dos».
Por supuesto, ella no había vuelto a tener noticias suyas. No hasta que los Titanes escaparon del Tártaro, la prisión para inmortales, y arrebataron el control de los cielos a los Griegos. No hasta que ella llegó a la Tierra a buscarlo... y lo encontró de fiesta y ligando en una discoteca.
La furia explotó y cubrió de rojo su línea de visión. Respiró hondo varias veces y los puntos rojos fueron desapareciendo.
—Hemos terminado —dijo, aunque permaneció inmóvil, calibrando la reacción de él—. No vas a conseguir lo que quieres y, desde luego, no me vas a retener aquí.
—Eres libre de huir de mí —él se cruzó de brazos, lo que tensó la tela de la camiseta sobre los pectorales—. No te arrepentirás.
De nuevo supo ella lo que quería decir. Si huía, se arrepentiría.
—En cuanto me desperece, aceptaré tu oferta y saldré corriendo —dijo—. Y por cierto, gracias por la sugerencia. No se me habría ocurrido nunca.
Él gruñó de frustración y rabia.
—He sido cruel trayéndote aquí. No me debes ningún favor a cambio, así que no te quedes aquí.
—Estamos de acuerdo. Eres cruel y yo no te debo nada, así que no me siento obligada a quedarme.
Otro gruñido. Ella reprimió la risa. ¡Maldición! Seguía siendo divertido burlarse de él.
¿Divertido? Su sonrisa desapareció por segunda vez. Debería odiar que él sólo pudiera hablar con mentiras, no disfrutarlo. Aquella lengua engañosa ya había partido una vez su frágil corazón.
—¡Ya no basta! —dijo él, cortante.
—¡Vaya! Veo que pides más.
En otro tiempo lo había creído especial, pero él había demostrado ser exactamente como todos los demás. Su madre, su rey, sus supuestos amigos... todos la habían traicionado.
Eran criminales, sí, pero hasta los criminales podían amar. ¿No? Sí. «¿Y por qué no han podido quererme a mí?».
Había pasado toda su vida encerrada en el Tártaro porque su madre, Rea, esposa de Cronos, había tenido una aventura con un mortal justo antes de que la encerraran y había dado a luz a Scarlet dentro de la celda. Una celda que había compartido con otros dioses y diosas.
Scarlet se había criado entre ellos y al principio la apreciaban. Pero, a medida que se hacía mayor, suscitaba celos en unas y lujuria en otros.
La cautividad, el odio y la amargura habían acabado siendo sus únicos compañeros de fiar. Hasta Gideon.
Él había sido un guardia de élite de Zeus y, siempre que llevaba un prisionero nuevo, sus ojos se encontraban. Ella había esperado desesperadamente esos momentos. También los había disfrutado, porque él había empezado a ir por el Tártaro de modo regular. No para encerrar a otro criminal sino simplemente para verla, para hablar con ella.
«No pienses en el tiempo que estuvisteis juntos o te ablandarás con él. Y no puedes ablandarte, idiota».
Después de obtener su libertad, debería haberse quedado en el Olimpo, que ahora se llamaba Titania gracias a Cronos, y haber buscado un dios amable con el que asentarse. Pero no. Ella había tenido que ver a Gideon por última vez. Y luego, después de verlo, había tenido que permanecer cerca. Después de decidir quedarse, sólo le quedaba disuadir a los Señores de que la dejaran en paz, pues había oído que buscaban a todos los inmortales emparejados con un demonio de la Caja de Pandora para reclutarlos o de matarlos.
«¡Bastardo!», pensó de nuevo. «Eso está mejor. Es un asqueroso embustero, un asesino a sangre fría y tú lo odias». Él todavía pensaba matarla cuando tuviera sus respuestas. Ella jamás podría ayudarlo y eso la convertía en un peligro.
—Este silencio es maravilloso —señaló él.
—Me alegro de que te guste —repuso Scarlet. Él tenía cara de irritación y ella reprimió otra sonrisa—. Porque estoy dispuesta a darte mucho más.
