Cuando Aden terminó de jugar con los monstruos, les pidió que volvieran a sus huéspedes. Ellos resoplaron y remolonearon, pero al final obedecieron porque deseaban complacerle. Después, Aden le ordenó a su gente que volviera a sus quehaceres, y dejó bien claro que no quería que nadie en absoluto le molestara.
Y después de eso, pasó varias horas paseando por los jardines y por la casa, y escuchando los cotilleos, e ignorando a los miembros del consejo, que obedecieron su mandato de dejarlo tranquilo, pero que se pusieron a hablar en voz bien alta de su matrimonio, para que él pudiera oírlo todo.
También hablaron sobre el hecho de que hubieran tenido que cancelar la ceremonia de su coronación porque él estaba ausente, y eligieron una nueva fecha, acordando que todo podía estar listo en una semana. Fecha que, milagrosamente, coincidía con la que habían cancelado, pero no importaba.
Él era el rey, y no necesitaba que lo coronaran para sentir que lo era. Tampoco su gente necesitaba una coronación para seguirlo, después de lo que habían visto con respecto a sus bestias…
Y en aquel momento se encontraba cansado. Encontró una camisa, se la puso, y pasó el resto de la noche en la sala del trono, rodeado por el poder que irradiaban las marcas de la alfombra, que calmaba el zumbido de su cabeza, que lo reconfortaba. Por lo menos, nadie intentó entrar allí, y lo dejaron tranquilo.
Se preguntó dónde estaría Victoria, y qué estaría haciendo. Tampoco eso le importaba. Sólo quería saber con quién lo estaba haciendo, y matar al tipo.
Victoria era su novia, ¿no? Así pues, advertir a los otros hombres, con violencia, que se alejaran de ella era su prerrogativa. ¿No?
Se masajeó la nuca. Riley le había dicho que le ocurría algo, y Victoria estaba de acuerdo. Y en aquel momento, Aden también estuvo de acuerdo. Era indiferente y frío, y tenía tendencias asesinas. Sus emociones morían antes de poder crecer. Sus pensamientos recorrían vericuetos oscuros y peligrosos que no entendía.
Además, sabía cosas que no debería saber. Sabía los nombres de vampiros que no conocía, y sabía cuáles eran sus puntos fuertes y sus puntos débiles. Sabía que soplando el cuerno de oro llamaría a sus aliados. O a los de Vlad. Conocía la casa. Conocía hasta el último pasadizo secreto, hasta el último escondrijo. ¿Y su deseo de comenzar la guerra con cualquiera que se opusiera a su reinado? Eso sí era lo más raro de todo.
Se había convertido en otro.
¿Cómo se suponía que iba a luchar contra eso si a una gran parte de sí mismo le gustaban aquellos cambios?
Cuando salió el sol, todavía no había dado con una respuesta decente. Estaba cansado, pero demasiado inquieto como para intentar dormir. Además, se le estaba pasando el efecto de la medicación, y oía a las almas murmurando en su cabeza. Al saber que seguían con él, se sintió aliviado.
También tenía mucha hambre, pero no de comida, sino de sangre. Quería alimentarse, y quería hacerlo antes de que las almas se despertaran por completo y decidieran ponerse a hacer comentarios sobre sus nuevos hábitos gastronómicos. Aunque tal vez lo entendieran y lo aceptaran, teniendo en cuenta lo que habían presenciado en la cueva.
Por fin salió al pasillo. Esperó un instante, pero el zumbido no reapareció.
Había dos lobos haciendo guardia en la puerta. Uno era blanco como la nieve, y el otro, dorado. Lo siguieron mientras caminaba, sin tratar de disimular su propósito.
Eran Nathan y Maxwell, los hermanos de Riley. Sus nuevos guardaespaldas. Eran buenos tipos, aunque un poco irreverentes.
