Capítulo 17
«GANAR, ganar, ganar. Tengo que ganar».
—Lo sé.
El sudor caía por la cara y el pecho de Strider cuando dobló una esquina, pasó de correr a andar deprisa y se apretó en la sombra de una columna. Por suerte, se había dado cuenta de que lo seguían, cuatro personas para ser exactos, antes de llegar al Templo de los No Mencionados. Al darse cuenta, había cambiado de dirección y ahora se hallaba en el distrito histórico de Roma, a kilómetros de la isla, rodeado por una multitud que miraba los restos blancos del Templo de Vesta y hacía fotos para poder recordar siempre aquel momento. Mezclarse con ellos no era tan fácil. Era el más alto de todos y el más musculoso.
Pero le habría gustado mirar también. Después de todo, él había ayudado a construirlo. Después de haber ayudado a destruir el que había antes. Aunque nadie le había atribuido ese mérito ni él había querido que se lo atribuyeran.
Las hazañas de los dioses podían arruinar la reputación de una persona. Un guerrero sensible no provocaría miedo en los corazones de los Cazadores. Pero, a veces, el miedo era lo único que los mantenía a raya.
Strider había luchado con ellos durante miles de años. En los viejos tiempos lo habían seguido de una ciudad a otra. Habían destruido edificios y cambiado la Historia. Sus amigos y él se habían vengando de un modo tan salvaje y brutal que Strider había estado seguro de haber exterminado al enemigo.
Habían seguido varios años de paz. Años en los que su demonio se había regodeado en la victoria. Pero, por supuesto, los supervivientes escondidos habían olvidado un día el miedo y habían vuelto a levantarse y atacar. La guerra se había reanudado como si nunca hubiera cesado.
«Ganar, ganar, ganar», canturreaba el demonio Derrota dentro de su cabeza. «Hay que ganar».
—Ya lo sé —pero estaba en posesión de la Capa de la Invisibilidad y no podía permitirse quedar herido e inmovilizado en una pelea. Lo que significaba que tenía que correr. Y él odiaba correr.
Si conseguía quedarse un momento a solas, podría envolverse en la estúpida Capa, desaparecer y olvidar que aquello había ocurrido. Que lo habían divisado, le habían disparado y ahora lo tenían arrinconado.
Lo único que le impedía ponerse la Capa en aquel mismo momento era la posibilidad de que los Cazadores que lo seguían no supieran que la tenía. No había motivo para que lo supieran y aumentar con ello su determinación de atraparlo.
Intentó ser gentil con los humanos al abrirse paso entre ellos. Algunos murmuraban por su mala educación, otros se volvían a gritarle y cerraban la boca al verlo. Con lo sombría que debía de ser su expresión, probablemente parecía capaz de matar.
Y luchando lo era.
¿Habían encontrado los Cazadores a Lucien y Anya? ¿Habían encontrado a Reyes y Danika? En cuanto estuviera a salvo, los llamaría para advertirles que el enemigo podía estar cerca.
Las suelas de sus zapatos golpeaban las calles pavimentadas del Foro. Los pájaros trinaban y se alejaban volando. La luz del sol rebotaba en el suelo y él tuvo que parpadear rápidamente para humedecer sus córneas. Si conseguía recorrer unos cuantos bloques más, llegaría al Templo de César. Allí podría perderse en las ruinas, algo que no podían hacer los Cazadores que lo seguían.
O, al menos, eso esperaba. Él conocía aquel terreno porque había vivido allí. Ellos no.
Oyó un ruidito y comprendió que eran silenciadores.
—¡Mierda! —exclamó al sentir un picor agudo en el hombro. El picor fue seguido de la salida de líquido. Le habían disparado. No era la primera vez que recibía un balazo y conocía bien la sensación.
¡Mierda! ¡Mierda!
«Ganar. Ganar».
—Ganaré.
Debía hablar con los No Mencionados. Ver si podía convencerlos para que cambiaran los términos de su trato. Que en vez de llevarles la cabeza de Cronos, liberarlos y muy probablemente poner en peligro al mundo entero, se conformaran con gobernar sobre su propia esfera, o algo así. Si conseguía que aceptaran, podría presentarle la opción a Cronos.