Otro gruñido.
—Oh, y por si te tranquiliza, debes saber que no voy a huir —todavía. Ella también quería hablar, aunque no para satisfacer su curiosidad.
Llevaba mucho tiempo preguntándose si él habría encontrado a una mujer de modo permanente. Y ya era hora de saberlo. Por supuesto, de ser así, Scarlet mataría a aquella zorra. No porque le importara todavía Gideon, sino porque él no merecía una felicidad así.
Eso no era vengativo por su parte. Era su derecho de ex abandonada.
—No te agradezco que te quedes —repuso él con un suspiro de alivio.
Le estaba dando las gracias.
—De nada —contestó ella.
Él achicó los ojos.
—¿Cómo es posible que no nos casáramos y mis amigos lo sepan todo al respecto?
¿Cómo se habían casado sin que nadie lo supiera? Fácil.
—Nos casamos en secreto, imbécil.
—¿Yo no me avergonzaba de ti?
¡Oh! Ella lo habría abofeteado por eso. Por supuesto, pensaba que podía haberse avergonzado de ella y no al contrario. Después de todo, ella era una prisionera y él un hombre libre. Y aunque no recordaba ese detalle, eso no le impedía tener una alta opinión de sí mismo.
«Bastardo» era una palabra demasiado amable para él.
—No te avergonzabas de mí, pero te habrían matado si te hubieran pillado relacionándote conmigo —repuso ella entre dientes.
Él asintió, como si entendiera por fin que ella era una Titán a la que habían encerrado en el Tártaro los Griegos, no una criminal. Como si entendiera ya que los Griegos, los mismos que lo habían creado a él, lo habrían castigado del peor modo posible por salir con una de sus enemigas.
—Y si no hemos estado casados todo este tiempo, ¿qué nombre no has estado usando?
¿Qué? ¿Ya había olvidado su nombre aunque se lo había dicho la primera vez que había ido a verla en la mazmorra? Sólo habían pasado unas semanas desde entonces.
—Me llamo Scarlet, pero eso ya te lo he dicho —«imbécil, imbécil, imbécil». Ella agarró con fuerza la sábana de algodón.
Él agitó una mano en el aire.
—Eso no lo sabía. Lo que no quiero saber es tu apellido.
Aquello no consiguió calmarla. Apretó la sábana con más fuerza y achicó los ojos. Obviamente, aquello denotaba que él buscaba información, no curiosidad íntima, y la consideraba lo bastante tonta para dejarse engañar.
No sabía si era una diosa o una de sus siervas. Como diosa, no tendría apellido. Como sierva, sí. Los apellidos bajaban el estatus, pues implicaban que no podían distinguirte sólo por el nombre de pila. Como a los humanos. Lo que hacía Gideon era un proceso de eliminación, pero no le serviría de nada porque ella no era ni diosa ni sierva. Ni humana tampoco. Era algo entre todo eso.
—Mi apellido cambia siempre que veo una película y encuentro un bombón nuevo —dijo con dulzura.
Él sacó la barbilla y el piercing del labio brilló bajo la luz lavanda. Conque estaba irritado, ¿eh? No le gustaba que su presunta esposa se comiera a otros hombres con los ojos, ¿eh?
—¿Bombón? ¿Como algo que comprarías en una tienda? —el tono de él era despectivo, pretendía avergonzarla.
—Para nada —repuso ella. Y estaba claro que él tampoco lo creía así, pues no se había desmayado después de hablar. Estaba irritado, entonces. Bien. Por fin. Aquello le producía satisfacción—. Ya sabes, bombones, hombres a los que quieres chupar primero y después dar un mordisco. Bueno, tú quizá no, pero yo sí —no tenía intención de que Gideon supiera que había sufrido por él todos esos años. Que había yacido despierta deseándolo, desesperada por tenerlo.
Por muy verdad que fuera.
