Mary Ann tenía ganas de gritar, pero se contuvo y se limitó a decir:

—Ya está bien. Y lo digo por los dos.

Tucker y Riley la ignoraron de nuevo. Después de pasarse toda la noche corriendo, de robar un coche, de robar lejía para blanquearse el pelo, aunque seguía rebelándose a eso y no la había usado, de robar una máquina de tatuar, de meterse a escondidas en una habitación de hotel, después de todo eso, necesitaba un momento de paz antes de que tuvieran que marcharse y robar otro coche.

—No puedo creer que quieras que esta porquería siga viviendo —dijo Riley.

—Parece que le gustan las porquerías. Mira con quién está saliendo —repuso Tucker.

—No, no me gustan las porquerías —dijo ella. Demonios, eran como niños. Como niños rabiosos y feroces que necesitaban una buena regañina—. Y ya no salimos juntos.

Riley gruñó, mirando primero a Tucker, y después a ella, y luego a Tucker nuevamente, como si no supiera con cuál de los dos estaba más furioso. Magnífico. Si empezaba a gruñirle a ella, ¡era ella la que iba a asesinar a alguien!

—Cállate, Tucker, antes de que Riley deje de hacerme caso e intente comerse el tuétano de tus huesos. Riley, creo que tenemos unas cuantas cosas que hacer antes de ponernos en marcha.

Riley la miró. La expresión amenazante de su rostro desapareció.

—Quítate la camisa, Mary Ann, y tiéndete en la cama. Y si miras, Tucker, te romperé todos los huesos del cuerpo.

—Voy a mirar —dijo Tucker, frotándose las manos de alegría—. ¿Y sabes una cosa, Riley? Habrá un hueso más en mi cuerpo para que lo rompas.

Asqueroso. Verdaderamente asqueroso.

Riley volvió a rugir y se acercó a Tucker.

Mary Ann se colocó entre ellos de un salto y los empujó extendiendo los brazos, a cada uno en dirección opuesta al otro. Ellos se lo permitieron.

Pero por supuesto, no abandonaron la pelea verbal.

—Imbécil.

—Idiota.

—Pervertido.

—Anormal.

Silencio. Salvo por la respiración agitada de Riley.

—Muy maduro por vuestra parte —dijo ella con un suspiro.

—De todos modos, ¿qué son esos tatuajes que quieres hacerte? —le preguntó Tucker, como si no acabara de comportarse como un niño y Riley no quisiera matarlo.

—¿Es que no te importa que un perro furioso esté a punto de morderte la cara? —murmuró Mary Ann. Antes de que él pudiera responder algo malicioso, ella se adelantó—: Son unas marcas protectoras contra los encantamientos. De ese modo, las brujas tienen menos poder sobre nosotros. Y ahora, dejad de pelearos.

—Nadie tiene más poder que yo —dijo Tucker, ignorando su petición.

—Es un error subestimarlas —replicó ella—. Una vez nos echaron una maldición de muerte a Riley, a Victoria y a mí, y estuvimos a punto de morir.

—No podemos olvidar que las brujas te están viendo a través de su magia —intervino Riley—. Tenemos que continuar con esto.

Mary Ann vio que Tucker se pasaba una mano por el pelo.

—Siempre supe que había otras… cosas por ahí —dijo él—. Cosas diferentes, como yo. Sin embargo, no sabía que serían brujas y hombres lobo, algo tan tonto.

—¿Acaso los demonios sois superiores? —preguntó Mary Ann.

—Pues sí —dijo él. Sin embargo, su tono fue demasiado petulante, y ella se dio cuenta de que estaba mintiendo.

Tucker se odiaba a sí mismo. Y como ella había oído hablar de que su padre era un maltratador, estaba segura de que Tucker también lo odiaba.

—Bueno, de todos modos —continuó ella—, cuando un encantamiento se pronuncia, ni siquiera las brujas pueden evitar que se cumpla. Cuando nos maldijeron, sólo nos dieron una semana para convocar una reunión. Si no aparecíamos, si Aden no aparecía, moriríamos todos.

