Capítulo 1
UNAS horas antes...
«Vamos a empezar la fiesta», pensó Gideon caminando con determinación por los pasillos de la fortaleza de Budapest.
El demonio de Mentira tarareaba en el interior de su cabeza, mostrando su acuerdo con él. A los dos les gustaba Scarlet, su presunta esposa, pero por distintos motivos. A Gideon le gustaba su belleza y los comentarios afilados que hacía. A Mentira le gustaba... Gideon no estaba seguro. Sólo sabía que la bestia ronroneaba de contento siempre que ella abría aquella hermosa boca que prometía cosas con las que uno sólo podía soñar.
Era una reacción que solía reservar para los mentirosos patológicos. Excepto porque el demonio no podía saber si ella mentía o no. Lo que implicaba que, bajo todo aquel afecto por Scarlet, Mentira estaba frustrado, y se mostraba muy susceptible con todas las palabras que salían de la boca de Gideon. Y eso frustraba también mucho a Gideon, que ya ni siquiera podía llamar a sus amigos por su nombre sin sentir un dolor indescriptible.
¿Mentía ella o no mentía? Y sí, era muy consciente de la ironía. Él, un hombre que no podía pronunciar una sola verdad, se quejaba de que alguien pudiera estar mintiendo. ¿Pero era así o no? ¿Habían estado casados, sí o no? Tenía que saberlo antes de volverse loco, de ponerse a dudar de todo lo que ella había dicho y de todo lo que él había hecho y pensado.
Su petición de que ella le contara los detalles con toda sinceridad había sido ignorada. Y él, por fin, obraba en consecuencia. Con suerte, al fingir que la rescataba de la mazmorra, conseguiría ganarse su confianza. Y con suerte, esa confianza la llevaría a abrirse y contestar a sus preguntas.
—No puedes hacer eso, Gideon —dijo Strider, guardián de Derrota, apareciendo de pronto a su lado.
¡Mierda! Cualquiera menos él. Strider no podía perder un desafío, ningún desafío, sin sufrir como sufría Gideon cuando decía la verdad. Pero Strider y él se guardaban mutuamente las espaldas, así que no debería haberle sorprendido que su amigo apareciera allí dispuesto a salvarlo de sí mismo.
—Ella es peligrosa —añadió Strider—. Una daga en el corazón, tío.
Sí lo era. Invadía los sueños, enfrentaba a los durmientes con sus peores miedos y se alimentaba de su terror. Unas semanas atrás se lo había hecho a él con una araña. Gideon se estremeció al imaginarse a ese bicho arrastrándose encima de él.
«Cobarde. Échale más valor». Se había enfrentado a incontables espadas sin parpadear, así como a los monstruos que las blandían. ¿Qué era una simple araña? Volvió a estremecerse. Asqueroso, eso era. Sabía lo que pensaban siempre que lo miraban con sus ojos salientes: «Sabroso».
¿Pero por qué no había invadido Scarlet los sueños de nadie más? Había pensado en aquello casi tanto como en su «matrimonio». Había dejado en paz a los demás guerreros y a sus compañeras. A pesar de que había amenazado con sacrificar a todos ellos, una amenaza que podía cumplir.
—Maldita sea. Deja de ignorarme —gruñó Strider; golpeó la pared con el puño segundos después de que pasaran la puerta cerrada de un dormitorio, y le hizo un agujero. Sabes que a mi demonio no le gusta.
Polvo y escombros llenaron el aire. Genial. Pronto llegarían otros guerreros para ver qué había pasado. O quizá no. Por temperamentales que fueran los habitantes de aquella fortaleza (demasiada testosterona), tenían que estar acostumbrados a los ruidos violentos e inesperados.
—Oye, no lo siento —Gideon miró a su amigo rubio de ojos azules y rasgos engañosamente inocentes. Más de una mujer lo había llamado «hermoso», las mismas mujeres que evitaban mirar a Gideon, como si pasar la vista por sus tatuajes y piercings pudiera ennegrecerles el alma. Y tal vez tenían razón—. Pero tienes razón, no puedo hacer esto.
Lo que significaba que Strider se equivocaba y sí, Gideon podía hacer aquello y lo haría.
