Capítulo 3
SCARLET se cepillaba el pelo admirada. ¿Alguna vez se había sentido tan maravillosamente limpia?
Por todos los dioses, que resultaba agradable. No la manchaba ni una mota de polvo. Olía ahora a la misma fragancia a manzanas y vainilla que impregnaba el aire, mezclada con el aroma a flores que impregnaba su piel. ¿Cortesía de su padre? Nunca lo había sabido.
Sus músculos doloridos revivían, su espíritu también. Bueno, más o menos. ¿Por qué seguía allí todavía? ¿Por qué no huía, como le había prometido a Gideon?
Pesadilla no contestó; el agua había llevado al demonio a un sueño profundo.
No importaba. Ella sabía la respuesta. Sentía curiosidad por Gideon.
«¿Cuántas veces hay que decírtelo? No puedes permitirte volver a tener sentimientos por él».
Era fácil pensarlo y muy difícil impedirlo. Gideon se había ocupado de todo. Había colocado un cepillo de dientes, pasta de dientes y un cepillo del pelo encima del lavabo. Ah, sí. Y un lazo azul para el pelo. Había ropa limpia encima de la tapa del váter, aunque no la que habría elegido ella. En lugar de pantalones y una camiseta, había un vestido azul estampado. Tacones altos en vez de botas. No le había dado un sujetador, sólo unas bragas azules.
Obviamente, sentía fascinación por el color azul. ¿Por qué?
Ella debería saberlo y odiaba que no fuera así. ¿Era aquello algo reciente?
Se dijo que no importaba. Los pensamientos y razonamientos de él no eran de su incumbencia.
—Soy muy feliz esperándote —dijo él a través de la puerta.
El sonido de su voz ronca le puso piel de gallina por todo el cuerpo. Lo imaginó paseando delante de la puerta y quiso sonreír. La paciencia no había sido nunca una de sus virtudes. A Scarlet siempre le había gustado eso, principalmente porque se mostraba impaciente por estar con ella.
Después de cada una de sus misiones, solía correr hasta su celda, besarle el rostro y acariciarla, desesperado por repasar de nuevo sus curvas.
«¡Cómo te he echado de menos!», decía todas las veces.
«No vuelvas a dejarme», era siempre la respuesta de ella.
«Me quedaría en esta celda contigo si pudiera», él había sonreído con tristeza la última vez que tuvieron aquella conversación. «Quizá un día lo haga».
«No». Ella no quería aquello para él, por mucho que ansiara su compañía. «Sólo... hazme olvidar que has estado fuera».
Y él lo hacía. ¡Oh, cómo lo hacía!
Siempre le había dicho que, si pudiera retirar el collar que ella llevaba permanentemente al cuello, lo habría hecho y habrían huido. Pero no poseía esa habilidad. Sólo unos pocos de los elegidos de Zeus la poseían. Así que el collar de oro había seguido pegado a su piel y la había mantenido debilitada.
Además, sólo un grupo selecto de inmortales podían transportarse, viajar de un lugar a otro con sólo el pensamiento, entrar y salir del Tártaro; y Gideon no había sido uno de ellos. Habría tenido que atravesar con ella toda aquella esfera, los guardias y las puertas. Y eso no habría sido posible aunque hubiera conseguido quitarle el collar. Pero él había querido intentarlo igualmente.
Scarlet sintió que los recuerdos la iban ablandando. ¡Maldición! «Combátelos. No puedes sobrevivir si te parten otra vez el corazón, y eso es lo único que él te puede ofrecer. Partirte el corazón».
Dejó el cepillo en el lavabo y se puso el vestido por la cabeza. La tela suave le acarició la piel y lanzó un gemido. Nunca había llevado este tipo de ropa, pero quizá debería haberlo hecho. ¡Era tan decadente! Las bragas eran igual de suaves, cosa que le arrancó otro gemido. Pasó de los tacones y se puso sus botas. Eran mejores para golpear a un hombre con ellas.