Había vampiros jóvenes por todas partes, e iban seguidos por sus esclavos de sangre. Él podría haber sido un esclavo también. En la cueva anhelaba el mordisco de Victoria, lo deseaba más que cualquier otra cosa. Y deseaba morderla incluso más que recibir su mordisco.
Y, por el dolor que sentía en las encías y en los dientes, se dio cuenta de que todavía quería morderla. A ella, y no a ninguna otra. Y podía hacerlo. Era su rey. La mordería. Sólo tenía que encontrarla.
—Llevadme junto a Victoria —les ordenó a los lobos.
Entonces, los dos saltaron y se colocaron por delante de él para que los siguiera. Se dirigieron al jardín trasero. El sol estaba más brillante de lo normal, pese al frío. Aden sintió algo como pinchazos en la piel. No era tan desagradable como para que volviera a entrar en la casa, pero sí como para fastidiarlo.
«¿Aden? ¿Eres tú?», preguntó dentro de su cabeza una voz insegura. Era Julian, que por fin había salido del estupor de la medicación.
Aden debería haberse alegrado, porque el alma parecía ella misma, y no había cambiado como él.
—Soy yo —dijo.
Los lobos se detuvieron y lo miraron. Él les hizo un gesto para que continuaran.
Ellos debieron de comprender lo que sucedía, y obedecieron. Aden hubiera preferido pensar sus respuestas para las almas, pero su voz interior se perdía en el caos.
«¡Colega!, —exclamó Julian. La inseguridad había desaparecido, y el alma gritó de alegría—. Estamos otra vez con Aden. ¿Vamos a quedarnos para siempre, chico? Vamos, Elijah, dime lo que va a suceder».
Silencio.
Elijah todavía debía de estar durmiendo. Caleb también. Perezosos.
Los lobos se detuvieron. El pelo se les erizó en el lomo, y se quedaron rígidos. Miraron a su alrededor y gruñeron. Sin embargo, Aden no vio a nadie. ¿Tal vez habían sentido una amenaza que él no podía ver? Esperó, pero nadie salió de entre los árboles. ¿Acaso habían llegado ya los aliados de Vlad?
Los gruñidos se intensificaron un segundo antes de que una mujer apareciera y entrara bailando al círculo de metal que señalaba la situación de la cripta. Aden se quedó hipnotizado por ella. Llevaba una túnica negra, como el resto de las mujeres vampiro, pero tenía la cabeza cubierta con una capucha que ocultaba sus rasgos. Sin embargo, él vio su brillante melena negra que le caía como una cascada por el hombro.
Los lobos no dejaron de gruñir, pero no la atacaron. Debían de estar tan embelesados como él.
Ella continuó girando de aquella manera hipnótica.
Tenía algo familiar, algo que despertó una emoción en Aden. Fuera quien fuera, le producía la misma emoción que Mary Ann: una gran necesidad de abrazarla, y al mismo tiempo, la necesidad de echar a correr en dirección contraria.
—Maxwell, Nathan —les dijo a los lobos.
Ellos se quedaron callados y lo miraron.
—Traed aquí a Victoria.
«Deberíamos quedarnos a vuestro lado, —le dijo Nathan por telepatía—. Hay peligro, mi rey».
—¿Por esta mujer? No. Traed a Victoria a mi presencia.
Ellos se miraron con desconcierto, pero asintieron y se alejaron.
Aden se quedó allí sentado, frente al círculo, observando a la mujer. No parecía que ella hubiera reparado en él; siguió dando pasos gráciles, sin vacilar, girando como una patinadora. ¿Quién era?
Aden oyó una tos dentro de su cabeza.
«Hola, Aden», dijo, por fin, Elijah, y después bostezó.
«¿Cómo te encuentras?».
—Bien.
Más o menos.
«Bueno, ¿entonces vamos a quedarnos aquí?», preguntó Julian, que estaba prácticamente dando saltos.
«Eh… no lo sé», respondió el vidente.
«Explícate, por favor», le dijo Julian.
Elijah suspiró.
