—¿Qué te has hecho?

Aquéllas fueron las primeras palabras que oyó Mary Ann de boca de su padre, después de semanas de no haberlo visto. Y supo que eran el preludio de todo tipo de problemas.

Iba sentada con él en el coche. Él había pagado la fianza y la había sacado de la comisaría. No estaba muy segura de lo que había pasado, sólo sabía que la habían esposado y se la habían llevado a la comisaría central de Tulsa. Allí la habían encerrado en una celda y la habían interrogado durante horas, aunque ella no había respondido nada.

Después le habían quitado las esposas y se la habían entregado a su padre. Que no le había dirigido la palabra hasta aquel momento.

Ella no les había dicho a los policías cómo se llamaba, ni cuál era su número de teléfono, así que debía de haberlo hecho Riley. Y había propiciado un reencuentro por el que ella quería darle las gracias, y al mismo tiempo, abofetearlo.

En cuanto había visto a su padre, había sentido el impulso de correr hacia él y abrazarlo. Cualquier cosa, con tal de consolarlo. Tal y como le había dicho Penny, estaba muy desmejorado. Tenía ojeras y bolsas bajo los ojos, y arrugas de tensión alrededor de la boca. Llevaba la ropa arrugada y con manchas de café. Sin embargo, Mary Ann no lo había abrazado, porque no sabía si sufriría un descontrol de sus emociones y comenzaría a absorber su energía vital.

Racionalmente, sabía que eso no podía ocurrir, pero tenía miedo.

—¡Mary Ann! Te estoy hablando. Te has marchado de casa sin avisar, no me has llamado ni una sola vez. Estaba muerto de preocupación. Te he buscado, he rogado a la policía que me ayudara, he repartido carteles… Y todo porque tú estabas por ahí con ese… con ese…

Su padre estaba tan furioso que apretó el volante hasta que los nudillos se le pusieron blancos.

Ella se sintió muy culpable, pero dijo:

—No podemos dejar a Riley ahí. Tenemos que volver. Ya se lo había dicho mil veces, pero él la había ignorado. Riley podía cuidar de sí mismo, y ella lo sabía. Sin embargo, le parecía mal dejarlo solo. Aunque él hubiera provocado su arresto.

Mary Ann sabía que lo había hecho intencionadamente, pero no sabía por qué. Riley siempre tenía un motivo para hacer las cosas. La próxima vez que lo viera, lo averiguaría.

—Por favor, papá. Da la vuelta.

Al menos, él no la ignoró en aquella ocasión.

—Podemos dejarlo, y vamos a dejarlo. No me importa un comino tu amigo delincuente. Ese chico es un descarriado que vive según sus propias reglas. Robó un coche, Mary Ann. ¡Mientras tú estabas con él! Y deberías empezar a rezar para que esos tatuajes puedan borrarse con agua y jabón.

El sentimiento de culpabilidad aumentó.

—Lo… Lo siento.

—¿Que lo sientes? ¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

—Papá…

—No. No hables más. ¿Te has drogado?

—No. No me he drogado.

—¿Y esperas que te crea?

—Sí.

—Bueno, pues no te creo. Ya no sé quién eres. Así que vamos a averiguarlo juntos. Incuestionablemente.

—¿Qué vas a hacer? ¿Me vas a llevar a hacer un análisis?

Él se quedó en silencio, y siguió mirando hacia delante.

Muy bien. Ella también lo ignoraría. Se puso a mirar por la ventanilla y vio pasar los árboles. El cielo estaba cubierto; se estaba preparando una tormenta. Vio una señal que indicaba una localidad que no estaba en el trayecto de su casa.

—¿Adónde vamos?

—Está claro que yo no puedo ayudarte, así que voy a llevarte con gente que sí puede hacerlo. Por mucho que tardemos en conseguir que vuelvas a la normalidad.

Ella sintió una punzada de miedo.

—¿De qué estás hablando?

—De un reconocimiento psiquiátrico, de un grupo de terapia, y de medicación, si es necesaria. Hay que averiguar cuál es la raíz de tu problema. ¡Quiero recuperar a mi hija!

—Papá…

—No. No quiero oír nada. He estado esperando noticias tuyas durante días, semanas, y sólo he tenido preocupación. No podía comer, ni dormir, ni trabajar. Pensaba que te habían secuestrado. Pensaba que te estaban… violando, o torturando. ¿Y qué me encuentro? Que te lo estabas pasando bien. Esto no es propio de ti. Eso significa que te ha ocurrido algo, y si no quieres hablarme de ello, tendrás que contárselo a otras personas.

