Riley había hecho muchas operaciones de vigilancia en su vida, pero aquélla era la que más le gustaba. Aunque fuera un cambio de planes de último minuto.

Primero, Mary Ann y él habían visto a los padres de Aden mientras se alejaban de su casa en una furgoneta. O al menos, una pareja a quien creían los padres de Aden. El conductor era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de pelo castaño y ojos grises. La pasajera era una mujer rubia de unos cuarenta años y ojos castaños. Ambos tenían un aura verdosa, como embarrada, seguramente por la culpabilidad. O el miedo. Era difícil saberlo cuando el color estaba tan turbio, pese a que él tenía una visión superior de lobo.

Tal vez Joe y Paula Stone estaban viviendo con arrepentimiento por lo que habían hecho con su hijo. Tal vez sólo estuvieran asustados porque no podían pagar la factura de la luz. Ambas cosas eran posibles.

Riley y Mary Ann estaban esperando en otra casa, al otro lado de la acera, frente a la casita destartalada de la que acababan de salir los Stone. Esperaban poder ver de nuevo a la pareja cuando volvieran. Tal vez, incluso escuchar alguna de sus conversaciones.

Riley habría registrado la casa durante su ausencia, pero había visto cámaras de vigilancia. Unas cámaras muy caras para una casa tan barata. Y, si las cámaras eran tan buenas, debía de haber también detectores de movimiento en todas las ventanas, y alarmas silenciosas. Así pues, no podía entrar.

Sólo podría hacerlo si la pareja no volvía.

En parte, Riley esperaba que no volvieran durante un buen rato. En aquel momento tenía a Mary Ann para él solo. No habían vuelto a ver a Tucker desde que había salido de la cafetería, y a Riley no le importaba dónde podía haber ido el demonio.

Estaba sentado junto a la ventana del salón, mirando a través de las persianas. Sí, había forzado la puerta para entrar. La cerradura era muy mala, así que no le había resultado difícil. Mary Ann estaba sentada a su lado. No se estaban rozando. Todavía. Pero lo harían muy pronto. Al tatuarle las marcas de protección en el motel, las brujas y las hadas ya no podían seguir su rastro, así que no había peligro. Y eso significaba una cosa: que no habría interrupciones.

Y eso significaba otra cosa: que Riley había terminado de ser un hombre lobo bueno. Tenía la experiencia, y sabía seducir a una chica. Lo había hecho muchas veces. Sabía juguetear, bromear, aumentar la curiosidad y la sensualidad. Y en aquel momento, iba a seducir a Mary Ann.

Desde que ella había estado a punto de alimentarse de él, se había mantenido distante, callada. Riley tenía que hacer algo para convencerla de que no podía herirlo. Él no lo permitiría.

Riley y Victoria tenían una conexión muy intensa, y eso le permitía leer algo más que el aura de la princesa. Y, como él estaba tan sintonizado con Mary Ann, sin darse cuenta había percibido los pensamientos de Victoria sobre la muchacha. Victoria pensaba que tal vez tuviera algún parentesco con las hadas. Riley también lo había pensado. Las hadas también eran embebedores, pero podían controlar cómo se alimentaban. Así pues, si tenían algún parentesco, había esperanza para Mary Ann.

Aunque ella no iba a investigar eso todavía, porque estaba empeñada en salvar a Aden. Riley también, pero no dejaría en segundo plano la seguridad de Mary Ann, ni siquiera por su rey. Así pues, al día siguiente comenzaría a investigar su historia.

Por el momento, se dedicaría a convencerla de que no iba a hacerle daño. De lo contrario, ella continuaría resistiéndose a todo lo que él le propusiera, tanto para la misión, como para su relación.

—Victoria me ha enviado un mensaje de texto —comenzó despreocupadamente—. Su hermano ha vuelto a casa, ha desafiado a Aden y Aden le ha dado una buena tunda delante de todo el mundo.

—Bien por Aden.

—Tenemos que contarle lo que has averiguado.

—No. Todavía no tengo nada concreto, y no quiero darle falsas esperanzas.

—Bueno, a mí me parece que él debería saber que crees que has encontrado a Julian. Y a sus padres.

—¿Y si no estoy en lo cierto? Se quedaría destrozado.

—Entonces, ¿crees que estás equivocada?

—No. Pero cabe la posibilidad.

—Y también cabe la posibilidad de que estés en lo cierto.

—O no —insistió ella.

—¿Por qué estás tan deprimida?

Su aura era de color azul marino, y ella irradiaba tristeza. Sin embargo, en el azul había manchas marrones, que pronto iban a hacerse negras. En ella, aquel marrón representaba el hambre, su necesidad de alimentarse, de succionar energía para sí misma.