—Si Vlad hubiera sabido eso, habría encerrado a Aden y habría permitido que pasara esa semana, en vez de utilizarme a mí. Podría haberse evitado el apuñalamiento. Así que en realidad, vosotros sois los culpables de lo que ha ocurrido. Si le hubierais dicho a la gente que…

—Riley, Victoria y yo habríamos muerto.

Tucker se encogió de hombros.

—Ése no sería mi problema.

—¿Y ahora? —inquirió Riley—. ¿Estás ayudando a Vlad?

—Dejó de llamarme después de que apuñalara a Aden, así que me marché. No me gustaba ayudarle. Y que conste que le pedí disculpas a Aden. Antes, y después de partirle el corazón en dos.

Riley estaba tan furioso que los ojos se le habían vuelto de fuego verde.

—Oh, muy bien. Te disculpaste. Eso lo arregla todo.

—Por fin —dijo Tucker, alzando los brazos al cielo, como si él fuera el único hombre cuerdo del mundo—. Alguien que lo entiende.

Riley rodeó a Mary Ann y le dio un empujón al tipo.

—Lo siento —dijo, y volvió a empujarlo—. Oh, lo siento otra vez. Es culpa mía. ¿Todo arreglado? ¿Me disculpas? —Otro empujón.

Tucker aceptó los empujones sin responder. Asombroso.

Mary Ann volvió a separarlos.

—No me voy a quitar la camisa, ¿de acuerdo? Así que tranquilizaos. Puedes tatuarme las marcas en los brazos, Riley. Funcionarán exactamente igual que si las tuviera en la espalda y el pecho.

—Está bien —dijo él, y por lo menos, dejó de empujar a Tucker.

Ella ya tenía tatuadas en la espalda marcas que la protegían de la manipulación mental y de las heridas mortales. Riley quería asegurarse de que estuviera protegida también contra otra maldición de muerte, y contra las ilusiones mágicas, y contra las maldiciones de dolor, de pánico y de espionaje.

—Espera, espera —Riley sacudió la cabeza—. Tu padre te verá los tatuajes si te los hago en los brazos.

Sí, Mary Ann ya lo sabía. Pero eso no tenía importancia si quería volver a ver a su padre. Le echaba de menos desesperadamente, pero también tenía que mantenerse alejada de él. No podía llevar una guerra de seres sobrenaturales a su casa.

Se sentó, se remangó y miró a Riley.

—Dejemos de perder el tiempo. A trabajar.

—No piensas volver, ¿verdad? —le preguntó Tucker.

—No. No pienso volver. Riley, empieza.

Riley la miró fijamente. Después se arrodilló a su lado y le tomó el brazo. Comenzó a tatuarla, y pese al dolor que sentía, ella consiguió mantener una expresión neutral.

—Has cambiado —le dijo él.

—¿En dos semanas? —respondió ella. Quiso soltar un resoplido desdeñoso, pero no pudo. Él tenía razón.

—Sí.

—¿Y crees que el cambio ha sido para mejor?

—Me gustabas como eras antes —respondió él, en un tono de amargura.

—¿Te gustaba que fuera débil y que dependiera de ti?

—No eras débil.

—Tampoco era precisamente fuerte.

—¿Y ahora sí?

—Sí. Ahora soy más fuerte. ¿Así que ya no te gusto?

—Sí me gustas. Pero no me gusta la compañía que tienes —añadió él en voz bien audible.

—Esto es muy aburrido —dijo Tucker—. Que alguien me entretenga.

Ellos no le hicieron caso.

—¿Por qué te escapaste con Tucker? Y no me refiero a una escapada romántica. A menos que tengas algo que contarme. Y si es así…

—No, no hay nada —dijo Mary Ann apresuradamente. Tal vez las cosas ya hubieran terminado entre ellos, pero ella no quería que Riley pensara que se había consolado con Tucker—. Después de que apuñalara a Aden, cosa que todavía no le he perdonado, Tucker vino a buscarme. Me vio salir de mi casa con una bolsa de viaje y me siguió.

—Yo también te seguí, pero tú hiciste todo lo posible por perderme. Sin embargo, a él no.

—Sí, es verdad —respondió ella—. Pero es que me preocupa hacerte daño a ti. A él no.

—Muy agradable, Mary Ann —dijo Tucker con ironía—. Mucho.

