Capítulo 9

CUANDO Scarlet se sentó y abrió los ojos a un nuevo atardecer, no sabía qué esperar. Después de la bomba de «teníamos un hijo», Gideon había entrado en shock. Había guardado silencio, se había mostrado distante y ella no había forzado una confrontación porque quería darle tiempo para asimilar la noticia.

Pero cuando quiso darse cuenta, había salido el sol y ella se había quedado dormida. Había estado demasiado distraída para participar en los habituales juegos de terror de por la noche y ni siquiera sabía a quién había atacado.

—¿Me mentiste? ¡No me lo digas!

Las palabras cayeron sobre ella como latigazos y Scarlet enfocó la vista rápidamente. Gideon no la había movido del bosque. Seguía rodeada de árboles y los pájaros y los insectos cantaban todavía. El arroyo fluía y había algo de niebla. No había rayos de sol poniente ni cielo violeta, sólo un manto espeso de nubes oscuras y densas. Se acercaba una tormenta.

En más de un sentido.

Gideon estaba bañado en las sombras. Sombras que la mirada de ella atravesaba sin problemas. Sus rizos azules estaban mojados y pegados a la frente y las mejillas, pero aun así formaban un marco muy hermoso para las líneas de tensión que iban desde sus sienes hasta su boca. Sus ojos parecían láseres que atravesaran los escudos mentales con los que se rodeaba ella. La expresión de él era dura, fiera; tenía los labios echados hacia atrás en una mueca. Estaba ante ella con una daga en cada mano. Scarlet contuvo el aliento y pasó la mirada por su cuerpo. No tenía cortes en los brazos ni en las piernas y el vestido estaba intacto. No había ni una mancha de sangre que indicara que la había herido.

Vale. No la había atacado presa de furia. ¿Y por eso podía permitirse no preguntarle cómo estaba ni besarla al despertar?

¡Oh, dioses! ¡Su beso! Levantó una mano y se pasó las yemas de los dedos por la boca. Una boca que todavía le cosquilleaba. La lengua de él la había invadido, dando y tomando. Tomando pasión y dando placer. Sus manos se habían posado en todas partes, tocándola, acariciándola. Y su cuerpo, duro y caliente, la había transportado de regreso a los Cielos. Scarlet seguía encerrada, impotente todavía, pero no le importaba porque tenía a su hombre. Un hombre que la amaba.

¡Hacía tanto que no cedía a las exigencias de su cuerpo! ¡Tanto tiempo que no perdía el control! A Gideon no parecía haberle importado esa pérdida.

No, parecía que lo había disfrutado. Se había corrido en su vientre y la había marcado como si todavía estuvieran juntos.

Después de eso, ella había querido acurrucarse a su lado. Había querido besarle el cuello y respirar su olor almizclado. Había querido contarle todos sus secretos, hablar de todo lo que habían compartido en otro tiempo.

Pero conocía a aquel hombre que no tenía ni idea de lo que ella había sido para él. Y sabía sin la menor duda que era eso lo que él había planeado. La había llevado de la cárcel al paraíso para buscar respuestas. Respuestas que intentaría obtener por cualquier medio, bueno o malo.

Siempre había sido así. Cuando estaba decidido a algo, Gideon era más terco que ella. Aquello resultaba tan irritante como maravilloso. Pues una vez que había decidido que ella tenía que ser su esposa, había movido cielo y tierra para conseguirlo. A pesar de todo lo que tenían en contra.

Pero ella no estaba dispuesta a dejarse utilizar así. No le dejaría creer que podía follarla (o casi follarla) y conseguir lo que quería.

—Scar. No me estás cabreando. No me hagas caso —lanzó una de las dagas con un giro de la muñeca—. No me digas lo que no quiero saber.

Scarlet se volvió y siguió el movimiento de la daga. La punta estaba ahora clavada en el tronco del árbol y la daga vibraba. Y en la corteza del árbol había centenares de surcos. Al parecer, él se había pasado el día lanzando las dagas.

—No —dijo con suavidad, volviéndose hacia él—. No mentía —Steel no era algo sobre lo que ella pudiera mentir. Jamás. Por ningún motivo. Había sido... y seguía siendo... la persona más importante en su vida.

Gideon respiró con fuerza.

—No dijiste «era». Eso significa que está... está...