Aquellas manchas habían crecido durante las últimas horas, aunque no lo suficiente como para que él se preocupara. Tal vez, porque también veía manchas rojas y rosadas. Las rojas eran de la ira, o de la pasión, y las rosas, de la esperanza. Él quería alimentar ambas.

—No estoy deprimida —dijo ella.

—Cariño, tienes una cara muy sombría. Siempre te esperas lo peor.

—Eso no es cierto. Bueno, tal vez sí. Es mejor prevenir que curar, ¿no?

—Pues no, en realidad no. Pero si vamos a empezar con los dichos, recuerda éste: «Es mejor haber intentado algo y haber fallado que no haber intentado nada».

—Yo lo estoy intentando.

—Estás abatida, y tienes que animarte —dijo él—. Deja que te ayude.

Ella lo miró con desconfianza.

—¿Cómo?

Riley se dio cuenta de que sus papeles se habían intercambiado. Antes era ella la que presionaba, y él quien tenía que refrenar la situación. Ahora, Riley tenía que preguntarse qué habría hecho Mary Ann si la situación fuera al revés.

—Cuéntame un secreto. Algo que no le hayas contado nunca a nadie. —Excelente. Aquello era algo que habría propuesto la vieja Mary Ann. Y algo de lo que habría disfrutado.

—No sé…

—Vamos, relájate. Habla un poco conmigo, para que yo también pueda relajarme. Añade otra tarea a tu lista. —Aunque esperaba que charlar con él no fuera una tarea.

Hubo una pausa. Entonces, Mary Ann dijo:

—Está bien. Tú primero.

Ya la tenía. Riley intentó no sonreír.

—De acuerdo, allá va. Me arrepiento de no haberme acostado contigo.

Al grano.

El halo rojo que la rodeaba se puso tan brillante que casi lo cegó. Pasión, claramente. Riley notó que su cuerpo reaccionaba, que se calentaba de pies a cabeza.

—No creo que eso sea un secreto, pero… Yo también he lamentado que no te acostaras conmigo.

Él se quedó helado. Olvidó lo de seducirla y convencerla. La sinceridad de su tono de voz y su anhelo hicieron que lo olvidara todo.

—Mary Ann —murmuró—. Yo… yo… —Ella tenía que saber que él quería abrazarla, besarla, y estar con ella, por fin.

—No deberíamos —dijo, aunque titubeó—. Aquí no.

—Sí, sí deberíamos —repuso él. No quería tener que arrepentirse otra vez, ni quería esperar. Tal y como Aden podía atestiguar, nadie tenía asegurado el mañana.

Mary Ann se pasó los dedos por el borde de la camisa, retorciendo los botones. ¿Sería consciente de lo mucho que le afectaba a él aquel gesto, de cómo lo tentaba?

—¿Y si llega el dueño de esta casa? ¿Y si llegan los padres de Aden a su casa?

Todavía vacilaba, pero ya estaba muy cerca del borde.

«Cae, cariño. Yo te sujetaré».

—Entonces, nos vestimos rápidamente.

—Tienes respuesta para todo —dijo ella con ironía—. Eres muy insistente, ¿lo sabías?

—Me he dado cuenta de que tenemos que trabajar en tu percepción, porque es un poco sesgada.

—O es que por fin está dando en el clavo. —A ella se le escapó una carcajada.

—Ni hablar. —Riley adoraba su risa. Y adoraba el hecho de haber sido él quien la provocara; se sentía como el rey del mundo—. Soy un pequeño pedazo de cielo, y lo sabes.

—Está bien. Lo sé.

Sonriendo, Riley se acercó a Mary Ann, asegurándose de que alguna parte de ellos se tocara. Los antebrazos, las caderas. A ella se le cortó el aliento, y él silbó suavemente.

Antes de que pudiera inclinarse para besarla, oyeron un coche acercarse a la casa que estaban vigilando. Mary Ann se puso rígida. Riley se concentró en el conductor. Era un chico de unos veinte años. No Joe Stone. El coche pasó de largo, y ellos dos se relajaron.

—Me pregunto dónde está Tucker —dijo Mary Ann.

—¿De verdad quieres hablar de él?

—Es más seguro para nosotros, ¿no te parece?

No, realmente no.

—Seguramente, en este momento Tucker está en mitad de un sacrificio humano.

—No es tan malo.

—Tienes razón. Es peor.

Ella lo empujó por el hombro. Con aquel segundo contacto, él hirvió. Y ella también debió de sentir algo parecido, porque no retiró la mano inmediatamente. De hecho, posó las palmas en sus brazos y extendió los dedos para acariciarle los bíceps. Su aura se volvió de un color rojo muy brillante, y ella se humedeció los labios.