Ellos lo ignoraron.

Riley hizo una pausa. Dejó la aguja de la tinta y le acarició la mejilla a Mary Ann. Sin poder evitarlo, ella se inclinó hacia aquella caricia con los ojos cerrados. En aquel momento sólo había dos personas en el mundo.

Inhaló su olor, fingiendo que ella era normal, que todo era normal. Aquel olor salvaje, a tierra, le recordó al aire libre y deseó más, se desesperó por obtener más, hasta que recordó lo que les había ocurrido a las últimas criaturas de la noche con las que se había encontrado, y no pudo seguir fingiendo.

Aquellas criaturas se habían retorcido entre convulsiones y se habían quedado sin color. Bajo los ojos se les habían formado hematomas y sus labios se habían resquebrajado mientras gritaban de dolor.

—Mary Ann.

Ella se puso rígida y abrió los ojos. Riley la estaba mirando con preocupación. Preocupación. No, no, no.

—¿Te he hecho daño? —le preguntó rápidamente. ¿Acaso había succionado también su esencia vital?

—Estoy perfectamente. No me has hecho daño.

Entonces, su preocupación se debía a ella. Mary Ann se relajó, aunque sólo un poco. ¿Por qué tenía que ser Riley tan maravilloso?

—¿Me lo dirías si ocurriera?

—Por supuesto. Yo no soy de los que aguantan el sufrimiento sin hablar.

No, no lo era. Aquél era un rasgo de Riley que ella adoraba.

—¿Cómo estás tú? —le preguntó él—. ¿Estás alimentándote adecuadamente?

—Todavía no. He estado viviendo de mis inmensas reservas, pero la sensación de saciedad va desapareciendo poco a poco —admitió Mary Ann—. Muy pronto volveré a tener hambre.

—«Muy pronto» no es ahora. Tenemos tiempo.

Le estaba diciendo que tenían tiempo para estar juntos. Tiempo, antes de que ella tuviera que empezar a preocuparse.

¿Cuándo entendería Riley que ella siempre estaba preocupada?

—Bueno, termina de tatuarme las marcas —le dijo con un suspiro.

—De acuerdo. Pero esta conversación no ha terminado.

Sí, había terminado, pero ella no dijo nada. Pocas horas después, Mary Ann tenía seis nuevas marcas de protección tatuadas en la piel.

Sexy —dijo Tucker, moviendo las cejas de manera insinuante mientras la miraba.

—¿Quieres que te saque los ojos? —le preguntó Riley, al tiempo que recogía los útiles de tatuar.

—Muy bien —respondió Tucker, alzando las manos con una expresión de inocencia—. Está espantosa.

¿Espantosa?

—Gracias, traidor.

Tucker se encogió de hombros.

—Hemos intentado salir juntos y no ha funcionado. Por lo tanto, no voy a ponerme de tu lado incondicionalmente si eso supone un peligro.

Aquella respuesta satisfizo a Riley, que sonrió de felicidad por primera vez aquel día.

—Tú tampoco tienes nada que hacer conmigo —le dijo ella.

Y él también se encogió de hombros.

—Cambiarás de opinión.

—¡Mantén tus labios apartados de mí! —exclamó ella.

Si la besaba, ella cedería, como siempre. Su boca la debilitaba, y así eran las cosas.

Él le dedicó una sonrisa secreta, una promesa de que se iba a lanzar sobre ella en cuanto estuvieran a solas. Y a ella le gustó. Sin embargo, Mary Ann se estremeció. No podía quedarse a solas con él.

—Yo no he dicho nada de que fuera a besarte, ¿no?

—Repugnante —dijo Tucker, que fingió tener náuseas—. Dejad de flirtear delante de un espectador inocente.

—Dudo mucho que tú hayas sido inocente alguna vez —respondió ella secamente.

—¿Y no tienes otro sitio al que ir? —le preguntó Riley—. Como por ejemplo, junto a tu novia embarazada.

Penny. Mary Ann todavía no la había llamado aquel día y se preguntó si estaría inclinada sobre el inodoro, vomitando.

A Tucker se le hundieron los hombros. Se había quedado completamente pálido y derrotado.

