Capítulo 12

SCARLET empezó a protestar. Ya lo había besado una vez y tenía su sabor embriagador en la boca y en el cuerpo después de siglos luchando por quitárselo. Siglos de luchar por olvidar su peso, su calor, su fuerza. No necesitaba hacer eso otra vez, no necesitaba otro recordatorio. No necesitaba que volvieran los anhelos.

Aunque nunca habían parado.

Pensó en apartarlo de un empujón. Él estaba débil y no podría detenerla si bajaba de la cama y salía de la habitación. No podría estrecharla con fuerza en sus brazos y cambiar el dolor por placer.

Pero entonces la lengua de él se pegó a la suya, tan dulce que ella habría podido llorar. Entonces él susurró «Scar» como si su nombre fuera una plegaria, y en lugar de protestar, en vez de empujarlo, ella le puso una mano en el cuello y deslizó los dedos en su pelo.

El beso se hizo más profundo y pasó de lánguido a ardiente en un segundo. Una cerilla, una llama, un infierno. Dejó de pensar con claridad. No importaba nada que no fuera el presente. El hombre, la pasión. El pasado decaía.

Sus pensamientos luchaban por cobrar forma. «¿Qué estás haciendo?».

Las bocas se buscaban. Se mezclaban los alientos. Cálidos y después calientes, más tarde abrasadores. Destrozándola. Reconstruyéndola. Una chispa de razón.

«No empieces a protestar. Hazlo. Protesta. No se te ocurra empujarlo. Hazlo. Empújalo».

Fuego, hielo. Sí, sí. Eso era lo que tenía que hacer. Protestar, empujar. No volvería a perderse. Era más lista que eso. «Pruébalo».

Scarlet apartó los labios.

—Si quieres hablar, hablaremos —dijo jadeante. Su cuerpo gritó una protesta propia, pero ella prosiguió—: Soy la hija de Rea y nací dentro del Tártaro. Durante miles de años, no conocí otra cosa —las palabras brotaban de ella impregnadas de desesperación. Aquel tema seguro que ahogaba completamente su pasión.

Gideon se quedó inmóvil. Había decepción en sus ojos brillantes, pero también interés. Por fin conseguía lo que de verdad quería. Información.

—No continúes —pero no se apartó, y ella no insistió en que lo hiciera—. No quiero saberlo todo sobre ti.

¡Qué blanda era! Otra declaración de ese tipo y lo besaría.

—Al principio Rea me quería, cuidaba de mí. Pero a medida que fui creciendo, empezó a verme como una amenaza. Me quería muerta.

Aquel tema debería haber matado su pasión, pero no era así.

Todos los músculos del cuerpo de Gideon se tensaron. Y no de deseo.

Genial. La distracción había funcionado. Pero en la persona equivocada.

—Cuando estuvimos libres, con los Griegos derrotados, intenté seguirla a este palacio. Esperaba hacer las paces con ella, utilizar las bibliotecas —para buscar información sobre Gideon, pero eso no lo dijo—. Ella me prohibió la entrada —su voz traslucía amargura, pero eso tampoco apagó su pasión ni lo más mínimo. Él estaba encima y ella sólo tenía que abrir las piernas—. Me dijo que no era digna de caminar por estos pasillos.

Gideon achicó los ojos peligrosamente.

—¿Cómo has conseguido que te dejara fuera esta vez?

Scarlet, que sabía que él preguntaba cómo había conseguido que su madre la dejara entrar, contestó:

—Hice un trato con ella —¿se enfadaría él?—. Tengo que impedir que le des a Cronos lo que le hayas prometido. Y por cierto, ¿qué le has prometido?

No. No había ira. Sorprendente.

—No acordamos hablarlo más adelante —repuso él.

Ah. El rey dios quería un favor que pudiera elegir a su debido tiempo.

—Le mentiste, por supuesto —era una afirmación, no una pregunta.

Gideon se encogió de hombros.

Scarlet tomó aquello como una afirmación.

—Pues ahí lo tienes. Un resumen de lo que no sabías de mi vida.

