Mary Ann Gray estaba sentada a una de las mesas de la biblioteca, leyendo incontables microfichas, tal y como había estado haciendo durante toda la semana. Los días estaban empezando a mezclarse, y las sienes le palpitaban. Tenía agarrotados los músculos de la espalda y marcas en el trasero y en los muslos, a causa de permanecer tanto tiempo en la silla. Sin embargo, aquello era necesario.
—Cierran dentro de media hora, ¿sabes?
Miró con irritación a su compañero. Era un chico del que no conseguía librarse, por mucho que lo intentara.
—Muy bien. Ahora piérdete.
—No empecemos otra vez con esa discusión —respondió Tucker Harbor. Se sentó al borde de su pupitre, aplastó los libros y los periódicos y arrugó las hojas. Mary Ann estaba segura de que lo hacía sólo por irritarla—. No voy a ir a ninguna parte.
—¿Te importa? Estas cosas son importantes.
—Sí, me importa, gracias por preguntar —dijo él, sin moverse. Ella lo fulminó con la mirada. Era un chico con el pelo castaño claro y una cara angelical. Lo cual daba una idea completamente falsa de su personalidad, teniendo en cuenta que había sido engendrado por un demonio—. ¿Cuándo me vas a decir qué es lo que estás buscando?
—Cuando deje de querer romperte el cuello. Es decir, nunca.
Él agitó la cabeza.
—Eso es desagradable, Mary Ann. Muy desagradable.
Era un chico muy molesto. Habían estado meses saliendo juntos, hasta que ella se había enterado de que él la había engañado con su mejor amiga, Penny, y lo había dejado. Además, Penny estaba embarazada de él.
Mary Ann había perdonado a su amiga, y seguían viéndose. Aquella mañana su amiga sufría mareos, pero pese a eso, había conseguido levantarse de la cama para ir a ver cómo estaba el padre de Mary Ann.
—Dios santo, Mary Ann —le había dicho su amiga por teléfono—, tu padre es como un muerto viviente. Ya ni siquiera va a trabajar. No sale de casa. Anoche lo observé por la ventana, y estaba mirando fijamente una fotografía tuya. Ya sabes que yo no soy precisamente sentimental, y estuvieron a punto de caérseme las lágrimas.
«A mí también, —pensó Mary Ann—, pero no puedo hacer nada al respecto. Le estoy salvando la vida».
Le había liberado de la coacción a la que lo estaba sometiendo un hada vengativa, que pretendía que él no saliera de su habitación e ignorara todo lo que ocurría a su alrededor. Eso sería suficiente. Era mejor que su padre estuviera desolado que no muerto por querer llegar a ella.
En aquel momento se preguntó por qué había convencido a Aden, a Riley y a Victoria de que le salvaran la vida a Tucker después de que un grupo de vampiros utilizara su cuerpo de aperitivo. Si no lo hubiera hecho, Tucker no habría podido clavarle un puñal en el corazón a Aden.
Extrañamente, Tucker le había confesado el crimen sin que ella tuviera que obligarlo. Incluso había llorado al decírselo. Mary Ann no le había perdonado, de todos modos.
—Lo que le hiciste a Aden sí es desagradable —le dijo.
Él palideció, pero no se alejó de ella.
—Vlad me obligó, ya te lo he dicho.
—¿Y cómo sé que no estás aquí por orden de Vlad, para contarle todo lo que yo hago?
—Porque te he dicho que no.
—Tú no eres conocido, precisamente, por tu franqueza.
—El sarcasmo es una cosa muy fea, Mary Ann. Mira, hice lo que él quería que hiciera y salí corriendo. No he vuelto a verlo ni a oír nada de él desde entonces.
Aquel «ni a oír nada de él» le dio que pensar a Mary Ann. Ella sabía que Vlad hablaba telepáticamente con Tucker, como si estuviera a su lado, susurrándole las órdenes al oído. Tal vez Tucker le estuviera diciendo la verdad en aquella ocasión, pero tal vez no.