Cuando terminó, se volvió y enderezó los hombros con determinación. Un último encuentro con Gideon y se largaría. Aquello era ya el final. Por fin podría cerrar aquella historia, pues seguramente era eso lo que necesitaba, lo que le faltaba. Cuando lo hubiera hecho, regresaría a la vida que había empezado a hacerse. Una vida como mercenaria humana. O mejor dicho, una mujer de muchos oficios. «Hazlo. Acaba con esto de una vez».
—¿Te estás burlando de mí? —preguntó, saliendo del baño con el lazo en la mano. Una nube de vapor aromático la envolvía.
La mirada eléctrica de Gideon se posó en ella de inmediato... y se detuvo en sus lugares favoritos de antes. Algo oscuro entró en sus ojos y tragó saliva.
—¿Qué? Yo creía que era feo —lo que quería decir que le parecía bonito.
Y quería que ella llevara cosas bonitas. ¡Qué... tierno!
¡Maldición!
Él estaba delante de una mesa cuadrada que no había estado allí antes, con los brazos de nuevo cruzados al pecho. ¿Para evitar tocarla?
—O sea que te gustan las mujeres que visten como colegialas —ella ignoró el golpeteo de su corazón y el calor se extendió por sus venas—. No sabía que tenías esas fantasías —dijo; y a continuación quiso maldecir. Su voz sonaba sin aliento, quizá por que la frase había suscitado la curiosidad por saber con qué fantasearía él ahora.
¿Cómo le gustaba el sexo? ¿Tan gentil y ardiente como había sido antes?
¿Y cómo le gustaban las mujeres? ¿Tan dulces como había sido ella antes? Probablemente.
Sólo había dado algunas muestras de atracción por ella desde que la encontrara en la mazmorra, y Scarlet se había mostrado tan dura como una piedra.
Tenía que serlo. Su vida no permitía vestidos como aquél. Tenía que estar siempre preparada para luchar. Era hija de Rea, la reina diosa, y sería una rehén excelente para cualquiera. Aunque su madre no pagaría ningún rescate por ella. Pero además de eso, tenía muchos enemigos, pues matándola la apartaban de la línea de sucesión.
El aroma a pan recién hecho, a pollo y arroz le llegó a la nariz y se le hizo la boca agua. Se olvidó del lazo y de la necesitad de cerrar aquel capítulo. Dejó caer la mano al costado.
—Me has traído comida —musitó.
Otro gesto tierno. ¡Qué imbécil!
—No, es toda para mí —él se sentó en la silla que tenía detrás. La superficie de la mesa estaba llena de platos calientes y su vapor lo envolvía y creaba una especie de niebla de ensueño—. Y por cierto, ese color te sienta fatal.
Ella se lamió los labios. Se dijo que era por la comida, no porque a él le gustara su aspecto. Lo cual era bueno.
—La venganza es dulce, ¿sabes? Y puedes estar seguro de que pronto te pondré este vestido.
Él se encogió de hombros y le tendió uno de los platos. Uno con pollo, arroz y verduras. Ella echó a andar hacia él con los brazos extendidos antes de darse cuenta de lo que hacía. Tomó el plato, se sentó enfrente de él y empezó a comer.
Estaba riquísimo.
—¿Por qué no duermes durante el día? —preguntó él—. Cuando la gente no está despierta.
Aquello no le importaba decírselo. Aunque adivinaba el plan de él de empezar con algo suave y hacerla hablar mientras estaba distraída con la comida.
—En alguna parte del mundo hay gente dormida cuando yo lo estoy y el demonio la encuentra. Además, todos los días me duermo un segundo más tarde y todas las noches me despierto un segundo más tarde. El tiempo siempre varía aunque sea muy levemente para asegurarse de que podré atacar a todo el mundo en algún momento.
—No me alegra saberlo —hubo una pausa—. No quiero saber por qué te hiciste los tatuajes. No quiero saber quién te los hizo. Y, definitivamente, no quiero saber cómo acabaron las cosas entre nosotros.
Sí. Ella había acertado.
—Ya te he dicho que no estuvimos casados —tomó un trozo de zanahoria untada con mantequilla y un sorbo de vino tinto. «Mejor aún».
—Y yo te he creído.
Ella se encogió de hombros, copiando la indiferencia de él.