Él la miró largo rato, silencioso, explorando. Una miríada de sentimientos se reflejaba en su rostro. Remordimientos, tristeza y la ira que Scarlet había buscado antes.

—No siento todo lo que has pasado. No siento mi parte en todo eso. ¡Maldita sea! —ganó la ira y él golpeó el colchón con los puños—. Me encanta no poder decirte lo que quiero decir sin que eso nos retrase unos cuantos días.

Su disculpa la ablandó como no podía haberlo hecho ninguna otra cosa.

—Eh, no te preocupes por eso —Scarlet cedió al fin al deseo de tocar y subió los dedos por los brazos de él, recorriendo los músculos—. Tu forma de hablar es divertida.

La ira desapareció y Gideon la miró maravillado.

—No eres demasiado buena para mí. En todos los sentidos. No te doy las gracias. Por nada.

¿Pensaba que era demasiado buena para él? ¿Ella?

—No, de nada —repuso con suavidad.

Él se lamió los labios, la miró y ella supo que su pasión tampoco se había extinguido.

—Yo...

—¿Quieres besarme?

Él asintió.

—No me muero por hacerlo.

«No lo digas, no se te ocurra decirlo».

—Yo también.

«Una vez más», pensó confusa. Disfrutaría de él una vez más. ¿Pero sexo? No, no iría tan lejos. Sólo besarlo y tocarlo. ¡Oh, sí! De todos modos necesitaba pasar el tiempo. Al menos, ésa era la única razón que podía admitir en aquel momento. Además, no podía dejarlo allí, indefenso contra cualquier dios o diosa que entrara en la estancia. Por el momento seguía siendo su esposo y lo protegería.

—Si lo hacemos, volverán las sombras y los gritos —le advirtió—. No podré pararlos. Son parte de mí, parte de mi demonio.

—Me disgusta todo lo que es parte de ti. No quiero experimentar todo lo que tengas que ofrecer.

Ella se derretía más y más.

—Pues bésame —ordenó. Así dejaría de pronunciar palabras tiernas y ella podría empezar a reconstruir el hielo. Ese hielo que necesitaba.

Gideon no necesitó que lo alentara más. La besó como si necesitara el aire de los pulmones de ella para sobrevivir. Gimió como si nunca hubiera probado nada tan delicioso. Le tocó los pechos como si nada, ni siquiera la debilidad, pudiera impedirle disfrutarlos.

Una vez más, la sangre de Scarlet se calentó en sus venas, un infierno creciente que le licuaba los huesos. Sus pezones se endurecieron, preparados para la boca de Gideon, y la piel le cosquilleó suplicando más.

—Te quiero vestida —gruñó él.

Ella no solía tener problemas en traducir sus palabras, pero su mente estaba centrada en otras cosas. Por eso le costó un momento entender que Gideon la quería desnuda.

¿Sexo? Si se desnudaba, él la penetraría. Tal vez se lo suplicara ella, aunque, con suerte, tendría demasiado orgullo para eso.

—No —repuso.

Gideon hizo una pausa y levantó la cabeza. Sus ojos se encontraron; los de él eran tan brillantes que rivalizaban con los zafiros de un tesoro real. Le lamió los labios ya húmedos, respirando despacio.

—No quiero negociar —su voz era dura, como si cada palabra hubiera sido frotada con lija.

Conque negociar, ¿eh?

—De acuerdo —que no se dijera que ella no era razonable—. Dispara.

—Toda mejor que la mitad.

Él le iba a quitar la mitad de la ropa en lugar de toda. Una concesión, sí, cuando podía haber insistido en un desnudo completo, y ella habría acabado por ceder.

—Y a cambio, yo consigo...

—Definitivamente, un orgasmo no.

Scarlet frunció los labios.

—¿Quieres que me quite la parte de arriba o la de abajo?

—Arriba —repuso él sin vacilar.

Quería que se quitara los pantalones, y ella deseaba hacerlo.

—Trato hecho —dijo—. Puedes quitarme la parte de arriba —mejor así.