—Está muerto —susurró ella con voz ronca—. Sí.

El rostro de Gideon se contorsionó de dolor. Quizá no debería haberle hablado del chico. A veces a ella le gustaría no saber; era demasiado doloroso. Pero una parte de sí misma había confiado en que Gideon hubiera retenido el recuerdo de su hijo. Un recuerdo que podría haberlo llevado a recuperar recuerdos de su esposa.

—No quiero saberlo todo —mientras hablaba, cayó de rodillas; apretaba con tanta fuerza la segunda daga que tenía los nudillos blancos—. Por favor.

Ver a un guerrero tan fuerte con tanto desconsuelo la desgarraba por dentro, y tuvo que parpadear para reprimir las lágrimas. Si se lo decía ahora, no sería por el sexo, sería porque él lo había suplicado. O, al menos, así fue como racionalizó ella aquella necesidad nueva de contárselo todo.

—Está bien, te lo diré. Te lo contaré todo sobre su vida y su muerte, pero tú no puedes hablar. Si me interrumpes con preguntas, quizá no pueda continuar —la emoción la embargaba. Se derrumbaría y lloraría, y no quería que Gideon la viera así. Ya iba a ser todo bastante duro sin eso—. ¿Entendido?

Pasó un momento con Gideon inmóvil, en silencio. Ella no sabía lo que pasaba por su cabeza, lo que lo hacía vacilar. Sólo sabía que ella nunca hablaba de Steel. Era demasiado doloroso. Aunque Gideon permaneciera callado, no estaba segura de poder hacerlo. Desde luego, no sin llorar.

«Finge que es una historia que te has inventado. Distánciate». Sí, claro.

Finalmente, Gideon asintió con la cabeza con los labios apretados.

Scarlet respiró hondo buscando fuerzas. No las encontró. Sencillamente, no conseguía formar las palabras.

Se levantó con piernas temblorosas y se acercó al árbol que tenía clavada la daga. Gideon no intentó detenerla cuando ella la sacó de un tirón. Empezó a pasear, golpeando su muslo con el metal con un ritmo constante que esperaba resultara tranquilizador. La envolvía la brisa y ramitas y piedras le cortaban las plantas de los pies.

«Sólo tienes que decir las palabras. Finge, finge, finge que hablas de la vida de otro. Del hijo de otro».

—Te dije que estaba embarazada y tú te alegraste mucho. Pediste a Zeus que me liberaran bajo tu custodia. Él se negó. Y tú organizaste mi huida. Sólo que me pillaron y me dieron veinte latigazos antes de que tú supieras que había fracasado. Pensaban que así me obligarían a decir quién me había ayudado. Pero no lo hice.

Habría muerto antes.

—El dolor era soportable, pero tenía mucho miedo de perder al bebé. Mis compañeros de celda también intentaron atacarme, pero yo luché con más fiereza de lo que había luchado nunca y no tardaron en darme una celda para mí sola de modo permanente, no sólo para nuestros... interludios. Allí fue donde al fin di a luz a nuestro... —a ella se le quebró la voz—... nuestro precioso niño.

La imagen de Steel pasó por su mente, aquel niño tierno que dormía sobre su pecho y parecía un ángel, y ella tropezó con su pie. Cuando se levantó, temblaba.

Gideon cumplió su palabra y guardó silencio, esperando.

Cayeron las primeras gotas de lluvia, casi como si la naturaleza llorara por ella. Por todo lo que había perdido. «Finge».

—Tú me visitabas todos los días. Y cada día te quedabas un poco más y te mostrabas más reacio a marcharte. Yo temía que te hicieras encarcelar sólo para estar a mi lado —y le avergonzaba admitir que le había gustado la idea—. Un día llegaste y me dijiste que tenías un plan nuevo para liberarme, pero no me diste los detalles. El plan era, por supuesto, robar la Caja de Pandora. Y no hace falta que diga que nunca volviste.

Los árboles se volvían borrosos a su lado. Le temblaba la barbilla y le ardían las mejillas. La lluvia caía ya más constante. «Hazlo. Continúa». Quería mirar a Gideon, pero no lo hizo. La expresión de él, cualquiera que fuera, podría hacer que ella se derrumbara.