Él achicó los ojos hasta que se juntaron las pestañas y oscurecieron el azul brillante de las pupilas.
—Tú no eres un Señor. No eres como yo. No deberías llamarte Scarlet Lord.
—¿Tú te llamas Gideon Lord? —preguntó ella. No lo sabía.
—No.
«Sí».
—En ese caso, yo jamás me llamaré Scarlet Lord —no volvería a recorrer ese camino con él. No proclamaría al mundo y a los cielos que le pertenecía a él.
Si compartía algo con aquel hombre, sería la punta de una de sus dagas en su corazón negro, olvidadizo y traidor.
Él hizo una mueca.
—No te advierto que vayas con cuidado. No soy peligroso cuando me enfado.
—Eh, párame si ya has oído esto antes, pero, espera... ¡Que te jodan!
Por alguna razón, la ira pareció abandonarlo y abrió los labios en un amago de sonrisa.
—No eres animosa. No veo por qué te habría elegido.
«No te ablandes».
—No quiero saber qué apellido llevas —él se enderezó, aunque siguió con los brazos cruzados—. Por favor, no me lo digas. Por favor.
Lo preguntaba como al descuido, con una chispa de regocijo, pero había un brillo afilado en sus ojos, como si estuviera dispuesto a acercarse y sacudirla para arrancarle la respuesta.
Si la tocaba, si aquellos dedos fuertes se posaban en sus brazos... No, no, no. No podía permitirlo.
Se encogió de hombros como si la información no tuviera importancia.
—Hace varias semanas que me llamo Scarlet Pattinson. ¿Has visto a Robert Pattinson? El hombre más sexy del mundo. Canta con una voz de ángel. ¡Por todos los dioses, que me encanta que un hombre me cante! Tú nunca lo hacías porque tu voz es terrible —se estremeció con disgusto—. Juro que es como si un demonio se afilara las uñas en metal.
Él se clavaba los dedos en los bíceps con tal fuerza que ya tenía moratones.
—Y ahora no me vas a decir quién eras antes de eso.
Había omitido el «por favor». Excelente. Había vuelto a irritarlo. ¿Pero hasta dónde podía presionarlo? ¿Cuánto soportaría su estúpido orgullo de macho antes de acercarse a sacudirla? Y no para buscar respuestas, sino una disculpa.
Una vez ella había sabido la respuesta a esas preguntas. Él jamás la habría tocado con ira. Pero ya no era el hombre tierno del que se había enamorado. El hombre que le había dado su primera muestra de bondad. No podía serlo. Ella y todos los demás prisioneros habían oído historias sobre los Señores del Submundo y sus hazañas. Los inocentes a los que habían matado, las ciudades que habían destruido...
Además, sabía lo que le había hecho su demonio a ella después de la posesión. La oscuridad, el terror, la pérdida absoluta de control. Había estado consumida, había dejado de ser humana. Y eso había durado siglos. Al menos así se lo habían dicho, pues había huecos en su memoria y el tiempo parecía haber pasado en cuestión de días. No, ella tampoco era ya la misma persona.
—Fui Pitt una temporada —dijo—. Después Clooney, Jackman y Reynolds. Siempre vuelvo a Reynolds. Es mi favorito. Ese pelo rubio, esos músculos... —se estremeció—. Veamos, ¿quién más? Oh, he sido Bana, Pine, Efron y DiCaprio. Éste es otro favorito. Y también es rubio. A lo mejor es que me gustan los rubios.
Con suerte aquello dejaría marca. Gideon tenía el pelo negro debajo de todo aquel azul.
—Oh, y no me gustan las chicas —continuó ella—, pero Jessica Biel podría hacerme cambiar de idea. ¿Has visto sus labios? Así que sí, he sido Scarlet Biel.
Gideon volvió a sacar la mandíbula. Y si ella no se equivocaba, la ira había vuelto con fuerza, borrando los últimos vestigios de diversión.
—¡Qué pocos bombones! —señaló.