Lástima que odiara aquel «mejor».

Él frunció los labios como antes ella, porque sabía que Scarlet había entendido mal a propósito.

—Como si no supieras que no mentía —dijo—. Y como si yo no supiera que te estás refiriendo a los pantalones.

Con una fuerza de la que ella no lo habría creído capaz, Gideon le bajó los pantalones y las bragas desde la cintura hasta los tobillos y después se los quitó por completo. Scarlet dio un respingo al sentirse acariciada por el aire. Él no le dio tiempo a protestar ni a alentarlo. Bajó por su cuerpo y le separó las piernas. Lamió la parte más anhelante de ella.

—¡Sí! —Scarlet arqueó la espalda y gritó, con las manos ya en su pelo, sujetándolo cerca.

Se abandonó al placer. No, no se abandonó. Tenía que mantener las sombras y los gritos dentro. Gideon había dicho que no le importaban, pero ella no estaba todavía preparada para compartirlo. Quería aquel momento para ella sola, aquella lengua fiera trabajando en ella, amándola.

—No quieres más —Gideon preguntaba más que afirmaba.

«No puedes admitirlo. Él dirá algo tierno y se derretirá más hielo».

—Más. Por favor.

—Pues no —él siguió lamiendo, arañándola lo justo con los dientes, haciéndola estremecerse. Los dedos de él se unieron al juego; la penetró con uno y después con dos. Tres. Las sombras tiraban y los gritos también.

—Gideon —ella lo soltó y se agarró al cabecero arqueando las caderas en un ritmo fluido y desesperado. La sensación era buenísima. Se acercaba cada vez más al borde...

—Terrible —murmuró él, con los ojos medio cerrados y un amago de sonrisa en los labios—. Sencillamente terrible. Me he saciado. Siempre estaré saciado.

Scarlet se recordó que aquello quería decir que le gustaba, que quería más, que nunca tendría bastante.

«Hielo... derritiéndose. Calentando...».

De pronto se dio cuenta de que no le importaba. Quería que la llama creciera, la consumiera.

Scarlet le abrazó los hombros con las piernas y le clavó los talones en la parte baja de la espalda, apretando sus sienes con los muslos.

—Pero hay algo que me gusta... tú no me privas de algo —alzó la cabeza y la miró—. ¿Dónde están las sombras y los gritos que no me prometiste?

—No... no puedo... ¡No pares ahora!

—No los sueltes y no me enseñes nuestra boda —dijo él. Y tomó el clítoris entre los dientes.

Ella gritó, se sacudió, casi se corrió, tan intenso era el placer. Pero no estaba allí del todo. Sólo un poco más y estallaría de placer.

—Por favor.

—Scar... Boda... No quiero verla —la voz de él era tensa, como si tuviera que forzar las palabras para que salieran.

—¿Ahora? —ella jadeó—. Estamos ocupados.

—¿No puedes hacerlo cuando duermo? —él sopló en sus pliegues húmedos y calientes y con lo sensible que estaba ella, aquello la acercó más al orgasmo.

Era maravilloso y terrible, gratificador y frustrante.

—Sí —gruñó—. Puedo hacerlo cuando estás despierto —podía proyectar imágenes en su mente en cualquier momento. Pesadilla era igual de capaz de invadir también los sueños de la gente despierta. Pero en aquel momento, Scarlet quería que Gideon se concentrara sólo en su cuerpo. En el presente.

—Entonces no. Quiero que lo hagas más tarde.

¿Por qué? ¿Por qué no podía esperar a después? ¿Porque tenía miedo de que ella lo dejara? ¿Porque pensaba que se lo iba a negar?

—Está bien. Pero te advierto que la ceremonia fue breve. No podíamos arriesgarnos a nada más largo. Y fue un poco sombría —ella le había dado lo que quería—. Pero te advierto que, si tú te paras, yo me paro —después de todo, a él le gustaba hacer tratos.

—No me gusta —Gideon casi ronroneó; deslizó la lengua adelante y atrás por el clítoris.

