Tucker estaba subido en la rama más alta de un roble, y vio al lobo huir con Mary Ann. Dejaron un rastro de sangre que podría seguir hasta un ciego. El lobo estaba herido, y Mary Ann desfallecida. No duraría mucho más.

El lobo podía leer las auras, pero él conocía la llamada de la muerte. Mary Ann la había recibido, porque el flechazo de la bruja había sido certero, y la pérdida de sangre haría el resto.

Las marcas funcionaban, hasta que alguien las borraba de la piel. O se quemaban. O muchas otras cosas igualmente dolorosas. Algunas personas optaban por tatuarse una marca para proteger sus otras marcas, pero no mucha gente, porque, ¿qué ocurría si alguien le tatuaba a uno una marca que no quería? Porque, sí, claro; nunca se había dado el caso de que alguien atara a otro y le tatuara todo tipo de maldades.

Tucker se habría reído de su propio sarcasmo, teniendo en cuenta que le había dicho a Mary Ann lo fea que era la marca, pero temía que en vez de una carcajada le brotara un sollozo del pecho. Y sólo los bebés lloraban. Él no era un bebé.

Era un mentiroso.

No había sido completamente sincero con Mary Ann. Era cierto que había huido de Vlad después de apuñalar a Aden, sí. Pero había huido después de hablar con el rey. El muy desgraciado le había amenazado con hacerle unas cuantas marcas a él si no obedecía.

Hasta el día anterior, Tucker no había seguido exactamente las órdenes de Vlad. Había ayudado a Mary Ann, en vez de hacerle daño.

Ella le caía bien. Mejor de lo que debería, y mejor de lo que era inteligente.

¿Por qué tenía que dejar a aquel lobo que estuviera cerca?

Él habría podido seguir resistiéndose a Vlad si ella hubiera dejado al lobo.

Porque cuando Mary Ann y él estaban a solas, él estaba bien. Era un individuo medio decente. Con la mente calenturienta, sí, pero ¿quién no la tenía calenturienta? Entonces había aparecido Riley, y todo se había echado a perder. Vlad había hecho otro movimiento y él había perdido la batalla.

Pobre Mary Ann. Era una baja colateral.

Tucker esperó hasta que las brujas se congregaran bajo su árbol. Todas ellas llevaban una túnica roja, y lo estaban fulminando con la mirada, porque lo culpaban por su fracaso.

—Nos dijiste que podríamos acorralarlos si esperábamos a que estuvieran dentro de la casa —dijo la bruja que estaba a cargo, una rubia llamada Marie. Era muy guapa, pero también despiadada.

Tucker había revuelto las cosas de Mary Ann y había encontrado la dirección que ella no había querido darle. De esa manera había averiguado exactamente adónde iba a ir ella, pero no cuándo. Así pues, había proyectado una ilusión cuando el lobo y ella salían de la cafetería, y los había seguido.

—Eso era cuando creía que erais competentes —le espetó a la bruja—. ¿Por qué no los habéis perseguido?

—¿Y arriesgarnos a que ella embebiera nuestra energía? —le replicó.

—Otra vez me viene a la cabeza la frase «Creía que erais competentes» —replicó él.

Ellas lo insultaron.

Entonces, Tucker se dejó caer del árbol y aterrizó de pie en el centro del círculo que habían formado las brujas. Giró sobre sí mismo con los brazos extendidos, como desafiándolas a que intentaran hacerle algo.

Realmente, quería que lo intentaran.

Él se merecía un castigo, pero ellas también. La única diferencia era que él sabía que se lo merecía, pero ellas pensaban que su causa era justa.

Las brujas habían perdido el rastro de Mary Ann después de que Riley le hubiera tatuado las marcas de protección, pero no habían perdido el rastro de Tucker. Riley se había negado a tatuarlo, así que… A causa de la negativa del lobo, las brujas nunca habían llegado a perder del todo el rastro de Mary Ann. Tucker no se iba a dejar culpar por eso.

