Capítulo 8
LA sangre... La chica la vio en su mente, goteando, fluyendo, corriendo. Los gritos... Los oyó en sus oídos, agónicos, diabólicos. La oscuridad... La rodeaba pegándose cada vez más a ella, casi sofocándola.
No sabía cuánto tiempo hacía que duraba aquello. El tiempo había dejado de existir. Sólo había dolor y caos. Y fuego. ¡Oh, el fuego! Olía el humo, el olor a cuerpo pudriéndose y el azufre.
Las lágrimas bajaban desde sus ojos y le escaldaban las mejillas. Estaba tumbada en una cama con las rodillas subidas hasta el pecho. Se estremecía repetidamente de frío y, sin embargo, ardía por dentro. Alguien la había transportado hasta allí. No recordaba quién. Sólo sabía que, cuando el que la llevaba la había depositado en la cama, ella no había podido evitar atacarlo, pues deseaba bañarse en su sangre, quería oír su grito junto con todos los demás.
No sabía si había sobrevivido y no le importaba.
De hecho, ella prefería que fuera otra víctima, aunque se odiaba por ello.
—¿Cómo estás hoy, preciosa?
Las palabras resultaban apenas audibles entre los gritos, pero ella las entendió sin problemas. Y no tenía que abrir los ojos para saber quién estaba al lado de su cama. Cronos, rey de los Titanes... su señor.
«No puedo atacarlo, no me puedo permitir atacarlo». Él la castigaría. Otra vez.
«Atácalo», susurró otra voz en su cabeza. ¡Sería una sensación tan buena!
«No puedo». Si veía más dolor, se derrumbaría, perdida para siempre.
En otro tiempo había sido conocida como Sienna Blackstone. En otro tiempo había sido humana. Había sido una Cazadora y luego se había enamorado de Paris, guardián de Promiscuidad, y se había acostado con él para darle fuerzas. Un gran error. El guerrero fortalecido había decidido utilizarla como escudo. La había secuestrado igual que había hecho ella antes con él y había permitido que su gente le disparara.
En aquel momento, a Sienna no le había parecido que fuera posible soportar tanta agonía. Que le gustara un hombre y descubriera que ella no le importaba nada. Las balas atravesando su carne, la vida escapándose por las heridas. Ahora rió con amargura. ¡Qué tonta había sido! Aquello no había sido agonía. Aquello había sido un masaje. La agonía era lo de ahora.
Sentía la espalda como si la hubiera metido en ácido y sal. Dos cosas duras crecían entre sus omoplatos, abriéndose paso entre la carne rota. Cuernos, quizá. O tal vez alas, pues de vez en cuando las sentía aletear.
—Contéstame. Vamos.
«Castigar», ordenó la otra voz en su cabeza. «Quítale todo lo que dice que es suyo y después arráncale la cabeza».
Aunque la mente de Sienna estaba llena ya de más maldades de las que podía soportar, nuevas imágenes empezaban a cobrar forma en ella. Vio todas las cosas que Cronos había robado a lo largo de siglos: reliquias, poder, mujeres. Vio todas las vidas que había arrancado... y cómo lo había hecho exactamente. ¡Había tantas! ¡Oh, cuántas vidas se habían perdido por la codicia de él! Y no sólo de enemigos, sino también de su propia gente. También humanos. Todos los que se habían entrometido en su camino. Fluía la sangre y los gritos alcanzaban un crescendo nuevo.
Ella se tapó los ojos con las manos. De haber sabido lo que la esperaba en el Más Allá, de haber sabido la clase de dios que era él, no le habría permitido llevarla a los Cielos.
Se habría quedado con Paris, un hombre al que había creído odiar con todas las fibras de su ser.
Aquel odio debía de haberla atado a él, pues su espíritu lo había seguido durante varios días después de la muerte de su cuerpo. Él no había podido verla, no había intuido su presencia. Ella observó cómo le hacían un funeral de guerrero, cosa que le sorprendió. Vio cómo lloraba Paris por ella, lo cual la confundió. Lo vio sufrir y eso la conmovió a su pesar.
Su furia con él empezó a secarse. Pensó que, aunque la había utilizado, parecía que la había querido de verdad. Y si era capaz de querer, no debía de ser la criatura diabólica que ella había llegado a creer.