Scarlet volvió a arquear la espalda. Vale, quizá exigirle que continuara no había sido un plan muy brillante. Sus pensamientos volvían a fragmentarse, su sangre se había calentado un grado más, sus órganos estallaban en llamas decadentes y sus huesos se derretían y querían sólo volcarse sobre él.

Las sombras y los gritos escaparon de su control, giraron en torno a Gideon y llenaron la habitación. No importaba. Así podía usarlos para crear el sueño de día.

«Concéntrate». Scarlet buscó entre sus archivos mentales favoritos, archivos que había enterrado y pensado que no volvería a ver nunca, y encontró el que quería Gideon.

Al instante se abrió la escena en las mentes de ambos.

Una noche, cuando los prisioneros del Tártaro dormían, Gideon despertó a Hymen, el dios Titán del Matrimonio y lo llevó a la celda que usaban para hacer el amor.

Gideon había conseguido un baño caliente para Scarlet unas horas atrás y le había regalado una túnica blanca. Estaba hecha de encaje y se pegaba a sus curvas. Ella nunca se había sentido más guapa.

Cuando los dos hombres entraron en la celda, Scarlet apartó la capucha con impaciencia y su largo pelo moreno cayó en cascada sobre sus hombros, cepillado y sedoso por una vez. Gideon tomó un rizo entre dos dedos y se lo acercó a la nariz. Respiró profundamente sin dejar de mirarla.

—Odioso —musitó Gideon entre sus piernas, justo cuando el Gideon del sueño susurraba—: Exquisito.

Scarlet se ruborizó, en el pasado y en el presente. Pero la exquisita no era ella, y lo sabía. No había nada más hermoso que Gideon. Su pelo negro se levantaba en punta, los ojos azules eran brillantes y las pestañas negras los enmarcaban como si fueran abanicos de plumas. Sus labios seguían hinchados de sus besos anteriores.

Tenía una sombra de barba, pómulos salientes y mandíbula fuerte. No había en él ni un solo defecto. Llevaba la armadura de plata que Zeus insistía en que llevaran, y la armadura iba decorada con mariposas exactas a las de los tatuajes que llevaban en el presente.

—¿Seguro que quieres hacer esto? —preguntó ella con nerviosismo. En aquel entonces, su voz carecía de la dureza del presente y hasta Scarlet tuvo que reconocer que sonaba dulce e inocente.

—Nunca en mi vida he estado tan seguro de nada, cariño.

El rubor de Scarlet se hizo más intenso. Bajó la mirada con timidez y sonrió de felicidad.

—Me alegro.

—Yo no estoy seguro —intervino Hymen. Carraspeó y se echó la capucha sobre la cara para ocultar su rostro—. Si alguien descubre mi participación en esto, me ejecutarán.

Gideon pasó un brazo por la cintura de Scarlet en un gesto claro de posesión.

—Ya te lo he dicho. No se enterará nadie. Además, ya has sido recompensado generosamente.

—Pero...

—El descubrimiento es la menor de tus preocupaciones —gruñó entonces Gideon—. Cásanos o sentirás el filo de mis dagas. Ésas son tus únicas opciones. Y si sientes el filo de mis dagas, no será sólo una vez. Nadie podrá reconocerte cuando haya terminado.

Hymen cambió el peso de un pie al otro; su miedo resultaba palpable.

—Claro, claro. Empezaremos ya —hablaba apresuradamente—. Gideon de los Griegos, dile a Scarlet de los Titanes por qué quieres casarte con ella.

Los ojos azules de Gideon se encontraron con los negros de ella. Le tomó la mano entre las suyas.

—Me has encantado desde el principio. Eres más que hermosa. Eres lista, fuerte y decidida. Cuando estoy contigo, quiero ser un hombre mejor. Quiero ser digno de ti.

Mientras hablaba aquel Gideon de tiempo atrás, se derretía más hielo alrededor del corazón de Scarlet. Pero él no había terminado.

—Quiero darte la vida que mereces. Un día lo haré. Porque en lo profundo de mi corazón sé que separarse es morir.