—Papá, no hagas esto. Por favor.

—Ya lo he hecho. Es la única manera de poder sacarte de esto sin que tengas que ir a un juicio, ni pasar una temporada en la cárcel.

No. No, no, no.

—Siento haberte hecho daño, papá, de verdad, pero tienes que confiar en mí. Tienes que…

—¿Que confíe en ti? Ni lo sueñes. La confianza hay que ganársela, y tú no has hecho más que pisotear la mía.

Nunca había visto a su padre tan herido, tan furioso. No iba a poder comunicarse con él.

—Ya no soy una niña. No puedes encerrarme sin mi permiso.

—No eres mayor de edad, y puedo hacer lo que quiera. Estás a punto de suspender el curso. ¿Por qué? Porque te has mezclado con la gente equivocada. Así pues, voy a cambiar tus hábitos por la fuerza.

—Papá…

—Desde que te hiciste amiga de ese tal Haden Stone, has cambiado. Te has vuelto más difícil. Dejaste a tu novio y te pusiste a salir con un criminal.

Si él supiera la verdad…

—Riley no es un criminal. Es un buen chico. No puedes juzgarlo por esto.

—Tú sigue diciéndome lo que no puedo hacer. Pero vas a aprender, oh, hija mía, vas a aprender.

Ella apretó los dientes e intentó calmarlo de otra forma.

—No voy a suspender. Sólo he perdido un par de semanas, y puedo recuperarlas fácilmente.

—Sí, puedes, pero harás todo ese trabajo en rehabilitación.

—¿Rehabilitación? —preguntó Mary Ann, y estuvo a punto de echarse a reír—. Ya te he dicho que no me estoy drogando.

—Ya lo veremos.

De repente empezó a llover, y las gotas de agua chocaron contra el parabrisas. Su padre aminoró un poco la velocidad.

—Y cuando sepas que no me estoy drogando, ¿me llevarás a casa?

—No. Te vas a quedar allí. No es un lugar para drogadictos. Es un lugar para chicos que se han metido en líos, y que no pueden salir de ellos sin ayuda.

Una clínica mental. Iba a encerrarla en una clínica.

—Papá, no puedes…

—Ya está hecho, Mary Ann —repitió él—. Ya está hecho.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó ella, con un gran nudo de angustia en el estómago.

—El tiempo que sea necesario.

Riley se paseó por las calles oscuras del centro de Tulsa, bajo la lluvia. Llevaba las manos en los bolsillos y tenía el pelo calado, aplastado en la cabeza. Al respirar se formaba vaho delante de su rostro. Pasaron unos cuantos coches por la carretera, pero no había casi ningún peatón.

La gente buena y lista de aquella ciudad ya se había refugiado en el calor de su casa. Seguramente, Mary Ann también estaba caliente y seca, dirigiéndose hacia su casa. Como él quería.

Se la había devuelto a su padre.

Había desobedecido a su rey, a su amigo, y había hecho lo que creía más conveniente. Sin embargo, echaba de menos a Mary Ann. Añoraba su sonrisa, su sentido del humor, su honradez y su bondad.

Quería estar con ella.

Pero ella se había enamorado de un hombre lobo, y él ya no era un hombre lobo. Era débil, era vulnerable, y pronto se convertiría en un paria entre los suyos.

¿Estaba compadeciéndose a sí mismo? Oh, sí. Ya no sabía quién era. Sólo sabía que era un fracasado, un inútil.

Riley torció una esquina bajo el chaparrón. Una cosa que le había enseñado Vlad era a mantenerse fuera del radar humano, y a mantener oculta su verdadera identidad. Envió un mensaje a sus hermanos con el teléfono móvil, para que no lo buscaran, y se escapó de la comisaría. Aunque no sabía si iba a permanecer mucho tiempo en libertad, teniendo en cuenta que pensaba emborracharse. Quería olvidar todo lo que le había ocurrido, al menos durante un rato. Y, si era humano, ¿por qué no iba a hacer lo que hacían los humanos?

Aden no podía contar con él, y él no podía proteger a Victoria ni a Mary Ann. No servía para nada. Así pues, se tomaría unas vacaciones.

Continuó caminando, buscando una tienda de bebidas alcohólicas, pero vio otra cosa. Un traficante. No tenía intención de hacerlo, pero se detuvo. El tipo lo miró de arriba abajo y, claramente, juzgó que era de fiar, porque no salió corriendo.

¿Por qué no? Aquello podía estar bien.

—¿Qué tienes? —le preguntó.