Pero luego el cuerpo de Paris había empezado a debilitarse y había olvidado a Sienna. Para recuperar fuerzas, se había acostado con una desconocida. Y después con otra y otra más. Ninguna de ellas le importaba nada. No le importaba que ellas quisieran algo más que un simple polvo con él. Al terminar se alejaba sin mirar atrás. Igual que habría hecho con ella si Sienna no lo hubiera capturado para su jefe. Entonces regresó su furia, más intensa que nunca. Y aquél fue el momento que eligió Cronos para presentarse ante ella.
—Ven conmigo y volverás a vivir —le dijo.
—No quiero volver a vivir.
Sienna no había llevado una vida de ensueño precisamente. Después de que secuestraran a su hermana menor en su casa, sus padres se habían marchado. No querían tener nada que ver con nada del pasado, ni siquiera con la hija que les quedaba. Sienna se había volcado en la causa de la lucha contra los Señores del Submundo, pues le habían dicho que, si destruían a los demonios de Pandora, se acabarían los males del mundo y no habría más secuestros.
Pero Cronos no se había rendido.
—Entonces puedes vengar tu muerte —le dijo.
—Tampoco quiero hacer eso —ella sólo quería pasar tranquilamente al Más Allá y olvidar al mundo y sus habitantes. Quizá allí podría encontrar a su hermana.
—Tú no sabes lo que quieres. Pero yo veo tu deseo en tus ojos, aunque no lo confieses. Deseas desesperadamente una segunda oportunidad. Quieres lo que te negaron. Una familia. Alguien que te proteja, que te adore. Alguien que te ame.
Ella tragó el nudo que tenía en la garganta.
—¿Y cómo voy a conseguir eso contigo?
—Estoy creando un ejército. Un ejército sagrado de guerreros como no has visto nunca. Tú puedes formar parte de eso.
¿Así era como pensaba buscar a alguien que la protegiera, la adorara y la amara?
—No, gracias.
—No puedo hacerlo sin ti.
¿Por qué? Ella era demasiado frágil para ganar una pelea física y siempre había sido demasiado tímida para enfrentarse a nadie verbalmente. Por eso, su jefe, Dean Stefano, la tenía siempre en la oficina, investigando tradiciones populares relacionadas con los demonios. Se había quedado atónita cuando le había pedido que sedujera a Paris y al principio había dicho que no.
Luego había visto su foto. No había ningún hombre tan exquisito; era sensual como ningún mortal podía esperar serlo. El corazón se le había acelerado y le habían sudado las manos, desesperadas por tocarlo. Como ella no era guapa, nunca le había hecho caso nadie como él. Y con lo hermoso que era, Sienna no entendía que pudiera causar tanto mal.
El deseo de conocerlo, de ver aquella maldad por sí misma, se había convertido en una obsesión. Y había acabado por aceptar. Había organizado un encuentro «accidental» en Atenas. Él se había interesado por ella, cosa que le había hecho sentirse especial. Casi había decidido no drogarlo y dejar que se marchara, pero entonces vio el brillo rojo de sus ojos que anunciaba su malevolencia al mundo entero y decidió que él ya no podía negar sus orígenes.
Era malvado aunque besara como un ángel. Y quizá, sólo quizá, si ayudaba a destruirlo, el mundo se convertiría de verdad en un lugar mejor para vivir. Tal vez acabarían de verdad los secuestros de niños. Y lo había hecho. Lo había drogado.
Y había muerto por sus esfuerzos.
¿Y qué era lo que más lamentaba después? No haber disfrutado plenamente de él. Los dos solos, olvidando todas las preocupaciones.
—Únete a mí —añadió Cronos—. Y volverás a ver a Paris, lo juro. Será tuyo para que hagas con él lo que quieras.
Sus palabras eran la prueba de que sabía lo que quería ella, aunque Sienna no lo admitiera en voz alta. ¿Ver a Paris de nuevo? ¿Tenerlo a su merced? ¡Sí! Y sin embargo, eso no había bastado.
—No.
—Pero sobre todo —prosiguió él, como si ella no hubiera hablado—, me aseguraré de que vuelvas a ver a tu hermana.
Ella casi lo agarró para sacudirlo, tan grande fue su sorpresa.
—¿Tú sabes dónde está?
—Sí.
—¿Y está viva?
—Sí.
¡Gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios, gracias a Dios!
—Entonces, sí —dijo sin vacilar—. Sí, te ayudaré. Ahora mismo. Date prisa, por favor.
—Estás diciendo que serás mía, mi soldado. ¿No?
—Sí. Si me llevas con mi hermana.