Scarlet empezó a llorar.

—Scarlet de los Titanes —dijo Hymen, algo emocionado también él—. Por favor, dile a Gideon de los Griegos por qué quieres casarte con él.

Scarlet, con rodillas temblorosas, intentó encontrar las palabras adecuadas. Palabras que dijeran a aquel hombre lo que sentía exactamente.

—Desde el primer momento en que te vi, me sentí atraída por ti y me odié por ello. ¿Pero cómo iba a adivinar que bajo tu hermoso exterior había una mezcla irresistible de coraje, pasión y ternura? Tú demostraste rápidamente tu valor y me enseñaste el mío. Yo era una esclava, pero tú me hiciste una mujer.

Ella notó que Gideon también tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Tú eres mi todo —susurró Scarlet con la barbilla temblorosa—. Mi pasado, presente y futuro. Mi corazón. Mi vida. Separarse es morir.

Hymen tragó saliva audiblemente.

—Ahora bésala y esta unión quedará sellada para siempre.

Gideon no lo dudó. La estrechó en sus brazos, la atrajo hacia sí y la besó en los labios. Sus lenguas se encontraron, sus alientos llenaron los pulmones de ambos, en reciprocidad.

Eran uno solo.

La Scarlet del presente dejó que la imagen decayera. Se dio cuenta de que no había soltado el cabecero en ningún momento y el metal estaba doblado. Se dio cuenta de que Gideon no había dejado de darle placer, pero había estado tan inmersa en el recuerdo que no había sido consciente. Tan absorta había estado que ahora rodaban lágrimas de verdad por sus mejillas.

Y por las de Gideon también.

Sus miradas se encontraron igual que en la celda, y ella vio los sentimientos que se agitaban en aquellos ojos azules.

Él era el mismo, pero también completamente distinto. Y las diferencias no eran físicas, aunque su pelo era ahora tan azul como sus ojos. Era más duro, más distante. Antes tenía una sonrisa fácil y le había gustado distraerla con sus observaciones inteligentes sobre los Griegos y los Titanes.

—¿Sabes por qué es tan grande esta prisión? —le había preguntado en una ocasión—. Tártaro quiere compensar el tamaño de su pene.

Aquella falta de respeto le había arrancado un respingo a Scarlet, que siempre había querido insultar a sus captores pero le había dado miedo. Gideon le había dado la libertad de hacerlo.

Ahora él abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Quizá no quería mentir todavía, y Scarlet se lo agradeció. Se sentía demasiado vulnerable, como si le hubieran arrancado el corazón del pecho y se lo hubieran entregado a él en una caja con un lazo.

Gideon se quitó lentamente de encima. Sin hablar todavía, la besó. Scarlet no protestó. Se abrió a él, aceptando lo que quisiera darle. En el beso se saboreó a sí misma, dulce y cálida, pero también a él, salvaje y mentolado. Después de acariciarla por todas partes, sacando y dando placer, le puso las manos en las mejillas con una gentileza infinita. Dándolo todo y sin tomar nada.

Y el escudo de hielo que Scarlet llevaba siglos erigiendo dejó de derretirse, porque simplemente se desmoronó, un ladrillo helado tras otro.

—No voy a... no... no confíes en mí —Gideon se desabrochó los pantalones—. No voy a... —de nuevo no terminó. Apretó la erección entre las piernas de Scarlet, dura e increíblemente gruesa, y siseó. No la penetró sino que se frotó con ella, creando el primer amago de fiebre. Una quemadura lenta, pero muy caliente.

Scarlet sabía que él no tomaría lo que ella no le había ofrecido. Aunque, en realidad, no lo habría detenido si se hubiera colocado para penetrarla. Todavía. Él no lo hizo. Se contentó con frotar y besar, con saborear, regodeándose en todo lo que ella era, como hacía ella con él.