—Ya he contestado a suficientes preguntas esta noche. Y sé que me has traído aquí por eso. Para relajarme, que baje la guardia y averiguar todo lo que quieres saber antes de volver a encerrarme —y algo peor.
—Te equivocas —él extendió el brazo y le tomó una mano. Se la llevó a los labios y la besó suavemente—. Sólo quería pasar tiempo contigo, aprender a conocerte, olvidar el mundo a nuestro alrededor.
«Te estás ablandando otra vez». Eran palabras que ella había anhelado desesperadamente oír. Y oírlas ahora...
Y darse cuenta de que eran mentira...
Dejó de ablandarse y deseó arrancar el puñal invisible que él le había clavado en la espalda y apuñalarlo con él. Puesto que no estaba tumbado en el suelo sufriendo un dolor agónico, como le habían dicho que ocurría cuando decía la verdad, era evidente que había mentido.
Estaba jugando con ella y ella casi se lo había permitido. «Endurécete. Eres una zorra. Actúa como tal».
—Eso es fácil para ti, ¿verdad? Olvidar el mundo a tu alrededor —dijo ella con una amargura que no fue capaz de disimular—. Tu pobre memoria.
Él frunció el ceño y apartó la mano.
Scarlet quiso gritar de frustración y exigir que volviera a tocarla. Quiso gritar de furia por desear que volviera a tocarla. Pero guardó silencio y terminó de comer, agotando hasta la última miga y el último trago de vino para no dejar nada para él.
—¿Por qué eres tan... poco terca con todo esto? —preguntó él con lo que parecía curiosidad genuina—. ¿Lo de no mantenerme en la oscuridad?
Porque había pasado miles de años preguntándose dónde estaba él, lo que hacía y con quién lo hacía. Preguntándose si pensaba alguna vez en ella, preguntándose por qué no había vuelto nunca a buscarla. Preguntándose si estaba vivo. Cada día había sido peor que el anterior, una quemazón constante en la mente, con los sentimientos rotos.
Pero sabía con una certeza absoluta que él la amaba, así que al fin había tenido que aceptar que no había vuelto porque lo habían matado. La muerte era lo único que podía haberlo mantenido alejado. Y había llorado con tanta fuerza y tanta intensidad que había llegado a derramar lágrimas de sangre.
Y cuando por fin descubrió que él vivía... ¡Qué dolor! Un dolor que todavía la acosaba, una sombra constante en su corazón.
Él, en cambio, había pensado en ella sólo unas semanas. No había llorado hasta quedarse dormido, no había vomitado porque no podía soportar la preocupación y el dolor de corazón.
Apretó con tanta fuerza el vaso que se rompió el cristal. Gotas de color escarlata cubrieron su palma, pero ella no hizo ningún ademán. Aquel dolor no era nada comparado con lo que había tenido que soportar. Nada. Ella ya no lloraba por nada.
Gideon suspiró y le tomó la muñeca para inspeccionar los daños.
—Me encanta verte herida. No quiero que se mejore.
Verdad.
Cuando él había entrado en la mazmorra de la fortaleza y ella había visto su hermoso rostro, sólo había sentido admiración. Estaba vivo. Volvía a estar con ella. Pero luego había llegado la ira. Seguida de resentimiento y de un fuerte impulso de hacerle daño. Pero nada de eso podía compararse con lo que sentía ahora allí en la habitación del hotel.
Ira. Una ira sin límites.
¿Cómo se atrevía? ¿Cómo se atrevía a que le importaran esas lastimosas heridas? Estaba sentado allí con calma, jugando con sus sentimientos sólo porque podía. Porque ella era un gran interrogante para él. Nada más. Quería respuestas. No a ella, ni su perdón. Sus verdaderas heridas le importaban un bledo.
¿No había sido nada para él ni siquiera en el pasado? Sí, se había casado con ella, pero se había marchado poco después. La había dejado, ahora lo sabía, para robar y abrir la Caja de Pandora. También sabía que poco después de eso lo habían emparejado con su demonio y expulsado de los Cielos. Pero a ella la había poseído el demonio el mismo día, encerrada todavía en su celda.