«Acabo de despertarme. ¿Es necesario que tratemos de los temas más difíciles ahora?».
«Sí. Explícate, explícate, explícate».
«Eres un infantil. Está bien, lo haré. El camino de Aden se ha alterado tanto últimamente, que ya no puedo ver cuál es su futuro. Se suponía que tenía que morir, y que ése sería el final de todos nosotros. Sin embargo, no ha ocurrido nada de eso, y yo no sé lo que va a pasar».
«Bueno, espero que signifique que no vamos a morir pronto, ni que vamos a volver a la cabeza de la chica. Ella me gusta, y todo eso, pero un hombre necesita ser un hombre».
«La chica vampiro no tiene nada de malo, —intervino Caleb, por primera vez, después de bostezar como había hecho Elijah—. No te ofendas, Aden, pero es más guapa que tú».
«Una jarra de leche está más buena que nuestro Aden», dijo Julian con una risita.
Caleb soltó un resoplido.
—Bueno, me alegro de que ya estemos todos —dijo Aden.
«¿Por qué no estás contento?, —preguntó Julian lastimeramente—. Y, más importante todavía, ¿por qué no te has reído de mi estupenda broma?».
«¿Y por qué estás tan frío por dentro?, —preguntó Caleb—. En serio, esto es como un frigorífico».
¿Un frigorífico? ¿Cómo era posible eso, si su piel ardía?
—Me encuentro bien. Y no lo sé.
«Tal vez yo sí lo sepa, —dijo Elijah—. ¿Recuerdas algo de la última hora que pasaste con Victoria en esa cueva? Piensa durante un minuto, y después podrás volver a hacer lo que estuvieras haciendo».
—¿Por qué quieres saberlo?
«Por favor, hazlo».
No era una respuesta, pero bueno, discutir requería demasiado esfuerzo, así que lo pensó. Él acababa de morder a Victoria; acababa de beber su sangre. Ella también lo había mordido, y había bebido de él. Sin embargo, ninguno de los dos había tenido suficiente con eso. Habían luchado como perros rabiosos, presas de un hambre que no conseguían saciar.
La mujer danzante se echó a reír, y Aden tuvo ganas de mirarla, pero siguió pensando. La cueva. Victoria. La lucha cesó, y se miraron. Ella… brillaba. Sí, Aden lo recordó en aquel momento. Irradiaba un brillo dorado tan intenso que él casi no podía tener los ojos abiertos. Al verlo, Fauces se había vuelto loco en su cabeza. Quería salir desesperadamente, quería protegerlo, como si sintiera la presencia de un depredador mucho más fuerte que ningún otro.
Entonces, Fauces había conseguido lo que quería. Se había escapado de la cabeza de Aden y había adquirido su forma de dragón, y había atacado. Aden gritó de temor por Victoria y trató de situarse delante de ella para defenderla, pero Victoria extendió los brazos y su brillo dorado se disparó hacia Fauces y lo expelió hasta la pared de la cueva.
Victoria se giró entonces hacia Aden y repitió el movimiento, y Aden se vio incrustado en la pared opuesta de la cueva, en el punto más alejado de Fauces.
Victoria tenía los ojos de color violeta, en vez de azules, y desprovistos de emoción. Lo miró de pies a cabeza para evaluarlo.
Aden no podía respirar. La energía, o lo que ella estaba utilizando para mantenerlo inmovilizado, le presionaba el pecho y las costillas y le causaba un gran dolor.
—Victoria —jadeó.
Ella pestañeó, como si no lo entendiera.
—Victoria.
Ella abrió la boca para hablar. Había hablado. Él había oído las palabras. O debería haberlas oído. Los sonidos que ella emitió eran…
«¡Ya es suficiente!», gritó Elijah en la cabeza de Aden.
Aden tomó aire y volvió repentinamente al presente.
«Ya es suficiente», repitió Elijah, con más calma en aquella ocasión.