—Está bien. No tenemos por qué hablar de Tucker —susurró.

—¿Y de qué quieres hablar? —le preguntó él, también en voz baja.

—De nuestros secretos.

Fue todo lo que necesitaba; la tomó por la cintura, la alzó y la giró hasta que ella estuvo situada por encima de él. Entonces, la sentó en su regazo.

—Siéntate a horcajadas sobre mí.

Ella lo hizo, y él la abrazó. No la estrechó contra sí, pero aquello era suficiente. Ella le rodeó el cuello con los brazos.

—¿Y los coches…?

—Todavía puedo ver por la ventana —dijo él. Y era cierto. Podía ver. Si miraba. En aquel momento, lo único que veía, lo único que le importaba, era Mary Ann—. Y ahora, bésame. Te necesito…

—Yo también te necesito —dijo ella. Se inclinó hacia Riley y lo besó en los labios. Él le devolvió un beso profundo y seguro, y deslizó las manos por su espalda, siguiendo con los dedos su espina dorsal, y después hacia abajo, dibujando la cintura de sus pantalones—. Avísame si…

Si se alimentaba de él.

—Te avisaré.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo —dijo Riley. En aquella ocasión, lo haría. No quería que ella dudara de él, nunca—. Pero vamos a intentar una cosa, ¿quieres?

—¿Qué?

—Si sientes la necesidad de alimentarte, o si sientes que estás succionando mi energía, no te apartes de mí.

—No, yo…

—Escúchame —le dijo él, y la tomó de la barbilla con suavidad, con mucha suavidad—. Si sucede eso, sigue con lo que estés haciendo, mantén la calma e intenta dejar de alimentarte. Refrénate.

—Mantener la calma. Como si eso fuera posible estando tu vida en peligro.

—De veras, creo que puedes parar tú misma, que es sólo una cuestión de control. Pero no podemos comprobarlo si no lo intentas.

Ella negó con la cabeza.

—Eso es algo que debería practicar con otros, no contigo.

—Haz lo que te diga Riley, y tal vez te guste el resultado.

Un resoplido.

—¿Ahora vamos a hablar en tercera persona? Porque a Mary Ann no le gusta.

—En realidad, vamos a volver a nuestros secretos.

Riley volvió a concentrarse en su beso, y pronto, ella estuvo absorta también. Él no intentó ninguna otra cosa, aunque en otra ocasión habían llegado mucho más lejos que eso, hasta que ella tuvo la respiración acelerada y se movía contra él como si no pudiera estarse quieta.

Él se quitó la camiseta, se la quitó a ella también y la estrechó contra su cuerpo, hasta que sus pechos estaban rozándose a cada respiración. La acarició y la exploró. Ella hizo lo mismo, y sensibilizó su piel de una manera primigenia. En pocos instantes, Riley gemía cada vez que ella lo tocaba con las yemas de los dedos.

Unas cuantas veces oyó el motor de un coche que pasaba, e interrumpió el beso lo suficiente como para mirar por la ventana y asegurarse de que el conductor no tenía importancia para ellos. Después volvió a concentrarse en ella.

Mary Ann se había quedado inmóvil en dos ocasiones mientras se besaban, y se había puesto muy tensa; Riley se preguntaba si había sentido que iba a empezar a alimentarse y se había controlado a tiempo. Debía de haberlo hecho, porque él no había sentido ni una sola punzada de frío, y eso era exactamente lo que sucedía cuando un embebedor se alimentaba. La víctima sentía un frío que se metía en los huesos y que no podía mitigarse con nada.

—Riley —susurró ella, y él supo que quería más.

Miró a su alrededor por el salón. Había un sofá viejo, roto. Manchado. Ni hablar. No iba a tener relaciones sexuales con ella en aquel sofá. La primera vez no. Sin embargo, la deseaba tanto que…

Vio un movimiento en la otra acera, entre los arbustos de la casa de enfrente. Entre las hojas había un brillo naranja; el color de la seguridad y la determinación. Riley interrumpió sus besos y se concentró en aquel color. Tenía un brillo suave, como si estuviera oculto tras un velo metafísico, pero seguía estando allí de todos modos.

—¿Riley?

—Espera.

En medio de los arbustos, una chica se puso en pie. Era una muchacha rubia que le resultaba familiar: una bruja. Tenía una ballesta entre las manos, y estaba apuntando a Mary Ann. Riley se levantó de un salto y movió a Mary Ann para apartarla del peligro.

Era demasiado tarde. La acción había sido anticipada.