—Penny encontrará la felicidad sin mí —dijo.

—Su niño, tu niño, no la encontrará. Tendrá una parte de demonio y Penny necesitará tu ayuda para criarlo.

La palidez de Tucker se convirtió en rubor de anhelo, de melancolía.

¿De veras… era posible que quisiera a Penny y deseara a aquel bebé? Tal vez, en parte, sí. Pero tal vez también sabía que al estar con ellos podría destruirlos. Su naturaleza oscura podía obligarle a hacer cosas que lamentaría durante el resto de su vida.

Mary Ann entendía aquel sentimiento. Estar sin Riley la estaba matando. Lo echaba de menos más y más a cada día que pasaba; lo echaba de menos incluso cuando estaba a su lado, porque sabía que no podía hacer nada, nada para que él estuviera seguro.

—Bueno, ¿has terminado con Mary Ann? Porque yo ya estoy listo para mi turno —dijo Tucker, frotándose las manos.

Riley soltó un resoplido.

—Sí, claro.

—Eh, yo tampoco quiero que me echen un encantamiento. Y soy un miembro valorado de este grupo.

—Creo que nuestra definición de «valorado» difiere bastante.

Tucker apretó la mandíbula.

—Bueno, ¿podemos irnos ya? —preguntó Mary Ann para evitar que volvieran a pelearse. Otra vez.

—Sí —dijo Riley.

Al mismo tiempo, Tucker dijo:

—Como queráis.

Por suerte, recorrieron sin incidentes los veintiún kilómetros que había hasta la antigua residencia del doctor Smart. Riley llamó a la puerta con energía y después lo hizo Tucker, pero no hubo respuesta. Entonces, se sentaron en el columpio del porche, Mary Ann en medio de los dos chicos para evitar cualquier discusión, y esperaron.

Ella había consultado el registro de la propiedad del condado, y aquella casa seguía siendo del doctor Smart y de su esposa. Así pues, Tonya Smart no había cambiado el nombre de la escritura, lo cual significaba, seguramente, que no había vuelto a casarse.

Sin embargo, cabía la posibilidad de que la hubiera alquilado, o de que no estuviera allí porque trabajaba los fines de semana. Y lo más lógico era que no quisiera responder a preguntas como: «¿Su marido era un ser extraño que podía despertar a los muertos?».

De todos modos, Mary Ann iba a intentarlo.

Aunque el sol brillaba con fuerza, de vez en cuando las nubes lo ocultaban. Mientras Mary Ann se desenrollaba las mangas de la camisa para retener todo el calor, preguntó por Aden. Se sentía avergonzada por no haberlo hecho antes.

—Se está recuperando —dijo Riley—. Aunque no gracias a Tucker.

—¿Es que no puedes dejarlo ya? —le espetó el interpelado—. Ya he dicho que lo siento.

Mary Ann se pellizcó el puente de la nariz. Tenía la certeza de que le iba a explotar la cabeza en cualquier momento, debido a la tensión. Nunca había sido árbitro, pero ellos dos la habían obligado a serlo. La próxima vez iba a exigir una compensación económica.

Después de dos horas de insultos, el dolor de cabeza era tal que Mary Ann apenas podía soportarlo. Estaba muy cerca de pensar que Tonya Smart no podía ayudarla. Por supuesto, aquél fue el momento en el que oyó el motor de un coche y el sonido de la gravilla aplastada por los neumáticos.

Mary Ann se puso en pie.

—Dejad que hable yo —les dijo a los chicos.

—¿Y qué vas a decir? —preguntó Tucker.

—Mira y aprende, demonio —le espetó Riley—. Ella dirá lo que tiene que decir.

Tucker hizo un mohín.

—¿Le contaste tu plan a él, y a mí no?

—No. Lo que pasa es que él confía en mí. Y ahora, cállate.

La señora Smart salió del coche. Tendría unos cincuenta y cinco años y era de pelo castaño. Iba vestida pulcramente. Era muy guapa.

Llevaba una bolsa de la compra entre los brazos y sonrió al acercarse. Mary Ann lamentó no poder verle los ojos, porque llevaba gafas de sol.

—¿En qué puedo ayudaros?

