—¿Por qué le has dado tanto tiempo para prepararse?

Aden estaba sentado sobre la tapa del inodoro del baño de la habitación de Victoria. Tenía mucha hambre, estaba cansado y se sentía inseguro. ¿Había hecho lo correcto?

Pronto lo averiguaría.

Tenía una maquinilla para cortar el pelo en una mano y, en la otra, una pequeña papelera. Le dio la maquinilla a Victoria y puso la papelera en el suelo, entre sus pies. Entonces, respondió:

—Me he dado tanto tiempo a mí mismo.

—Ah.

Victoria estaba más pálida de lo corriente, y temblorosa. Agitada, incluso. Él lo entendía. Había amenazado a su hermano. Iba a luchar contra su hermano. Seguramente, ella también se sentía insegura, confusa y disgustada.

Una hora antes, seguramente eso no le habría importado. Pero cuando estaban en la sala del trono, rodeados por el peligro, ella lo había tomado de la mano y le había ofrecido consuelo. Y de alguna manera, aquel contacto lo había sacado del páramo sin emociones en el que había estado viviendo. Estaba sintiendo de nuevo. Esperanza, admiración, afecto… y cada una de aquellas emociones era como los rayos del sol.

En aquel momento, puso los codos sobre las rodillas.

—Voy a hacerte una pregunta, Victoria, pero no es por ningún motivo oculto, ¿de acuerdo? Así que no te preocupes. Es porque tengo curiosidad.

Ella se puso rígida.

—De acuerdo.

—Me estás ayudando, pero es evidente que quieres a tu hermano. ¿Por qué?

Algo de la preocupación de Victoria desapareció.

—¿Es que quieres que te haga un cumplido? ¿O quieres una confesión de amor? —preguntó. Pero antes de que él pudiera responder, añadió—: No quiero que os peleéis, eso es todo.

—Vamos a luchar. Eso te lo prometo —replicó él. Tal vez fuera demasiado categórico, pero no quería que hubiera malentendidos.

A Victoria se le hundieron un poco los hombros.

—Sé que vais a luchar —dijo—. Ojalá tuvierais sentido común.

—¿Es que quieres que huya?

Pasó un momento. Victoria suspiró.

—No. No puedes. Él te perseguiría. Los demás irían a buscarte. El desafío se ha lanzado y ha sido aceptado, y si no cumples tu parte, todos pensarán que eres débil y que pueden quedarse con lo tuyo. Nunca tendrás paz. Pero yo sólo quiero que… —Quería que ellos dos estuvieran bien. Era comprensible—. Y antes de que me lo preguntes, quiero que ganes tú.

Aden no se esperaba eso.

—¿Por qué?

—Porque existe la posibilidad de que le perdones la vida. Él no tendrá la misma deferencia contigo. ¿Sabes… lo que va a ocurrir?

—No, no sé cuál será el resultado de la pelea —respondió Aden. Y era cierto. Había visto varios resultados a través de Elijah, pero todos eran distintos—. Pero sé que tu hermano no va a causar problemas mientras espera a que llegue la batalla. Elijah me lo contó.

Victoria se estremeció.

—No me consuela. Y… Y no creo que debamos hablar más de esto. Mi cuerpo está reaccionando negativamente a todas tus palabras. Si continuamos, puede que vomite.

Magnífico. La intención de Aden era reconfortarla, no ponerla enferma.

—¿El único malestar que tienes es el del estómago?

—Tengo la sangre helada y espesa, y el corazón me golpea con fuerza contra las costillas.

Bueno, no era tan terrible como él había pensado. Acababa de describirle un ligero ataque de pánico.

—¿Y nunca habías tenido este tipo de reacción?

—Tan fuerte, no —respondió ella. Después miró la maquinilla con el ceño fruncido—. ¿Qué quieres que haga con esto?

—Me gustaría que me afeitaras la cabeza —respondió él, aceptando el cambio de tema. Esperaba que, de ese modo, ella pudiera calmarse.

—¿Que te afeite la cabeza? —inquirió Victoria con horror—. Te quedarás calvo.

Él sonrió.

—Hay cosas peores. Y de todos modos, no me quedaré calvo. Me quedaré rubio. La maquinilla tiene un tope que marca la largura que quieras dejar en el pelo. Marca unos cinco centímetros.

—Ah —murmuró ella. Después, manipuló el tope de la máquina y la puso en funcionamiento—. ¿Estás seguro? Si no te gusta el resultado, no habrá marcha atrás.

—Estoy seguro.

—Entonces, dime por qué quieres cortarte el pelo.

«Sí, —intervino Julian—. Es una tontería. Pareceremos idiotas».