La bruja se movió con él sin perder el blanco. La flecha salió disparada y atravesó la ventana haciendo añicos el cristal. Y se clavó en la espalda de Mary Ann.

Ella gritó de dolor y de horror, y abrió los ojos desmesuradamente. Estaba tan cerca de él que la punta de la flecha le hizo un rasguño en el pecho. Riley se tiró con ella al suelo para esquivar otra flecha, que se clavó en la pared.

—¿Qué ha… ocurrido? —le preguntó ella entre jadeos, con un hilo de voz. Le salía sangre de la espalda y del pecho. Tenía el aura azul de nuevo, pero se estaba debilitando, y los demás colores habían desaparecido. Su energía estaba desapareciendo.

—Las brujas nos han encontrado. —Nunca debería haber subestimado su habilidad para seguir el rastro de un humano. Y nunca debería haber besado a Mary Ann. Él conocía todos aquellos riesgos, pero había permitido que la necesidad que sentía por ella lo dominara.

Aquello era culpa suya.

No podía transformarse en lobo para perseguir a las brujas porque no podía dejar a Mary Ann en aquel estado. Y, ¡maldición! Ella debería estar protegida de las heridas mortales. Ya debería estar recuperándose.

Hacía semanas que él le había tatuado una marca de protección contra algo así. Un apuñalamiento, un disparo, una flecha, no importaba. Ella debería curarse. Pero la bruja le había visto la marca en la espalda y había apuntado allí, y había acertado en el centro del tatuaje que permitía a Mary Ann sanar sobrenaturalmente. La cabeza de la flecha había destruido por completo la marca y sus palabras, y había anulado completamente el hechizo de tinta.

En aquel momento, Mary Ann era tan vulnerable como cualquier otro humano. A menos que…

—Aliméntate de mí —le dijo él, mientras pensaba en cuál era la mejor ruta de huida. Ya había recorrido toda la casa y conocía las salidas, pero si las brujas estaban rodeando la casa, en cuanto saliera con Mary Ann la matarían.

—No —respondió ella.

—Sí. Tienes que hacerlo. Necesitas hacerlo. —Si se alimentaba de él, se fortalecería. Él se debilitaría, sí, pero ella podía vencer a las brujas de una forma que para él era imposible. Además, era lo más lógico. Aquella capacidad de succionar la energía del enemigo era el motivo por el que las brujas habían decidido matarla—. Aliméntate de mí y mátalas.

—No.

—Si no lo haces tú, ellas te matarán a ti.

—No.

Fin de la discusión. Riley se quitó el resto de la ropa y adoptó la forma de lobo. Sus huesos se reajustaron, y su piel se cubrió de pelo. Después agarró a Mary Ann del brazo, con los dientes, todo lo suavemente que pudo, y la ayudó a que subiera a su espalda.

Otra flecha pasó por encima de sus cabezas.

«Agárrate fuerte», le ordenó él, hablándole por telepatía.

—Está… bien —murmuró ella.

Riley no tuvo más remedio que salir corriendo por la puerta trasera, atravesando el contrachapado sin pararse. Recorrió el porche en zigzag para evitar que pudieran apuntarlo, pero de todos modos, hubo una lluvia de flechas. ¿Cuántas brujas había allí? Bastantes más que Marie y Jennifer.

—Me duele mucho —musitó Mary Ann.

«Lo sé, cariño. Absorbería tu dolor en mi cuerpo, si pudiera».

Una flecha le atravesó la pata delantera izquierda, y Riley gruñó de dolor, pero no se detuvo ni se tambaleó. Mary Ann se habría caído, y no podía permitirlo. Hizo una rápida búsqueda visual por la zona, y vio once auras. Todas ellas eran naranjas y apagadas. Debían de haberse hechizado a sí mismas para esconderse de él. Pues bien, su hechizo no había funcionado del todo.

Se concentró en una de las brujas, en la que más alejada estaba de las demás, y corrió hacia ella como un rayo. Sin detenerse la agarró con los dientes y la arrastró. Ella forcejeó, pero él continuó su carrera, alejándose más y más con ambas mujeres.

«Succiona su energía, —le ordenó a Mary Ann—. ¡Ahora!».

Ella debió de obedecerle, porque la bruja se debilitó y sus forcejeos cesaron… Pronto quedó como una muñeca de trapo entre sus fauces, y él la escupió, sin pausa.

«¿Te encuentras mejor?».

—Un poco.

La llevaría a un lugar seguro y la curaría. Entonces, comenzaría la caza. Ya no iba a permitir que las hadas y las brujas los persiguieran a Mary Ann y a él. Aquél había sido su error más grande, y no iba a cometerlo de nuevo.

Las cazadoras estaban a punto de convertirse en las presas.