—Lo haré. Un día.
La prisa de Sienna se intensificó.
—¿Por qué no ahora?
—Tu misión es lo primero. ¿Estás de acuerdo?
No lo estaba, pero dijo que sí. Cualquier cosa con tal de volver a ver a su preciosa Skye.
—Entonces, está hecho —él sonrió lentamente y la transportó a su palacio en los Cielos.
¿Había conseguido ella ver ya a su hermana? No. ¿La había entrenado él para luchar? No. ¿La había enviado en aquella misión, cualquiera que fuera? De nuevo no. Simplemente la había tenido allí, sola a menos que la visitara o la reclamara él, sin nada que hacer excepto pensar. Y odiar.
Había intentado marcharse, pero no había podido. Estaba unida a Cronos de un modo que todavía no entendía. Un modo que no podía rehusar ni desobedecer. Hacía todo lo que él le pedía, impulsada por una fuerza que no podía derrotar. Aunque había intentado hacerlo incontables veces.
—Te he hecho una pregunta —dijo Cronos, sacándola de sus recuerdos y devolviéndola al dolor que la pulverizaba—. ¿Cómo estás?
—Peor —gimió ella.
Él suspiró.
—Yo esperaba otra cosa, pues estoy impaciente por utilizarte.
—¿Qué me ocurre?
—Oh, ¿he olvidado decírtelo? —él rió con ganas—. Ahora llevas al demonio de Ira dentro de ti.
Todo en su interior se quedó paralizado. Los gritos.
El latido del corazón de su espíritu. Hasta la oscuridad dejó de girar. ¿El demonio Ira estaba dentro de ella?
No. No, no, no. Ella no era uno de ellos. No podía ser uno de ellos.
—Mientes. Tiene que ser mentira.
—Difícilmente. Está intentando hacerse un hogar en tu mente y te están saliendo sus alas en la espalda.
La invadió el pánico. Alas. Justo lo que había sospechado.
—Estoy seguro de que ya puedes oír sus pensamientos, impulsándote a hacer cosas que no querrías hacer normalmente.
¡Oh, Dios! Era verdad. La había emparejado con un demonio. «¡Noooo!». Esa vez la palabra fue un grito en su interior. La había convertido en lo mismo contra lo que había luchado ella. En lo que había esperado destruir. Sollozó.
—¡Bastardo! Me has maldecido.
Él resopló, insultado.
—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono? Te he bendecido. ¿Cómo ibas a luchar para mí siendo una simple humana, un alma perdida? La respuesta es sencilla. No podías. Y yo te he dado un modo de hacerlo.
Las lágrimas que salían de sus ojos quemaban a Sienna como si abrieran surcos en sus mejillas.
—Me has destruido en el proceso.
—Un día me darás las gracias —dijo él, seguro de sí mismo.
—No. No. Un día te mataré por esto —era un juramento.
Un silencio pesado se deslizó entre ellos como una serpiente hambrienta dispuesta a comer.
—Me amenazas a pesar de que te traigo un regalo —se burló él—. Alguien a quien te morías por ver.
¿Skye?
Sienna se obligó a abrir los ojos sin atreverse a respirar, y a pesar de lo borroso de su visión, vio que había una mujer al lado del dios rey. La chica le llegaba a él a los hombros, tenía una melena de pelo moreno como el de Sienna y la piel bronceada. Sus rasgos quedaban oscurecidos por las sombras, pero eso no impidió que a Sienna le latiera con violencia el corazón dentro del pecho.
Temblando, extendió los brazos.
—¿Hermana?
Hubo un murmullo de ropa y los otros dos se alejaron de ella.
—Hoy no mereces un regalo, querida. Por lo tanto, no lo tendrás.
—¡Skye!
Silencio. Cronos y la mujer siguieron alejándose. La chica no emitió ni una palabra de protesta.
—¡Skye...! —volvió a gritar Sienna—. ¡Skye...! Vuelve. Dime algo —las últimas palabras apenas eran ya audibles, pues se mezclaban con el nudo fuerte que se había formado en su garganta.
Tampoco obtuvo respuesta.
Sienna se derrumbó en la cama y sollozó con fuerza. ¿Cómo podía haberle hecho eso Cronos? ¿Cómo podía ser tan cruel?
«Tiene que pagar. Tiene que sufrir».
La voz profunda resonó dentro de su cabeza y ella se sobresaltó de miedo y repulsión. «Cállate, cállate, cállate. Sé lo que eres. Te odio».