Todos los que vivían en la fortaleza, y había muchos, pues su número parecía crecer por días a medida que sus amigos se iban emparejando, conocían la forma de hablar de Gideon y sabían que quería decir lo contrario de lo que decía.
—Muy bien —repuso Strider—. Puedes. Pero no lo harás. Porque sabes que, si sacas a la mujer de esta casa, a mí se me pondrá el pelo blanco de preocupación. Y a ti te gusta mi pelo como está ahora.
—Strider, ¿te estás insinuando? ¿Quieres que pase los dedos por esos rizos?
—Gilipollas —murmuró Strider.
Gideon soltó una risita.
—Guapo.
Strider casi sonrió.
—Sabes que odio que te pongas sensiblero.
Le encantaba. De eso no había duda.
Doblaron una esquina y pasaron delante de una de las numerosas salas de estar que había en la fortaleza. Aquélla estaba vacía. Era muy temprano y la mayoría de los guerreros seguían en la cama con sus mujeres. Si no estaban armándose ya, claro.
Por costumbre, examinó la habitación. Retratos de hombres desnudos decoraban las paredes, cortesía de la diosa de la Anarquía, cuyo retorcido sentido del humor rivalizaba con el de Gideon. Había sillones de cuero rojo (Reyes, el guardián de Dolor, a veces tenía que autolesionarle para acallar a su demonio, así que el rojo era práctico), estanterías de libros (a Paris, guardián de Promiscuidad, le gustaban las novelas de amor) y lámparas raras de plata que se retorcían y curvaban por encima de los sillones; Gideon no sabía para qué eran. Había flores frescas en jarrones, que perfumaban el aire. Y sí, las había pedido él porque olían bien.
Respiró hondo aquel aire delicioso. Pero acabó inhalando una buena dosis de culpabilidad. Por desgracia, eso ocurría mucho últimamente. Mientras él disfrutaba de esos lujos, su supuesta esposa se pudría en la mazmorra. Y antes de eso había pasado miles de años en el Tártaro, lo que hacía que se sintiera doblemente cruel por dejarla allí.
¿Qué clase de hombre permitía algo así? Un gilipollas, claro; y él era el mayor de todos, pues pensaba devolverla a la mazmorra cuando hubiera contestado a sus preguntas. Para siempre. Aunque fuera... o hubiera sido... su esposa.
Sí. Era un hombre muy malo.
Ella era demasiado peligrosa para quedar libre permanentemente; su habilidad para invadir los sueños era demasiado destructiva. Porque cuando uno moría en las pesadillas de Scarlet, moría de verdad. Era el fin. Y si alguna vez decidía ayudar a los Cazadores, cosa que podía hacer por despecho, los Señores del Submundo no podrían volver a dormir profundamente nunca más. Y necesitaban dormir o se convertían en bestias gruñonas.
Para probarlo, allí estaba él, que no había dormido en semanas.
«Más despacio», dijo su demonio. «Te mueves muy deprisa».
Normalmente, Mentira era simplemente una presencia en un rincón de su mente. Estaba allí, pero guardaba silencio. Sólo hablaba cuando su necesidad era grande. E incluso entonces, tenía que decir lo contrario de lo que quería. Y ahora quería que Gideon se diera prisa y llegara hasta Scarlet.
«Dame alas y está hecho», repuso Gideon con sequedad. Pero apretó el paso. Con el pensamiento podía decir la verdad. Nunca se mentía a sí mismo ni al demonio durante aquellos momentos íntimos. Quizá porque había tenido que luchar salvajemente y sin piedad por tener aquellos momentos.
Después de la posesión, había estado perdido en la oscuridad y el caos, había sido esclavo de su compañero del alma y de las ansias de éste. Había atormentado a humanos sólo para oírlos gritar. Había quemado casas con familias dentro. Había matado indiscriminadamente y lo había hecho riendo.
Le había costado cientos de años, pero Gideon había acabado por abrirse paso hacia la luz. Ahora su demonio estaba controlado y Gideon tenía domada a la bestia. La mayoría del tiempo.
Strider suspiró.