Al parecer, ella podía alterarlo mucho. Ahora no estaba sólo enfadado... su voz traslucía rabia contenida... y excitación sexual.
Lo último era un sonido que ella conocía bien en otro tiempo y pensaba que no volvería a oír nunca.
«No sonrías».
—Me gusta la variedad, qué quieres que te diga. Quizá un día será mi misión acompañarlos a todos ellos.
Gideon prácticamente echaba humo por la nariz. Sí, aquello era rabia. Él se enderezó, se adelantó, se detuvo y regresó a la puerta.
—No hemos terminado con ese tema por el momento —dijo cortante. Se volvió como si fuera a marcharse.
—Espera —ella no estaba dispuesta a terminar la conversación aún—. ¿Y tú qué? —preguntó. «Cuidado»—. ¿Hay alguna novia? O mejor aún, ¿otra esposa? De ser así, tendré que hacer que te encarcelen por poligamia —bien dicho. Él no podría adivinar su desesperación. Su profunda necesidad de saber.
Él se volvió con lentitud.
—Sí —dijo entre dientes, lo que implicaba que no, no había nadie—. Tengo una novia y estoy casado con otra mujer.
Scarlet soltó el aliento que no sabía que retenía. Gideon estaba solo. Un hombre que tocaba todos los traseros que pudiera, pero sin ataduras. Ella empezó a temblar. Se dijo que no era de alivio sino de decepción por no poder asesinar delante de Gideon a alguien a quien él amaba.
«Entonces, hemos terminado».
Ella tenía ya la información que quería; podía despedirlo. Pero pasó las piernas a un lado de la cama y se levantó. Y no para arrojar a Gideon al suelo y salir huyendo. «Idiota».
—Me voy a duchar y tú me vas a traer comida. No se te ocurra discutir o juro por los dioses que llenaré tus próximos sueños de innumerables arañas —al menos pensaba que lo haría.
Por alguna razón, a Pesadilla no le gustaba atormentarlo. Había tenido que suplicar para conseguir que el demonio lo hiciera la primera vez y la estúpida bestia no había dejado de protestar y gemir en todo momento. Eso no había ocurrido nunca. Su demonio atormentaba siempre sin vacilar.
¿Por qué a Pesadilla le gustaba precisamente él? El demonio ni siquiera lo conocía, pues ella había sido poseída después de que Gideon la abandonara. Pero Pesadilla había soportado las quejas constantes de ella sobre Gideon, así que lo normal habría sido que lo quisiera muerto para que cesaran aquellas quejas.
—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué haces ahí parado? Muévete.
Gideon hizo un mohín adorable con los labios. ¿Intentaba no sonreír? Era un hombre extraño. Cualquier otro se habría largado irritado. O habría amenazado con apuñalarla por darle órdenes.
—Lo que tú digas, mi tesoro.
Lo que implicaba que no haría nada. Tenía que haberlo supuesto. Siempre había sido testarudo y nunca había aceptado bien órdenes, y eso era algo que le gustaba de él. Pero no podía permitir que se sintiera satisfecho con la conversación.
La satisfacción sólo podía ser de ella.
Lo que implicaba que era hora de lanzarle otra pulla.
Se dirigió al baño, desnudándose por el camino, y antes de entrar le dijo por encima del hombro:
—Oh, y Gideon, te he mentido. Nunca estuvimos casados.
¡Maldición, maldición y maldición! Gideon seguía sin poder detectar cuándo mentía Scarlet y aquello empezaba a resultar muy irritante. Por alguna razón, todas las palabras que salían de sus adorables labios le acariciaban los oídos y, peor aún, esa caricia auditiva se empezaba a extender por todo su cuerpo. ¿Cómo?
Normalmente, la verdad hacía sisear a su demonio y las mentiras lo hacían ronronear. Con Scarlet, sólo captaba su voz acariciadora, y le producía tal placer que la verdad o la mentira dejaban de importarle.
Tendría que acabar con eso o no tendría nunca las respuestas que buscaba. «Déjala», dijo Mentira.