Después de aquellos siglos pasados en la oscuridad (que, curiosamente, ahora le parecían un mero parpadeo en el tiempo cuando miraba atrás), ella había vuelto a controlar su mente y recordado a Gideon. Se había dado cuenta de que a él también le habían dado un demonio y había supuesto que también había acabado por controlar al suyo. Y había esperado su regreso. Había esperado mucho tiempo. Luego habían llegado las preguntas, seguidas del dolor porque pensaba que él no había sobrevivido.
Y durante ese dolor, había hecho cosas que habían escandalizado incluso a su demonio. Cosas terribles. Ninguno de los dioses y diosas que compartían su celda, la celda a la que la habían trasladado lejos de los cuidados tiernos de su madre, habían sobrevivido a sus excesos.
Los Griegos habían estado a punto de ejecutarla por esos actos, pero al final Zeus había preferido exhibirla ante Cronos, su mayor enemigo, para disfrutar mostrándola como prueba de que Rea le había puesto los cuernos. El soberano de los Griegos sostenía que valía la pena mantener con vida todo lo que atormentara al depuesto rey de los Titanes, por muy peligroso que fuera.
Y luego los Titanes habían conquistado su libertad. A Cronos y Rea les habría gustado dejarla atrás, pero la necesitaban para que los ayudara a derrotar a los Griegos.
Una vez que cesaron los gritos y la sangre dejó de fluir, ella examinó pergaminos antiguos buscando información sobre los Señores del Submundo, con la esperanza de encontrarlos y preguntarles cómo había perecido Gideon y dónde descansaban sus huesos. Su intención era enterrarlo debidamente, rezar por él y despedirse.
En vez de eso, había descubierto que su esposo vivía todavía.
Su alivio no había conocido límites. Pero tampoco su rabia, pues entonces habían empezado a atormentarle las preguntas. ¿Por qué no había vuelto a buscarla? ¿Por qué no le había enviado noticias de que había sobrevivido?
Lo había buscado para preguntárselo. Y sí, también para echarse en sus brazos, sentirse rodeada por ellos y sentirlo dentro de ella. Por fin. Tal y como había soñado durante tantos años.
Lo había encontrado en un bar de Buda. Había pasado a su lado y él no se había dado cuenta. La había mirado, sí. Pero había apartado la vista como si ella no tuviera ninguna importancia. Estaba demasiado ocupado ligando con una mujer humana y haciendo el amor con ella allí mismo en la discoteca.
Scarlet se había marchado con el corazón roto de nuevo. Mientras hacía todo lo posible por aprender sobre la sociedad humana moderna viendo la tele, esperaba en secreto que Gideon la encontrara digna cuando lo consiguiera, a ella, una mujer que se había criado entre criminales, a la que nunca había querido su madre, que no había conocido a su padre y que llevaba un demonio dentro.
Tal vez se había dejado capturar adrede por los Señores, sin admitir conscientemente que anhelaba un momento como aquél. Un momento para ver la mierda que era Gideon. Un momento para apartarlo por fin de sus pensamientos. Cosa que, todavía, iba contra su naturaleza y era algo que había jurado no hacer nunca. Despreciaba la cautividad y, sin embargo, había permanecido en la mazmorra y no había intentado escapar. Y todo por aquel hombre que no la recordaba. Un hombre que no tenía problemas en utilizarla. En hacerle daño. En destrozarla.
Él tenía que sufrir.
Scarlet se levantó de un salto con un plato en la mano. Un plato que tiró a Gideon sin previo aviso, que le dio en la cara y se rompió como se había roto el vaso. Y el rostro de él se llenó de sangre como se había llenado la mano de ella.
No era suficiente.
Él se levantó también con una mueca.
—Eso ha sido muy amable. Gracias.
Ella había lanzado ya otro plato, y aquél le había dado en el pecho, donde también se rompió y rasgó la camiseta.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—No te estoy dando una paliza. No te odio. No pienso que seas el mayor asno que han creado los dioses. ¿Qué te parece eso? ¿He hablado un lenguaje que puedas comprender? —«mátalo».