Mary Ann pensó que era humana y se sorprendió al darse cuenta de que ahora su mente funcionaba de aquella manera. Ahora, cada vez que conocía a alguien, inmediatamente lo catalogaba.

—Su aura es negra —murmuró Riley con desconcierto.

¿Qué significaba aquello? No, no tenía tiempo para preguntarlo.

—Sí, puede ayudarnos. Me llamo Mary Ann. Usted es Tonya Smart, ¿verdad?

—Sí, soy yo —respondió la mujer, en un tono vacilante.

—Yo soy… Bueno, mi madre murió el mismo día que su marido. En el mismo hospital. Ella murió al darme a luz.

Toda la calidez desapareció del rostro de la mujer, y se convirtió en desconfianza.

—Lo siento mucho.

—Gracias. Yo también siento lo de su marido.

La señora Smart asintió. Miró a los chicos y, entonces, su expresión se volvió de miedo.

—¿Por qué me estás contando todo esto? ¿Por qué habéis venido aquí?

—No vamos a hacerle daño —le aseguró Mary Ann—. Los chicos pueden marcharse, si le preocupan —añadió, y los miró—. De hecho, creo que es mejor que os marchéis. Ahora.

Aunque parecía que Riley quería protestar, no lo hizo. Agarró a Tucker por el cuello de la camisa y se lo llevó. No fueron lejos; se detuvieron junto a un gran roble que había en el jardín delantero.

—Bueno, ¿y con cuál de los dos estás saliendo? —preguntó la señora Smart.

—Con ninguno de los dos. Con el moreno. Con ninguno.

La señora Smart se echó a reír y se relajó de nuevo.

—Ah, quién fuera joven otra vez.

Mary Ann sonrió forzadamente. Después carraspeó, y dijo:

Uno de mis amigos nació el mismo día en el mismo hospital. El St. Mary —añadió, por si acaso la señora Smart pensaba que estaba mintiendo—. Está buscando a sus padres.

La mujer se quedó confundida.

—¿Y pensáis que mi Daniel podría ser su padre?

—No, no. Nada de eso. Es que mi amigo… y yo… podemos hacer cosas. Cosas raras —le explicó Mary Ann.

Por el rabillo del ojo, veía a Riley conteniendo el impulso de acercarse. Ella no debería estar contándole aquellas cosas a nadie, y menos a una desconocida que podía contárselo, a su vez, a otra gente. Gente que podía perseguirlos a Aden y a ella. Sin embargo, no había otra solución.

Además, ella había investigado, y estaba segura de que Daniel Smart tenía que ser Julian. Las piezas encajaban.

—Me preguntaba si…

—¿Qué?

—Me preguntaba si el señor Smart también podía hacer cosas raras.

Una pesada pausa.

—Cosas raras. ¿Como qué? No, no me lo digas. No importa. Quiero que os marchéis. Y no volváis por aquí.

—Por favor, señora Smart. Esto es un asunto de vida o muerte.

La mujer subió las escaleras y rodeó a Mary Ann. Sin embargo, al oír la palabra «muerte», se detuvo frente a la puerta. Sin volverse hacia Mary Ann, preguntó:

—¿Estáis intentando resucitar a alguien?

Resucitar a alguien. Así que lo sabía. ¡Lo sabía! Alguien que ignorara lo que podía hacer Julian no habría hecho una pregunta como aquélla. Mary Ann tuvo ganas de soltar un grito de alegría.

—No, no. Se lo prometo. Nada de eso. Sólo estoy buscando a la persona que podía… resucitar a alguien. Una persona que murió el mismo día de mi nacimiento. Alguien que tal vez le… transmitió esa capacidad a otro.

Hubo un silencio. Un silencio largo y tenso.

—Mi Daniel no podía hacer nada de eso —dijo la señora Smart.

—Oh —dijo Mary Ann. Tal vez aquella señora estuviera mintiendo. No podía haber otra explicación para lo que había leído ella.

—Pero su hermano sí podía.

Ah. Entonces, había otra explicación.

—Él también desapareció aquella noche, y desde entonces no ha vuelto a saberse nada de él. Ahora, márchate, por favor. Vete. Y no olvides lo que te he dicho. No volváis por aquí. No sois bienvenidos.