—Gideon, escúchame. Te lo repito, no puedes sacar a esa mujer fuera de estos muros. Huirá de ti, estoy seguro. Sabemos que los Cazadores están en la ciudad y pueden atraparla. O reclutarla y utilizarla. O, si ella se niega, incluso torturarla como hicieron contigo.
Strider hablaba como si él, Gideon, no pudiera retener unos días a aquella hembra tentadora. Y sí podía. Sabía pelear como el que más. Además, Strider hablaba como si él, Gideon, fuera incapaz de encontrarla si es que llegaba a perderla. Y probablemente tenía razón, pero eso no amainaba la furia de Gideon. Tal vez no fuera tan ligón como Strider, pero tenía también sus habilidades con las mujeres.
Además, Scarlet era también una guerrera y era inmortal. Podía rodearse de oscuridad. Una oscuridad tan densa que ni la luz humana ni los ojos inmortales podían atravesarla. Perderla no sería tan vergonzoso como perder... a un humano sin entrenar, por ejemplo.
Pero él no la perdería y ella no querría huir. La seduciría. Le quitaría la energía a fuerza de placer y haría que estuviera desesperada por quedarse a su lado. Lo cual no debería ser muy difícil. Le había gustado tanto como para casarse con él, ¿no? Quizá.
¡Maldición!
—Sé lo que estás pensando —dijo Strider con otro suspiro—. Que si se escapa, la encontrarás.
—Te equivocas —había pensado eso, sí, pero no había tardado en descartar la idea.
—¿Y qué será de ella mientras la buscas? Durante el día necesita protección, y si tú no estás con ella, ¿quién la protegerá?
Buena pregunta. Scarlet no podía funcionar durante las horas de luz. Debido a su demonio, dormía profundamente. Tan profundamente que nada ni nadie podía despertarla hasta la puesta del sol, algo que él había descubierto después de haber estado a punto de provocarle un aneurisma sacudiéndola para que despertara.
Varias horas después, había visto sorprendido que ella abría los ojos y se sentaba en la cama como si sólo hubiera dormido diez minutos de siesta.
Lo cual suscitaba otras preguntas. ¿Por qué su demonio dormía durante el día, cuando la gente a su alrededor estaba despierta? ¿Y qué pasaba cuando viajaba y cambiaba de zona horaria?
—Fue una suerte encontrarla cuando lo hicimos —prosiguió Strider—. Si no hubiéramos tenido al ángel de Aeron de nuestro lado, habríamos muerto intentando capturarla. Dejarla libre ahora es estúpido y peli...
—No has dicho eso ya —una y otra vez—. Además, Olivia ya no está en nuestro equipo —lo que quería decir que estaba—. No puede volver a ayudarnos de ser necesario —sí podía—. Oye, te odio, tío, pero, por favor, sigue hablando —«te quiero, pero cállate de una vez».
Strider soltó un gruñido de frustración y bajaron juntos las escaleras que llevaban a la mazmorra. Los ventanales con cristaleras dieron paso a paredes manchadas de sangre. El aire se volvió acre, manchado de sudor, orina y sangre. Nada de eso era de Scarlet, gracias a los dioses. Sus remordimientos no habrían podido soportarlo. Por fortuna, ella sólo estaba encerrada. Tenían a varios Cazadores esperando represalias, alias interrogatorio, alias tortura.
—¿Y si te ha mentido? —preguntó Strider—. ¿Y si no es tu esposa?
Gideon hizo una mueca.
—Olvidaba decirte que para mí es muy difícil diferenciar la verdad de la mentira —menos con ella, pero eso no se lo iba a decir a su amigo.
—Sí, pero también me dijiste que no la conocías.
Uno de ellos tenía una memoria perfecta. Excelente.
—Es imposible que pueda ser mi esposa —no había muchas probabilidades, pero sí, las había—. No tengo que hacer esto.
Cuando Scarlet había invadido sus sueños y le había exigido que fuera a verla en la mazmorra, él había sido incapaz de no hacerlo, pues estaba embargado por la necesidad de verla y una parte de él la reconocía a un nivel que todavía no comprendía. Y cuando ella le había dicho que se habían besado, hecho el amor e incluso se habían casado, esa misma parte había asentido.
Aunque él no se acordaba de ella.