—Puede que te recuerde, Scarlet —gritó él; retrocedió cuando ella agarró su tenedor como si fuera una daga. Scarlet había asesinado a hombres con menos. Incluso inmortales—. Pero no me has atormentado —se levantó la camiseta. Entre los cortes, encima de su corazón, había un tatuaje de unos ojos. Ojos oscuros. Como los de ella—. ¿No lo ves? Tú... no me has... atormentado.
Era mentira, como él. Tenía que serlo.
—Eso no prueba nada. Hay miles de personas con los ojos oscuros.
Él giró la cabeza y se apartó el pelo del cuello. Allí vio ella un tatuaje de unos labios rojos en forma de corazón. Como los suyos. Luego él se giró y volvió a levantarse la camiseta. En la parte baja de la espalda había flores de todo tipo y las palabras Separarse es morir.
Era una copia exacta del tatuaje de ella. Se lo había enseñado ya en otra ocasión, la primera vez que entrara en la mazmorra, pero volver a verlo fue como un puñetazo en el pecho.
—Yo no quiero entender todo esto —añadió él con suavidad. Se volvió a mirarla—. No me ayudes, por favor.
Ver aquellos tatuajes no disminuyó la furia de ella. No, verlos la aumentó. La había imaginado pero se había acostado con otras muchas mujeres. Había continuado con su vida sin buscar la fuente de aquellas imágenes.
—¿Crees que eso lo arregla todo, bastardo desconsiderado? Mientras tú estabas follando y amando la vida, yo estaba en el Tártaro, esclava de los Griegos —se acercó a él un paso, dormitorio. Él, como buen guerrero, permaneció en su sitio—. Tenía que hacer lo que querían que hiciera, me gustara o no —pasearse desnuda para que la vieran. Luchar con otros prisioneros para que ellos hicieran apuestas sobre el ganador. Fregar la mierda de otros a cuatro patas—. Pero tú me dejaste allí. No viniste a por mí. ¡Prometiste que vendrías a por mí!
Le clavó el tenedor en el pecho jadeando y lo retorció con todas sus fuerzas.
Sorprendentemente, él no intentó pararla. No intentó defenderse. Permaneció allí, achicando los ojos. ¿Con furia? Y si era furia, ¿contra quién iba dirigida? ¿Contra ella o contra los dioses griegos que la habían obligado a hacer cosas tan viles?
No importaba. Aquél era sólo el principio de su castigo.
—¿Y sabes qué más? —aferraba el tenedor con tanta fuerza que le dolían los nudillos—. Cuando vine aquí y te vi con otra mujer, me entregué a otro hombre. Aquella vez voluntariamente. Y después a otro —mentiras, todo mentiras. Lo había intentado. Había querido causarle ese daño, pero no había sido capaz.
¡Y cómo se odiaba por ese fracaso! Pero más que querer hacerle daño, había necesitado alguien que le hiciera sentir lo que había tenido en otro tiempo. Protegida, amada, valorada. Como un tesoro. Eso tampoco lo había conseguido. Había salido de ambos encuentros sintiéndose vacía y triste.
Gideon hundió los hombros y toda la furia pareció abandonarlo.
—No lo siento. Me encanta que sintieras la necesidad de hacer eso. No quiero matar a los hombres con los que estuviste. Aunque lo recuerdo todo sobre el tiempo que pasamos juntos, no me afectas en absoluto.
Lo sentía, odiaba que ella hubiera hecho eso y quería destruir a los hombres. Palabras bonitas. Para él. Pero ella no las escuchaba. Era demasiado tarde. Sacó el tenedor con un grito y volvió a apuñalarlo y a retorcerlo.
Él gruñó.
—Repito —dijo ella—, ¿crees que eso lo arregla todo? ¿Crees que el hecho de que me olvidaras vuelve tus actos menos dolorosos? —«cállate, cállate, cállate». No quería que él supiera cuánto daño le había hecho.
—Yo no... —él frunció el ceño. Metió la mano al bolsillo y sacó el móvil. Miró la pantallita y a continuación la miró a ella—. No tenemos visita.
—¿Amigos tuyos? —ella no necesitaba saber cómo lo sabía; podía adivinarlo, pues amaba la tecnología moderna tanto como él.