El insulto no tuvo ningún efecto.
«Tiene que pagar. Tiene que sufrir como sufres tú».
Como esa vez esperaba la voz, no se sobresaltó. Se quedó inmóvil. Incluso empezó a pensar. El demonio Ira estaba dentro de ella. Y enferma e indefensa como estaba, no podía hacer nada al respecto. Todavía. Así que ¿por qué no usarlo sólo por una vez? ¿Sólo para equilibrar la balanza y arreglar las cosas?
—¿Cómo? ¿Cómo lo hago sufrir como sufro yo? ¡Santo cielo! Estaba hablando con un demonio.
«¡Basta!». Era raro, estaba mal y... también resultaba curiosamente liberador. No pararía. Cronos tenía que pagar por aquello.
«Tienes que robar lo que él más valora».
—¿Y qué es? —fuera cual fuera la respuesta, haría lo que sugería el demonio y lo robaría. No vacilaría. Cronos la había arrojado a aquel fuego terrible y tendría que arder con ella—. ¿Su esposa? ¿Sus hijos?
«Su poder».
—De acuerdo —era otro juramento. ¿Pero cómo podía robarle ella el poder a un dios? «Tiene que pagar. Tiene que sufrir». Sí. Poco a poco, se secaron sus lágrimas y se fueron calmando los latidos de su corazón. El nudo que tenía en la garganta se disolvió. La embargó el frío, llenándola, consumiéndola.
—Pagará. Sufrirá.
—¿Visitar el Infierno? De eso nada.
Amun estaba en pie delante de la gran pantalla de plasma de la sala de entretenimiento de la fortaleza, mirando a William. Había sido el único modo de atraer su atención. Siempre que había llamado a su dormitorio, le había dicho que se largara y siempre que lo seguía a la ciudad, William lo ignoraba y se dedicaba a ligar con una mujer o con dos. A veces incluso había echado un polvo con Amun presente.
Ahora lo escuchaba con atención. Porque Amun había llevado refuerzos. Anya, la diosa de la Anarquía. Con lo poderosa y vengativa que era, podía obligar a cualquiera a hacer lo que ella quería cuando le daba la gana.
En especial a William.
Los dos eran muy buenos amigos y les encantaba torturarse mutuamente. Por eso Anya había robado un libro propiedad de William. Un libro muy importante, que el guerrero necesitaba para librarse de una maldición. Los dos se esforzaban por esconder esos detalles detrás de pensamientos intrascendentes cuando estaban en presencia de Amun.
Éste podía haberse colado en sus mentes para saber la respuesta, claro, pero no lo había hecho. No necesitaba más secretos, muchas gracias.
Sabía que, siempre que William se portaba «bien», Anya le devolvía unas cuantas páginas del libro. Por eso, cuando Anya lo había desafiado a una partida de Guitar Hero con Gilly, la joven amiga de Danika que se había trasladado hacía poco a vivir que la fortaleza, William había aceptado. Los tres estaban colocados alrededor de una tele, donde Anya había declarado que permanecerían hasta que Amun dijera lo que había ido a decir.
«Necesitamos tu ayuda para rescatar a Legión», dijo Amun por señas.
—Lo siento mucho, pero tengo otros planes —repuso William—. Me marcho mañana por la mañana y estaré fuera unas semanas.
—¿Qué planes? —preguntó Gilly, tocando el colgante de mariposa que Lucien le había dado antes. Un colgante exactamente igual a los que llevaban Amun, Anya y William. Les habían dicho que los llevaran para ocultar sus actos a los ojos curiosos de los dioses—. ¿Por qué no me has dicho que te marchabas?
Un momento. ¿Qué era aquello? Las palabras de la chica estaban cargadas de posesión.
«Eres mío», oyó pensar a Gilly. «Tenemos que estar juntos, no separados».
Vale. Amun se masajeó la parte de atrás del cuello. Él no necesitaba saber eso.
William lanzó las baquetas al aire, las atrapó y las hizo girar.
—No importa por qué no te lo he dicho. Me marcho y eso es definitivo.
¡Vaya! William siempre bromeaba con todo. No se tomaba nada en serio. Que estuviera de mal genio...
«Tengo que parar esto», pensó William. «No puede continuar».
Bueno. Aquello era bueno.