Se preguntó por milésima vez por qué no podía recordarla.
Había considerado varias teorías. La primera, que los dioses le habían borrado la memoria. Pero eso suscitaba la pregunta de por qué. ¿Por qué no querían que recordara a su esposa? ¿Por qué no habían borrado también la memoria de Scarlet?
La segunda teoría era que había borrado él mismo el recuerdo. ¿Pero por qué iba a hacer eso? ¿Cómo iba a hacer eso? Había un millón de cosas más que hubiera querido olvidar.
La tercera teoría era que su demonio hubiera borrado de algún modo aquel recuerdo cuando quedaron emparejados. Pero si eso era así, ¿por qué recordaba su vida en los Cielos, cuando servía a Zeus y tenía la tarea de proteger constantemente al rey de los dioses?
Strider y él pararon en la primera celda, donde había morado Scarlet las últimas semanas. Ella dormía en el camastro y él contuvo el aliento al verla. Era encantadora. Pero...
«¿Es mía?».
¿Y quería que lo fuera?
No, claro que no. Eso lo complicaría todo. Aunque él no dejaría que importara. No podía. Sus amigos eran lo primero. Así eran las cosas y así serían siempre.
Al menos estaba limpia. Él había procurado que tuviera agua suficiente para beber y para bañarse. Y estaba bien alimentada, pues se había encargado de que le llevaran comida tres veces por la noche. Haría lo mismo cuando la devolviera a la celda. Tendría que bastar con eso.
«No tengas prisa», gritó Mentira, que prácticamente saltaba de un rincón a otro de su cerebro. «No tengas prisa».
«Calma, chico. Yo me ocupo de esto». Pero no podía actuar todavía. Tenía la impresión de haber esperado una eternidad aquel momento y quería saborearlo.
¿Saborearlo? Se estaba convirtiendo en una mujer.
«Aparta la vista antes de que tengas una erección», se dijo. Vale, aquello era más masculino. Apartó la vista. Las paredes que la rodeaban eran de piedra gruesa impenetrable. Por lo tanto, no podía ver a los Cazadores encerrados cerca. Aunque a Gideon eso le daba igual, lo que no quería era que los Cazadores la vieran a ella.
Sí. Quería que fuera suya. Al menos por el momento.
Hablando de Cazadores, vieron a los guerreros a través de los barrotes y se hundieron en las sombras en silencio. Seguramente hasta contenían la respiración por miedo a que fueran a por ellos. Mejor. Le gustaba que sus enemigos lo temieran.
Tenían muchos motivos para hacerlo.
Aquellos hombres habían capturado y violado a mujeres inmortales inocentes con la esperanza de crear niños mestizos a los que enseñar a odiar y a combatir contra Gideon y sus amigos. Niños que podrían haberlos ayudado a encontrar la Caja de Pandora antes que los Señores, con la esperanza de usarla para separar a los demonios de sus anfitriones. Algo a lo que los guerreros no podrían sobrevivir, pues estaban ya irrevocablemente unidos a las bestias.
Eso también formaba parte de su castigo por haber abierto la estúpida Caja.
Gideon sacó la llave de la celda de Scarlet con sus dedos nuevos, algo rígidos y temblorosos por la falta de uso.
—Espera —Strider le puso una mano en el hombro—. Puedes hablar con ella aquí. Conseguir tus respuestas aquí.
Pero allí tenían público, lo que implicaba que ella no podía relajarse. Y aunque pudiera relajarse, no permitiría que él la tocara. Y él era un degenerado y quería tocarla. Además, ¿cómo, si no, la iba a seducir y a sacarle información? ¿Diciéndole lo fea que era? ¿Diciéndole lo que no quería hacerle?
—No me dejes en paz, tío. Como no te he dicho innumerables veces, no tengo planes de traerla de vuelta cuando averigüe lo que quiero sabe, ¿vale?
—Si es que puedes traerla de vuelta. Ya hemos hablado de ese problemilla, ¿recuerdas? Era difícil olvidarlo. Desgraciadamente.
—No tendré cuidado. No tenemos tres reliquias y Galen está muy contento. No querrá vengarse por la que no le hemos robado.