—Entonces me poseyó Pesadilla, como sabes, y no era una buena madre, así que se lo llevaron los Griegos. Se llevaron a Steel —y ella había culpado cada vez más a Gideon por la separación. Si hubiera ido a buscarla, las cosas podrían haber sido muy distintas para ellos—. Cuando se aclaró mi mente y me di cuenta de lo que había ocurrido, supliqué verlo, pero no me hicieron caso. Todos los días intentaba escapar. Y todos los días volvían a azotarme.

Gideon emitió un ruidito estrangulado, pero Scarlet no se permitió mirarlo todavía.

—Finalmente, noté que el Tártaro, tanto la prisión como su guardián, se debilitaban. Conseguí escapar y llegué al Olimpo. Y... encontré a nuestro bebé —esa vez fue ella la que soltó un grito estrangulado—. Pero ya no era un bebé. Habían pasado siglos, pero él era sólo un adolescente. Supongo que su inmortalidad frenaba su proceso de hacerse mayor. Y... no tenía ni la menor idea de quién era yo.

Lluvia, lágrimas. Ambas cosas la empapaban.

«Finge, maldita sea».

—Le habían crecido cuernos y colmillos, tenía los ojos rojos y algunos trozos de su piel tenían escamas. Comprendí que a él también le habían dado un demonio. Cuál, todavía no lo sé. Pero él era hermoso, maldita sea —las últimas palabras fueron un grito idéntico al aullido de una plañidera, pero no pudo evitarlo.

Silencio. El contacto frío del agua.

«Acaba con esto».

—Lo habían convertido en su cabeza de turco. Se reían de él, le daban patadas, lo insultaban atrozmente. En sus ojos no había alegría, sólo determinación. Soportaba aquello orgulloso y fuerte. Como un guerrero decidido. Y eso lo empeoró todo, ¿sabes? Yo había fallado en todos los sentidos a aquel chico precioso y él seguía siendo todo lo que habría querido en un hijo.

Las lágrimas seguían cayendo y quemándole las mejillas como gotas de ácido. Se las secó con el dorso de la mano, temblando con violencia. «Finge».

—Así que estallé. Solté mi demonio en la muestra de violencia más horrenda que habían visto nunca los Cielos. Cuando terminé, los dioses y las diosas que lo rodeaban se habían vuelto locos, lo cual ayudó a Cronos en su fuga.

Tomó aliento un segundo.

—Pero me alejo del tema. Cuando se despejó la oscuridad, me di cuenta de que Steel me tenía miedo. Incluso me combatió cuando intenté largarme con él. Yo no quería hacerle daño y permití que huyera de mí. Él se fue con Zeus, la única figura paterna que había conocido, y me persiguieron juntos. Aunque yo no intenté esconderme. Quería que Steel me encontrara.

Tragó el nudo que tenía en la garganta.

—Para sorpresa de Steel, Zeus nos encadenó uno enfrente del otro. Le dijo a Steel que yo era su madre y Steel... —una vez más, tuvo que combatir aquellas lágrimas ardientes que la lluvia no lograba enfriar.

Una piedra le cortó la planta del pie y ella se alegró del picor.

—Estaba alterado. Lloró. Me suplicó que lo perdonara. Yo intenté decirle que aquello no me importaba. Podría haberme matado y no me habría importado. Pero Zeus estaba decidido a castigarme por los problemas que había causado y... le cortó la cabeza a Steel delante de mí.

Respiró hondo.

—Luché de tal modo con mis cadenas que perdí una mano aquel día. Pero no conseguí liberarme a tiempo. Él había... muerto. Él había muerto y a mí me devolvieron a mi celda. Y permanecí allí hasta que los Titanes consiguieron derrocar a los Griegos. Pero ¿sabes lo peor de todo? Él lo había planeado.

Zeus había planeado matarlo todo el tiempo. Ya tenía a alguien allí, esperando, un nuevo anfitrión para el demonio de Steel.

De nuevo silencio. No, no del todo. La respiración entrecortada de ella se mezclaba con la respiración alterada de Gideon y ambas con el ruido de la lluvia.

Ya estaba. Él ya lo sabía todo. Los momentos dolorosos de la vida de Steel. El fracaso de Scarlet. Su propio fracaso. Lo que podía haber sido, lo que no había sido. Por qué lo odiaba tanto. Por qué no podía perdonarle que la hubiera dejado atrás.