Por un momento, Scarlet imaginó que volvían a estar dentro de la celda. Que aquel hombre era realmente su esposo. Un esposo que la amaba, que colocaba sus necesidades por encima de todo lo demás, incluso de sí mismo. Imaginó que volvería también con ella al día siguiente, con el amor brillando en sus ojos. Imaginó que su único obstáculo era el encierro de ella.

—Gideon —gimió.

Quizá él había hecho lo mismo, imaginar, pues el sonido de su voz rompió su ritmo estable. Sus movimientos se hicieron más duros, más frenéticos. Siempre había sido muy gentil con ella, la había tratado como a una muñeca de porcelana, pero ahora... ahora era sucio y lujurioso, sacaba chispas con su fricción.

Scarlet lo recibía con ansia, con la misma lujuria. Y era fácil, muy fácil hacerlo. Entregarse. Hundirse en aquello.

—No, mi Scar. No, mi Scar. No me toques —le suplicó—. Por favor, no me toques.

«Tócame». «Sí». «Tengo que hacerlo». Scarlet apartó los dedos del cabecero y le arañó la piel, dejando surcos en ella. Gideon rugió, y el sonido era una mezcla de placer y auténtica desesperación. El pasado y el presente, discordantes pero consoladores.

—Tú... tú... —dijo él, pero se detuvo—. Scar —un preludio, una tormenta en espera—. No te corras, no te corras para mí, no lo hagas por mí —le rozaba el clítoris con el pene a cada palabra.

Todos los músculos del cuerpo de Scarlet se tensaron en la forma de dolor más exquisita. Las sombras bailaban más deprisa... más deprisa... los gritos se hacían más fuertes... más fuertes... hasta que el de ella se unió a la sinfonía en el placer final del orgasmo.

Se movió temblando, gritando, agarrándose al hombre responsable de su clímax.

—¡Gideon! —«mi Gideon».

Pronto él empezó a temblar también; volvió a rugir, esa vez más fuerte, y lanzó su semilla caliente en el estómago de ella. Aquello incrementó el placer de Scarlet, la llevó a una conciencia más profunda de su cuerpo. Estaba encima de ella, de toda ella, y tenía su semen en la piel, marcándola.

Un matrimonio de la carne, bajo, instintivo. Lo que ella ansiaba y había pensado que no volvería a tener. Lo que necesitaba a pesar de las repercusiones.

Lo que seguramente sería su muerte.

Una eternidad más tarde, se derrumbaron juntos, Scarlet sobre el colchón y Gideon todavía encima de ella. Mientras se dispersaban los gritos y las sombras, ninguno de ellos se movió. Yacieron así largo rato, intentando recuperar el aliento, perdidos todavía por completo en el momento. Aquél sería, quizá, el único momento relajado que conocerían juntos, pues Scarlet sabía que no podía volver a permitir aquello. Tenía que reemplazar el hielo. No había otro modo de proteger su frágil corazón. Un corazón que no podía permitirse entregar. Otra vez no. Apenas si le quedaban trozos de él. Pero sí había trozos. Y eso resultaba bastante sorprendente. «Sálvate. Deprisa». Lo apartó y se sentó sin mirarlo.

—Descansa —dijo con frialdad—. Yo me aseguraré de que nadie entre en la habitación.

La última vez que habían tonteado juntos, Gideon no había protestado por el cambio brusco de ella, simplemente había hecho lo que le ordenaba. En su mayor parte. Esa vez le agarró el brazo y tiró de ella hacia atrás de modo que Scarlet cayó sobre su estómago.

Antes de que ella pudiera protestar, le alzó la camiseta y le plantó en beso en la parte baja de la espalda, donde estaba el tatuaje de Separarse es morir. Fue algo tan inesperado, tan sorprendente y en el fondo tan bienvenido que Scarlet apretó los labios para reprimir un sollozo.

—No te quedes a mi lado. No me dejes abrazarte —susurró él—. Por favor.

«Resiste. Tienes que resistir». Pero ella se descubrió asintiendo y susurró a su vez:

—De acuerdo.

«Idiota».

Se acurrucó contra él con un suspiro.

«Ya levantaré de nuevo las defensas mañana».