Capítulo 11
LA puerta mental de Zeus estaba cerrada y tenía un cartel de «no molesten» colgado en el pomo.
Scarlet esperó horas en aquella puerta, arañando, dando patadas y golpes. Eso era algo que normalmente agotaba a sus objetivos, aunque fueran dioses, pero aquella puerta permaneció cerrada.
Él estaba despierto y combatía la letargia con una fuerza que no debería haber poseído. No con el collar de esclavo puesto. Pero antes o después tendría que dormir. Todo el mundo tenía que dormir, hasta los dioses destronados. Y cuando lo hiciera, ella estaría allí.
No sabía cómo la había convencido para que le permitiera sufrir a distancia. Aquel cabrón había matado a su hijo delante de ella y muy probablemente había borrado los recuerdos que Gideon tenía de ella. Él tenía la culpa de que su corazón se hubiera marchitado y muerto. Tenía la culpa de que ella se hubiera dormido llorando tantas noches. Y quizá tuviera la culpa de que se sintiera abandonada, sola y utilizada.
Pero a su demonio no le importaba nada de eso.
«Tengo que alimentarme», decía Pesadilla.
Scarlet lo comprendía, pues conocía bien las consecuencias de negarle a su otra mitad lo que necesitaba. Él no querría hacerlo, pero se vería obligado a alimentarse con ella.
Por eso, aunque hubiera preferido acosar al dios griego toda la eternidad, se acercó a Galen. Y, si había de ser sincera, hacerle daño a él la calmaría un tanto.
Por suerte, esa puerta sí estaba abierta. Su sueño era tan turbulento como el anterior, pero esa vez era sólo suyo. Revivía una y otra vez lo que ella le había mostrado. Su indefensión. Su debilidad. Su derrota a manos de Gideon.
Pesadilla bebió de su terror, regodeándose en él aunque no había sido el causante, hasta que detectó otro miedo y cambió de ser. Y después volvió a cambiar. Cuando Pesadilla estuvo al fin saciado, Scarlet caminó hacia la puerta de Gideon. También estaba abierta.
Su guerrero dormía. ¿Qué pensamientos pasaban por su mente?
«Aléjate». Una orden del sentido de supervivencia de ella.
«No puedo». Un grito de su parte más femenina.
Entró temblando y lo que vio la dejó sin aliento. Allí estaba ella, ataviada con un hermoso vestido rojo y encadenada delante de un chico fuerte que parecía mitad humano y mitad demonio. Zeus se hallaba al lado del chico con una daga de plata en la mano. A su alrededor había una multitud que vitoreaba.
No era un recuerdo, pues Gideon había equivocado algunos detalles. Sencillamente había creado una escena a partir de lo que ella le había contado.
Ella dudó mucho rato si mostrarle la verdad o dejarlo con la ilusión. Una ilusión que sería mucho más fácil digerir que la realidad.
«Tiene que saberlo». Esa vez no supo qué voz le hablaba.
¿Pero tenía que saberlo? A veces ella misma habría preferido no saberlo.
«Tiene que saberlo. Por Steel». Steel merecía un padre que supiera cómo había vivido... y muerto.
Eso acabó con las reservas de Scarlet. Por Steel haría lo que fuera.
Extendió el brazo temblorosa y la pasó por el vestido de sí misma en el sueño. Era la corrección más fácil de hacer y un buen lugar para empezar. La tela desapareció como si la mano fuera una goma de borrar. Después volvió a pintar su ropa con otro movimiento de la mano. Una túnica blanca sucia manchada de sangre y rota en un hombro. Añadió cortes y moratones en la cara y los brazos.
Miró a la multitud y la borró usando ambas manos, dejando sólo a Steel, Zeus, ella y una figura cubierta con una capa en la oscuridad. Un ser cuyos pies no tocaban el suelo. El ser que recibiría y enjaularía al demonio de Steel.
Sin los vítores, un silencio casi ensordecedor cubrió la escena.
A continuación, cambió el hipódromo donde Zeus había hecho a menudo sus carreras de carros por un templo abandonado. Columnas de alabastro se elevaban a todo alrededor y una hiedra verde cubierta de rocío subía por ellas. Había escalones que llevaban a un altar de mármol con grietas, todo ello manchado de color escarlata por los muchos sacrificios que habían tenido lugar allí.