Afortunadamente, había visto a sus seguidores antes de llegar al templo y se había dirigido al Foro Romano. No quería pensar en el daño que podía haber causado si el enemigo hubiera llegado a escuchar sus planes.
«Ganar».
—Dame un minuto.
¿Qué podía hacer? ¿Qué podía hacer? Llevaba el maldito colgante de la mariposa, así que Cronos no sabía dónde estaba ni lo que ocurría. Lo que implicaba que el rey dios no aparecería de pronto a salvar el día. Y no podía quitarse el colgante, porque entonces podía llegar Rea y arruinarlo igualmente.
Otro ruidito y otro picor agudo, esa vez en la pantorrilla. Se tambaleó, pero siguió andando.
«Ganar».
—Ya te lo he dicho, ganaremos —parecía que iba a tener que usar la Capa de la Invisibilidad aunque no consiguiera estar a solas.
Metió la mano al bolsillo del pantalón y sacó el pedacito de tela gris. Se sorprendía siempre que lo veía. ¿Cómo era posible que una reliquia tan poderosa llegara en una envoltura tan pequeña?
Alguien se interpuso en su camino y Strider simplemente lo empujó. Sonó otro ruidito. Tal vez los humanos no reconocieran aquellos sonidos apagados, pero reconocían el peligro y corrían a cubrirse. Strider se giró a la derecha y la bala pasó a su lado, se clavó en una piedra y lanzó nubéculas de polvo y piedrecillas a su alrededor.
Derrota rió como un niño que acabara de abrir su regalo de Navidad antes de tiempo y descubriera que era exactamente lo que había pedido a Papá Noel.
«Ganar».
Strider apretó el paso y miró por encima de su hombro. Había cuatro Cazadores, tres hombres y una mujer. Corrían tras él desplegados, para cubrir todos los lados, y abriéndose paso entre la multitud como si hubieran hecho aquello millones de veces.
En la mente de Strider empezó a forjarse un plan. Sonrió. No necesitaría llegar al Templo de César, después de todo. Dobló la siguiente esquina como si llevara rieles en los pies y sacudió la Capa para abrirla. Cuanto más la sacudía, más se desplegaba la Capa. Y cuanto más se desplegaba, más grande se hacía. Pronto era lo bastante grande para cubrir todo su cuerpo.
—¿Habéis visto eso? ¡Tiene la Capa! —gritó uno de los hombres.
—¡Matadlo!
—Sin compasión.
«Ganar, ganar, ganar».
Más ruiditos. Tantos que él no pudo seguirles la cuenta. Unas semanas atrás, los Cazadores habrían hecho todo lo posible por dejarlo con vida. Capturarlo, sí, pero también procurar que viviera. Temían liberar a su demonio y soltar su maldad sobre el mundo. Pero Galen había encontrado el modo de emparejar a los demonios liberados con nuevos anfitriones. Su plan era emparejarlos con personas de su elección. Con humanos que cumplieran todas sus órdenes.
Más ruiditos.
Una bala se clavó en la parte baja de su espalda y otra en el muslo. Se tambaleó y aflojó el paso. Mierda. Si seguía así, se desangraría antes de echarse la Capa por los hombros.
«Ganar, ganar, ganar». La voz del demonio era ahora un gemido dolorido e inseguro. Un dolor que atravesó a Strider.
—No te rindas todavía —murmuró—. Ganaremos, te lo prometo —consiguió ponerse la Capa con brazos temblorosos y colocarse la capucha. Al instante siguiente su cuerpo desapareció de la vista y ni siquiera él podía verlo. Era una sensación extraña.
Saltó a un lado del camino que seguía, se detuvo bruscamente y se volvió. Los Cazadores aflojaron el paso y empezaron a buscar alguna señal de él. Antes iban separados, pero ahora se juntaron.
—¿Dónde se ha metido? —preguntó uno.
—Ha usado la Capa. ¡Maldita sea! Ahora nunca lo encontraremos.
—¿Creéis que sigue corriendo o que está esperando cerca con intención de seguirnos a nosotros?
«Ganar», repitió Derrota, contento de nuevo, aunque no completamente satisfecho, pues no había muerto nadie.
—Es un demonio cobarde. Sigue corriendo.
—No podemos saberlo con seguridad. Lo que significa que no podemos volver a la base.