En pocas palabras, Vlad podía comenzar a manejarlo de nuevo en cualquier momento, ordenarle que la llevara a casa, o que la matara y que la enterrara, y Tucker obedecería sin vacilar. Y ella no estaba dispuesta a correr ese riesgo. Así pues, dijo:
—A mí no me importa cuáles sean tus motivos, ni tampoco que estés desesperado por escapar del vampiro. Lo cierto es que le hiciste daño a Penny, y a Aden, y eres un estorbo. Sería una tonta si confiara en ti.
—No tienes por qué confiar en mí. Sólo tienes que utilizarme. Además, Aden está vivo. Siento su atracción.
Y ella también. Aquél era el único motivo por el que no se había lanzado al cuello de Tucker. Bueno, y que no tenía un carácter violento. Normalmente.
Aden tampoco, pero había tenido una vida muy diferente a la suya. Ella había crecido con el amor de su padre y Aden se había criado en clínicas mentales donde lo atiborraban a píldoras.
Los médicos pensaban que estaba loco, y nunca habían intentado seguir investigando para averiguar la verdad: Aden era un imán para lo sobrenatural. Todo aquel que tuviera algún rasgo sobrenatural se sentía atraído hacia él, y sus poderes aumentaban.
Mary Ann era todo lo contrario. Repelía lo sobrenatural y suprimía poderes. Tucker la perseguía por eso. Cuando estaba con ella, los impulsos más oscuros de su naturaleza demoníaca desaparecían. A él le gustaba aquello, y por eso quería salir con ella; no era porque ella lo atrajera, sino porque a su lado se sentía normal.
Eso no era muy halagador.
—Mira —dijo él—, te he ayudado, ¿no?
Ella no quiso admitir que sí. La había ayudado durante aquellos últimos días.
—Riley se te estaba acercando demasiado, y yo te escondí dentro de una de mis ilusiones. Él pasó por delante de ti.
«No muerdas el anzuelo. Y no pienses en Riley», se dijo Mary Ann.
Sin embargo, sin que pudiera evitarlo, la cabeza se le llenó de imágenes del hombre lobo. Riley, siguiéndola la noche que ella había descubierto la verdad sobre su madre. Riley llevándola a su coche, besándola y consolándola. Y también la consolaría en aquel momento si ella se lo permitiera. Sin embargo, por mucho que quisiera verlo, no podía. Le haría daño; tal vez, incluso, lo matara. Y Mary Ann no podía soportar aquella idea, porque estaba enamorada de él, tan enamorada que había estado a punto de entregarle su virginidad dos veces. En ambas ocasiones había sido él quien había parado las cosas, porque quería estar bien seguro de que Mary Ann estaba preparada para dar aquel paso, y que después no iba a arrepentirse.
Y en aquel momento, ella lamentaba no haber llegado hasta el final, porque sabía que, para que él no sufriera ningún daño, nunca podrían estar juntos de nuevo.
—Tenía que mantenerme lejos de ti —continuó Tucker— para que no estropearas mi atractivo y mi confianza. Y de todos modos, me acerqué lo suficiente como para que Riley no te viera, y viera sólo lo que yo le obligué a ver. Eso no fue fácil para mí.
Ella fingió que miraba atentamente la pantalla, pero en realidad, no era capaz de leer las palabras. Estaba agotada. Se sentía como si no hubiera dormido desde hacía años.
Por las noches, cuando posaba la cabeza en la almohada del motel que hubiera podido encontrar, sólo podía dar vueltas y más vueltas en la cama, sin dejar que revivir las cosas que había presenciado y que había hecho poco tiempo antes.
Sí, habían pasado sólo dos semanas, pero para ella eran como una eternidad. Recordó los cuerpos que se retorcían de dolor a su alrededor, por su culpa. La gente suplicaba piedad, por su culpa. Porque ella había posado las manos en su pecho y les había succionado el poder, el calor y la energía, y los había dejado vacíos.
—¿Querías ver al lobo? —le preguntó Tucker.