Elijah no abrió la boca.

Después de todo lo que había ocurrido, Aden se sentía como una persona nueva. Era una persona nueva. Y, sin embargo, cada vez que pasaba por delante de un espejo, y había muchos espejos por las paredes de aquella mansión, su aspecto era el mismo. Eso también debía cambiar.

—Porque sí —dijo.

—Está bien —respondió ella con resignación, y se puso a trabajar. Aden vio como caía al suelo mechón tras mechón.

«Párala, —gritó Caleb—. Tómale la mano y detenla».

Durante un momento, Aden sintió algo como una cuerda tirándole del brazo hacia la mano de Victoria, y un picor en los dedos, que estaban preparados para cerrarse alrededor de su muñeca. Frunció el ceño y tuvo que hacer un esfuerzo para mantener el brazo junto al costado.

¿Qué demonios…?

«Vamos, hombre, —le dijo Caleb—. Lo único que tienes que hacer es levantar el brazo y tomarle la muñeca».

—¿Estás intentando poseer mi cuerpo, Caleb?

«Tal vez», gruñó el alma.

Ninguno de ellos había intentado hacer algo similar desde hacía años. Tal vez porque no podían tomar el control sin su permiso. O al menos, no habían podido; sin embargo, aquel tirón… había sido más fuerte que cualquier cosa que él hubiera sentido. No estaba seguro de lo que significaba.

—No vuelvas a hacerlo —dijo con aspereza.

Victoria se quedó inmóvil.

—Yo… no quería… ¡Tú me lo has pedido!

—No, no. Disculpa. No estaba hablando contigo —dijo rápidamente Aden.

—Ah, bueno. Me habías asustado.

Ella volvió a concentrarse en su tarea.

Su olor lo golpeó con la fuerza de un bate de béisbol. Aden olvidó a las almas, la boca se le hizo agua y el estómago se le encogió. Estaba al borde de la muerte por inanición desde que Sorin había mutilado y matado a aquellos vampiros, y había tenido que hacer un gran esfuerzo para poder salir de aquella estancia sin tirarse al suelo para lamer la deliciosa sangre.

Le habían detenido dos cosas: el deseo que sentía por la sangre de Victoria, y sólo por la sangre de Victoria, que se intensificaba a cada minuto, y el hecho de saber que si mostraba alguna debilidad, sería usada contra él durante la gran batalla.

Elijah le había mostrado varios finales, pero no el de evitar la lucha. De todos modos, se había dado cuenta de que su futuro era incierto. Y de que podía ganar, tal vez, pero pagando cierto precio. Su victoria significaría el comienzo de una espiral para Victoria. Tal vez porque lo vería erguido sobre el cadáver de su hermano, rodeado de vampiros que lo vitoreaban mientras ella lloraba por Sorin.

Aden no quería eso para Victoria. No quería que se pusiera triste, ni que se enfadara, ni que lo odiara. Por lo tanto, tenía que encontrar otra solución.

—¿Sabías que tienes pequeños puntitos en el cuero cabelludo? —le preguntó Victoria.

—¿Pecas?

—Probablemente. Son muy monas.

—Eh… gracias.

—De nada —dijo ella, y siguió canturreando suavemente mientras terminaba—. Bueno, ya está. —Entonces, lo tomó por las mejillas e hizo que echara la cabeza hacia atrás, para mirarle la cara—. Eres… —a Victoria se le escapó un jadeo.

¿Acaso estaba tan horrible?

«Te lo advertí, —dijo Caleb—. Te lo advertí».

Mientras Victoria lo observaba boquiabierta, Aden se levantó. Se miró al espejo y se vio con cinco centímetros de pelo rubio y encrespado. Aquel color rubio, su color natural, resaltaba el bronceado de su piel. Y sus ojos, que una vez habían sido negros y recientemente se habían vuelto violetas, estaban de un castaño dorado en aquel momento.

«Oh, —musitó Caleb—. Bueno, entonces está bien. ¿Es que nunca van a cesar las sorpresas?».

—¿No te gusta? —le preguntó Aden a Victoria.

—¿Que si no me gusta? —preguntó ella, y alzó la mano para acariciarle el pelo—. Me encanta. Y por fin entiendo el atractivo de un chico malo.

Aden se preguntó si parecía un chico malo mientras se inclinaba hacia su mano, con la esperanza de que la caricia se prolongara.

«Bésala, —le instó Caleb—. ¡Ahora! Antes de que se pase la magia».

Sí.

Antes de que Aden se diera cuenta de que se había movido, tenía las manos en su cintura y la había atraído hacia sí. Automáticamente, posó la mirada en el pulso que latía en su cuello y oyó un rugido agudo que reverberó en su cabeza.