Una vez hecho eso, volvió su atención a Zeus y retiró su túnica oro y púrpura. En su lugar pintó una armadura de plata decorada con mariposas dentadas pero hermosas, como la del tatuaje que llevaba ella en la espalda y el que llevaba Gideon en el muslo derecho. Entre mariposa y mariposa había un rayo.
La daga que sostenía el rey de los Griegos se convirtió en un machete dentado fabricado para producir el máximo dolor. Esa arma no sólo cortaba, destrozaba.
«Haz el resto». Gideon había acertado con los rasgos faciales del Griego. Ojos que reflejaban los rayos que adornaban su armadura, ojos brillantes y peligrosos. Nariz puntiaguda, labios finos y mandíbula fuerte. Zeus tenía un pelo claro que se rizaba en los hombros, el acompañamiento perfecto a su piel dorada. A veces, si uno miraba con atención, podía ver los destellos de relámpagos que pasaban por sus venas.
«Bien. Revisión terminada». Pero no era alivio lo que sentía. Sólo faltaba cambiar un detalle.
Al fin volvió su atención a Steel. Sus ojos se llenaron de lágrimas y sus temblores se incrementaron. Todo el tiempo sentía también la impotencia que ardía en el interior de Gideon. Él no estaba allí, simplemente miraba con un ojo mental, pero sus sentimientos estaban allí. Todo lo que sintiera ahora, lo sentiría también cuando despertara.
«Hazlo. Hazlo de una vez». Recortó los cuernos de Steel, odiándose por ello. Los Griegos no habían querido que el muchacho los usara como las armas que eran. Añadió escamas en la parte derecha de su cuerpo. «¡Qué hermoso!». Afiló los dientes de modo que salieran dos colmillos por su labio inferior. «Mi niño».
Los humanos lo habrían considerado grotesco, bestial. Ella lo encontraba adorable. El corazón le dio un vuelco y sintió el fuerte impulso de estrecharlo contra su pecho y sostenerlo allí siempre. «Ángel mío. Te llevaron muy pronto».
«Acábalo». Con la barbilla temblándole, alargó las pestañas y cambió el color de los ojos de negro, como los de ella, a azul eléctrico, como los de Gideon. Añadió varios años más a su edad. Gideon lo había imaginado como un chico de once o doce años. Ahora se acercaba más a los dieciséis, un adolescente que nunca había tenido ocasión de salir con chicas ni hacer el amor. Un adolescente que nunca se había sentido digno de ser amado, y ella conocía bien aquella sensación.
Aunque en realidad no sabía si había salido con alguien o había amado.
Lloraba ya abiertamente cuando lo cubrió de manchas y golpes, le rompió el brazo, la pierna y añadió cicatrices profundas en la espalda. Cientos de ellas.
Ya estaba. Para bien o para mal, estaba hecho. Había pintado la escena.
Y ahora... ahora le tocaba a Gideon ver cómo habían sucedido las cosas.
Scarlet, que no sabía si podría volver a vivir aquello («Por Steel. Por Steel lo que sea»), asintió con la cabeza y dejó caer los brazos a los costados. Las imágenes cobraron vida.
—Por favor, no lo hagas —suplicó Scarlet—. Por favor. Haré todo lo que tú quieras. El corte de su labio se abrió y la sangre bajó por su barbilla—. Pero déjalo en paz. Por favor.
La expresión dura de Zeus no cambió.
—Has intentado escapar incontables veces, ¿y ahora esperas que te ofrezca una recompensa? Supongo que ni siquiera tú puedes ser tan tonta.
—Es sólo un muchacho. No ha hecho nada malo. Castígame a mí. Mátame a mí. Pero suéltalo a él. Por favor.
—No es sólo un muchacho. Tiene cientos de años.
—Por favor. Por favor, Alteza. Por favor.
Steel mantenía la cabeza baja y los ojos apartados de todo eso. No temblaba ni lloraba. Estaba inmóvil, en silencio. Expectante. Como si mereciera lo que le fueran a hacer.
—Mientras él viva, tú seguirás desafiándome —dijo Zeus—. Por lo tanto, debe morir. Es así de sencillo.
—No volveré a intentar escapar. Lo juro. Volveré a la prisión y me pudriré allí sin protestar. Por favor.