¿Ir a por ella? «En absoluto. Me gusta conservar las pelotas donde están, gracias». Era la clase de mujer que daría un puñetazo por intentar despertarla con un beso, y le enviaría los testículos a la garganta de un rodillazo si intentaba mirar sus curvas mientras se duchaba.
Curvas... desnuda... ya estaba empalmado. La puerta del baño se cerró, tapándole la vista del todo. Aquello era malo, ah, no, bueno. Ella estaba ya en sujetador y braguitas. Ambos negros. Con encaje. El sujetador se abrochaba delante, pidiendo a gritos que lo abrieran. Gideon decidió que el ascenso de los testículos a la garganta podía valer la pena y se adelantó un paso.
La boca se le hacía agua, una llama bailaba sobre su cuerpo y le calentaba la sangre. Consiguió detenerse antes de abrir la puerta. «Contrólate un poco, por lo que más quieras». ¡Pero ella era tan hermosa! Como un retrato que hubiera cobrado vida, de piel pálida y rosada y una cascada de pelo negro sedoso. Con curvas peligrosas y músculos fuertes, dos cosas que normalmente no iban bien juntas, pero en ella sí. En ella formaban una combinación exquisita.
Exquisita. La palabra perfecta para describir su espalda y su tatuaje. Alrededor de la cintura llevaba las palabras Separarse es morir, y alrededor de las palabras había flores. Muchas flores. Flores de todos los colores, formas y tipos, y él quería repasar cada una de ellas con la lengua. Debajo de los capullos, en los muslos, había un tatuaje de una mariposa pintado con todos los colores del arco iris, una mariposa brillante, sorprendida en pleno vuelo, como si se dirigiera hacia las flores.
Exquisita.
Pero no era eso lo que más le había llamado la atención. Separarse es morir. Él llevaba esas palabras y las flores que las rodeaban tatuadas en torno a la cintura. ¿Por qué había hecho algo tan femenino? Ésa era la pregunta que le hacían todos sus amigos después de reírse a gusto de él. Él les decía que quería demostrar que nada podía disminuir su atractivo.
La verdad era que lo había hecho porque había visto aquellas palabras y flores en su mente una y otra vez y había sabido que significaban algo, pero no el qué. Ahora sabía que las había visto en aquella mujer. Y, según ella, se las había dicho una vez a su esposa. Lo que significaba que, fuera o no verdad lo de su matrimonio, sí habían pasado tiempo juntos.
«¿Por qué coño no me puedo acordar?».
«Yo lo sé», dijo Mentira, como si se lo hubiera preguntado a él.
«Cállate. Me gustas más cuando estás callado».
El sonido del agua reverberó de pronto en la habitación del hotel. Scarlet seguramente estaría ya desnuda. Probablemente se enjabonaba y gemía bajo el chorro de agua.
Él gimió, y se pasó una mano por la cara, con la esperanza de borrar las imágenes que pasaban por su cabeza. No le sirvió. Extendió una mano hacia el picaporte. «Adiós, testículos. Ha sido un placer conoceros».
Al igual que antes, se detuvo justo a tiempo. Gruñó, retrocedió y plantó los pies con firmeza en el suelo. No, no y no.
Al menos no tenía que preocuparse de que ella escapara. Mientras dormía, había colocado sensores minúsculos en todas las puertas y ventanas y los había conectado a su teléfono móvil. Si ella intentaba salir, lo sabría. Y ella lo intentaría pronto. No podría evitarlo. Luchar era parte de su naturaleza.
E irritarlo a él también.
¿Cómo iba a tratar a una mujer que elegía su apellido según la persona que la excitara en cada momento? Lo cual estaba bien cuando la excitaban otras mujeres. Hasta resultaba sexy. Algo que se podía alentar. ¿Pero los hombres? ¡Diablos, no!