—Sí —dijo ella. La verdad se le escapó sin que pudiera evitarlo. Qué grande, qué fuerte y qué capaz era Riley. Qué frustrado y qué enfadado estaba. Qué asustado. Por ella.
—Entonces, ¿por qué huyes de él?
Porque era peligrosa. Ella no quería, pero sabía que algún día le succionaría la energía a él también, incluso sin tocarlo. No necesitaba tocar a la gente para matarla. La fuerza vital de los demás se había convertido en su comida.
Aunque lo había intentado, no había podido succionar la energía de Tucker todavía. Parecía que él poseía algún tipo de barrera, y mejor, porque ella se habría sentido muy culpable si lo hubiera conseguido. Tucker no habría podido recuperarse. Las brujas no se habían recuperado. Las hadas tampoco. Sólo habían sobrevivido las que se marcharon antes de la batalla.
Mary Ann suspiró. Pese a su fracaso con Tucker, sabía que sólo era cuestión de tiempo que su hambre volviera. Experimentaba punzadas cada pocas horas, y temía que aquellas punzadas se convirtieran en unos brazos invisibles que agarraran a cualquier criatura que se encontrara cerca.
Tal vez Tucker fuera la primera víctima.
Giró la silla hacia él y lo miró.
—Tucker, yo no te voy a hacer ningún bien. Deberías marcharte, ahora que todavía puedes. —Sólo se lo advertiría una vez.
Él frunció el ceño.
—¿Qué significa eso?
—Ya viste lo que hice la otra noche.
—Sí. Fue impresionante.
¿Impresionante? Todo lo contrario. Mary Ann enrojeció.
—Si te quedas, te haré lo mismo. No quiero, pero lo haré de todos modos.
La chica que estaba sentada a su lado, una estudiante, les susurró:
—Estoy intentando estudiar.
—Y nosotros estamos intentando hablar —respondió Tucker, mirándola con cara de pocos amigos—. Si no te gusta, cámbiate de sitio.
La chica se alejó con una expresión de enfado.
Mary Ann tuvo envidia. Ella siempre había querido ser una persona fuerte y segura de sí misma, y aunque estaba trabajando en ello, todavía no lo había conseguido. Para Tucker, sin embargo, era algo natural.
Él la observó con una ceja arqueada.
—Te ha gustado eso, ¿a que sí?
—No.
—Mentirosa —dijo él, poniendo los ojos en blanco de resignación—. Bueno, volvamos a nuestra conversación. Digamos que me gusta vivir al límite, y el hecho de saber que un día puedas hacerme daño me da energías para seguir. ¿Y sabes qué, nena? Tú me necesitas. Riley no es el único que te está siguiendo.
—¿Cómo?
—Sí. También te siguen dos chicas rubias. Creo que has luchado con ellas antes —dijo él, y silbó suavemente—. A propósito, son muy guapas.
Mary Ann notó un sabor amargo en la garganta.
—¿Llevaban túnica? ¿Una túnica roja?
—Sí. ¿También las has visto tú?
—No.
Sin embargo, sabía perfectamente a quiénes se refería Tucker, y sintió ganas de vomitar.
—Es una pena. Podrías hablarles bien de mí, porque no me importaría ligar con ellas.
—¿Hablarles bien de ti? —preguntó ella con desdén, aunque estaba temblando por dentro—. Por favor.
Las rubias eran brujas, sin duda. Eran brujas que habían escapado de su ira. Brujas que la odiaban por destruir a las suyas. Brujas que tenían un poder más allá de lo imaginable.
Ummm, poder…
De repente, dejó de sentir miedo, y tuvo hambre. Las brujas eran tan deliciosas…
Al darse cuenta de lo que estaba pensando, se abofeteó a sí misma.
—Vaya, ¿por qué has hecho eso?
Mary Ann ignoró a Tucker y se concentró en su nueva prioridad. Más marcas de protección. Si la estaban siguiendo las brujas, necesitaba prepararse para su ataque. Tenía que hacerse tatuajes nuevos que la protegieran de los encantamientos que ellas pudieran echarle. Serían maldiciones de muerte, de destrucción, de control mental.