Las hadas también habían estado siguiendo a Mary Ann y a Tucker, y habrían estado allí si las brujas no les hubieran… pedido amablemente que se marcharan. Las hadas se habían ido corriendo a buscar a sus mamás.

Después de eso, Tucker les había proyectado a las brujas una ilusión en la que él aparecía hablando con Mary Ann y pronunciando nombres e información falsos, con la esperanza de confundirlas y enviarlas en direcciones diferentes. Sin embargo, en aquel momento había recibido una llamada de Vlad.

«Tucker… mi Tucker…».

Así, sin más.

Y todo había cambiado.

«Tucker…».

Se estremeció al oír aquella voz de mando sobrenatural en su cabeza, porque sabía que podía manejarlo como si fuera una marioneta. La parte más oscura de su naturaleza anhelaba que el vampiro lo guiara, pero la otra parte estaba acurrucada, llorando como un niño, abatida por todo el dolor que había causado y la destrucción que iba a causar.

«Tucker, mi Tucker, termina esto».

La voz del rey era más poderosa que nunca. Cada día, el vampiro se recuperaba más y más, y pronto volvería a ser el guerrero que había sido siempre.

Vlad le había ordenado que se aproximara a las brujas, le había dicho cuál era la imagen que debía mostrarles, y le había indicado cómo tenía que hablar y actuar. Y él lo había hecho. Había asumido la imagen de alguien a quien ellas conocían, aunque todavía no estaba seguro de quién se trataba, y ellas lo habían creído y habían hecho todo lo que él quería.

—¿… Escuchando lo que digo? —preguntó Marie.

—No.

—¡Aj! Siempre fuiste exasperante, pero ahora eres además un idiota.

—No podéis culparme de vuestro fracaso —dijo él—. Yo os he entregado a esa parejita envuelta como si fuera un regalo de cumpleaños.

Con sólo pronunciar aquellas palabras se sentía culpable.

«Tucker… Sabes lo que tienes que hacer. Mata a las brujas, encuentra al lobo y a la embebedora y mátalos a ellos también».

¿Matar a las brujas? Bien, no había ningún problema. Pero…

«Tú querías que las brujas fueran consideradas las culpables de la muerte del lobo y de Mary… de la embebedora. Si las brujas mueren, ¿cómo van a echarles la culpa a ellas?», le preguntó mentalmente a Vlad.

«Seguro que a ti se te ocurrirá alguna manera. Y ahora, haz lo que te he dicho».

No tenía sentido desobedecer a Vlad, porque no había posibilidad de vencerlo. Así pues, Tucker irguió los hombros y miró a las mujeres que había a su alrededor. Agitó un poco los brazos y las dagas que se había guardado bajo la camisa se deslizaron hacia las palmas de sus manos. Él agarró las empuñaduras.

—¿Por qué no nos la regalas otra vez? —dijo Marie remilgadamente—. Y podemos seguir avanzando desde ahí.

—No, creo que no.

Claramente, a aquella bruja no le gustaba que le llevaran la contraria. Dio una patada en el suelo y preguntó:

—¿Por qué no?

—Porque no vais a estar por aquí para recibir más regalos —dijo Tucker. Y sin decir una palabra más, atacó.

Riley dejó a Mary Ann detrás del contenedor de basura de un motel, adoptó la forma humana y, sin preocuparse de su desnudez, entró en el establecimiento y robó de la recepción una botella de vodka y la tarjeta para entrar en las habitaciones. Después le robó la maleta a un huésped y volvió junto a Mary Ann. La tomó en brazos y la llevó a una habitación vacía sin que nadie los viera.

Posó a Mary Ann sobre la cama con mucho cuidado y después abrió la bolsa para buscar algo que ponerse.

—No te muevas —le dijo, al ver que ella se retorcía en el colchón.

—¿Bi… Bien?

—Sí, vamos a estar bien aquí —mintió él.