—Sí. Adoro a los Cazadores.
Ella podía volver a golpearlo, arrancarle rápidamente los ojos y dejar que se enfrentara a las visitas herido y ciego. Pero a Gideon sólo podía atacarlo ella, nadie más.
—¿Cuántos? —preguntó, sacando el tenedor y cambiando ya el objetivo de su furia. «Despierta, Pesadilla, puede que te necesite».
El demonio se desperezó y bostezó dentro de su cabeza.
—Lo sé —dijo Gideon.
O sea que no tenía ni idea.
—¿Por qué puerta han entrado? —preguntó ella.
—No por la principal.
Ella observó lo que la rodeaba. Había una puerta que salía del dormitorio a un vestíbulo. Ese vestíbulo se abría a tres pasillos. Llegaran por donde llegaran los intrusos, tenían que entrar por él. Perfecto.
«¿Preparado, encanto? Porque mami estaba en lo cierto. Te necesito».
Captó un ronroneo de anticipación. «Va a ser divertido».
«Yo daré el golpe final, ¿vale?».
«Avariciosa».
Sí. Pero también necesitaba una vía de escape para la oscuridad creciente de su interior. «Y deja en paz a Gideon. No quiero que vea las cosas que enseñas a sus enemigos».
Aquello le ganó un gruñido. «Yo jamás le haría daño».
Scarlet jamás había esperado oír una declaración así, aunque conocía la renuencia de la criatura a asustar al guerrero en sus sueños. Si las circunstancias hubieran sido otras, habría preguntado por qué. Aunque no le habría servido de nada. Pesadilla era tan poco generoso con sus respuestas como ella.
—Ponte en la cama —ordenó a Gideon—. Yo me ocupo de esto.
—Sí, claro —él sacó un brillante y afilado y un revólver pequeño de la cintura del pantalón. Iba armado pero no se había defendido de ella—. Me encanta la idea de que luches sola con esas personas encantadoras.
Un machito. De los que pensaban que las mujeres eran un problema en ese tipo de situaciones. Pero aquél aprendería pronto. Ella no era la chica a la que había conocido en la cárcel. O mejor dicho, la chica a la que no recordaba.
—Están aquí, sé que están aquí —susurró alguien.
Era un susurro, sí, pero los oídos de Scarlet captaron cada palabra como si las hubieran pronunciado justo a su lado. Una habilidad que había desarrollado en la cárcel. Una habilidad que le había salvado la vida en incontables ocasiones.
—Si les llevamos a la chica, tendrán que dejarnos entrar —dijo otro.
—¿Y el hombre? —otro más.
—Que muera.
Mientras Pesadilla reía, más que dispuesto a empezar, Scarlet empujó a Gideon contra su silla. Él aterrizó en ella de golpe y Scarlet bajó su guardia interna y soltó a su demonio. De ella surgió la oscuridad y miles de gritos aterrorizados cortaron aquella espesura impenetrable. Ni siquiera Gideon, que era un inmortal poderoso, podía ver nada. Ella, por su parte, no tendría problemas en observar todos los detalles.
—Yo que tú me taparía los oídos —sugirió ella.
—Scar —dijo él, porque probablemente su demonio no le permitía decir su nombre completo. Lo dijo con rabia y con expresión dura; pero no pudo decir nada más, pues Scarlet se llevó un dedo a los labios. El enemigo oiría lo que dijera.
Pasó un momento. Él seguía rígido, pero asintió con la cabeza. Se retiraba de la lucha y se la dejaba a ella. Su rendición fue totalmente inesperada. ¿Por qué no se había puesto en pie de un salto y había exigido participar?
«Ya lo pensarás luego». Ella frunció el ceño y se volvió para enfrentarse a los intrusos. Eran cuatro, todos varones, todos armados.
¿Sólo cuatro? Debían de creerse más fuertes de lo que eran. O pensar que Gideon y ella eran más débiles de lo que eran. O quizá aquél era sólo el comienzo. Muy probablemente había más en el hotel observando, esperando el momento oportuno para atacar.