—Entonces tampoco deberíamos hablar. ¡Maldita sea!
Ninguno de los Cazadores había mirado todavía el suelo. De haberlo hecho, habrían visto la sangre que salía de la protección de la Capa y se materializaba sobre las piedras. Strider se tiró al suelo con cuidado de no tropezar con nadie y traicionar así su posición.
—¿Y qué quieres que hagamos? —preguntó la mujer, que hablaba por primera vez. Tenía una voz ronca, con un atisbo de humo.
—Separarnos —dijo el más alto del grupo. Era claramente el jefe. Tenía pelo oscuro, ojos oscuros y piel oscura. Y se parecía tanto a Amun que Strider lo miró un momento atónito. Seguramente estaba viendo visiones.
—Recorred la ciudad hasta que os llame y os diga otra cosa. Pero moveos tan rápido como podáis. Está herido y no durará mucho ahí fuera.
Los otros dos hombres asintieron, se separaron y se pusieron en marcha. La mujer y el líder se miraron en silencio. Él se inclinó, le dio un beso en la boca y murmuró:
—Ten cuidado —y se alejó.
Interesante. Y ventajoso. Obviamente, eran amantes. El líder probablemente haría muchas cosas con tal de recuperar a su chica.
En lugar de buscar refugio y curarse, Strider la siguió. «Nuevo reto», dijo a su demonio.
«Ganar».
«Ganaré».
Ella era bajita, con pelo rubio hasta los hombros. Con el rubio se mezclaban mechones de un tono rosa brillante. Llevaba un top de tirantes de Hello Kitty y vaqueros desgastados. Seguramente escondía armas por todo su cuerpo. En la ceja llevaba un pendiente de plata a juego con el gris de sus ojos y uno de los brazos estaba cubierto de tatuajes.
Había algo familiar en ella. Algo que hizo que lo asaltara una ola de... odio. Sí, odio. Imposible confundir aquello con otra cosa. ¡Qué raro! No recordaba haberla visto antes en ninguna de las batallas que había tenido con los Cazadores. Pero eso no significaba que no la hubiera conocido; sólo significaba que no se había fijado en ella.
¿Por qué el odio, entonces?
«Ganar, ganar».
«Ya te preocuparás más tarde de quién es, gilipollas», se dijo a sí mismo. Aunque era bajita, se movía más deprisa de lo que él esperaba y pronto no podría seguirle el paso.
«Ganar».
«Ya te he dicho que ganaré. Ella ya es mía».
Cuando la chica dobló una esquina y avanzó hacia un edificio lleno de gente, Strider la agarró por el pelo y tiró con fuerza. Un golpe bajo pero necesario. Ella cayó con un grito de sorpresa, pero un segundo después estaba en pie con dos dagas en las manos.
—¡Bastardo! —gruñó—. Sabía que vendrías detrás de mí, que me verías como el vínculo más débil. Pues bien, ése ha sido tu primer error.
Varios humanos se volvieron a mirarla, preguntándose sin duda con quién hablaba.
Strider no contestó. Se colocó detrás de ella y le puso las manos en la carótida para cortarle el riego de sangre al cerebro. Y ¡mierda...!, ella estaba fría como un bloque de hielo. Él casi se apartó. Casi.
—¿Y cuál ha sido el segundo? —preguntó.
Al principio ella se debatió, intentó girar.
—¿Pero qué...?
Pero luego se le doblaron las rodillas y puso los ojos en blanco.
Se desmayó.
«Hemos ganado. Hemos ganado».
Demasiado fácil. Aun así, Strider sonrió. Tomó a la chica, se estremeció de frío, la ocultó dentro de la Capa y se la llevó.
Sienna salió de la cama, pero las cadenas que le rodeaban el cuello, las muñecas y los tobillos le cortaban la piel. Cuando se incorporó con piernas temblorosas, esas cadenas se tensaron y le impidieron moverse.
Había una película roja sobre sus ojos, coloreando su visión y pintando de escarlata todo lo que observaba. Muy apropiado, teniendo en cuenta que ella quería que todo en la habitación estuviera bañado de sangre. Suya. De Cronos. Lo ansiaba. Soñaba con ello. Las cortinas de terciopelo, las flores que salían de las paredes, la madera pulida y las estatuas de alabastro de hombres muy altos y con muchos músculos...