—Tuviste esa opción, hija de Rea. Una vez —el dios levantó el machete en el aire sin dejar de mirarla—, pero debo admitir que me gusta la idea de que ruede tu cabeza. ¿Tú qué dices, Steel? ¿Mato a tu madre o te dejo ese honor a ti?
Steel alzó al fin la vista. La sorpresa reemplazaba ahora la expresión de aceptación y vergüenza de su rostro.
—¿Madre?
¡Una voz tan dulce! Con huellas de humo y nube.
Scarlet sonrió entre lágrimas.
—Te quiero —eran las palabras que había anhelado tanto tiempo decir—. Pase lo que pase, Steel, te quiero. Siempre te he querido y siempre te querré. Yo no te abandoné, hijo mío. Te separaron de mí.
—Sí, ella es tu madre. Sí, te separaron de ella —confirmó Zeus, y el chico lo miró confuso—. Ahora puedes darme las gracias.
La expresión de Steel se volvió horrorizada y sus ojos azules se cubrieron de rojo sangre. Él era, después de todo, la razón de que ella estuviera encadenada. Había llevado a Zeus hasta ella, creyendo que era una enemiga de la corona.
—Madre —repitió, y esa vez había dolor en aquella voz querida—. Yo...
—No te culpes, hijo mío. Tú eres todo lo que yo quería que fueras. Fuerte. Encantador. Inteligente. Has hecho lo mismo que habría hecho yo en tu situación. ¡Te quiero tanto! —hablaba con rapidez, pues sabía que en cualquier momento...
—¡Basta! —aulló Zeus, tal y como ella temía—. He hecho una pregunta y quiero una respuesta. ¿Qué va a ser, Steel? ¿Su muerte se producirá por mi mano o por la tuya?
—Yo no quiero matarla —la mirada acuosa de Steel la observaba con ansia, como si quisiera memorizar todos sus rasgos—. Y tampoco quiero que la mates tú. Déjala vivir. Por favor —su súplica era un reflejo de la que había hecho ella antes.
Scarlet luchó con todas las fuerzas que poseía. Tenía que comunicarse con él. No podía soportar verlo sufrir.
—Yo estaré bien. Deja que lo haga. No me importa, te lo juro —prefería morir ella a que Steel tuviera que recibir un solo arañazo más.
—No tendré compasión —dijo Zeus.
—No me importa —contestó Scarlet a los dos. Mejor sufrir ella allí que pensar que Steel tuviera que sufrir en los siglos siguientes por haberla matado.
Silencio. Un silencio terrible. Pero luego llegó algo mucho peor.
—Mátame a mí en su lugar —pidió Steel—. Yo no soy nada. Nadie.
—¡No! —gritó Scarlet.
Pero Zeus asintió, se acarició la mandíbula y la ignoró a ella para centrarse en su hijo.
—Tienes razón. Ella es demasiado valiosa para eliminarla. Como hija bastarda de Rea es una vergüenza para Cronos, y eso es un arma demasiado buena para blandir contra él si se presenta la necesidad.
Ella se calmó. Una oportunidad. Esperanza. Zeus la consideraba una herramienta a la que utilizar contra sus enemigos.
—Sin embargo, debe ser castigada por sus actos. ¿Qué debo hacer, pues? —preguntó, con aspecto de estar sinceramente pensativo.
La esperanza se prolongaba...
—Envía a Steel lejos —suplicó ella—. Así me castigarás. Me preguntaré dónde está y qué ha sido de él. Por favor. Por favor. Nada me haría más daño que eso. Tú sabes que es cierto.
Zeus sonrió. Asintió con la cabeza.
—Un plan excelente. Lo enviaré a otro lugar.
La esperanza se renovó y la inundó.
—Gracias —hundió los hombros y respiró con fuerza. Su hijo estaría a salvo. Viviría. Crecería hasta convertirse en el hombre que estaba destinado a ser—. Muchas gracias, Gran Rey —las gracias seguían saliendo de sus labios. Sabía que farfullaba, pero no podía evitarlo—. Gracias.
Pero había hablado demasiado pronto.
—Lo enviaré al Más Allá —añadió el dios—. Como pensaba.
Scarlet comprendió que lo había planeado así desde el principio. En ningún momento había considerado dejar marchar al chico, sólo había estado jugando con ella.
Steel abrió mucho los ojos. Con miedo, con arrepentimiento... Finalmente, los clavó en los de ella con determinación.
—Lo siento, madre.