—Scar —susurró él con la voz rota—. Yo... yo...

Ella no podía mirarlo todavía. Se sentía demasiado al desnudo, como si la hubieran raspado con una cuchilla de dentro a fuera.

—¿Qué? —gritó.

—Comprendo —lo que implicaba que no—. Eso parece propio del hombre que conocía. Un rey que...

—¡No me hables de ese bastardo! A ti te gustaba, lo sé. Lo respetabas, admirabas su fuerza. Antes de tu posesión, incluso era bueno contigo. Todo lo bueno que él podía ser —y eso no era mucho. Por eso, el hecho de que Gideon lo defendiera... —«sufre»—. ¿Cómo te trató después, eh? Te maldijo y te exilió. ¿Pero sabes qué? Nunca fue bueno conmigo y nunca fue bueno con tu hijo —Scarlet hablaba ahora mezclando las palabras con respingos, intentando golpearlo con ellas.

Tenía que parar. Sus sollozos amenazaban con volverse incontrolables. ¿Pero cómo se atrevía él a cuestionar la validez de su historia? Debería suplicarle que lo perdonara. Gritando a los Cielos. Maldiciendo. Y no era así.

—Te voy a dejar —dijo. Aunque intentaba hablar con tono tranquilo, su sufrimiento resultaba evidente en cada palabra—. Me debes un regalo y te lo voy a cobrar pidiéndote que no me sigas. Ya has hecho bastante daño.

Y finalmente se alejó y dejó allí a su esposo. No miró atrás.

Cerrar capítulos no tenía nada de bueno.

«Ya has hecho bastante daño».

Las palabras resonaban en la mente de Gideon. Todo en su interior ansiaba saltar y perseguir a Scarlet, unirla a él como fuera para poder hacer algo, lo que fuera, por calmar las heridas que ella llevaba dentro. Pero no lo hizo. Siguió acuclillado en el suelo, temblando, con lágrimas ardientes bajando por sus mejillas ya empapadas. Scarlet tenía razón.

Había hecho bastante daño. Al principio no había querido creerla. Había buscado cualquier excusa posible para negar su historia. Pero el dolor de los ojos de ella era demasiado real, las heridas de su voz demasiado patentes. Lo que implicaba que no sólo había abandonado a su esposa, sino también a su hijo. Un abandono que había acabado conduciendo al asesinato de su hijo.

Un asesinato que Scarlet se había visto obligada a presenciar, impotente.

¿Por qué no se acordaba él? ¿Por qué?

Lo golpeó la furia, con más fuerza que si fueran puños de hierro. Descubriría lo que tenía que hacer.

Se arrancó el colgante con un rugido y lo arrojó a un lado.

—Cronos —gritó a las copas de los árboles—. ¡Cronos! Te ordeno que vengas.

Era la verdad, pero no pudo parar las palabras. Ni pudo ni quiso. Inmediatamente su demonio gritó y el dolor lo hizo doblarse. El dolor se extendió por cada centímetro de su cuerpo, convirtiendo su sangre en ácido y sus huesos en líquido burbujeante.

Un dolor que merecía.

Pronto no pudo moverse, apenas podía hablar. Pero siguió llamando una y otra vez:

—Cronos, Cronos, ven a mí. Te necesito.

Pareció que pasaba una eternidad. Dejó de llover, aunque la luna no se abrió paso entre los árboles y el sol no apareció. ¿Dónde estaba Scarlet? ¿Había podido llegar a un lugar seguro a esperar la mañana? Probablemente. Era una mujer con recursos. Muy capaz de cuidarse sola. ¡Había sobrevivido a tantas cosas!

Era más fuerte que él, eso seguro.

No era de extrañar que lo hubiera dejado. Lo odiaba. Y en aquel momento, también se odiaba él. Había dejado morir a su hijo. Su hijo.

Deberían cortarle la cabeza.

Las lágrimas empezaron a brotar de nuevo y apretó los ojos con fuerza. El pobre Steel, cargado con cuernos, colmillos e incluso escamas. Aquellos horribles dioses y diosas seguramente le habían hecho avergonzarse de aquellos rasgos. Rasgos que Gideon habría amado.