—¿El viaje es definitivo? —Anya enarcó una ceja y miró a William con aire retador. Estaba prometida con Lucien, guardián de Muerte, y era una de las mujeres más hermosas que Amun había visto jamás. No tenía nada de sorprendente que Lucien le concediera todos los caprichos—. A mí tampoco me lo has dicho.
—No puedes irte sin mí —intervino Gilly.
—Puedo y me iré. Y no me amenaces, Anya. Esto es algo que tengo que hacer independientemente de lo que puedas hacer tú con mi libro.
Gilly tiró el bajo al suelo con expresión furiosa. El plástico se rompió. Exactamente lo que ella imaginaba que le pasaba a su corazón.
—Prometiste protegerme siempre. ¿Cómo vas a protegerme si te vas?
Tenía el pelo castaño liso y unos hermosos ojos marrones. Era de estatura media, pero tenía más curvas de lo que debería estarle permitido a una chica de diecisiete años. Y William se esforzaba por no mirarla.
Pero fracasaba. «Tengo que parar. ¿Por qué no puedo parar esto?».
Amun entendió de pronto lo que ocurría como si un libro se abriera en su mente y los secretos de todos llenaran sus páginas. Gilly creía estar enamorada de William y éste se sentía atraído por ella y eso le horrorizaba. Ella era demasiado joven para él.
Pero aunque William no podía hacer nada sobre su deseo por Gilly, sí podía hacer algo sobre su sed de justicia. Gilly había sufrido terribles abusos de niña y él deseaba ir a por su familia con intención de matarlos de un modo lento y doloroso. El viaje era por eso. Iba a Nebraska a vengarse. Y no sería difícil. La madre era un ama de casa y el padrastro un médico.
—Yo no te mentí. Siempre te protegeré —dijo William con gentileza. Se incorporó y tendió los brazos, pero se dio cuenta de lo que hacía y los dejó caer a los costados—. Tienes que confiar en mí.
Amun dio unas palmadas para llamar su atención.
«Ven conmigo a ayudar a Aeron y después te ayudaré yo con la familia de la chica».
William no estaba mirando sus manos y no supo lo que decía Amun. Anya abrió mucho los ojos. En lugar de traducirle la frase en inglés o húngaro, se la dijo en la lengua de los dioses, para que Gilly no la captara. Aquellos sonidos bruscos eran música para los oídos de Amun, pues le recordaban los años sin preocupaciones que había pasado en los Cielos.
—No necesito ayuda —gruñó William en el mismo idioma. Se pasó una mano por el pelo, del color de la noche más oscura—. En realidad, quiero hacerlo solo. Además, Legión me irritaba, me alegro de que se haya ido. Creo que podríamos decir que yo no rescataría ni a mi madre del Infierno. Si la tuviera. Ni siquiera rescataría a Anya.
—Gracias —repuso la diosa—. Pero escucha. Aeron no se alegra de que se haya ido —su voz era más gentil que de costumbre—. Lo que significa que Lucien no se alegra. Lo que significa que no me alegro yo.
William se mantuvo impertérrito.
—Me da igual.
—Lucifer te tiene miedo, William. En el Infierno podrás hacer cosas e ir a sitios a los que Aeron y Amun no pueden ir.
Por un momento, William abrió la mente para recordar por qué le tenía miedo Lucifer. Pero luego cerró el recuerdo, lo que implicaba que Amun no podía verlo sin ponerse a escarbar, y eso era algo que seguía sin querer hacer.
William se encogió de hombros.
—Me sigue dando igual.
Anya insistió con terquedad.
—William, piensa en lo que estás rechazando, por favor. Cuando estés con la familia de Gilly, no sabrás lo que piensan, lo que temen, qué otras cosas terribles han hecho. Pero Amun sí. Él puede decírtelo. Y tú podrás hacer algo más que herirlos y matarlos. Podrás aterrorizarlos.
Gilly levantó las manos en el aire.
—¿Alguien quiere hacer el favor de hablar en inglés y decirme lo que ocurre? Por favor.
—No —respondieron Anya y William al unísono.
—Sois patéticos. ¿Queréis fingir que no estoy aquí? Muy bien. Os lo pondré fácil. Me marcharé. De todos modos, no sé qué hago con vosotros.
Gilly salió de la habitación y William clavó una de las baquetas en la batería con rabia.
—Vale. Cuenta conmigo, Amun. Iré al Infierno con Aeron y contigo. Y después, tú me ayudarás a llevar el Infierno a mis humanos. ¿Entendido?
Amun asintió con la cabeza.