Galen era el jefe de los Cazadores, además de ser también un guerrero poseído por un demonio. Sólo que él tenía un aspecto angelical y cargaba con el demonio de Esperanza, así que todos sus seguidores humanos creían que era un ángel. Por su culpa, achacaban a los Señores todos los males del mundo. Por su culpa, esperaban un futuro libre de esos males y luchaban hasta la muerte por conseguirlo.
Olivia, la nueva mujer de Aeron, que sí era un ángel de verdad, le había robado la tercera reliquia a aquel bastardo. La Capa de la Invisibilidad. Como se necesitaban cuatro reliquias para encontrar la caja de Pandora: el Ojo, la Jaula de la Coacción, la Capa de la Invisibilidad y la Vara de Partir (la única que les faltaba), Galen estaba desesperado por recuperar la Capa de la Invisibilidad y arrebatarles las otras dos que obraban en su poder.
Lo que implicaba que su guerra era cada vez más encarnizada.
Pero eso no importaba. Nada podía desviar a Gideon de lo que se había propuesto. Principalmente porque una parte de él tenía la sensación de que su vida dependía de ello.
—Gideon, tío.
Éste lanzó una mirada atravesada a su amigo y apretó los labios.
—Te estás buscando un beso —«una buena paliza».
Pasó un momento de silencio pesado.
—Muy bien —murmuró Strider; levantó los brazos—. Llévatela.
—No pensaba hacerlo, pero no te agradezco tu aprobación —pero ¿por qué Strider no había caído al suelo en coma? Acababa de perder un reto, ¿o no?
—¿Cuándo volverás?
Gideon se encogió de hombros.
—No he pensado en una semana.
Siete días era tiempo de sobra para ablandar a Scarlet y conseguir que se sincerara sobre el pasado. En aquel momento parecía odiarlo. Él no sabía por qué, pero lo descubriría. Eso era una promesa. Aun así... ella prefería claramente a los hombres peligrosos. ¿Por qué, si no, se habría casado supuestamente con él? Así que tendría que estar a la altura.
—Tres días —dijo Strider.
Ah. Había llegado el momento de negociar. Por eso Strider no había caído al suelo. No estaba derrotado, sólo probaba otra estrategia. Gideon podía ceder un poco. Se sentía tan culpable por dejar a sus amigos como por dejar a Scarlet en la celda. Ellos lo necesitaban y, si les pasaba algo en su ausencia, se volvería loco.
—No estoy pensando en cinco —ofreció.
—Cuatro.
—No hay trato.
Strider asintió sonriente.
—Bien.
Vale. Tenía cuatro días para ablandar a Scarlet. Había luchado batallas más difíciles en menos tiempo, seguro. Aunque no consiguiera recordarlas en aquel momento.
A lo mejor padecía pérdida de memoria selectiva y las peleas y Scarlet (con la que probablemente había peleado mucho pues era una mujer terca, mandona y mal hablada), eran las mayores bajas de esa pérdida de memoria.
Pero le habría gustado recordar el sexo. «De primera». De eso estaba seguro.
—Informaré a los otros —dijo Strider—. Pero además, te llevaré a donde quieras ir con ella.
—Desde luego —Gideon por fin insertó la llave y abrió la puerta de la celda—. No la voy a llevar yo mismo. Quiero que todo el mundo sepa adónde vamos.
Strider gruñó.
—Asno testarudo. Tengo que saber que has llegado sano y salvo a donde vas o no podré concentrarme lo suficiente para matar a nadie. Y sabes que tengo una dieta estricta de un Cazador al día por lo menos.
—Por eso no te llamaré por teléfono —Gideon se acercó al cuerpo dormido de Scarlet, que ya no se rodeaba de oscuridad impenetrable cuando dormía, como si quisiera que Gideon pudiera verla siempre. Como si confiara en que él no le haría daño.
O, al menos, eso era lo que él se decía.
—¡Por todos los dioses! No puedo creer que me hayas convencido. ¿Te he dicho ya que eres un gilipollas?
—No —Gideon tomó a Scarlet en brazos con gentileza.
Ella suspiró y frotó la mejilla en el corazón de él. Un corazón que ahora latía con la fuerza de una maza. Ella debió de notar su ritmo errático, pues se pegó más a él. «Bien».