—Pero si tú querías que recordara —dijo Aden, que se sentía confuso—. Y eso es lo que he hecho. Deberías haber dejado que viera la escena hasta el final.
«¿De qué estás hablando? ¿Qué escena? Yo no he visto nada», refunfuñó Julian.
«Yo tampoco, —dijo Caleb—. ¿Qué ha pasado?».
«Nada, —mintió Elijah—. Déjalo ya, Aden. Has visto todo lo que tenías que ver. Sinceramente, no creía que fueras a recordar tanto».
A Aden le pareció extraño que Elijah mintiera, porque nunca lo hacía. ¿Qué estaba sucediendo?
—Entonces, ¿por qué querías que hiciera el esfuerzo de recordar?
«Quería que supieras que Victoria no te hizo daño a propósito».
¿Era aquél el motivo por el que él se había estado preguntando si ella le gustaba? ¿Era por algo que ella había hecho en la cueva, y que él no podía recordar?
Aden frunció los labios. Su pasado estaba allí, y todos los recuerdos eran accesibles, pero aquellos recuerdos no eran el principal foco de su mente. Tenía que pensar activamente en algo, como por ejemplo, lo que había ocurrido en la cueva, antes de que el evento cristalizara.
«Después del intercambio de sangre, Victoria se dejó partes de sí misma dentro de ti. Su pasado, sus pensamientos y sus deseos. O, más bien, antiguos pensamientos y deseos. Parece que ahora son tuyos».
—Pero eso no puede ser bueno. Antes me estaba preguntando si me gustaba.
«Hubo un tiempo en que ella no se gustaba a sí misma».
—Yo quiero matar a su padre. Ella quería a su padre.
«Ella ha querido hacerle daño muchas veces durante estos últimos años. Él no siempre ha sido bueno con ella, ¿sabes? Pero, Aden, tú todavía sigues aquí. El deseo de hacer daño a Vlad también podría ser tuyo».
Partes de la mente de Victoria, dentro de él, cambiándolo y guiándolo. ¿Bien o mal? ¿Verdadero o falso?
—¿Cómo lo sabes?
«Yo lo sé todo, ¿no te acuerdas?», respondió Elijah con un tono de burla hacia sí mismo.
—No, ya no. ¿No te acuerdas?
La mujer dejó de bailar y se echó a reír. Su risa era un sonido tintineante. A Aden le encantó, y al mismo tiempo lo odió. Ella se quitó la capucha y lo miró. Tenía un rostro dulce y delicado.
—Aquí estás, querido mío. Ven a bailar conmigo.
¿Querido? Oh, sí, la conocía. Debería conocerla, pero no conseguía ubicarla. Su cerebro no dejaba de repetir las palabras «madre» y «exasperante». Ella no era su madre, ¿verdad? Además, Aden no sabía por qué lo exasperaba.
—No sé bailar —le dijo.
—Es culpa mía.
Él pestañeó con desconcierto. ¿Ella quería culparse por su falta de habilidad?
«Si te levantas y bailas ahora mismo, nunca te lo perdonaré, —dijo Caleb—. Quedarás como un idiota, y nosotros también».
«Me sorprende tu desgana, Caleb, —intervino Julian, riéndose—. Mover los brazos por ahí seguramente parecería un ritual de cortejo para atraer a las damas. O algo así».
«Aden, tío. Si estás pensando en bailar, deberías levantarte ya y hacerlo, —dijo Caleb, cambiando de opinión de una manera cómica—. Sólo tienes que frotarte y moverte».
Se oyó otra risa, y la mujer volvió a taparse con la capucha.
—Muy bien, querido, como quieras. Bailaré sola. Pero tú te lo pierdes, te lo prometo.
—Aden —dijo Victoria, y su voz pura captó toda su atención—. ¿Me has llamado?
Él la miró. Estaba a un lado del círculo, flanqueada por los dos lobos. El sol la enmarcaba y creaba un halo angelical a su alrededor. Llevaba el pelo recogido en una coleta y una túnica negra, como de costumbre, aunque aquélla tenía manga larga y era de una tela más gruesa. Su aspecto era… humano. Tenía las mejillas y la nariz de un precioso color rosado, y los ojos le lloraban del frío.