Lo único que halló en la maleta que pudiera valerle eran unos pantalones cortos que tenían la palabra Princesa escrita en el trasero con purpurina, y que le quedaban bastante ajustados. Sin embargo, aquél no era el momento de preocuparse de la moda.

Se miró la herida de la pierna. La flecha se le había salido del cuerpo al chocar accidentalmente contra un árbol, pero sentía algunas astillas en el músculo. Le estaban cortando y eso hacía que sangrara y no pudiera curarse. Se aplicó presión en la pierna para sacar las astillas. Pese al dolor que sentía, no se detuvo. Si no conseguía parar su hemorragia, no podría cuidar de Mary Ann.

Así pues, se curó todo lo rápidamente que pudo, usando como venda una de las camisetas que había en la bolsa, y volvió corriendo hacia la cama. Mary Ann estaba muy pálida, tenía unas ojeras muy pronunciadas y los labios agrietados. Sin embargo, lo peor era su pecho; tenía tanta sangre seca en la piel que parecía que llevaba un jersey rojo. La flecha seguía clavada en su cuerpo.

—¿Es muy malo? —preguntó ella en un susurro.

Riley nunca la había visto tan débil y tan indefensa. Y no quería volver a verla así nunca jamás.

—Riley…

Sinceridad. Ni una mentira más.

—Sí, es una herida grave.

—Lo sabía. ¿Me… muero?

—¡No! —gritó él. Después añadió, con más calma—: No. No lo permitiré.

Él le tomó el pulso del cuello. Ciento sesenta y ocho pulsaciones por minuto. Dios. Aquella velocidad era síntoma de que había perdido ya demasiada sangre. Si llegaba a ciento ochenta pulsaciones por minuto, no podría salvarla. Tenía que actuar rápidamente.

—Tengo que dejarte aquí sola un minuto, ¿de acuerdo? Tengo que ir a buscar un par de cosas para poder sacarte la flecha.

—De… de acuerdo.

Riley salió de la habitación, robó algo de dinero de la recepción y entró a la tienda veinticuatro horas que había en la acera de enfrente. Allí compró vendas, desinfectante y todo lo que pensaba que podía necesitar.

Por supuesto, atrajo bastantes miradas con aquellos pantalones. Cuando tuvo lo que necesitaba, dejó el dinero en el mostrador y se marchó.

Mary Ann no se había movido. Tenía los ojos cerrados y temblaba. Aquello no era una buena señal. Volvió a tomarle el pulso. Ciento setenta y tres pulsaciones por minuto.

Él también estaba temblando cuando destapó la botella de vodka. Le abrió la boca a Mary Ann y vertió dentro el contenido mientras le masajeaba la garganta con la mano libre para conseguir que bebiera todo lo posible.

Mary Ann no se atragantó ni protestó. Ni siquiera notó lo que le estaba haciendo. Mejor para ella, porque iba a sentir el mayor dolor de su vida. Sin embargo, aquello también era muy mala señal.

Riley echó un poco de alcohol en la herida. Después, agarró el extremo delantero de la flecha, respiró profundamente para intentar calmar su temblor y con un movimiento firme de la muñeca partió la madera en dos y quitó la punta.

Tiró la cabeza de la flecha al suelo y levantó a Mary Ann hacia la luz de la lámpara para estudiar lo que había quedado. La flecha seguía asomando por ambos lados de su cuerpo, así que podía empujar el resto para sacarla. El peligro estaba en dejar astillas dentro del cuerpo.

Riley volvió a tomar la botella de vodka y se la terminó en tres tragos. El líquido le quemó la garganta, el estómago y las venas. Ya había tenido que hacer aquello otras veces, a sus hermanos, a sus amigos y a sí mismo. Entonces, ¿por qué estaba desmoronándose ahora?

Volvió a tomarle el pulso a Mary Ann: tenía ciento setenta y cinco pulsaciones. Sin perder más el tiempo se situó detrás de ella y, rugiendo, le dio un puñetazo al extremo roto de la flecha con todas sus fuerzas. La vara de madera salió por la herida del pecho de Mary Ann. Ella apenas se movió.