—Te has puesto pálida —le dijo Tucker—. No tienes por qué preocuparte. Las confundí como confundí al lobo. Y también desvié al otro grupo. Eran hombres y mujeres con una piel muy luminosa…
Por favor, no.
—Hadas —dijo Tucker—. Claramente, eran hadas.
La confirmación. Fabuloso. Las hadas también tenían motivos para querer vengarse de ella. Tal vez Tucker las hubiera confundido, pero volverían.
—Bueno, ¿y qué es lo que vienes a leer aquí todos los días? —le preguntó Tucker—. Dímelo, Mary Ann. Tal vez pueda ayudarte más.
Qué sutil.
—Tiene relación con Aden, y con los secretos que ha compartido conmigo. Y a ti no te voy a contar esos secretos.
Pasó un momento de silencio.
—Secretos, secretos. Veamos. Hay tantos para elegir, que no sé por dónde empezar.
—¿A qué te refieres?
—Vlad me obligó a investigar a Aden antes de apuñalarlo, ¿y sabes una cosa? Tú no eres la única a la que se le da bien investigar.
A ella se le aceleró el corazón.
—¿Y qué averiguaste?
A Aden no le gustaba que los demás supieran cosas sobre él. Se avergonzaba, pero además, era muy cauteloso. Si alguien inadecuado averiguaba la verdad, podría usarlo, probarlo, encerrarlo, matarlo. Lo que quisiera.
—Tiene tres almas atrapadas en la cabeza —dijo Tucker—. Antes tenía cuatro, y una de ellas era tu madre, Eve. Tu madre verdadera, claro, no tu tía, la que te crio como si fueras suya. Sin embargo, Eve ya se ha liberado. ¿Qué más? Ah, sí. Ahora es el rey de los vampiros. Hasta que Vlad decida recuperar su trono.
—¿Y cómo has averiguado todo eso? —preguntó Mary Ann.
—Puedo escuchar cualquier conversación cuando quiera, sin que nadie se dé cuenta. Y he escuchado muchas de tus conversaciones.
—Me has espiado.
—Eso es lo que acabo de decir.
¿Cuántas veces? ¿Y qué era lo que había visto? Tal vez, si ella fuera capaz de succionar su energía, pudiera apuñalarlo igual que él había hecho con Aden.
—¿Y por qué piensas que Vlad va a conseguir su objetivo?
—Por favor. Como si pudiera ser de otro modo. También he investigado a Vlad, y es un guerrero que ha ganado incontables batallas y que ha sobrevivido miles de años. Es malo y taimado, y carece de sentido del honor. ¿Qué es Aden? Nada más que una insignificancia para alguien como Vlad. ¿Por qué? Porque Aden querrá luchar limpiamente y se preocupará por los daños colaterales. Ambas cosas lo situarán en desventaja.
No había manera de negarlo. Necesitaba toda la ayuda posible para llevar a cabo su misión, incluso la de Tucker.
Respiró profundamente y dijo:
—Está bien. Te contaré la historia.
Él se frotó las manos con alegría.
Eso no la reconfortó. Por el contrario, sólo sirvió para que se sintiera más tensa. Pero dijo:
—Hace unas cuantas semanas, Riley y Victoria nos dieron una lista a Aden y a mí. Porque el doce de diciembre de hace diecisiete años…
—Espera, ¿el doce de diciembre? Es el día de tu cumpleaños.
Ella pestañeó, sorprendida. Tucker lo recordaba. ¿Por qué?
—Sí. Bueno, ese día murieron cincuenta y tres personas en el mismo hospital en el que nacimos Aden y yo. El St. Mary —dijo. Y al ver la cara de desconcierto de Tucker, añadió—: ¿No te había dicho que Aden y yo cumplimos los años el mismo día?
—No, pero ya lo sabía.