... todas goteando...
«¡Basta!» «Tengo que encontrar a Paris», pensó. O quizá el pensamiento pertenecía al demonio. Ira. El enemigo dentro de ella. El enemigo al que debería despreciar pero no podía. En ese momento, Ira era su único vínculo con la venganza. Y la salvación.
«Paris ayudará». Esa vez supo a quién pertenecían las palabras; al demonio. «Paris puede protegerte hasta que estés lo bastante fuerte para atacar a Cronos».
Quizá Paris podía protegerla o quizá no. Momentos antes de morir, ella le había dicho cuánto lo odiaba. Y en ese momento era cierto. Lo odiaba. Estaba bastante segura de que seguía siendo cierto. O quizá no. ¡Estaba tan confusa...! Cuanto más hablaba el demonio sobre Paris, más empezaba a gustarle.
«Paris ayudará».
—Ya te he oído la primera vez —repuso Sienna cortante.
Una parte de ella, su parte humana, pensaba que podía intentar matar al guerrero cuando lo tuviera delante. Otra parte de ella, su parte femenina, pensaba que podía besar su hermoso rostro. Lo único que sabía con seguridad era que lo iba a encontrar entonces lo utilizaría, como había sugerido Ira. Él también estaba poseído por un demonio y, mientras la protegía, si lo hacía, podría enseñarle a controlar aquella parte nueva y oscura de sí misma.
Y cuando eso ocurriera, adiós Cronos.
Se adelantó de nuevo con determinación. O mejor dicho, intentó hacerlo, pues las malditas cadenas se lo impidieron. El cuerpo le ardía con rabia, con odio, y las alas que seguían creciendo entre sus omoplatos aleteaban de un modo salvaje.
Cada emoción nueva le daba fuerzas. Volvió a tirar una vez. Y otra. La piel se abrió y estallaron las venas. El dolor, el dolor, el dolor... «Paris», gritó su mente, dándole fuerzas.
Y, al fin, una de las cadenas cedió.
Amun se tambaleaba por la caverna llena de humo. William y Aeron lo sujetaban y le impedían besar el suelo cubierto de huesos. Habían luchado con incontables demonios menores para llegar allí, a aquel valle de muerte olvidado. Los otros dos estaban tan heridos como él y sabía que no debería incrementar su carga, pero no podía evitarlo.
«Crujido, crujido». Estaba empapado en sudor. Tenía la piel cortada como un asado de Navidad, pero aquello no era lo peor de su tormento. Demasiados secretos lo bombardeaban y consumían. Secretos malvados, viles. Robos, violaciones y asesinatos. ¡Oh, cuántos asesinatos!
Las almas que se pudrían en aquella prisión subterránea habían matado a sus hermanos de los modos más odiosos y disfrutado de todas las torturas que infligían. Y ahora los demonios que vivían allí disfrutaban también de todas las torturas que infligían. La venganza era dulce.
Los demonios al menos no tenían secretos. Contaban alegremente los detalles asquerosos de sus vidas. Pero Amun podía leer también sus mentes y conocía sus pensamientos más bajos. Captaba su deseo de robar, de violar y asesinar. Podía ver a través de sus ojos cómo lo hacían.
Nunca se había sentido tan sucio y dudaba de que pudiera limpiarse alguna vez de aquello. Pero a Secreto le encantaba. Disfrutaba de cada momento. Tarareaba y succionaba cada nueva revelación como si fuera chocolate líquido a través de una pajita.
—¿Sabes algo de Legión? —preguntó Aeron por milésima vez.
Amun negó con la cabeza y el dolor que siguió a aquel gesto lo obligó a hacer una mueca.
—No podemos seguir recorriendo este sitio a ciegas —intervino William—. Estamos todos heridos y sangrando por el último encuentro con esos diablillos. Son astutos. He creído que me iba a quedar sin pelotas.
Lucifer podía tener miedo del guerrero, pero a sus criados no les pasaba lo mismo. Habían atacado a William con la misma determinación que a Amun y a Aeron.
—Vas a tener que robarle los recuerdos a un demonio —dijo Aeron a Amun—. Es el único camino. William tiene razón por una vez. Cuanto más estemos aquí, más nos veremos obligados a luchar y más nos debilitaremos.