Muy bien, lo peor ya estaba hecho. Ahora llegaba lo fácil.

Entonces, ¿por qué se sentía tan mareado? El temblor empeoró mientras la limpiaba y la vendaba. Cuando terminó, se dio cuenta de que estaba ensangrentado. Eso significaba que ella había vuelto a perder mucha sangre.

Mary Ann necesitaba una transfusión, y rápidamente. La única razón por la que todavía estaba viva era que se había alimentado de una bruja antes de llegar allí, pero eso no la salvaría durante mucho más tiempo. Tenía una respiración jadeante; algunos llamaban a aquello la respiración de la muerte.

Riley se pasó la mano por la cara. ¿Qué debía hacer? Si intentaba llevarla a un hospital, Mary Ann no podría sobrevivir a los vaivenes y los movimientos del traslado. La única manera de salvarla podía ser llamar a una ambulancia para que la recogiera, si llegaban a la velocidad de la luz.

Riley sintió pánico. Si llamaba a urgencias, irían a recoger a Mary Ann, pero también buscarían a su padre. El doctor Gray se la llevaría a casa, donde podía haber muchos enemigos esperándola, listos para atacarla mientras todavía estaba demasiado débil como para defenderse.

Claro que, si no lo hacía, ella no viviría. Así pues, Riley marcó el número de emergencias y les contó que había una chica herida que había perdido mucha sangre, sin mencionar los nombres. Les dijo dónde estaban y colgó.

Después se acercó a ella y le dijo, con la esperanza de que pudiera oírlo:

—No les digas tu apellido. Hagas lo que hagas, no les digas tu apellido.

No hubo respuesta. Y peor todavía, Mary Ann ya no tenía aura.

Necesitaba alimentarse de nuevo o no conseguiría sobrevivir. Sólo había una solución: él podía darle alimento.

Riley posó las manos sobre su pecho, encima de su corazón, que latía muy débilmente. Él nunca había hecho nada semejante y no sabía cómo iba a funcionar, pero lo intentaría de todos modos. Tal vez ella se alimentara automáticamente.

Cerró los ojos y se imaginó la esencia de su cuerpo de lobo, se imaginó el tuétano de los huesos, vio las diminutas chispas doradas que giraban en él y las empujó hasta que las obligó a salir de su cuerpo y a entrar en el de Mary Ann.

Su cuerpo dio un tirón y ella jadeó. Un momento después ella se desplomó contra el colchón, y él advirtió que su respiración se hacía más constante. Siguió empujando hasta que comenzó a sudar y a jadear, hasta que sintió que a él también se le aceleraba el pulso. Hasta que tuvo los músculos dolorosamente agarrotados, tal vez para siempre. Hasta que respirar le quemaba el pecho.

Al final, él también se desplomó sobre el colchón. No tenía fuerzas ni siquiera para mirar la hora en el reloj de la mesilla. Tampoco tenía fuerzas para cambiar a su forma de lobo antes de que el personal de la ambulancia entrara en la habitación.

Y eso fue lo que hicieron en aquel momento.

La puerta se había abierto de golpe, pero él no la había oído. Se dio cuenta de que no oía nada. Tres hombres humanos se inclinaron sobre la cama y dos de ellos comenzaron a examinar a Mary Ann. Uno de ellos le abrió los párpados y le iluminó las córneas con una linterna mientras el otro le colocaba en el cuerpo la maquinaria médica. El otro hombre hizo lo mismo con Riley. Le estaba hablando, haciéndole preguntas, pero Riley no distinguía las palabras.

El mundo se volvió borroso a su alrededor. Notó que lo alzaban y lo colocaban sobre una superficie fría y blanca. Una camilla, tal vez. Volvió la cabeza para asegurarse de que hicieran lo mismo con Mary Ann, pero aquella niebla se había hecho muy espesa, y sólo consiguió ver un manto blanco a su alrededor.