—Bueno, da igual. Ese día murió mucha gente a causa de un accidente de autobús. Mi madre murió al darme a luz —explicó Mary Ann. Su madre era igual que Aden: una fuerza de la naturaleza capaz de hacer cosas que la gente normal no podía hacer. Y Mary Ann, de recién nacida, le había succionado toda la fuerza vital—. En esa lista están las tres almas que Aden atrapó sin querer en su mente.
—¿Estás segura? Tal vez esas personas murieran cerca y sus nombres no estén ahí.
—Supongo que es una posibilidad —dijo ella—. Durante mi investigación he conseguido descartar más de la mitad de los nombres.
—Eso parece demasiado.
En realidad, no.
—Las almas que quedan son hombres, así que he eliminado automáticamente a las mujeres. Por otra parte, esas almas poseen habilidades sobrenaturales, las mismas que poseían cuando estaban vivos. Lo sé porque mi madre también era así. Por eso he estado buscando información sobre los nombres, historias sobre gente que despertara a los muertos, que pudiera poseer cuerpos y que pudiera predecir la muerte de los demás. He buscado hasta el más mínimo detalle.
—¿Y por qué tienes tanto interés en identificar a esas almas?
—Porque tienen que recordar quiénes son, y cuál era su último deseo, para llevarlo a cabo. Después podrán salir de Aden, y él será más fuerte, podrá concentrarse y podrá defenderse de Vlad.
—¿Y de verdad crees que eso va a servir de algo? —dijo Tucker.
—¿Es que me vas a hacer veinte preguntas? Demonios, sí, lo creo —replicó ella. Tenía que creerlo. De lo contrario, las posibilidades de que Aden ganara eran casi nulas.
Tucker se quedó mirándola de nuevo.
—Mary Ann, acabas de soltar una palabrota.
—«Demonios» no es una palabrota.
—Para mí sí.
—¿Es que acaso te da miedo pasarte toda la eternidad con ellos?
El buen humor de Tucker se esfumó.
—Algo parecido.
Se había quedado tan triste que ella se sintió mal por ser tan mordaz.
—Bueno, puede que cuando todo esto termine, yo me haya ganado un sitio a tu lado en el infierno. Podemos hacernos compañía mientras nos asamos.
A Tucker se le escapó una carcajada, tal y como ella esperaba, aunque eso les hizo merecer otra mirada fulminante de la chica que quería estudiar. Él la ignoró y se inclinó hacia Mary Ann.
—Ya te gustaría a ti que yo me pasara toda la eternidad contigo. Bueno, ¿y tienes alguna pista?
—Antes de que me interrumpieras estaba leyendo una historia sobre una muerte que se produjo en el hospital. Parece que alguien asesinó al doctor Daniel Smart. Tenía heridas en brazos y piernas, como si se hubiera encogido sobre sí mismo para intentar protegerse mientras alguien, o algo, le mordía y le daba puñetazos.
—Muy buena historia. Pero ¿qué tiene que ver eso con las almas de Aden?
—Uno de ellos puede despertar a los muertos. ¿Y si el doctor Smart despertó a un cadáver en la morgue, y ese muerto viviente lo mató?
—Pero seguramente, ya habría despertado a otros muertos, ¿no? Y si lo había hecho, ¿por qué seguía trabajando allí? Habría corrido peligro constantemente, y su secreto se habría sabido. Pero no se supo, lo cual significa que no lo hizo.
—Tal vez podía controlar esa capacidad.
—Tal vez no.
—No me importa lo que digas tú —refunfuñó Mary Ann, que no quería reconocer que él tenía razón otra vez—. Es lo mejor que tengo.
—Nuestra definición de «mejor» es diferente. Pero bueno, de todos modos merece la pena comprobarlo.
—Sí, lo sé. Es mi siguiente tarea.
—Bien. ¿Tienes algo sobre los padres de Aden?
—¿A qué te refieres? —preguntó ella.