Scarlet medía alrededor de un metro setenta y él más de un metro noventa. Había rehusado la ropa que le había ofrecido, así que llevaba la misma camiseta y los mismos vaqueros que cuando la había encontrado Aeron.
Gideon respiró hondo, pero esa vez no había culpabilidad. Ella olía a jabón de flores. ¿A qué había olido tantos años atrás, cuando se suponía que estaban casados? ¿A flores también? ¿O a algo más exótico? ¿Algo oscuro y sensual como ella? ¿Algo que él habría disfrutado saboreando cuando le pasaba la lengua desde la cabeza hasta los pies?
«Saca la cabeza de la cloaca». No era el mejor momento para regodearse en esos pensamientos.
Se volvió con ella apretada con fuerza en su pecho, un tesoro que protegería mientras estuvieran fuera de los muros de la fortaleza. Incluso de sus amigos. Sabía que se contradecía pensando en ella en términos tan románticos cuando sus intenciones no eran ni puras ni honorables, pero no podía evitarlo. Estúpida lujuria.
La expresión de Strider era de aceptación; le decía sin palabras que no sería necesario que se defendiera de él.
—Vete. Y ten cuidado.
¡Por todos los dioses, que quería a sus amigos! Lo apoyaban pasara lo que pasara. Siempre había sido así.
—Por cierto, pareces un gato que acaba de encontrar un plato de nata —Strider movió la cabeza—. Eso no es reconfortante. No tienes ni idea de dónde te metes, ¿verdad?
Tal vez no. Porque hacía mucho tiempo que nada le apetecía tanto y probablemente eso debería ponerlo a la defensiva. Pero que le señalaran su tontería...
—No te estoy sacando un dedo mentalmente. ¿Sabes cuál?
—Sí, lo sé. Es el dedo índice y me estás diciendo que soy el número uno.
Gideon se echó a reír. Algo parecido.
—Cuatro días —le recordó su amigo—. O voy a buscarte.
Gideon le lanzó un beso.
Strider alzó los ojos al techo.
—En tus sueños. Pero escucha. Rezaré para que regreses a nosotros vivo. Y con la chica. Y que ella también esté viva. Oh, que estés contento con lo que descubras. Y que ella te satisfaga también en otro sentido para que te olvides de ella como te has olvidado de todas las demás mujeres de tu vida.
Vale. Aquello eran muchas oraciones.
—Muchas gracias. Lo digo en serio. ¿Cuándo te has hecho sacerdote? ¿Y cuándo han decidido los dioses contestarnos? —Strider nunca había perdido el tiempo con plegarias y a los dioses les encantaba ignorar sus peticiones.
No, aquello no era cierto del todo. A Cronos, el coronado rey de los Titanes, le gustaba visitar la fortaleza sin ser invitado y hacer un montón de exigencias mierderas que Gideon y los demás se veían obligados a obedecer.
Como matar a humanos inocentes. O tener que elegir entre salvar a la mujer o al amigo de uno. Como suplicarle que le dijeran adónde habían enviado el espíritu de un amigo cuando al amigo en cuestión le habían separado la cabeza del cuerpo. Sí, eso había ocurrido. Aeron había perdido la cabeza a manos de un ángel guerrero y, a instancias de Cronos, Gideon había suplicado (a su modo) saber dónde residía su espíritu con el rostro lleno de lágrimas. A decir verdad, todos ellos habían suplicado y llorado como bebés.
Pero al final Cronos había rehusado decírselo. Porque necesitaba una lección de humildad, según aquel bastardo.
Luego, claro, Aeron había regresado solo. O mejor dicho, con la ayuda de su dulce Olivia. Había sido restaurado en su cuerpo, sin el demonio, y vivía de nuevo en la fortaleza. Pero Gideon todavía no había perdonado a Cronos que no les hiciera caso y no tenía intención de ofrecer plegarias en un futuro próximo.
—Sacerdote —Strider movió la cabeza pensativo—. Me gusta. Es prácticamente cierto. He enseñado a muchas mujeres el paraíso.
¿No lo habían hecho todos?
Y Scarlet no sería diferente.
Gideon se marchó sonriente con su mujer.