Victoria notó la dirección de sus ojos.

—Tienes que alimentarte, o estarás demasiado débil como para sobrevivir mañana.

—¿Me lo estás ofreciendo?

—Eh… no —dijo ella, y se estremeció—. Aden, tienes que parar.

—¿De qué? ¿De agarrarte?

«¡Nooo!, —gritó Caleb, y los dedos de Aden se aferraron con fuerza a la cintura de Victoria, que hizo un gesto de dolor—. La he echado de menos».

—Ya basta —le ordenó Aden—. Afloja las manos y dame un minuto.

—¿Las almas? —preguntó ella comprensivamente.

Él asintió. Entre murmullos, Caleb dejó de ejercer su poder y Aden suavizó la presión de los dedos. Si Caleb continuaba comportándose así, tendría que hacer algo, aunque no sabía qué. Aparte de hallar la manera de que el alma saliera de él.

—Y no —dijo Victoria, siguiendo con la conversación—. No quería decir que dejaras de agarrarme. O tal vez sí. Ahora quieres estar conmigo, al minuto siguiente no, después sí… y yo no sé qué pensar… ¡Dios mío!

—¿Qué ocurre?

Ella se apartó de Aden y se sacó el teléfono del bolsillo con mano temblorosa.

—Riley me acaba de enviar un mensaje, y la vibración del teléfono me ha dado un susto de muerte.

Él quería tenerla otra vez entre sus brazos.

—Eso tiene fácil arreglo. Apaga la vibración.

—Claro. En cuanto averigüe cómo se hace.

Leyó lo que ponía en la pantalla y su piel blanca se volvió un poco grisácea.

—Eh… ¿Me disculpas un momento? —le preguntó. No esperó a que respondiera, sino que salió del baño rápidamente, diciendo—: Te enviaré un esclavo de sangre para que te alimentes. Tal vez la misma chica de antes.

Al salir, cerró de un portazo.

—No lo hagas —dijo él, pero no supo si ella lo había oído.

Aden sólo deseaba la sangre de Victoria. Salió a la habitación, pero ella no estaba allí.

«No puedo creer que hayas dejado que se marchara sin darle un beso de despedida», gimoteó Caleb.

Elijah hizo un ruidito, algo entre estornudo y tos.

«Primero el pelo, y ahora el beso. ¿Es que no vas a dejarlo? Me estás volviendo loco».

«¡No! Esto es importante».

«Te he apagado una vez, Caleb. No me obligues a hacerlo de nuevo».

«¿Que me has apagado? ¿A qué te refieres? ¿Cuándo has hecho eso? Porque Aden puede decirte que, de nosotros tres, yo soy el más poderoso, y si es necesario apagar a alguien de nuevo, lo haré yo».

La exasperación de Elijah se convirtió en inquietud.

«No importa. Sólo…».

«¡Espera un segundo! No voy a dejar pasar esto. ¿Estás hablando de la cueva? Porque el final de nuestra estancia allí fue en un agujero negro igual que el agujero al que nos envía Mary Ann cuando Aden se acerca a ella. ¿Nos has hecho tú eso, Elijah? ¿Eh?».

«¿Un agujero negro?», preguntó Elijah.

«¿Qué hiciste, Elijah?», inquirió también Julian.

¡Por el amor de Dios!

—Necesito que Elijah me ayude durante mi batalla con Sorin, pero si no os calláis, voy a buscar las medicinas que nos dio Victoria y os dejaré inconscientes ahora mismo.

«Disculpa, Ad», dijo Julian.

«Vale, lo que tú digas», protestó Caleb.

«Gracias», dijo Elijah.

—Bien.

Se habían entendido los unos a los otros.

Por el rabillo del ojo, Aden vio a la mujer danzante de aquella mañana, caminando suavemente hacia la cama de Victoria e inclinándose hacia delante. Había una niñita de pelo negro durmiendo allí. Aden frunció el ceño. Hacía un segundo, ninguna de aquellas dos mujeres estaba allí.

—Tú —dijo, acercándose a ellas.

La mujer lo ignoró.

—Vamos, preciosa —le dijo a la niña, mirando con pánico hacia atrás—. Tenemos que marcharnos antes de que él vuelva.

La niñita se estiró y bostezó.

—Pero si yo no quiero irme… —dijo con una voz angelical.

—Debemos irnos ahora mismo.

—Si ella no quiere irse, no te la vas a llevar —le dijo Aden a la mujer, e intentó tomarla del hombro.

La mano pasó a través de su figura.