Scarlet gritó, y la fuerza de su grito hizo temblar el templo y sangrar sus propios tímpanos.
—¡No! ¡No!
—Sí —Zeus levantó el machete sin vacilar y golpeó con él.
Gideon despertó con un rugido y se incorporó en la cama. Las lágrimas bajaban por sus mejillas convertidas en chorros de ácido. Las secó con una mano temblorosa. ¡Dioses queridos! Acababa de ver a Zeus cortarle la garganta a su hijo. Había sentido el dolor y la impotencia de Scarlet. Su desesperación.
Sabía que era así como había ocurrido. Scarlet se lo había mostrado. La había intuido en el sueño. Su dulce aroma, la intensidad de sus sentimientos. Ella habría hecho cualquier cosa por salvar al chico. Cualquier cosa. Lo quería hasta ese punto y había tenido que recuperarse de su pérdida sola.
Gideon no habría sido capaz de hacerlo. Apenas si conseguía no desmoronarse en ese momento y todavía no recordaba al chico. Aquel chico hermoso. ¡Qué fuerte era Scarlet! ¡Cuántos recursos tenía! Era una superviviente hasta la médula de los huesos.
Su respeto por ella se duplicó. Su deseo por ella se triplicó.
Merecía que la mimaran. Merecía que lucharan por ella como el premio que era. Así que la mimaría y lucharía por ella. No podría compensarla por el pasado, pero podría darle un futuro mejor.
¿Volver a encerrarla? ¡Jamás! Había sido un maldito idiota al pensar de otro modo. Peligrosa o no, era suya. Mataría a quien fuera, incluidos sus amigos, si la amenazaban.
Pero tendría que encontrarla. Una tarea difícil, seguramente, teniendo en cuenta que ella no querría verlo. Y...
Su mirada recorría el dormitorio par asegurarse de que no había enemigos al acecho, una costumbre adquirida en siglos de guerra. De pronto se detuvo. Scarlet. Allí. Dormida.
Estaba acurrucada a su lado con una mano en el corazón y la otra en la frente. Su masa de pelo negro le caía sobre los hombros, brillante como ébano pulido. Era un festín de mujer, hecha para amar y ser amada.
Gideon extendió un brazo tembloroso y le acarició la nariz con la yema del dedo antes de que cedieran sus músculos y el brazo cayera inútil al costado. «Necesito tocarla». Siempre.
Por el momento, sin embargo, tendría que conformarse con saber que Scarlet estaba allí. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Pero importaba eso? ¡Ella estaba allí! Podrían hablar y él podría empezar a mimarla. Le daría masajes de pies todos los días y dejaría en su puerta las cabezas de sus enemigos como si fueran el periódico de cada día.
«Vamos, preciosa. Despierta». A través de las puertas que daban a una terraza, podía ver que se ponía el sol. Los mimos podrían empezar más pronto que tarde. En cualquier momento, ella...
Scarlet abrió los ojos y se sentó en la cama igual que había hecho él. Su cabeza le golpeó la barbilla y Gideon hizo una mueca.
Cuando ella se tocaba el lugar del golpe, sus ojos se encontraron. Los de ella, oscuros y misteriosos. Llenos de dolor, esperanza y remordimientos. Una mujer tan maravillosa debería tener siempre expresión satisfecha.
Scarlet se lamió los labios y volvió a dejarse caer lentamente sobre la cama, donde se giró para mirarlo. Abrió la boca y volvió a cerrarla, como si buscara las palabras adecuadas. Gideon no quería mencionar el sueño. Todavía no. Era un tema muy fuerte y en aquel momento necesitaban los dos relajarse. O mejor dicho, él necesitaba consolarla como no lo había hecho nunca.
—Bueno, ¿quién no eres hoy? —preguntó; se tumbó para que su mirada quedara a la altura de la de ella.
La expresión de Scarlet mostró alivio.
—Scarlet... Long —repuso.
Long. De Justin. Un hombre de pelo negro y ojos marrones. Gideon casi sonrió. Iban progresando. Con suerte, no volvería a elegir a un rubio. Y un día quizá se llamara Scarlet Lord.
¿Quería él eso? Sí. Le gustaba la idea de que aquella mujer le perteneciera. Le perteneciera de verdad, de un modo que todo el mundo reconociera.
—¿Cómo te sientes? —preguntó ella con suavidad.
—Peor.