Scarlet también había dicho otra verdad. Él había apreciado y respetado a Zeus. El antiguo rey de los dioses había sido egoísta y sediento de poder, pero a su modo se había portado bien con Gideon. Hasta el fiasco de la Caja de Pandora. Después de eso, los Griegos habían ignorado a Gideon y a sus amigos. Aunque, a medida que pasaba el tiempo, Gideon había llegado a estar satisfecho con su nueva vida.

Pero su esposa y su hijo no. Ellos no. Zeus nunca había sido bueno con ellos, y tendría que sufrir por ello.

«Destruiré a ese bastardo». En otro tiempo, Gideon había hecho todo lo que estaba en su poder por proteger a su rey. ¿Y cómo se lo había pagado? Robándole a sus mayores tesoros. «Vengaré a mi hijo. A mi esposa».

A la porra con la Caja de Pandora. La venganza era lo primero. Siempre lo primero.

«¡Eh, eh!», dijo de pronto una voz de hombre dentro de su cabeza.

Gideon abrió los ojos.

Cronos se acuclillaba delante de él. La decepción ensombrecía sus rasgos cada vez más jóvenes.

—Eres un tonto dejándote hundir así. ¿Y por qué? ¿Por un solo momento de verdad? —suspiró—. ¿Por qué me has llamado otra vez? Acabo de hablar con Lucien y de recibir mi informe diario. No necesito otro.

—Zeus —dijo Gideon entre dientes—. Lo quiero.

Mentira gritó.

Otra verdad. Otra oleada de dolor, fresco y desgarrador.

Cronos parpadeó sorprendido.

—¿Por qué?

—Lo quiero —repitió Gideon, jadeante. No hablaría de Steel con Cronos. Si el dios recordaba al chico y se le ocurría hablar mal de él en algún sentido, Gideon iría también a por su sangre, y en aquel momento lo necesitaba como aliado.

—No. No puedes tenerlo.

Gideon apretó la mandíbula. Se le nubló la vista. «Combate eso».

—Es tu enemigo. Déjame matarlo por ti —estaba tan acostumbrado a decir mentiras, que debería haber tropezado con la verdad. Como mínimo, debería haber tenido que pensar lo que iba a decir. Pero no era así. La verdad fluía de él, formaba ya parte de él. Zeus moriría por su mano.

—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó Cronos con curiosidad genuina.

—El hecho de que respire me ofende.

Mentira gimió. «Basta, por favor, basta».

La expresión del rey dios se endureció.

—Sólo cuando haya soportado miles de años de encierro, le será permitido el sabor dulce de la muerte. Y seré yo el que se la lleve. ¿Eso era todo lo que querías hablar conmigo?

Si Cronos no lo ayudaba de buen grado, tendría que hacerlo sin querer. Gideon sólo necesitaba un pase al Olimpo. O como quiera que llamara Cronos a aquel sitio. Desde allí caminaría hasta el Tártaro. Había pasado siglos haciendo eso y todavía conocía el camino.

Eso era algo que no había olvidado.

—Quiero ir a los Cielos —apretó los dientes entre gritos renovados de su demonio. Si tenía que soportar más dolor, caería desmayado. «Sólo un poco más, luego puedes dormir»—. Deja que me recupere allí. No quiero que los Cazadores me encuentren en este estado y me maten.

Por fin una mentira. No alivió su sufrimiento, pues era demasiado tarde para eso, pero Mentira suspiró con una especie de alivio.

—¿Quieres que te regale algo?

Gideon asintió lo mejor que pudo.

—Si lo hago, sabes que estarás en deuda conmigo.

Gideon volvió a asentir.

—Haré... lo que... tú quieras —por Steel. Y por Scarlet. Y quizá mientras se abría paso hasta la prisión y le cortaba la cabeza a Zeus, podría averiguar qué le había pasado a su memoria.

—Muy bien —Cronos sonrió con satisfacción—. Puedes quedarte en los Cielos hasta que te hayas recuperado. Ni más ni menos. A cambio, yo puedo pedir mi recompensa en cualquier momento y tú tienes que atender esa petición por encima de todo lo demás.

—Sí —otra verdad, más dolor, más gritos.

El trato estaba cerrado.

Gideon cerró los ojos y el suelo desapareció debajo de él. Después de siglos de exilio, por fin regresaba a los Cielos.