«No», pensó Amun, aunque asintió con la cabeza. Sabía que llegaría ese momento. Había esperado que no fuera así y se había resistido todo el tiempo posible. Si las cosas eran ya malas ahora, se volverían imposibles cuando tuviera las memorias completas de un demonio. Entonces sí que no podría purgarse más tarde.
Formarían parte de él para siempre.
«¿Por qué haces esto?», se preguntó. Porque quería a Aeron. Quería que su amigo fuera feliz y sabía que no podría serlo de ningún otro modo.
«¿Y qué pasa con tu felicidad?».
Ignoró esa pregunta. Podía llevarlo a convencerse de no hacer lo que estaba a punto de hacer, y eso no podía permitirlo. «Buscad un demonio», dijo por señas. «Traédmelo vivo. Cuanto más alto esté en el sistema de castas, mejor».
—¿Quieres un Demonio Supremo? —preguntó William con incredulidad. Un Demonio Supremo era el tipo de demonio que poseía a cada uno de los Señores del Submundo. Eran los demonios más poderosos y los que más sabían de lo que ocurría allí abajo, pero quedaban sólo unos pocos en aquellas profundidades. Unos pocos que no habían intentado escapar con los demás.
Amun asintió. «Si es posible». También serían los más difíciles de capturar.
Sus amigos lo llevaron a la boca en sombras de la cueva más cercana y lo dejaron en el suelo. Todos los músculos de su cansado cuerpo suspiraron de alivio. Cerró los ojos. Descansaría un momento.
Alguien le dio una palmada en el hombro y le puso una pistola en la mano. Luego sonaron pasos. No supo cuánto tiempo estuvo allí sentado, con la pistola deslizándose poco a pozo de su mano floja. Sólo supo que la siguiente vez que abrió los ojos, sus amigos habían vuelto.
Aeron y William estaban ante sí, jadeantes y sujetando como podían a un demonio que se encabritaba de un modo salvaje. La criatura era tan alta como ellos, con escamas verdes en algunas partes del cuerpo y un rostro formado sólo por huesos. Varios cuernos salían de su columna e incluso de sus pies.
—No es un Demonio Supremo, pero se le acerca —dijo Aeron. Tenía una brecha nueva en la frente y le entraba sangre en el ojo izquierdo.
—Haz lo que tengas que hacer antes de que sea tarde —le pidió William.
Aunque tuvo que hacer uso de todas sus fuerzas, Amun consiguió extender los brazos y colocar las manos en el cráneo de la criatura. Ésta intensificó sus movimientos y soltó gritos frenéticos. Las manos sudorosas de Amun resbalaron dos veces, pero finalmente estableció contacto mental y ya no necesitó las manos.
Lo inundó un recuerdo tras otro. Una vida entera de ira, dolor y tortura. Todo ello infligido a otros. La criatura había sido lugarteniente del Demonio Supremo Dolor, el demonio de Reyes. Después de la huida de Dolor, se había hecho con el mando y había disfrutado mucho causando dolor de todos los modos imaginables y algunos otros en los que Amun no había pensado jamás.
Incluso había hecho daño a Legión, y ahora los gritos de ella estaban atrapados dentro de Amun, y éste sólo podía ver su expresión aterrorizada. Quería vomitar. Y vomitó en cuanto se cortó la conexión.
William y Aeron soltaron su carga, que se derrumbó en el suelo con el cerebro en blanco.
Una mano se posó en la cabeza de Amun y la acarició hacia abajo. Se detuvo en la base del cuello y lo masajeó. Una caricia consoladora que tenía la intención de aliviar. Pero a él ya nada podría aliviarlo nunca.
—¿Sabes dónde está? —preguntó Aeron con gentileza.
Amun asintió con los ojos llenos de lágrimas. Aquellos gritos... la sangre... demasiado...
La mano se inmovilizó en su cuello.
—¿Dónde? Dímelo, Amun. Por favor.
Este alzó la mirada, preparado para volver a vomitar.
«La entregan a un demonio distinto cada dos días. Es golpeada, torturada... y cosas peores. En medio de esos días regresa con Lucifer, que distrae a sus criados con los gritos de ella. Hoy está con él. Y él... él sabe que estás aquí. Piensa matarte delante de ella».