—¿Conoces a esa mujer? —le preguntó él, y señaló hacia la bailarina. Sin embargo, la extraña había salido rápidamente, sin dejar de dar vueltas, del jardín.
—¿A quién? —preguntó Victoria.
—No importa.
Aden percibió su olor, que era tan dulce como su aspecto. Comenzaron a dolerle las encías y los dientes, y empezó a salivar.
Además, volvió a sentir el zumbido ensordecedor dentro de la cabeza, seguido por un grito ahogado. El mismo grito que había oído la noche anterior. Un grito pequeño, casi como un gimoteo que servía para pedir atención, como si fuera el de un recién nacido.
«¿Qué ha sido eso?», preguntó Julian.
—Seguramente sólo son ecos de la cueva —dijo Aden, arrastrando las palabras. De repente, le parecía que su lengua era una pelota de golf. Miró el pulso que latía en el cuello de Victoria. Ummm.
—¿Qué? —preguntó Victoria, frunciendo el ceño.
«Esto es peligroso, —le dijo Elijah—. No la mires. No puedes beber de ella. ¿Y si te haces adicto a su sangre otra vez?».
«O, peor todavía, ¿y si hay otro cambio y volvemos a ella?», preguntó Julian con miedo.
«¿Es que yo soy el único que tiene ganas de aventura?, —intervino Caleb—. ¡Hazlo! ¡Bebe de ella!».
«Ignóralo. Bebe de otra persona», le ordenó Elijah.
Sin embargo, Aden no quería beber de ningún otro, aunque le doliera el estómago, aunque hubiera decidido mandar a Victoria lejos otra vez.
El hambre que sentía debía de haberle empañado por completo el sentido común, porque en aquel momento sólo quería estar con ella. Y lo que quería, lo conseguía. Siempre. Con un suspiro, se puso en pie y le tendió la mano. Oyó otro grito quejumbroso dentro de su cabeza, antes de poder hablar.
«En serio, ¿qué es eso?, —preguntó Julian, en aquella ocasión con enfado—. Caleb, ¿es que estás comportándote como un niño otra vez, fingiendo que eres un bebé?».
«Ya sabes que yo contengo la respiración cuando quiero conseguir algo. No gimoteo».
«Um… no me gusta interrumpir, pero tú no respiras», dijo Elijah.
«Y de todos modos, me funciona. ¿Por qué voy a cambiar de método?».
Aden intentó abstraerse de su conversación, lo mejor que pudo.
—Ven conmigo —le dijo a Victoria.
Ella no le había tomado la mano. Se la estaba mirando con inseguridad. Al oírlo, en sus ojos se reflejó la esperanza.
—¿De verdad?
«Como ya te he dicho antes, a ti te gusta mucho Victoria, —insistió Elijah, que consiguió superar la concentración de Aden—. No lo olvides. Los sentimientos negativos que puedas tener hacia ella no son tuyos, ¿entendido? ¿Lo entiendes?».
¿Por qué aquella insistencia?
Victoria le dio la mano, y Aden ya no tuvo que esforzarse por olvidar a las almas. La princesa se convirtió en su único punto de atención.
Su olor lo envolvió, lo invadió, lo consumió. Verdaderamente, le gustaba. Su suavidad y su calor… Ya no ardía, como antes, sino que era cálida y dulce. Su… todo.
—Adelantaos y aseguraos de que estemos solos —les dijo a los lobos, antes de conducir a Victoria desde el jardín hacia el bosque circundante. Nathan y Maxwell saltaron delante de ellos y pronto desaparecieron. No se oyeron aullidos de advertencia, así que Aden continuó.
No estaba muy seguro de lo que iba a hacer con Victoria, pero lo averiguarían juntos. Para bien o para mal.