Sintió un pinchazo en el brazo y algo caliente en la vena. Un instante más tarde, tenía los párpados tan pesados que no podía mantenerlos abiertos. Llegó la oscuridad. Luchó contra ella porque necesitaba saber que Mary Ann estaba bien, y que no iban a separarlos. Otro pinchazo, otra quemadura. Siguió luchando.

La oscuridad se cerró a su alrededor, cada vez más fuerte, hasta que Riley fue consumido por completo y no pudo moverse ni respirar. Hasta que olvidó por qué estaba luchando.

Tucker siguió a la ambulancia en un coche robado. Había visto a los paramédicos meter a Mary Ann y al lobo en el vehículo. Ambos estaban conectados a una bolsa de suero y los humanos trabajaban frenéticamente por salvarlos. Eso significaba que todavía estaban vivos, lo cual era sorprendente. Había oído el tono desolado de los médicos y sabía que pensaban que iban a perder a ambos chicos de camino al hospital.

Tal vez sí, tal vez no. Riley y Mary Ann habían aguantado hasta aquel momento, ¿por qué no iban a aguantar más?

De todos modos, aquella pareja tenía que morir. Como las brujas.

Las brujas. «No pienses en eso», se dijo. Si lo hacía, reviviría los gritos, los sollozos, las súplicas y los gemidos de dolor. Los pasos de las pocas que habían conseguido escapar. La persecución, y el fracaso. Vlad le había ordenado que las dejara escapar y siguiera al lobo y a la embebedora. Parecía que terminar con ellos era más importante que terminar con las brujas, que estarían desesperadas por vengar a sus amigas.

Tucker sería castigado por ello. Brutalmente.

Pronto se dio cuenta de que Riley y Mary Ann estaban siendo trasladados hacia el Hospital St. Mary, el hospital en el que había nacido ella. El hospital donde había nacido Aden. El hospital en el que había muerto la madre de Mary Ann.

Cuando la ambulancia llegó a la entrada de urgencias, los médicos metieron a Mary Ann y a Riley rápidamente en el edificio. Habían sobrevivido. Tucker salió de su coche y se quedó fuera, mientras el viento helado le sacudía el pelo y la ropa. Nadie lo vio. Ni siquiera las cámaras de seguridad que vigilaban la zona podrían grabarlo.

—¿Qué quieres que haga? —le preguntó a Vlad.

Un hombre con uniforme médico se detuvo y frunció el ceño, mirando a su alrededor. Tucker estaba proyectando una ilusión, así que el sanitario sólo vería el aparcamiento de urgencias y a la gente caminando y saliendo y entrando de los coches.

«Están muy débiles. Éste es el momento perfecto para atacar», dijo Vlad.

El sanitario murmuró algo y se alejó.

—¿Quieres que…? —Tucker no terminó la frase. Tuvo que tragar saliva. No podía pronunciar aquellas palabras. Ni siquiera después de todo lo que había hecho podía pronunciar aquellas palabras. «A Mary Ann no, por favor», gritó su lado humano. «Por favor, Mary Ann no. Otra vez no».

«Mátalos, sí. A los dos. Y no falles esta vez, Tucker».

—No, no fallaré —dijo Tucker, y pensó: «Un día te mataré a ti también».

«Ah, y creo que debería decirte cuál será el castigo que recibirás si fallas esta vez, —dijo Vlad con una carcajada. —Encontraré a tu hermano y lo dejaré seco. Después de jugar un poco con él».

No. ¡No! Aquello no podía ocurrir. Nada de aquello podía ser cierto.

«¿Lo has entendido?».

Su hermano pequeño, una de las pocas personas a las que quería en el mundo, estaba en peligro. Por su culpa. «No», pensó de nuevo, y apretó los dientes. Sin embargo, dijo:

—Sí, lo he entendido. —Y se puso manos a la obra.