Cuando los hombres entraron en el dormitorio, encontraron la oscuridad y los gritos y se pararon en seco, intentando orientarse y averiguar lo que sucedía. Pero era demasiado tarde para eso. Pesadilla se movía a su alrededor como un bailarín oscuro y lleno de gracia, un bailarín letal que los mantenía en su sitio y flotaba hasta sus oídos para susurrarles sus miedos más profundos.
«Dolor».
«Sangre».
«Muerte».
Ellos se agarraron la cabeza y empezaron a gemir. Sólo podían ver imágenes de los Señores del Submundo que los ataban y torturaban como habían torturado tantas veces los Cazadores a otros.
Uno de los talentos de Pesadilla era captar los miedos ocultos y explotarlos. Así era como se había enterado del miedo de Gideon a las arañas. El único problema era que no tenía modo de saber qué había causado esos miedos. A él no parecía importarle mucho aquel bicho cuando estaba con ella en el Tártaro. Incluso había apartado a las arañas de ella en una ocasión en la que habían invadido la celda.
—Haz que pare, por favor, haz que pare —suplicó alguien.
—¡Basta! —gritó otro.
No. No era suficiente. Fría. Despiadada. Así era como tenía que ser ella. Y, además, disfrutaba de aquello tanto como su demonio. Disfrutaba haciendo daño a aquellos que se regodeaban en el sufrimiento. Había sido una víctima durante demasiado tiempo. Pero ya no. Nunca más.
Se acercó a los hombres sonriente, con el tenedor todavía en la mano. Tomó al más cercano, cuyos gemidos aterrorizados eran música en sus oídos, y le apartó el pelo de la cara. Aquel contacto lo sobresaltó, pero se apoyó en la mano como si buscara consuelo donde pudiera encontrarlo. Como si asumiera que era una mano amiga.
Ella le clavó el tenedor en la yugular. Él gritó, pero su grito se mezcló con los que flotaban alrededor de Scarlet. Una música terrorífica pero bienvenida. De él salió sangre a borbotones y manchó la mano de Scarlet al caer. Ella se acercó al siguiente, le regaló el mismo toque gentil, la calma antes de la tormenta, y lo apuñaló también.
Saltó más sangre, un río de color escarlata, la esencia misma de su nombre.
Acabó con los otros dos con la misma rapidez y eficiencia. Igual de despiadada. Quizá debería haber jugado un poco con ellos. Ah, bueno. La próxima vez.
Cuando cesaron los gemidos y el movimiento, cerró los ojos y tiró de las sombras y los gritos hacia el interior de sí misma. Allí giraron como un tornado hasta que ella los bloqueó de su consciencia, algo que había aprendido a hacer con los años. De no ser así, se habría vuelto loca mucho tiempo atrás.
Pensó entonces que quizá era una bendición que Gideon y ella no tuvieran ya intimidad. Cuando perdía el control de las sensaciones de su cuerpo, perdía también el control de su demonio y permitía que la bestia reinara a su antojo incluso cuando ella estaba despierta. Lo que acababa de hacerles a los Cazadores se lo haría también automáticamente a sus amantes. No lo del apuñalamiento, pero sí la disolución total de la luz, los gritos de los condenados resonando en sus oídos.
Para un hombre era difícil seguir empalmado durante algo así. Y ver el rostro de Gideon contorsionado por el miedo o el asco mientras la penetraba quizá acabaría con ella. Con su orgullo, desde luego. Con su deseo de vivir, tal vez. En realidad, existía ya a un nivel puramente instintivo. Respirar, comer, matar. Nada más.
«Ocúpate de lo que tienes entre manos». Gideon estaba sentado donde lo había dejado. Pero su rostro era inexpresivo como una máscara cuando miró sus manos empapadas de sangre. Se pasó la lengua por los dientes antes de mirar a los hombres.
—¿Alguna herida? —preguntó, todavía sin ningún asomo de sentimiento.
—Están muertos —repuso ella—. Y de nada —¿habría sido mucho pedir que le hubiera dado las gracias? Lo había salvado de sufrir ni una mínima herida. Bueno, aparte de las que le había causado ella.
Los ojos azules de él la clavaron al sitio.
—Sí, me refería a ellos, no a ti.