Sin embargo, la dirección verdadera de los padres de Aden le quemaba en el bolsillo. Lo primero que había hecho había sido encontrarla. Seguían viviendo en la misma ciudad. La vergüenza de abandonar a su hijo, cuando eran las únicas personas que podían haberlo ayudado de verdad, no había hecho que se marcharan de allí. ¿Seguían estando conformes con su decisión, o lo lamentaban?
Mary Ann se había debatido entre llamar a Aden y decírselo, o no hacerlo. Al final había decidido no hacerlo por el momento. Él ya tenía suficientes cosas de las que ocuparse en la actualidad, y si ella conocía primero a la pareja, o mejor dicho, los espiaba, podría tomar una decisión más fundada.
—Bueno, vamos a dejarlo por hoy —le dijo Tucker—, y busquemos un sitio donde dormir. Podemos ir a… —entonces se quedó callado, esperando.
—La esposa de Smart sigue viviendo aquí, en Tulsa, cerca del Hospital St. Mary, en el que trabajaba su marido —dijo ella.
Tulsa, Oklahoma, a dos horas de Crossroads, Oklahoma. A dos horas de Riley.
—Bien —dijo Tucker, asintiendo—. ¿Has leído el obituario de ese hombre?
—Sí.
—¿Y has investigado sobre su familia?
—Lo mejor que he podido.
Él había dejado viuda a su esposa, pero no se mencionaba a nadie más en aquella esquela.
—¿Y tienes la dirección?
—No. Pensé que me pasearía en coche por la ciudad hasta que un rayo divino me señalara la casa.
—Sarcasmo otra vez. No es tu mejor rasgo.
—Entonces, deja de hacer preguntas tontas.
Él suspiró.
—Iremos mañana por la mañana. ¿Te parece bien? —preguntó. Sin embargo, no le dio tiempo para responder. Le tendió la mano y dijo—: Vamos.
Ella también suspiró y le dio la mano. Justo cuando salían de aquella sala de estudio, alguien gritó; seguramente, era la chica que los había amonestado. Tucker le pasó el brazo por los hombros y la dirigió hacia delante.
—Será mejor que no mires.
—¿Qué has hecho? —le susurró ella con fiereza.
—Digamos que la serpiente que hay debajo de su mesa está intentando conversar con ella —respondió él con una sonrisa de picardía.
Claro, por supuesto.
En la calle hacía frío, y era de noche. Mary Ann se subió las solapas de la chaqueta y miró a Tucker con disgusto.
—Creía que no podías crear ilusiones cuando estabas cerca de mí.
Él sonrió aún más, y ella tuvo que apartar la mirada para no caer en la tentación de darle una torta. Comenzaron a caminar por la acera.
—¿Y bien? —insistió Mary Ann.
Él se inclinó hacia ella, como si fuera a hacerle partícipe de un secreto.
—Digamos que mis habilidades se están haciendo nucleares.
O su capacidad de mutar se estaba desvaneciendo, pensó ella de repente, y abrió unos ojos como platos. Ojalá perdiera aquella capacidad. Si la perdía, tal vez dejara de succionar la energía vital de los demás. Y si eso sucedía, podría ver otra vez a Riley. Podría besarlo. Podría… hacer más con él, por fin. Sin preocupaciones.
—Bueno, ¿qué es lo que te ha puesto tan contenta? —le preguntó Tucker desconfiadamente.
—Nada.
—Mentirosa.
—Demonio.
Él carraspeó como si estuviera conteniendo la risa.
—Para mí, eso no es un insulto, ¿lo sabías?
—Sí, lo sabía —respondió ella, que iba prácticamente dando saltitos. Con sólo pensar en ver a Riley otra vez, le mejoraba el estado de ánimo—. Déjame disfrutar del momento, ¿de acuerdo?
—¿De qué momento?
—De este momento.
—¿Por qué? No tiene nada de especial.
—Podría tenerlo, si te callaras.
En aquella ocasión, él se echó a reír.
—Recuérdame por qué salía contigo.
—No. Vomitaría.
—Qué agradable eres, Mary Ann —dijo él. Sin embargo, no había dejado de sonreír.
—Lo intento.