Pero él ya sabía cómo quería tratarla. Piel contra piel. Todo su cuerpo ansiaba entrar en la ducha y lamerla de arriba abajo. Después se hundiría en ella, la sentiría tirarle del pelo y arañarle la espalda. Sentiría sus piernas abrazándolo y sujetándolo con fuerza. Le oiría pronunciar su nombre y suplicarle más.
«Pequeño Gideon», su apéndice más querido, empezó a llorar y los Gemelos a suplicar, sin importarles la pérdida potencial.
«Eso no va a pasar, amigos. Al menos todavía». Ella se le resistía más de lo que había esperado. Aunque todavía no lo había intentado mucho. Pero quizá eso era algo bueno. Como Strider le había dicho, los Cazadores estaban en Budapest y buscaban sangre. Ahora que podían matar a los Señores y emparejar a los demonios con personas de su elección, ahora que los Señores estaban cerca de la victoria, los Cazadores se mostraban más decididos y crueles que nunca. Si Gideon seducía a Scarlet, olvidaría protegerla.
Podría haberla llevado a otra ciudad. Habría sido más seguro. Pero no. No podía dejar así a sus amigos. Lo necesitaban más que nunca. Maddox estaba absorto en su esposa embarazada; la novia de Lucien planeaba su boda; la esposa de Sabin había ido a ver a su hermana arpía en el Cielo, así que el guerrero tenía las emociones a flor de piel; y la mujer de Reyes tenía bastantes cosas con las que lidiar. Danika era el Ojo y podía ver en el Cielo y en el Infierno, y las cosas que veía a menudo eran peores que nada de lo que pudiera recrear Scarlet en sus pesadillas.
Por no hablar de Aeron, hasta hacía poco guardián de Ira, convaleciente todavía de su interludio con la muerte. Por primera vez en siglos, su mente era sólo suya, su demonio ya no formaba parte de él. Como era de esperar, aún no se había aclimatado al cambio.
Gideon no tenía envidia de los demonios de los demás, como algunos guerreros. A él le gustaba su mitad más oscura. Juntos eran poderosos. Juntos eran más fuertes, más listos, y nadie excepto Scarlet podía mentirle. Vale, bien. Algunos otros podían, pero sólo cuando se dejaba llevar por sus emociones. Lo cual no sucedía a menudo.
Pero hablando de ser capaz de diferenciar la verdad de la mentira...
«Te he mentido. Nunca estuvimos casados», había dicho Scarlet.
Maldijo a aquella mujer y sus tretas seductoras. ¿Habían estado casados o no? Tenía destellos de ella, sí, como si se hubiera acostado con ella. Como si hubiera saboreado cada centímetro de su cuerpo y hubiera hecho ya todas las cosas que quería hacer ahora. Pero todo eso podían muy bien ser sólo impulsos que había tenido, meras fantasías más que realidad.
Suspiró y se acercó a la cama. Levantó las sábanas y acercó el algodón todavía caliente a su mejilla; el olor a orquídeas le llegó a la nariz. ¿Había conocido él aquel calor piel contra piel? ¿Había conocido aquel olor?
Dejó caer la sábana y Pequeño Gideon lloró un poco más. «Sal de aquí antes de que olvides tus buenas intenciones y entres en el baño».
A su demonio le gustó aquella idea.
«No entres en el baño. No entres en el baño ahora mismo».
«En serio, cállate». Aunque antes no había tenido intención de ir a buscar comida para Scarlet, salió de la habitación, bajó en el ascensor, anotó la comida que quería y tendió la nota a la recepcionista.
Mentira gruñía con rabia dentro de su cabeza, odiando el alejamiento de Scarlet. Aquello era surrealista.
La recepcionista sonrió.
—Déme una hora, señor Lord.
Él asintió y volvió a la habitación. Scarlet tenía hambre, por lo tanto le daría de comer, fuera o no su esposa. Pues la realidad era que todavía tenía muchas preguntas para ella, y ella tenía todas las respuestas.
Cómo procediera después de eso, si como un hombre de las cavernas o un seductor, dependería de Scarlet.