Oh. ¿Quería saber si ella estaba herida? «No te ablandes».
—Estoy bien. No tengo ni un arañazo. Pero creo que deberíamos irnos —«por caminos separados», añadió en silencio, ignorando una punzada de dolor en el pecho—. Estoy segura de que hay más Cazadores en camino.
Él no contestó.
«Hazlo. Vete», se ordenó a sí misma. No lo hizo. Permaneció en el sitio como la idiota que era. Por lo visto, no había conseguido aún cerrar aquel capítulo.
¿Qué tendría que hacer para conseguirlo?
—¿Te vas a quedar ahí sentado? —le preguntó.
Él se levantó, pero no enfundó las armas.
—Los cubiertos y tú hacéis un mal equipo —dijo.
Otra punzada de dolor atravesó el pecho de ella.
—No quiero más cumplidos o te haré una demostración de primera mano —levantó el tenedor chorreante de sangre y lo agitó en el aire.
—Sí, por favor. Otra demostración estaría bien —él pasó a su lado sin ningún terror y se acuclilló delante de las víctimas. Registró sus cuerpos, incluso debajo de la ropa—. Todos ellos van marcados.
Ella dejó caer el brazo al costado. Los Cazadores se tatuaban el símbolo del infinito; era su modo de proclamar que querían una eternidad sin maldad. Que aquellos chicos no llevaran la marca...
—Quizá son recién reclutados. Cuando han entrado, uno de ellos ha hecho un comentario de que les permitieran entrar. Quizá se referían a entrar en el club de los Cazadores Gilipollas.
Gideon asintió y se incorporó. Un mechón de pelo color cobalto le cayó sobre la frente.
—Eso no tiene sentido.
—Porque soy más lista que tú —ella reprimió el impulso de apartarle el pelo—. Supongo que hemos terminado aquí.
—Sí —él se acercó a ella hasta que su calor la envolvió y su colonia almizclada le adormeció los sentidos—. No me escuches con atención. Me molesta mucho que estés bien —bajó las pestañas lentamente y ella supo que le miraba los labios.
¿Pensaba en besarla?
Scarlet tragó saliva. No. No, no, no.
—Gideon.
—Sigue hablando —él se inclinó hacia ella despacio, muy despacio, como si intentara besarla.
No. No, no... sí. Sí, sí, sí. Todos los músculos del cuerpo de Scarlet se tensaron, esperando... preparados. ¿Él sabría igual que antes? ¿Sería la misma sensación? Tenía que saberlo y entonces podría dejarlo. Podría cerrar aquel capítulo sin mirar atrás ni hacerse preguntas.
Pero justo antes de que sus labios se tocaran, los dedos de él rodearon la muñeca de ella con un clic suave. No, no eran sus dedos. Era algo más rígido, más pesado y más frío. Ella bajó la vista y vio las esposas que los unían.
¡Qué bastardo!
Una nube roja cubrió su visión. No eran puntos, era una nube entera. Aquel bastardo la había engañado. No había tenido intención de besarla. Había utilizado su evidente deseo en su contra.
—Espero que estés orgulloso —sin más advertencia, le clavó el tenedor en el pecho y en lugar de retorcerlo, lo golpeó con la mano para hundirlo más. Esa vez él no pudo contener una mueca—. Y espero que sepas que esto te parecerá un juego de niños cuando haya terminado contigo.
—Mientras estemos separados —dijo él entre dientes—, yo soy feliz.
¿Necesitaba que estuvieran juntos para ser feliz? Aunque una parte de ella sentía el fuerte impulso de sonreír, hizo una mueca. ¡Estúpido corazón blandengue! La había traicionado y ella casi se derretía por unas cuantas palabras halagadoras. Palabras halagadoras que no significaban nada, porque él seguía queriendo sólo respuestas.
—Dime, ¿esto te hace feliz? —ella le dio un rodillazo en la entrepierna.
Él se dobló, pero consiguió decir entre jadeos:
—Sí. Mejor.
—¿Y adónde me llevas?
—Al cielo —dicho también entre dientes.
Fácil de traducir. Pensaba llevarla directamente al infierno.