Scarlet respiró hondo.
—Me alegro. Eso es bueno.
Con sus últimas fuerzas, él colocó su brazo sobre la curva de la cintura de ella. Scarlet no se apartó y eso le dio valor.
—Cuando esté todavía peor, no quiero ir al dormitorio de Cronos —necesitaba hacerse con un collar de esclavo. Así se le abrirían sin problemas las puertas del Tártaro. Aquellos collares eran la llave de la verja. Para entrar, claro. Salir sería otra cuestión—. Pero, maldita sea, tengo mi colgante, así que puedo moverme libremente.
Sin el colgante, Cronos sabría dónde estaba y lo que hacía. El rey dios podría detenerlo y enviarlo de vuelta a Buda antes de que pusiera los pies en la esfera de la prisión.
Scarlet enarcó las cejas.
—¿Dices que no tienes tu colgante de mariposa y por eso no puedes moverte libremente por aquí?
Él asintió, intentando calibrar la expresión de ella.
Ella sacó ambos colgantes de la funda de una daga que llevaba en la cintura y dejó que colgaran de sus dedos.
—Los tengo yo. Encontré el sitio donde habías tirado el tuyo como si fuera basura —su voz sonaba casi amarga—. ¿No son sólo adornos bonitos? —ahora parecía... decepcionada.
Gideon le había hecho creer que el colgante era un regalo suyo. Y cuando ella había encontrado el de él, había creído que lo «había tirado como si fuera basura». Como si ella fuera una basura.
No le permitiría pensar nada semejante, se dijo Gideon.
«No volveré a mentirle», se juró. Parpadeó. Un momento. Nunca volvería a engañarla adrede con sus mentiras. Sí, mejor así.
—No impiden que los dioses nos vigilen y nos escuchen.
Ella abrió mucho los ojos.
—Entonces los colgantes son inhibidores.
Al menos no había explotado por el engaño de él.
—Te equivocas.
—Bien. Muy listo —ella hizo ademán de colgarse uno, pero él negó con la cabeza para detenerla—. ¿Pero por qué esperar? —vale, ahora sí parecía a punto de explotar. Miraba con ferocidad y enseñaba los dientes.
—Estoy demasiado fuerte para partir ahora —«demasiado débil»—. Y no debemos esperar a salir del radar de Cronos hasta que estemos preparados para salir del palacio —por supuesto que debían. En cuanto Cronos perdiera su conexión con él sospecharía la verdad y haría lo imposible por evitar que tuviera éxito.
—O sea que piensas ir a escondidas...
Gideon asintió.
—¿Cuánto tardarás en recuperarte? —preguntó ella.
—Un día más no —«un día más».
Scarlet parpadeó.
—¿Y qué vamos a hacer entretanto?
Besarse. Tocarse. Redescubrirse. Hacer el amor.
—No hablar.
Ella alzó los ojos al cielo como si acabara de oír algo gracioso.
—¿Hablar tú y yo? Me parece que no. Ya nos hemos dicho todo lo que teníamos que decirnos. Trabajaremos juntos en esto porque somos más fuertes siendo dos, pero eso será todo lo que hagamos. Trabajar juntos. Matar juntos.
Genial. Volvía a ponerse terca. Pero a él no le importó. Ella podía decir lo que quisiera, hacerle lo que quisiera; él pensaba pegarse a ella como una lapa.
—Y de todos modos —continuó Scarlet con resolución—, vamos a ser realistas. Yo no tengo que esperar. Puedo merodear por el palacio y matar a cualquier dios o diosa que encuentre. Te estaré haciendo un favor.
Gideon gruñó. La idea de Scarlet merodeando sola por los pasillos del palacio no le gustaba nada. No se enfrentaría a humanos, sino a inmortales. Inmortales más fuertes y más violentos. Su instinto de macho la quería segura, feliz y no siempre en constante peligro.
«Calma». Tendría que tenerla ocupada. Y si no le interesaba hablar, sólo quedaba otra opción. La que él había preferido desde el principio.
Se había creído muy débil, pero la idea de poseerla alentó a sus células, músculos y huesos y le permitió colocarse encima de ella. Scarlet dio un respingo al sentir su peso, pero él no se movió. No, en lugar de eso, se apretó contra ella.
—Entonces hablaremos —dijo. Y al igual que la última vez que había necesitado ablandarla, la besó en la boca.